7. Una oportunidad irrepetible (Octubre de 1807)

—¡BIEN, señor, ahí tiene su desquite! —exclamó Drawlight apareciendo de improviso en la biblioteca de la casa de Hanover Square.

—¡Mi desquite! —dijo Norrell—. ¿Qué desquite?

—La señorita Wintertowne, la prometida de sir Walter, ha muerto. Ha ocurrido esta misma tarde. Iban a casarse dentro de dos días, pero la pobre se ha muerto. ¡Mil libras al año! ¡Cómo habrían cambiado las cosas sólo con que ella hubiera vivido hasta el domingo! Él necesita dinero desesperadamente, está hundido. ¡No me sorprendería si mañana nos enterásemos de que se ha cortado el cuello!

Se apoyó un momento en el alto respaldo de un magnífico y confortable sillón situado junto al fuego y, al bajar la mirada, descubrió a un amigo.

—Ah, vaya, Lascelles, conque está usted aquí, detrás del diario. ¿Qué tal?

Norrell miraba fijamente a Drawlight.

—¿Dice que la joven ha muerto? —murmuró con asombro—. ¿La joven a la que vi en aquella habitación? Me parece increíble. Algo inesperado.

—Al contrario, nada podía ser más probable.

—¡Pero la boda! —insistió—. ¡Con todos los preparativos! Seguramente no sabían lo enferma que estaba...

—Lo sabían, puede estar seguro. Lo sabía todo el mundo. Con decirle que un tal Drummond que por Navidad la vio en Leamington Spa, en una fiesta particular, apostó con lord Carlisle cincuenta libras a que esa muchacha moriría antes de un mes...

Lascelles chasqueó la lengua con irritación y bajó el diario.

—No, no —dijo—; no era la señorita Wintertowne. Usted se refiere a la señorita Hookham-Nix, a la que su hermano ha amenazado con pegarle un tiro si lleva la deshonra a la familia... cosa que todo el mundo supone que ha de ocurrir tarde o temprano. Además, fue en Worthing, y la apuesta no la hizo con lord Carlisle sino con el duque de Exmoor.

Drawlight reflexionó un momento.

—Creo que está usted en lo cierto —admitió al fin—. Pero en realidad no importa, porque todos sabían que la señorita Wintertowne estaba enferma. Salvo la madre, desde luego. Ella creía que su hija era la perfección. Pero ¿qué puede tener que ver la perfección con la enfermedad? No quería ni oír hablar de tal cosa. A pesar de la tos, los desmayos y la postración que sufría la joven, creo que no llegó a verla ningún médico.

—Sir Walter la hubiera cuidado mejor —dijo Lascelles, sacudiendo el diario para ponerse a leer otra vez—. De su política se pueden decir muchas cosas, pero él es un hombre sensato. Lástima que ella no haya durado hasta el jueves.

—Oh, señor Norrell —dijo Drawlight volviéndose hacia su amigo—, qué pálido y descompuesto está. Claro, le ha impresionado la noticia de una vida joven e inocente segada de ese modo. Sus buenos sentimientos lo honran, una vez más, y en eso estoy con usted: pensar en esa pobre muchacha, aniquilada como una flor por una bota, hiere el corazón como un cuchillo... No lo soporto. Pero estaba muy enferma, y antes o después había de morir. Además, según sus propias palabras, no estuvo muy amable con usted. Ya sé que no está de moda decir esto, pero yo creo que los jóvenes deben ser respetuosos con las personas mayores y cultas como usted. Detesto la insolencia, el descaro y todas esas cosas.

Pero Norrell no parecía oír las palabras de consuelo que tan amablemente le prodigaba su amigo, y cuando al fin habló, parecía dirigirse a sí mismo, porque murmuró con un profundo suspiro:

—Nunca pensé que aquí se valorara tan poco la magia. —Hizo una pausa y agregó en un tono de voz bajo y perentorio—: Es muy peligroso hacer que alguien vuelva de entre los muertos. Hace trescientos años que nadie lo consigue. No debería intentarlo.

Drawlight y Lascelles miraron al mago con sorpresa.

—Realmente, caballero —dijo Drawlight—, nadie ha sugerido que lo haga.

