39. Los dos magos (Febrero de 1815)

DE todos los controvertidos artículos que se publicaron en la Edinburgh Review, ninguno fue tan controvertido como éste. A últimos de enero, no parecía haber en todo el país ni una sola persona medianamente culta que no lo hubiera leído y se hubiera formado su opinión. Aunque no estaba firmado, todos sabían quién era el autor: Strange. Oh, desde luego, al principio algunos dudaban y señalaban que se criticaba tanto a Strange como a Norrell, o más. Pero ésos eran tenidos por estúpidos. ¿Acaso no era Jonathan Strange de esa clase de personas caprichosas y contradictorias, capaces de escribir contra sí mismas? ¿No se declaraba mago el autor? ¿Quién podía ser si no? ¿Quién podría hablar con tanta autoridad?

Cuando Norrell llegó a Londres, sus opiniones fueron consideradas originales e incluso excéntricas. Pero después la gente se acostumbró a ellas, y cuando él decía que la magia, al igual que los océanos, debía ser gobernada por los ingleses, les parecía que sus ideas estaban en consonancia con el espíritu de la época. Había que fijar unos limites, prescindiendo de todo lo que no fuera fácilmente comprensible para las damas y los caballeros modernos, como los trescientos años de reinado de John Uskglass y la extraña historia de nuestras conflictivas relaciones con los duendes. Ahora Strange refutaba el concepto norrelliano de la magia. De pronto, parecía que todo lo que los ingleses habían aprendido en la niñez acerca de las extravagancias de la magia inglesa podía ser cierto, y que John Uskglass podía seguir cabalgando con su séquito de hombres y duendes por sendas olvidadas, más allá del firmamento, al otro lado de la lluvia.

La mayoría pensaba que la asociación de los dos magos no tardaría en romperse. Por Londres circulaba el rumor de que Strange había ido a Hanover Square y los criados no lo habían dejado entrar. Había también quienes, por el contrario, decían que Strange no había ido a Hanover Square y que Norrell se pasaba los días y las noches sentado en la biblioteca, esperando a su discípulo, y que cada cinco minutos llamaba a los criados para pedirles que se asomaran a la ventana, a ver si acudía.

Un domingo por la tarde de primeros de febrero, Strange visitó por fin a Norrell. Eso, al menos, era seguro, ya que dos caballeros que iban a la iglesia de San Jorge, situada en Hanover Square, lo vieron en la escalera exterior, vieron abrirse la puerta y lo vieron hablar al criado y entrar sin dilación, como si estuvieran esperándolo. Los dos caballeros siguieron hasta el templo, donde inmediatamente comunicaron a sus vecinos de banco lo que habían visto. Cinco minutos después entraba en la iglesia un joven delgado, de aspecto seráfico, que, simulando rezar, susurró que acababa de hablar con una persona que estaba asomada a la ventana del primer piso de la casa contigua a la del señor Norrell, y le había dicho que le había parecido oír cómo el señor Strange increpaba y sermoneaba a su maestro. Dos minutos después, en toda la iglesia se cuchicheaba que los dos magos se habían amenazado mutuamente con una especie de excomunión de la magia. Empezó el oficio religioso y numerosos feligreses miraron hacia las ventanas con expresión anhelante, como preguntándose por qué esas aberturas se situaban a tanta altura en las iglesias. Se cantó un himno con acompañamiento de órgano, y varios asistentes aseguraron después que, por encima de la música, habían oído retumbar fuertes truenos, señal segura de perturbaciones mágicas. Pero otros dijeron que sólo eran imaginaciones.

Todo ello hubiera sorprendido a los dos magos, que, en aquel momento, estaban de pie en la biblioteca de Norrell, mirándose en cauto silencio. Strange, que no había visto a su tutor en varios días, estaba impresionado por su aspecto. Demacrado y encorvado, Norrell parecía haber envejecido diez años.

—¿Nos sentamos, señor? —dijo.

Fue hacia una silla, y el repentino movimiento sobresaltó a Norrell, como si estuviera temiendo que Strange lo golpeara. Pero al instante se había repuesto lo suficiente para sentarse también él.

