57. Las Cartas Negras (Diciembre de 1816)1
Santa Maria Zobenigo, Venecia 3 de diciembre de 1816
Jonathan Strange al reverendo Henry
Woodhope
Querido Henry:
Prepárate a recibir una noticia maravillosa. He visto a Arabella.
La he visto y he hablado con ella. ¿No es glorioso? ¿No es la mejor
de todas las noticias que pudieras recibir? No vas a creerme. No
vas a entenderlo. Te aseguro que no fue un sueño. No es la
embriaguez, ni la locura, ni el opio. Piénsalo: sólo tienes que
aceptar que la pasada Navidad, en Clun, todos estábamos, en cierta
medida, bajo los efectos de un encantamiento, y entonces todo es
verosímil, todo es posible. ¿No es irónico que precisamente yo no
pudiera detectar la magia que me envolvía? En mi defensa puedo
decir que era de una naturaleza inesperada y procedía de un ámbito
que yo nunca habría podido prever. Pero, para mi vergüenza, otras
personas fueron más perspicaces que yo. John Hyde comprendió que
ocurría algo malo y trató de advertirme, pero no lo escuché. Tú
mismo, Henry, me dijiste claramente que estaba tan absorto en mis
libros que eludía mis responsabilidades y desatendía a mi esposa.
Tus consejos me irritaban y más de una vez te respondí con rudeza.
Ahora lo lamento y te pido perdón humildemente. Puedes hacerme
tantos reproches como quieras. No serán tantos como los que me hago
yo. Pero vamos a lo que importa. Necesito que vengas a Venecia.
Arabella se encuentra en un lugar no muy lejos de aquí, pero no
puede salir de él ni yo puedo ir a buscarla, por lo menos
[suprimidas varias líneas]. Los amigos que he hecho aquí son
personas excelentes y bienintencionadas, pero me acosan a
preguntas. No tengo criado y hay algo que me impide andar por la
ciudad sin llamar la atención. De esto no diré más. Mi querido
Henry, mi buen Henry, no pongas inconvenientes, te lo ruego. Ven a
Venecia de inmediato. Tu recompensa será ver a Arabella sana y
salva y de nuevo con nosotros. ¿Para qué, si no, había Dios de
hacerme el mago más grande de la época?
Tu hermano,
S.
Santa Maria Zobenigo, Venecia 6 de diciembre de 1816
Jonathan Strange al reverendo Henry
Woodhope
Querido Henry:
Después de escribir mi última carta no me quedé con la conciencia
tranquila. Sabes que nunca te he mentido, pero ahora he de
confesarte que no te he dicho lo bastante como para que puedas
hacerte una idea exacta de cuál es el estado de Arabella en este
momento. No está muerta, sino... [doce líneas tachadas e
indescifrables] bajo tierra, dentro de la colina que ellos llaman
brugh. Está viva y no lo está, aunque tampoco está muerta; está
encantada. Desde tiempo inmemorial, ellos raptan a hombres y
mujeres cristianos para convertirlos en criados, o para obligarlos,
como en este caso, a tomar parte en sus tediosos pasatiempos: sus
bailes, sus fiestas, sus largas y vanas celebraciones del polvo y
la nada. De todos los reproches que me hago, el más amargo es el de
haber traicionado a la persona a la que más debía proteger.
Santa Maria Zobenigo, Venecia 15 de diciembre de 1816
Jonathan Strange al reverendo Henry
Woodhope
Querido Henry:
Siento decirte que ahora tengo más motivos de inquietud que los
mencionados en mi última carta2 . He
hecho todo cuanto se me ha ocurrido para romper los barrotes de su
negra prisión, y he fracasado. No conozco hechizo alguno que pueda
abrir ni la menor fisura en magia tan antigua. Que yo sepa, no
existe tal conjuro en todo el canon inglés. Los relatos de magos
que han liberado a cautivos de Tierra de Duendes son escasos y se
dan muy de tarde en tarde. No recuerdo ni uno solo. En uno de sus
libros, Martin Pale escribe que a veces los duendes se cansan de
sus cautivos humanos y los expulsan del brugh de improviso, y
entonces los infelices se encuentran otra vez en su propia tierra,
pero cientos de años después de que la abandonaran. Quizá ocurra
eso y Arabella regrese a Inglaterra mucho después de que tú y yo
hayamos muerto. Este pensamiento me hiela la sangre. No te negaré
que me siento muy abatido. El tiempo y yo estamos peleados. Ahora
todas las horas son medianoche. Tenía un reloj de pie y un reloj de
bolsillo, y los he destruido. Me parecía que se burlaban de mí. No
duermo. No puedo comer. Tomo vino... y algo más. A veces me exalto,
y tiemblo y río y lloro no sé durante cuánto tiempo, una hora o
quizá un día. Pero dejemos esto. La locura es la clave. Creo que
soy el primer mago inglés que lo ha entendido. Norrell tenía razón:
dijo que no necesitamos la ayuda de los duendes. Dijo que la locura
y los duendes tienen mucho en común, pero entonces yo no comprendía
lo que eso implicaba, y tampoco él. Henry, no puedes imaginar cómo
te necesito. ¿Por qué no vienes? ¿Estás enfermo? No he recibido
respuesta a mis cartas, pero quizá eso signifique que ya estás
camino de Venecia y esta carta no llegue a tus manos.