—Desde luego, conozco la manera —prosiguió Norrell, como si su amigo no hubiera hablado—, pero siempre he estado en contra de esa clase de magia. Se apoya tanto en... se apoya tanto... Es decir, el resultado es totalmente imprevisible, no puede determinarlo el mago. No. No lo intentaré. Ni siquiera pensaré en ello.

Hubo un silencio breve y expectante. Pese a su decisión de no pensar más en aquel peligroso conjuro, Norrell se revolvía en su asiento, se mordía las uñas, jadeaba y daba otras señales de agitación nerviosa.

—Mi querido señor —dijo Drawlight hablando despacio—, creo que empiezo a percibir el significado de sus palabras. Y reconozco que me parece una idea excelente. Usted está pensando en un gran acto de magia, una prueba de sus extraordinarios poderes. ¡Ah, caballero! Si triunfa, todos los Wintertowne y todos los Pole de Inglaterra vendrán a llamar a su puerta para solicitar la amistad del prodigioso señor Norrell.

—Y si fracasa —observó secamente Lascelles—, todos cerrarán sus puertas al desacreditado señor Norrell.

—¡Mi querido señor Lascelles, qué tonterías dice! Yo declaro que no hay en el mundo nada tan fácil de explicar como el fracaso: al fin y al cabo, eso es lo que hace la gente continuamente.

El aludido replicó que aquélla era una afirmación gratuita, y ya empezaban a discutir cuando un grito de angustia brotó de labios de su amigo, el señor Norrell.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer? Durante meses me he esforzado por conseguir que mi profesión fuera aceptable para los hombres, y sin embargo ellos me menosprecian. Señor Lascelles, usted que conoce el mundo, dígame...

—Lo lamento, caballero —se apresuró a interrumpirlo el interpelado—, pero tengo por norma no dar consejos. —Y volvió a su periódico.

—¡Mi querido señor Norrell! —dijo Drawlight, sin esperar a ser preguntado—. No es probable que se repita semejante oportunidad. —Poderoso argumento que hizo suspirar profundamente al mago—. Y no puedo menos que decir que si le permitiera desaprovecharla, nunca me lo perdonaría. De un solo golpe, usted nos devuelve a una dulce criatura cuya muerte nadie puede dejar de llorar, restituye una fortuna a un digno caballero y, sobre todo, restaura el poder de la magia en el reino para generaciones futuras. Cuando usted demuestre la virtud de sus dotes, su utilidad y demás, ¿quién podrá negar a los magos la veneración y el elogio que merecen? Serán tan respetados como los almirantes, mucho más que los generales y, probablemente, tanto como los arzobispos y los lores cancilleres. No me sorprendería que su majestad instituyera de inmediato una jerarquía de magos ordinarios, canónicos, honorarios y demás. ¡Y usted, señor Norrell, mago supremo! ¡Y todo de un solo golpe, caballero! ¡De un solo golpe!

Drawlight quedó muy satisfecho de su discurso, durante el que Lascelles estrujaba el periódico en señal de irritación, dando a entender que no estaba de acuerdo, aunque había renunciado al derecho a intervenir a declarar que nunca daba consejos.

—¡No hay forma de magia más peligrosa! —dijo Norrell con voz ahogada por el miedo—. Peligrosa para el mago y para el sujeto.

—Bien, caballero —repuso Drawlight con ecuanimidad—, imagino que nadie mejor que usted para calcular el peligro por lo que a su persona se refiere, pero el sujeto, como usted dice, está muerto. ¿Puede ocurrirle algo peor que eso? —Hizo una pausa, esperando la respuesta a esa interesante pregunta, pero Norrell no se la dio—. Llamaré para pedir el coche —anunció, uniendo la acción a la palabra—. Ahora mismo me voy a Brunswick Square. No tema, estoy convencido de que nuestra propuesta tendrá la pronta aprobación de todas las partes. ¡Volveré antes de una hora!

Después de que Drawlight saliera en estampida, Norrell se quedó casi un cuarto de hora sin moverse, con la mirada perdida en el vacío, y aunque Lascelles no creía en la supuesta magia prometida por su amigo (ni, por consiguiente, en el supuesto peligro al que desafiaría), se alegraba de no poder ver lo que él parecía estar viendo.