No estaba Strange mucho más tranquilo. Durante los últimos días se había preguntado una y otra vez si había hecho bien en publicar aquella crítica, y siempre se decía que sí. Había decidido que debía adoptar una actitud de digna superioridad moral, suavizada por un discreto matiz de contrición. Pero ahora que volvía a encontrarse en la biblioteca de Norrell, no le resultaba fácil sostener la mirada de su tutor. Sus ojos vagaban por la habitación, yendo de la figurita de porcelana que representaba al doctor Martin Pale al picaporte, a la uña de su propio pulgar y al zapato izquierdo del anfitrión.

Norrell, por el contrario, no apartaba la vista de la cara de su discípulo. Al cabo de un largo momento de silencio, los dos hombres hablaron a la vez.

—Después de todas sus bondades para conmigo... —empezó Strange.

—Usted piensa que estoy enfadado... —empezó Norrell.

Ambos se interrumpieron, y Strange invitó a Norrell a continuar.

—Usted piensa que estoy enfadado, pero no lo estoy. Usted piensa que no sé por qué ha hecho lo que ha hecho, pero lo sé. Usted piensa que ha puesto todo su corazón en ese escrito y que ahora en Inglaterra todos lo comprenden. ¿Y qué es lo que comprenden? Nada. Pero yo ya lo había comprendido antes de que usted escribiera la primera palabra. —Hizo una pausa, con la cara crispada, como si tratara de manifestar un sentimiento muy profundo—. Eso que escribió, lo escribió para mí. Sólo para mí.

Strange abrió la boca para protestar de esta sorprendente conclusión. Pero intuyendo que probablemente era acertada, calló.

—¿Cree que yo no he sentido el mismo... el mismo anhelo que usted? «Es la magia de John Uskglass la que nosotros practicamos.» Claro que lo es. ¿Y qué podría ser si no? Le diré que, cuando yo era joven, hubo momentos en los que habría hecho cualquier cosa, soportado cualquier prueba, con tal de encontrarlo a él y arrojarme a sus pies. Intenté invocarlo. ¡Ja! Aquél fue el acto de un hombre muy joven y muy necio. Tratar a un rey como a un lacayo, llamarlo y pretender que me hablase. Considero que una de las circunstancias más afortunadas de mi vida fue que mi intento fracasara. Luego procuré encontrarlo utilizando los viejos hechizos de elección. No logré que actuaran. Desperdicié toda mi juventud buscándolo. Durante diez años no pensé en otra cosa.

—Nunca me lo había dicho, señor.

Norrell suspiró.

—Quería impedir que usted cayera en el mismo error. —Levantó las manos en ademán de resignación.

—Pero dice usted que eso fue hace mucho tiempo, cuando era joven e inexperto. Ahora es un mago muy distinto y yo me precio de ser un buen ayudante. ¿Y si volviésemos a intentarlo?

—No es posible encontrar a un mago tan poderoso a no ser que él desee ser encontrado —sentenció Norrell—. Es inútil pretenderlo. ¿Cree que a él le importa lo que le ocurra a Inglaterra? Yo digo que no. Nos abandonó hace tiempo.

—¿Abandonó? —repitió Strange juntando las cejas—. Ésa me parece una palabra muy dura. Imagino que, tras años de decepciones, uno pueda sentirse inclinado a sacar una conclusión semejante. Pero se conocen numerosos relatos de personas que vieron a John Uskglass mucho después de que, según se supone, dejara Inglaterra. La hija del guantero de Newcastle1 , el granjero de Yorkshire2 , el marinero vasco3 ...

Norrell lanzó un gruñido de enojo.

—¡Rumores y superstición! Aunque esas historias fueran ciertas, cosa que me resisto a admitir, nunca he llegado a comprender cómo podían saber ellos que la persona a la que vieron era John Uskglass. No existen retratos suyos. Ni la hija del guantero ni el marinero vasco contaron que habían visto a John Uskglass. Vieron a un hombre vestido de negro y otros les dijeron que aquel hombre era John Uskglass. Pero en realidad poco importa si volvió o no en uno u otro momento, ni si fue visto por tal o cual persona. Lo cierto es que cuando abandonó el trono y partió de Inglaterra, se llevó consigo lo mejor de la magia inglesa. Aquel día empezó la decadencia. ¿No basta eso para que lo consideremos enemigo nuestro? Supongo que usted conocerá Un bosque encantado se marchita, de Watershippe4 .