—¡Oscuridad, tristeza y soledad! —gritó el caballero, alborozado—. ¡A eso lo he condenado y eso tendrá que sufrir durante cien años! ¡Qué aflicción la suya! ¡He ganado! ¡He ganado! —Daba palmadas y le brillaban los ojos.
En la habitación de Strange, en la parroquia de Santa Maria Zobenigo, ardían tres velas: una en el escritorio, una en el pequeño armario policromado y una en un candelabro de pared situado al lado de la puerta. Un observador de la escena podría haber supuesto que ésas eran las únicas luces de todo el mundo. Por la ventana de Strange no se veía nada más que noche, una noche callada. Strange, sin afeitar, con los ojos enrojecidos y el pelo revuelto, practicaba magia.
Stephen lo miraba con horror y compasión.
—No obstante, no está tan solo como a mí me gustaría —dijo el caballero en tono de contrariedad—. Con él hay alguien. Lo había, en efecto. Un hombre de cabello oscuro y figura pequeña, vestido con ropas caras, estaba apoyado en el armario, observando a Strange con expresión de vivo interés y complacencia. De vez en cuando, sacaba un cuadernito y escribía en él unas palabras.
—Es lord Byron —dijo Stephen.
—¿Quién?
—Un caballero perverso, señor. Un poeta. Se peleó con su esposa y sedujo a su hermana.
—¿De verdad? Quizá lo mate.
—¡Oh, señor, no lo haga! Sus pecados son grandes, sí, y se puede decir que ha sido expulsado de Inglaterra, pero aun así...
—¡Oh, sus crímenes contra otras personas no me importan! ¡Me importan sus crímenes contra mí! No debería estar aquí. Ah, Stephen, Stephen, no pongas esa cara de pena. ¿Qué puede importarte lo que le ocurra a un inglés malvado? Te diré lo que voy a hacer, por el gran amor que te tengo. No lo mataré ahora. Que viva, ¡oh!, otros cinco años. ¡Pero después debe morir!3
—Gracias, señor —dijo, agradecido—. Es todo generosidad.
De pronto, Strange levantó la cabeza y gritó:
—¡Sé que estáis ahí! ¡Podéis esconderos, pero ya es tarde! ¡Sé que estáis ahí!
—¿A quién habla? —le preguntó Byron.
Strange frunció el entrecejo.
—Me observan. ¡Me espían!
—¿Sí? ¿Sabe quiénes son?
—¡Un duende y un mayordomo!
—Vaya, un mayordomo —rió milord—. Bien, se pueden decir muchas cosas de los diablos y los duendecillos, pero los mayordomos son los peores de todos.
—¿Cómo?
El caballero del pelo como el vilano del cardo registraba la habitación con mirada ansiosa.
—¡Stephen! ¿Has visto mi cajita?
—¿Su cajita, señor?
—¡Sí, sí! Ya sabes, la cajita que contiene el dedo de lady Pole.
—No la veo, señor. Pero ahora ya no importa, ¿verdad? Ya ha vencido al mago.
—¡Ah, ahí está! ¿La ves? Has puesto la mano delante ocultándola a mi vista sin querer.
Stephen retiró la mano. Al cabo de un momento dijo:
—¿No la coge, señor?
En lugar de responder, el caballero volvió a increpar al mago y a felicitarse de su propio triunfo.
«¡Ya no es suya! —pensó Stephen con alborozo—. ¡No puede tocarla! ¡Ahora pertenece al mago! ¡Quizá él pueda emplearla para liberar a lady Pole!» Observó al mago con curiosidad y expectación. Pero al cabo de media hora tuvo que reconocer que las señales no eran esperanzadoras. Strange, con aspecto de hallarse totalmente trastornado, se paseaba por la habitación murmurando fórmulas mágicas entre dientes. Lord Byron le preguntaba qué hacía, y las respuestas de Strange eran frenéticas e incomprensibles (aunque muy del gusto de lord Byron). En cuanto a la cajita, Strange ni la miraba. A Stephen le pareció que la había olvidado por completo.