Luego Norrell, saliendo de su ensimismamiento, sacó apresuradamente de las estanterías cinco o seis libros y los abrió, buscando sin duda los pasajes que daban consejos a los magos que querían despertar del sueño eterno a señoritas ya fallecidas. Eso le ocupó otros tres cuartos de hora, transcurridos los cuales al otro lado de la puerta sonaron pasos y la voz de Drawlight.

—¡... el mayor favor del mundo! Mi más ferviente gratitud... —Irrumpió en la biblioteca todo sonrisas—. ¡Arreglado! Al principio, sir Walter se ha mostrado un poco reacio, pero ya está de acuerdo. Me ha pedido que le transmitiese su gratitud por vuestra amabilidad, pero que no creía que sirviese de nada. Yo le respondí que si temía que el caso trascendiera y provocara comentarios, podía estar tranquilo, porque nosotros no queríamos violentarlo, que el señor Norrell no deseaba sino serle útil y que Lascelles y yo somos la discreción personificada. A lo que él contestó que eso no le importaba, ya que, en cualquier caso, la gente siempre se ríe de los ministros, sólo que prefería que a la señorita Wintertowne la dejaran descansar, lo que consideraba lo más respetuoso en su actual situación. Yo exclamé: «¡Mi querido sir Walter! ¿Cómo puede decir tal cosa? No pretenderá que una joven rica y hermosa se resigne a abandonar este mundo la víspera de su matrimonio, más siendo usted el afortunado. Oh, sir Walter, usted puede no creer en los poderes mágicos del señor Norrell, pero ¿qué daño puede hacer intentarlo?» La madre, viendo la lógica de mi razonamiento, unió sus argumentos a los míos y me habló de un mago al que conoció de niña, un hombre de gran talento, buen amigo de toda la familia, que le prolongó la vida a su hermana varios años más de lo que todos esperaban. Créame, señor Norrell, no se puede expresar la gratitud que siente la señora Wintertowne por su bondad, y me ha rogado que le diga que vaya usted inmediatamente... El mismo sir Walter reconoció que no hay por qué retrasarlo. Así que le he dicho a Davey que aguardase en la puerta sin moverse para nada. ¡Ah, señor Norrell, ésta va a ser una noche de reconciliaciones! Todos los malentendidos, todas las falsas deducciones que puedan haberse hecho de una o dos palabras desafortunadas serán barridos. ¡Será como en una obra de Shakespeare!

Norrell se puso el gabán y subió al coche, y, por la expresión de sorpresa que se dibujó en su cara cuando se abrieron las portezuelas y Drawlight subió por un lado y Lascelles por el otro, me inclino a suponer que no tenía intención de que esos caballeros lo acompañaran a Brunswick Square.

Lascelles se instaló en el asiento riendo entre dientes, diciendo que en su vida había oído algo tan ridículo y comparando su cómoda travesía por las calles de Londres en el coche del señor Norrell con los viajes que en las antiguas fábulas francesas e italianas hacían los tontos embarcados en el cubo de la leche para capturar el reflejo de la luna en el fondo del estanque de los patos, lo que habría podido ser ofensivo para Norrell si éste hubiera estado en disposición de escucharlo.

Cuando llegaron a Brunswick Square, encontraron a un grupo de gente en la escalera exterior. Dos hombres se adelantaron a sujetar los caballos, y a la luz de la lámpara de aceite que ardía en lo alto de la escalera, los recién llegados vieron que la pequeña multitud estaba compuesta por una docena de criados de la señora Wintertowne, que habían salido a esperar al mago que había de devolverles a su joven ama. Siendo lo que es la naturaleza humana, imagino que más de uno estaba allí por la simple curiosidad de ver qué aspecto tenía el mago. Pero muchos mostraban en su pálida faz señales de sincero dolor y habían sido impulsados a mantener su silenciosa vigilia de medianoche en la fría calle por un sentimiento más noble.