—No, señor; no lo conozco. —Lo miró significativamente, dando a entender que no lo había leído por la razón de siempre—. Pero me habría gustado que me hubiese hablado de esto antes.

—Quizá me equivoqué en no hacerlo partícipe de muchos de mis pensamientos —dijo Norrell entrelazando los dedos—. Ahora estoy casi seguro de ello. Pero hace tiempo decidí que la mejor manera de servir los intereses de Gran Bretaña era guardar absoluto silencio sobre estas cuestiones, y es difícil romper viejos hábitos. Pero sin duda usted, señor Strange, sabe cuál es la tarea que nos espera. A usted y a mí. La magia no puede estar a merced de los caprichos de un rey a quien ya no importa lo que pueda ocurrirle a Inglaterra. Debemos liberar a los magos ingleses de su dependencia de él. Debemos lograr que se olviden de John Uskglass tan completamente como él se ha olvidado de nosotros.

Strange, ceñudo, negó con la cabeza.

—No, señor. A pesar de todo lo que usted argumenta, a mí me parece que John Uskglass se encuentra en el corazón mismo de la magia inglesa y que será peor para nosotros si lo olvidamos. Quizá al final resulte que estoy equivocado. Nada más probable. Pero en una cuestión de tan vital importancia para la magia inglesa, debo convencerme por mí mismo. No me considere desagradecido, pero creo que ha llegado el momento de dar por terminada nuestra colaboración. Me parece que somos muy diferentes...

—¡Oh! —se alarmó Norrell—. Ya sé que en carácter... —Hizo un ademán despectivo—. Pero ¿eso qué importa? Somos magos. Es lo único que cuenta para mí y lo único que cuenta para usted. Si hoy abandona esta casa para seguir su propio camino, ¿con quién hablará... como ahora estamos hablando? No tendrá a nadie. Estará solo. —En tono casi suplicante, susurró—: ¡No haga eso!

Strange miraba a su maestro, desconcertado. Eso no era lo que él esperaba. Su artículo no sólo no había provocado la indignación de Norrell, sino que parecía haber favorecido una eclosión de sinceridad y humildad. En ese momento, se le antojó razonable y deseable volver a la tutela de Norrell. Fueron el orgullo y la certeza de que al cabo de una hora o dos pensaría de otro modo los que le hicieron responder:

—Lo siento, señor, pero desde que regresé de la Península no me parece apropiado seguir llamándome discípulo suyo. Me siento como si representara un papel. Someter mis escritos a su aprobación para que usted los modifique como mejor le plazca... eso ya no puedo aceptarlo. Es obligarme a decir lo que ya no pienso.

—Tenemos una tarea que cumplir —suspiró Norrell. Inclinando el cuerpo hacia delante, añadió con más energía—: Déjese guiar por mí. Prométame que no publicará nada, no dirá nada, no hará nada hasta estar completamente seguro a este respecto. Créame, la satisfacción de saber que al fin ha dicho usted lo que debía, ni más ni menos, bien vale diez, veinte y hasta cincuenta años de silencio. El silencio y la inactividad no van con su carácter, lo sé. Pero yo le prometo resarcirlo en todo lo que esté en mi mano. No saldrá usted perdiendo. Si alguna vez ha tenido motivos para considerarme adusto, no volverá a tenerlos. Le diré a todo el mundo lo mucho que lo aprecio. Ya no seremos tutor y discípulo. ¡Que la nuestra sea una asociación entre iguales! ¿Acaso no he aprendido yo de usted tanto como usted de mí? ¡Los casos más lucrativos serán suyos! Los libros... —Tragó saliva—. Los libros que debí prestarle y que me reservé estarán a su disposición. Iremos juntos a Yorkshire (esta misma noche, si quiere) y le daré la llave de la biblioteca, para que lea cuanto quiera. Yo... —Se pasó la mano por la frente, como sorprendido de sus propias palabras—. Ni siquiera le pediré que se retracte de su escrito. Dejémoslo. Dejémoslo. Y con el tiempo, juntos, usted y yo responderemos a todas las preguntas que en él ha planteado.

