67. El árbol del espino (Febrero de 1817)

CHILDERMASS cruzaba un páramo solitario. En medio de aquella desolación alzaba su figura contrahecha un único árbol, un espino, del que pendía un hombre. Había sido despojado de la chaqueta y la camisa, y, muerto, mostraba lo que sin duda había mantenido oculto durante toda su vida: las extrañas marcas que le cubrían la piel, unos intrincados dibujos azules, tan tupidos que lo hacían más azul que blanco.

Mientras se acercaba al árbol, Childermass se preguntó si el asesino se habría entretenido en escribir sobre el cadáver para divertirse. En su época de marinero, había oído relatos de países donde al condenado a muerte se le escribía en la piel su propia confesión, por algún medio atroz, antes de ajusticiarlo. A distancia, las marcas de aquel hombre parecían de escritura, pero cuando se hubo acercado, vio que estaban debajo de la piel.

Echó pie a tierra y rodeó el cadáver para verle la cara, que estaba amoratada e hinchada, con los ojos desorbitados e inyectados en sangre. Estuvo mirándolo fijamente hasta que, en aquellas facciones desfiguradas, descubrió a un conocido.

—Vinculus.

Sacó la navaja y cortó la cuerda. Le quitó los pantalones y le examinó el cuerpo: el cadáver de un animal escuálido en un árido páramo invernal.

Las marcas cubrían todas las pulgadas de su piel, con excepción de la cara, las manos, las partes íntimas y la planta de los pies. Parecía un hombre azul con máscara y guantes blancos. Childermass intuía que aquellas señales tenían un significado.

—Son las Letras del Rey —dijo al fin—. Es el libro de Robert Findelm.

En aquel momento empezó a nevar, y el viento arreció formando torbellinos de acerados copos.

Childermass pensó en Strange y Norrell, que estaban a veinte millas de allí, y se echó a reír. ¿Qué importaba quién leyera los libros de Hurtfew? El más precioso de todos yacía a sus pies, desnudo y muerto, expuesto a la nieve y el viento.

—Vaya, en mí han recaído la mayor gloria y la mayor carga que puedan caber a un hombre en nuestro tiempo.

Por el momento, era más evidente la carga que la gloria. El libro tenía un formato poco manejable. Childermass no sabía el tiempo que Vinculus llevaba muerto ni el que tardaría en empezar a descomponerse. ¿Qué hacer? Podía cargar el cadáver en su caballo, pero si encontraba a alguien en el camino, ¿cómo explicar por qué cargaba con un hombre recién ahorcado? O podía esconderlo mientras iba en busca de un carro y un caballo. ¿Cuánto tardaría? Y era posible que entretanto alguien lo descubriese y se lo llevara. En York había médicos dispuestos a comprar cadáveres sin hacer preguntas.

«Podría realizar un hechizo de ocultación», pensó.

Un hechizo de ocultación lo haría invisible a los ojos humanos, pero había que tomar en consideración a los perros, zorros y cuervos, a los que no se podía engañar con ninguna de las fórmulas que él conocía. El libro ya había sido comido una vez. No quería arriesgarse a que volviera a ocurrir.

Lo más natural sería copiarlo, pero su cuaderno, la tinta y la pluma se habían quedado encima de la mesa del salón, en la oscuridad de Hurtfew Abbey. ¿Qué hacer, pues? Podía grabarlo con una vara en la tierra helada, pero ello no reportaría ventaja alguna con respecto a lo que ahora tenía. Si hubiera más árboles, podría descortezarlos, quemar algo de madera y escribir en la corteza con las cenizas. Pero no había más árbol que aquel espino retorcido.

Miró la navaja que sujetaba. ¿Y si copiaba el libro sobre su propio cuerpo? El plan tenía sus ventajas. Primera: ¿quién podía asegurar que la situación de cada dibujo en el cuerpo de Vinculus no encerraba un significado? ¿Cuanto más cerca de la cabeza, más importante el texto? Todo era posible. Segunda: el libro estaría bien escondido a la vez que seguro. No tendría que temer que pudieran robárselo. Aún no había decidido si se lo mostraría a Strange o a Norrell.