Uno de ellos tomó una vela y precedió al señor Norrell y sus amigos para mostrarles el camino, ya que la casa estaba muy oscura y fría. Cuando llegaban al pie de la escalinata, oyeron la voz de la señora Wintertowne que gritaba desde arriba:

—¡Robert! ¡Robert! ¿Es el señor Norrell? ¡Oh, gracias a Dios, caballero! —Y apareció súbitamente por una puerta—. ¡Creía que no iba a llegar nunca!

Y para gran consternación de Norrell, ella le tomó ambas manos y, oprimiéndolas, le suplicó que utilizara sus hechizos más poderosos para devolver la vida a la señorita Wintertowne. Por el dinero no debía preocuparse. ¡Que él fijara la cantidad! Sólo le pedía que le dijera que podría recuperar a su hija. ¡Tenía que prometérselo!

El mago carraspeó y quizá iba a empezar una de sus largas y aburridas exposiciones de la filosofía de la magia moderna cuando Drawlight se adelantó, tomó las manos a la señora Wintertowne y los salvó a ambos.

—¡Le suplico, mi querida señora, que se tranquilice! —dijo con vehemencia—. Como ve, el señor Norrell ha venido, y ahora hemos de comprobar lo que pueden obrar sus poderes. Él ruega que no vuelva a mencionar lo del pago. Lo que esta noche se haga se hará por amistad...

Al llegar a este punto, se puso de puntillas para mirar más allá de la corpulenta señora Wintertowne, al interior de la habitación, y vio a sir Walter Pole, que acababa de levantarse de su sillón y se mantenía a distancia, mirando a los visitantes. A la luz de las velas, parecía pálido y ojeroso y tenía un gesto adusto inusual en él. Una elemental cortesía exigía que fuera al encuentro de los recién llegados, pero no lo hizo.

Era curioso observar que Norrell se había quedado en el umbral titubeando, como resistiéndose a dar un paso más hasta haber hablado con sir Walter.

—Sólo quiero hablar con sir Walter. Sólo unas palabras con él. ¡Haré cuanto esté en mi mano por usted! —gritó desde la puerta—. Puesto que la señorita... ejem, falta desde hace poco, puedo adelantarle que la situación es prometedora. Sí, creo poder afirmar que la situación promete. Ahora, sir Walter, iré a hacer mi trabajo. ¡Espero, en su momento, poder tener el honor de traerle buenas noticias!

Todas las seguridades que la señora Wintertowne solicitaba de Norrell —y no recibía—, éste estaba deseoso de brindárselas a sir Walter, que estaba claro que no las quería. Desde su santuario del salón, sir Walter asintió con la cabeza y, en vista de que el mago no se movía, alzó una voz ronca:

—Gracias, caballero. ¡Gracias! —Y estiró los labios de un modo extraño. Quizá trataba de sonreír.

—Desearía de todo corazón, sir Walter, que fuera posible invitarlo a ver lo que hago, pero la peculiar naturaleza de esta clase de conjuros exige soledad. Espero tener el honor de hacerle una demostración de magia en otra ocasión.

Sir Walter hizo una leve reverencia y se volvió hacia un lado.

En ese momento, la señora Wintertowne estaba hablando con Robert, el criado, y Drawlight aprovechó esa ligera distracción para llevarse aparte a Norrell y susurrarle al oído frenéticamente:

—¡No, no, señor! ¡No los deje fuera! Mi consejo es que reúna alrededor de la cama a tanta gente como pueda. Le aseguro que es la mejor garantía para que nuestras hazañas de esta noche sean del dominio público por la mañana. Y no tenga reparo en exagerar un poco la nota para impresionar a los criados... ¡Por favor, háganos sus mejores encantamientos! ¡Oh, estúpido de mí, debería haber traído unos polvos de China para arrojarlos al fuego! ¿No tendrá usted?

Norrell no respondió y se limitó a solicitar que lo condujeran sin demora a donde estuviera la señorita Wintertowne.

Pero, aunque pidió claramente que lo llevaran sólo a él, sus queridos amigos Drawlight y Lascelles no iban a ser tan descorteses como para dejarlo afrontar solo ese gran reto en su carrera, y, por consiguiente, Robert condujo a los tres caballeros a una habitación del segundo piso.