Hubo un largo silencio. Norrell observaba con ansiedad la cara del otro. Su ofrecimiento de mostrarle la biblioteca de Hurtfew surtió efecto. Por unos instantes, Strange vaciló en su determinación de separarse de su maestro, pero al fin dijo:

—Me siento muy honrado, señor. Sé que no es usted amigo de compromisos. Pero considero que debo seguir mi propio camino. Considero que debemos separarnos.

Norrell cerró los ojos.

En ese momento se abrió la puerta y entraron Lucas y un lacayo con el servicio del té.

—Venga, señor —dijo Strange.

Apoyó la mano en el brazo de su maestro para darle ánimo, y los dos únicos magos de Inglaterra tomaron el té juntos por última vez.

Strange abandonó Hanover Square a las ocho y media. Varias personas que atisbaban por las ventanas de las plantas bajas lo vieron salir. Otros, que no querían rebajarse a espiar personalmente, habían enviado a sus doncellas y criados a la plaza. No se sabe si Lascelles era uno de los que habían optado por esa táctica, pero apenas diez minutos después de que Strange doblara la esquina de Oxford Street, llamaba a la puerta de Norrell.

Este todavía estaba en la biblioteca, sentado en la silla que ocupaba cuando se fue Strange. Miraba fijamente la alfombra.

—¿Se ha ido? —preguntó Lascelles.

Silencio.

Lascelles se sentó.

—¿Y nuestras condiciones? ¿Cómo ha reaccionado?

Silencio.

—¿Señor Norrell? ¿Le ha dicho lo que habíamos acordado? ¿Que, a menos que publique una retractación, nos veremos obligados a revelar lo que sabemos de la magia negra que practicó en España? ¿Que bajo ningún concepto volverá a aceptarlo como discípulo?

—No, no le he dicho nada de eso.

—Pero...

Norrell suspiró profundamente.

—No importa lo que le haya dicho. Se ha ido.

Lascelles guardó silencio y miró con cierto desagrado al mago. Éste, aún ensimismado, no lo advirtió. Finalmente, Lascelles se encogió de hombros.

—Tenía usted razón al principio —dijo—. En Inglaterra no puede haber más que un solo mago.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que dos, de lo que sea, es un número incómodo. Uno puede obrar a su antojo. Seis pueden ponerse de acuerdo. Pero dos siempre han de pelear por la supremacía. Dos siempre se vigilarán mutuamente. Los ojos del mundo siempre estarán fijos en dos, dudando a cuál seguir. Suspira usted, señor Norrell. Sabe que tengo razón. De ahora en adelante, tendremos que contar con Strange en todos nuestros planes. Qué dirá, qué hará, cómo neutralizarlo. Usted me ha dicho más de una vez que Strange es un mago extraordinario. Su talento era una gran ventaja cuando estaba al servicio de usted. Pero eso se ha acabado. Antes o después habrá de emplearlo en su contra. Debemos protegernos cuanto antes. Su genio para la magia es grande, pero su material es escaso, y al fin puede llegar a creer que a un mago le está permitido todo, ya sea allanamiento de morada, robo o engaño. —Se inclinó hacia delante—. No quiero decir que sea tan depravado como para robarle en este momento, pero si llega el día en que la necesidad lo apremie, quizá a su indisciplinada mente le parezca que cualquier abuso de confianza, cualquier violación de la propiedad privada, está justificado. —Hizo una pausa—. ¿Ha tomado precauciones contra el robo en Hurtfew? ¿Hechizos de ocultación?

—Los hechizos de ocultación de nada valdrían contra Strange —declaró Norrell, irritado—. ¡Sólo servirían para atraer su atención! ¡Lo llevarían directamente a mis libros más preciados! No, no, tiene usted razón. —Suspiró—. Aquí se necesita algo más. Debo pensar.

Dos horas después de la marcha de Strange, Norrell y Lascelles salían de la casa en el coche del primero. Los acompañaban tres criados y tenían todo el aspecto de emprender un largo viaje.