Pero la escritura del cuerpo de Vinculus era tupida e intrincada. Aunque consiguiera que la navaja imitara con exactitud aquellos delicados puntos, círculos y volutas —cosa que dudaba—, debería hundirla bastante para que las marcas no se borraran.

Se quitó el abrigo y la chaqueta, desabrochó el puño de la camisa y se subió la manga. A modo de prueba, se grabó uno de los símbolos de la parte inferior del antebrazo de Vinculus en el mismo sitio del suyo. El resultado no fue muy alentador. Sangraba tanto que era difícil ver lo que hacía, y el dolor lo mareaba.

«Algo de sangre puedo sacrificar por esta causa, pero con tanta escritura me desangraría. Además, ¿cómo iba a copiar lo que está escrito en la espalda? Lo cargaré en mi caballo y si alguien me pregunta y me importuna... bien, si es necesario, le disparo. No deja de ser un plan. No es muy bueno, pero es un plan.»

Brewer se había alejado un trecho y mordisqueaba unas hierbas secas que el viento había dejado al descubierto. Childermass fue hacia él. Sacó de la bolsa una cuerda resistente y el estuche de las pistolas. Puso una bala en cada una y las cebó con pólvora.

Se volvió hacia el cadáver. Alguien —un hombre— estaba inclinado sobre él. Childermass se metió las pistolas en los bolsillos del abrigo y echó a correr gritando.

El hombre llevaba botas y abrigo de viaje negros. Estaba medio agachado y medio arrodillado en la nieve, al lado de Vinculus. Childermass creyó que era Strange; pero éste no era tan alto y tenía una complexión más delgada. Sus ropas eran, además de oscuras, caras y elegantes. No obstante, su pelo lacio y negro era más largo de como lo llevaría un hombre que siguiese la moda. Le daba aire de predicador metodista o poeta romántico. «Lo conozco —pensó Childermass—. Es un mago. Lo conozco bien. ¿Por qué no puedo recordar su nombre?» Dijo:

—¡El cadáver es mío, caballero! ¡No lo toque!

El hombre levantó la cabeza.

—¿Tuyo, John Childermass? —preguntó con leve ironía—. Creía que era mío.

Era extraño, pero, a pesar de su ropa elegante y su aire de fría autoridad, el lenguaje de aquel hombre era tosco, incluso para los oídos de Childermass. Hablaba con acento del norte, de eso no cabía duda, pero no conseguía identificarlo. Podía ser de Northumbria, aunque con cierto deje de los países fríos que se encuentran más allá del mar del Norte, y —lo que parecía aún más extraordinario— había en su pronunciación una resonancia de francés.

—En eso se equivoca. —Childermass levantó las pistolas—. Dispararé si he de disparar, señor. Pero preferiría no hacerlo. Deje ese cuerpo y siga su camino.

El hombre no dijo nada y continuó mirándolo un momento. Luego, como si lo aburriera lo que veía, se volvió de nuevo hacia el cadáver.

Childermass buscaba con la vista un caballo o un carruaje, algo que indicara cómo había llegado hasta allí aquel hombre. No veía nada. En todo el extenso páramo sólo estaban ellos dos, el caballo, el cadáver y el espino.

«En algún sitio ha de haber un carruaje —pensó—. No tiene ni una mota de barro en el abrigo ni en las botas. Parece recién salido de las manos de su ayuda de cámara. ¿Dónde están sus criados?»

Ésa era una idea inquietante. Childermass no creía que tuviera grandes dificultades para dominar a aquel hombre pálido, delgado y con aspecto de poeta, pero no podía habérselas al mismo tiempo con un cochero y dos o tres robustos lacayos.

—¿Estas tierras le pertenecen, caballero? —preguntó.

—Sí.

—¿Dónde ha dejado el caballo? ¿Y el coche? ¿Y dónde están sus criados?

—No tengo caballo, John Childermass. No tengo coche. Y aquí sólo está uno de mis criados.

—¿Dónde?

Sin molestarse en levantar la cabeza, el hombre alzó el brazo con un dedo fino y pálido extendido.