Al día siguiente, Strange, tan veleidoso y contradictorio como siempre, se sentía inclinado a lamentar su ruptura con Norrell. No podía dejar de pensar en su predicción, que en lo sucesivo no tendría a nadie con quien hablar de magia. Después de repasar la conversación de la víspera, estaba casi seguro de que las conclusiones de Norrell respecto a John Uskglass eran erróneas. A consecuencia de lo que su ex tutor había dicho, él había desarrollado gran cantidad de ideas nuevas acerca de John Uskglass, y ahora sufría la frustración de no tener a nadie a quien comunicarlas.

A falta de mejor oyente, fue a lamentarse a sir Walter Pole, en Harley Street.

—Desde anoche se me han ocurrido cincuenta cosas que hubiera debido decirle. Ahora supongo que tendré que ponerlas en artículos o reseñas, que no serán publicados hasta abril como muy pronto... y entonces él encargará a Lascelles o a Portishead que escriban una refutación, que no aparecerá hasta junio o julio. ¡Cinco o seis meses para saber lo que él me diría! Es una forma muy farragosa de llevar un debate, especialmente si pensamos que hasta ayer yo podía presentarme en Hanover Square y preguntarle lo que pensaba. ¡Y ahora estoy seguro de que no voy a poder ver ni oler los libros que importan! ¿Cómo puede un mago existir sin libros? Me gustaría que alguien me lo explicara. Es como pedir a un político que llegue a un alto cargo prescindiendo de sobornos y padrinos.

Sir Walter no se ofendió por un símil tan poco halagador, que atribuyó con indulgencia a la alteración de ánimo de Strange. En sus tiempos del colegio de Harrow lo habían obligado a estudiar historia de la magia (que aborrecía) y ahora trató de recordar algo que resultase útil. Descubrió que lo que recordaba no era mucho, apenas llenaría la mitad de una copa pequeña.

Meditó un momento y al fin expuso lo siguiente:

—Tengo entendido que el Rey Cuervo aprendió todo lo que hay que saber sobre la magia inglesa sin ayuda de libro alguno, ya que por entonces en Inglaterra no los había. ¿No podría usted hacer lo mismo?

Strange le lanzó una mirada glacial.

—Y yo tengo entendido que el Rey Cuervo era el ahijado favorito del rey Auberon, que, entre otras bagatelas, le dio una excelente educación en las artes de la magia y un reino propio. Imagino que nada me impediría deambular por bosquecillos remotos y calveros cubiertos de musgo, con la esperanza de ser adoptado por algún personaje de Tierra de Duendes, pero mucho me temo que me encontraran muy crecido para ese fin.

Sir Walter soltó una risita.

—¿Y qué va a hacer ahora, sin que el señor Norrell lo ocupe todo el día?¿Quiere que le diga a Robson del Foreign Office que le encargue alguna misión? La semana pasada se quejaba de tener que esperar a que todo el trabajo para el Almirantazgo y el Tesoro esté terminado para que el señor Norrell pueda atenderlo.

—Desde luego que sí. Pero no antes de dos o tres meses. Nos vamos a Shropshire, a casa. Tanto Arabella como yo estamos deseando volver a nuestra tierra, y ahora que no hemos de supeditarnos a las conveniencias del señor Norrell, nada nos impide marchar.

—¡Oh! —exclamó sir Walter—. Pero no se irán inmediatamente, ¿verdad?

—Dentro de dos días.

—¿Tan pronto?

—No ponga esa cara de pena. De verdad, Pole, no creí que apreciara tanto mi compañía.

—No es eso. Pensaba en lady Pole. Va a sentirlo mucho. Echará de menos a su amiga.

—¡Oh! ¡Oh, sí! —dijo Strange, un poco desconcertado—. ¡Por supuesto!


Aquella misma mañana, Arabella fue a despedirse de lady Pole. En cinco años, en poco había cambiado la belleza de milady y en nada su triste estado. Seguía tan silenciosa y tan indiferente al dolor como al placer, tan inaccesible a la ternura como a la frialdad. Pasaba el día sentada junto a la ventana del salón veneciano de la casa de Harley Street. En ningún momento mostraba interés por ocupación alguna y no recibía más visitas que las de Arabella.

—Siento que se vaya —dijo milady cuando su amiga le dio la noticia—. ¿Cómo es Shropshire?

—Oh, temo no ser un juez imparcial. Creo que la mayoría de la gente estará de acuerdo en que es un lugar muy bonito, con sus verdes colinas, sus bosques y sus pintorescos senderos. Claro que tendremos que esperar a la primavera para disfrutar plenamente del paisaje. Pero también en invierno hay bonitas vistas. Es un condado muy romántico, de noble historia. Hay castillos en ruinas y monumentos de piedra construidos en las cimas de las colinas por quién sabe qué pueblos... y como linda con Gales, ha sido objeto de muchas contiendas. En casi todos los valles hubo campos de batalla.

—¡Campos de batalla! —dijo lady Pole—. Sé muy bien lo que es eso. Miras por una ventana y no ves más que huesos y armaduras oxidadas. Es una visión triste. Espero que no le resulte muy angustiosa.

—¿Huesos y armaduras? Nada de eso, milady. Las batallas fueron hace mucho tiempo. No se ve nada, por lo menos nada que provoque angustia.

—Sin embargo —prosiguió lady Pole, sin apenas escucharla—, en todas partes ha habido combates en uno u otro tiempo. Recuerdo que cuando era niña me explicaron en clase que Londres había sido escenario de una cruenta batalla. Se mató a la gente de las maneras más horribles y la ciudad fue arrasada por el fuego. Todos los días de nuestra vida estamos rodeados por las sombras de la violencia y el horror, y me parece que importa muy poco si queda o no alguna señal material.

Algo se agitó en la sala. Fue como el frío temblor de unas alas grises que pasaran sobre sus cabezas o como si alguien cruzara por detrás de los espejos proyectando una sombra en la habitación. Era un extraño efecto de la luz que Arabella había observado con frecuencia cuando estaba con lady Pole. Como no sabía a qué atribuirlo, suponía que se debía a los muchos espejos que colgaban de las paredes.

Lady Pole se estremeció y se ciñó el chal. Arabella se inclinó hacia delante y le tomó una mano.

—Vamos, piense en cosas más alegres.

Lady Pole la miró con ojos vacíos de expresión. Para ella tan difícil era estar alegre como echar a volar.

Entonces Arabella se puso a hablar, con intención de distraer a su amiga de sus horribles pensamientos. Le habló de nuevas tiendas y nuevas modas. Le describió una bonita seda color marfil que había visto en un escaparate de Friday Street y un adorno de abalorios color turquesa que había visto en otro sitio, que sería ideal para la seda marfil. Le explicó lo que había dicho su modista sobre los abalorios, y luego le habló de una planta extraordinaria que la modista tenía en un tiesto en el balcón, y que en un año había crecido de tal modo que ya tapaba la ventana del piso de arriba, en el que vivía un fabricante de candeleros. Después salió a relucir otra planta enorme, y las habichuelas de Juan, y el gigante que estaba en lo alto de las habichuelas, y más gigantes y matagigantes en general, y Napoleón Buonaparte y el duque de Wellington, y las grandes virtudes del duque en todos los aspectos menos en uno: la infelicidad de la duquesa.

—Afortunadamente, ni usted ni yo sabemos lo que es eso —dijo en conclusión, un poco jadeante—, esa mortificación constante de ver al marido galantear con otras mujeres.

—Sin duda —repuso lady Pole sin convicción.

Eso irritó a Arabella. Ella trataba de disculparle todas las rarezas, pero le costaba trabajo perdonarle su habitual frialdad para con su marido. Había visitado la casa con frecuencia suficiente para advertir la devoción que sir Walter le profesaba a su esposa. Si le parecía que algo podía darle placer o mitigar sus sufrimientos, por poco que fuera, se lo procuraba al instante, y Arabella no podía ver con indiferencia la pobre compensación que él recibía por sus desvelos. No era que lady Pole le mostrara aversión, pero a veces parecía tan ajena a su presencia...

—¡Oh! Usted no se da cuenta de la felicidad que representa. Es una de las mayores dichas de la existencia.