Childermass, desconcertado, miró a su espalda. No había nadie. Sólo las nevadas matas de hierba que agitaba el viento. ¿A quién se refería? ¿Al viento o a la nieve? Había oído hablar de magos medievales, que decían tener por criados a esas y otras fuerzas de la naturaleza. Entonces comprendió.

—¿Qué? No, señor; se equivoca. ¡Yo no soy criado suyo!

—Te jactabas de ello no hace ni tres días.

Sólo había una persona que tuviera derecho a llamarse su señor. ¿Sería Norrell aquel hombre, transformado por algún misterioso prodigio? ¿Una transfiguración de Norrell? Antiguamente, los magos se aparecían bajo formas diferentes, según las cualidades que constituían su carácter. Childermass trataba de adivinar qué parte del carácter de Gilbert Norrell podía manifestarse de pronto bajo el aspecto de un hombre pálido y apuesto, que hablaba con un acento extraño y poseía un aire de gran autoridad. Se dijo que en los últimos días estaban sucediendo cosas extrañas, pero no tanto.

—¡Está advertido, caballero! ¡No toque el cuerpo!

El hombre se inclinó más sobre el ahorcado. Se sacó algo de la boca —una perla muy pequeña, ligeramente teñida de rosa y plata— y lo introdujo en la boca de Vinculus. El cadáver se estremeció. No era el temblor de un enfermo o de una persona sana; era como el temblor de una desnuda rama de abedul al soplo de la primavera.

—¡Deje el cadáver, señor! —gritó Childermass—. No lo repetiré. El hombre ni se dignó levantar la cabeza. Pasaba la yema del dedo por el cuerpo de Vinculus, como si escribiera.

Childermass apuntó con la pistola que sostenía con la mano derecha a un punto situado a cierta distancia del hombro izquierdo del desconocido, con intención de asustarlo. La pistola disparó perfectamente, de la cámara salieron humo y olor a pólvora, y del cañón chispas y más humo.

Pero la bala no voló, sino que se quedó suspendida en el aire y, como en un sueño, se retorció, creció y cambió de forma. Le nacieron alas, se convirtió en una avefría y se alejó volando. En el mismo instante, la mente de Childermass quedó inerte como una piedra.

El hombre movía el dedo sobre Vinculus, y los dibujos y símbolos giraban y se ondulaban con un movimiento fluido, como si hubieran sido trazados sobre agua. Al cabo de un rato dio por terminada la operación y se puso en pie.

—Estás equivocado —le dijo a Childermass—. Este hombre no ha muerto.

Se acercó a Childermass. Cuando estuvo delante de él, con un gesto tan poco ceremonioso como el de una madre que limpia un poco de tizne de la cara de su hijo, se humedeció el dedo con la lengua y trazó una especie de símbolo sobre los párpados, los labios y el pecho de Childermass. Luego le golpeó la mano izquierda para que cayera al suelo la pistola y le dibujó otro símbolo en la palma. Dio media vuelta para marcharse, pero entonces miró atrás y, como si acabara de ocurrírsele, le hizo una última señal sobre el corte de la cara.

El viento agitaba la nieve, haciéndola girar y ondularse. Brewer relinchó suavemente, como si algo lo hubiera molestado. Por un instante pareció que la nieve y las sombras formaban la imagen de un hombre delgado y moreno, con botas y abrigo negros. Al momento, la ilusión se desvaneció.

Childermass parpadeó.

—¿Adónde voy? —se preguntó con impaciencia—. ¿Y qué hago aquí hablando solo? ¡No es momento para pensar en las musarañas!

Olía a pólvora. Una de sus pistolas estaba en el suelo nevado. Cuando la recogió, la notó caliente, como si hubiera disparado con ella hacía poco. Era muy extraño, pero no tuvo tiempo de acabar de sorprenderse, porque un sonido le hizo alzar la cabeza.

Vinculus estaba levantándose. Se movía torpemente, a sacudidas, como algo que acaba de nacer y aún no ha aprendido a usar las extremidades. Se quedó un momento de pie, oscilando el cuerpo y moviendo la cabeza con pequeños espasmos a derecha e izquierda. Entonces abrió la boca y gritó. Pero lo que salió de su boca no fue un sonido, sino la piel de un sonido, vacía de carne y huesos.