—¿El qué?

—El amor de su marido.

Lady Pole pareció sorprenderse.

—Sí; él me ama —dijo al fin—. Por lo menos, eso me dice. Pero ¿de qué me sirve su amor? Nunca me ha dado calor cuando he tenido frío... y siempre tengo frío. Nunca ha acortado ni un triste minuto ninguno de esos tediosos bailes ni detenido una procesión por esos largos y oscuros corredores. Nunca me ha evitado ningún sufrimiento. ¿La ha salvado de algo el amor de su marido?

—¿El señor Strange? —sonrió Arabella—. No, nunca. ¡Soy yo la que lo salva a él! Me explicaré —agregó, ya que resultó evidente que lady Pole no la entendía—: a veces se encuentra con personas que quieren algún remedio mágico, o que tienen un sobrino nieto que desea aprender magia con él, o que creen que han encontrado un zapato mágico, o un tenedor mágico o cualquier tontería. No tienen mala intención y suelen ser muy respetuosas. Pero el señor Strange no es el más paciente de los hombres y a veces tengo que entrar a rescatarlo antes de que diga algo de lo que pueda tener que arrepentirse.

Llegó la hora de marchar y Arabella inició la despedida. Como no iban a verse en varios meses, deseaba decir algo alegre.

—Espero, mi querida lady Pole, que cuando volvamos a vernos se encuentre mucho mejor y ya salga de casa. Es mi deseo más ferviente que un día podamos encontrarnos en el teatro o en un baile...

—¡Un baile! —exclamó horrorizada—. ¿Qué le ha hecho decir tal cosa? ¡No quiera Dios que usted y yo nos veamos en un baile!

—¡Chist! ¡Chist! No quería incomodarla. He olvidado lo mucho que odia el baile. ¡Vamos, no llore! ¡No piense en ello si tanto la entristece!

Arabella hizo cuanto pudo por tranquilizar a su amiga. La abrazó, la besó en la mejilla y en el pelo, le acarició la mano, le ofreció agua de lavanda. No sirvió de nada. Durante varios minutos, lady Pole se entregó a un acceso de llanto. Arabella no acababa de comprender qué ocurría. Pero¿qué había que comprender? Era característico de la dolencia de lady Pole que cualquier insignificancia la asustara y lo más banal la entristeciera. Tiró del cordón de la campanilla para llamar a la doncella.

Hasta que entró la mujer, no hizo milady un esfuerzo por serenarse.

—¡Usted no sabe lo que ha dicho! —exclamó—. Y que Dios no permita que llegue a saberlo, como lo sé yo. Quiero advertirle... sé que es inútil, pero quiero intentarlo. Escuche, mi querida, querida señora Strange. ¡Escuche como si su eterna salvación dependiera de mis palabras!

Arabella adoptó su expresión más atenta.

Pero no sirvió de nada. Esa ocasión no resultó distinta de las otras en las que milady había anunciado que tenía algo muy importante que comunicarle. Estaba muy pálida, aspiró profundamente varias veces... y empezó a contar una extraña historia del dueño de una mina de plomo de Derbyshire que se enamoró de una vaquera. La vaquera era el ideal del dueño de la mina, salvo que su reflejo en los espejos aparecía siempre con varios minutos de retraso, sus ojos cambiaban de color a la puesta del sol y con frecuencia se veía su sombra danzar frenéticamente estando ella quieta.

Cuando lady Pole subió a su habitación, Arabella se quedó en la sala. «¡Qué estúpida he sido! —pensó—. ¡Si sé que sólo oír hablar de baile la aflige de un modo terrible! ¿Cómo he podido ser tan imprudente? Me gustaría saber qué deseaba decirme. ¿Lo sabrá ella siquiera? ¡Pobrecita! Sin el don de la salud y la razón, la riqueza y la belleza carecen de valor.»

Así moralizaba cuando un leve ruido a su espalda la hizo volverse. Inmediatamente se levantó y caminó deprisa hacia la puerta con las manos extendidas.

—¡Es usted! ¡Cuánto me alegro de verlo! Venga, deme la mano. Vamos a estar mucho tiempo sin vernos.