Aquello era, sin duda, lo más extraño que había visto Childermass en toda su vida: un hombre azul, desnudo, con los ojos inyectados en sangre, que gritaba en silencio en medio de un páramo nevado. Tan extraordinaria era la imagen que, durante unos instantes, no supo qué hacer. Se preguntó si debía probar el hechizo para restaurar la calma perdida de Gilles de Marston, pero luego pensó en algo mejor. Sacó la botella de burdeos que Lucas le había dado y se la enseñó a Vinculus. Éste la miró fijamente y se calmó.

Un cuarto de hora después, estaban sentados sobre unas matas de hierba al pie del árbol, desayunando con el burdeos y unas manzanas. Vinculus se había puesto la camisa y el pantalón y estaba envuelto en una manta que era propiedad de Brewer. Se había recobrado del ahorcamiento con sorprendente rapidez. Aún tenía los ojos inyectados en sangre, pero ya no impresionaba tanto mirarlos, y hablaba con voz ronca, interrumpida por accesos de tos, pero comprensible.

—Alguien ha querido ahorcarte —le dijo Childermass—. No sé quién ni por qué. Afortunadamente, te he encontrado a tiempo y he cortado la cuerda. —Mientras lo decía, un interrogante le perturbaba el pensamiento. Le parecía ver a Vinculus muerto en el suelo, y una mano blanca y delgada que señalaba. ¿Quién era? El recuerdo se desvaneció—. Cuenta —prosiguió—, ¿cómo se convierte un hombre en libro? Sé que Robert Findhelm le dio el libro a tu padre para que se lo entregara a un hombre que vivía en las colinas de Derbyshire.

—El último hombre de Inglaterra que sabía leer las Letras del Rey —graznó.

—Pero tu padre no entregó el libro, sino que se lo comió en aquel desafío de taberna en Sheffield.

Vinculus tomó otro trago de vino y se limpió los labios con el dorso de la mano.

—Cuatro años después nací yo, y las Letras del Rey estaban grabadas en mi cuerpo. Cuando cumplí los diecisiete, fui en busca del hombre que vivía en las colinas de Derbyshire. Aun pude encontrarlo vivo. ¡Qué noche! ¡Estrellada noche de verano en la que el libro del Rey y el último lector de las Letras del Rey se encontraron y bebieron juntos! Nos sentamos en la cima de la colina de Bretton, contemplando Inglaterra, y él leyó en mí el destino de Inglaterra.

—¿Y fue la profecía que les dijiste a Strange y Norrell?

Vinculus asintió mientras tosía. Cuando pudo hablar, agregó:

—Y al esclavo sin nombre.

—¿A quién? —Arrugó el entrecejo—. ¿Quién es ése?

—Un hombre. Ha sido parte de mi tarea llevar en mí su historia. Empezó su vida siendo esclavo. Pronto será rey. Al nacer le fue negado su verdadero nombre.

Childermass meditó sobre esa descripción unos momentos.

—¿Te refieres a John Uskglass?

Vinculus gruñó de impaciencia.

—¡Si me refiriese a John Uskglass, lo diría! No. No es un mago. Es un hombre como cualquier otro. —Pensó un instante—. Pero negro —agregó.

—Nunca he oído hablar de él.

Vinculus lo miró con aire divertido.

—Claro que no. Te has pasado toda la vida metido en el bolsillo del mago de Mayfair. Sólo sabes lo que sabe él.

—¿Y qué? —repuso Childermass, ofendido—. No es poco. Norrell es un hombre inteligente... y Strange también. Tienen sus defectos, como cualquier hombre, pero han hecho cosas grandes. Que quede claro que yo soy hombre de John Uskglass. O lo sería si él estuviera aquí. Pero reconoce que la restauración de la magia inglesa es obra de ellos, no de él.

—¡Obra de ellos! —se mofó Vinculus—. ¿De ellos? ¿Es que aún no lo entiendes? Ellos son el hechizo que está obrando John Uskglass. Nunca han sido más que eso. ¡Y él está obrándolo ahora!