Aquella noche, Arabella le dijo a Strange:

—Por lo menos una persona se alegra de que hayas decidido dedicarte a estudiar a John Uskglass y a sus súbditos duendes.

—¡Ah! ¿Y quién es esa persona?

—El caballero que tiene el pelo como el vilano del cardo.

—¿Quién?

—El caballero que vive con sir Walter y lady Pole. Ya te he hablado de él.

—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. —Hubo un momento de silencio, mientras Strange reflexionaba—. ¡Arabella! —exclamó de pronto—. ¿Es que todavía no sabes cómo se llama? —Se echó a reír.

Ella parecía molesta.

—No es culpa mía —dijo—. Ni él ha dicho su nombre ni a mí se me ha ocurrido preguntárselo. Pero me alegro de que te lo tomes tan a la ligera. Al principio creí que tenías celos.

—No recuerdo haberlos tenido.

—¡Qué raro! Yo lo recuerdo perfectamente.

—Perdona, Arabella, pero es difícil sentir celos de un hombre al que conociste hace años y del que aún no sabes cómo se llama. ¿Y dices que mi trabajo le parece bien?

—Sí; me ha dicho muchas veces que nunca llegarás a ninguna parte a menos que empieces a estudiar a los duendes. Dice que ésa es la verdadera magia, el estudio de los duendes y sus poderes.

—¿Sí? Parece tener las ideas claras sobre el tema. ¿Y qué sabes de él? ¿Es mago?

—Creo que no. Una vez dijo que en toda su vida no había leído ni un solo libro de magia.

—¡Oh, es uno de ésos! —resopló Strange con desdén—. No ha estudiado el tema pero le sobran teorías al respecto. Me encuentro a menudo con personas así. Pero si no es mago, ¿qué es? ¿Puedes decirme al menos eso?

—Creo que sí —respondió Arabella con la autocomplacencia del que ha hecho un descubrimiento con sagacidad. Strange la miró expectante—. No; no te lo digo. Volverías a reírte de mí.

—Probablemente.

—Está bien —consintió ella al fin—. Creo que es un príncipe. O un rey. Desde luego tiene sangre real.

—¿Se puede saber qué te hace pensar tal cosa?

—Me ha hablado mucho de sus reinos, sus castillos y sus mansiones, aunque reconozco que todos tienen nombres muy raros que nunca había oído. Supongo que es uno de los príncipes que fueron depuestos por Buonaparte en Alemania o Suiza.

—¿Tú crees? —repuso Strange arrugando el entrecejo—. Pues ahora que Buonaparte ha sido derrotado, quizá quiera volver a casa.

No acababan de satisfacerlo esas vagas explicaciones y conjeturas acerca del caballero que tenía el pelo como el vilano del cardo, y se preguntaba quién podía ser aquel amigo de Arabella. Al día siguiente (víspera de su marcha de Londres), fue al despacho de sir Walter en Whitehall, con la intención expresa de descubrir quién era aquel individuo.

Pero en el despacho sólo encontró al secretario particular de sir Walter, muy atareado.

—¡Buenos días, Moorcock! ¿Sir Walter ha salido?

—Se acaba de ir a Fife House5 . ¿Puedo servirlo en algo, señor Strange?

—Gracias, no creo... Mejor dicho, quizá sí. Hace tiempo que quiero preguntar una cosa a sir Walter y siempre se me olvida. Supongo que usted no conocerá al caballero que vive en su casa.

—¿En casa de quién, señor?

—En la de sir Walter.

Moorcock arrugó la frente.

—¿Un caballero en casa de sir Walter? No se me ocurre a quién puede referirse. ¿Cómo se llama?

—Eso es lo que deseo saber. Yo nunca lo he visto, pero al parecer la señora Strange siempre se lo encuentra nada más salir de casa. Hace años que lo conoce, pero no ha podido averiguar cómo se llama. Debe de ser una persona muy excéntrica para querer mantener su nombre en secreto. La señora Strange siempre lo llama el caballero de la nariz de plata, de la cara como la nieve o cosas por el estilo.

Pero esa información sólo sirvió para desconcertar aún más a Moorcock.

—Lo siento, señor, pero creo que nunca lo he visto.