62. Caí sobre ellos con un grito que rasgó el silencio de un bosque invernal (Primeros de febrero de 1817)

UN amanecer de principios de febrero. Una encrucijada en medio de un bosque. Entre los árboles, un espacio brumoso, entreverado de desdibujadas ramas oscuras. Ninguno de los dos caminos tenía importancia. Estaban abandonados, surcados de relejes; uno era poco más que un sendero. Un lugar apartado, que no estaba señalado en el mapa. Ni siquiera tenía nombre.

En aquella encrucijada esperaba Drawlight. No tenía cerca caballo, mozo con calesín o carro, ni algo que indicara cómo había llegado. Debía de llevar mucho rato esperando, porque la escarcha le había blanqueado las mangas de la chaqueta. Un ligero chasquido a su espalda lo hizo girarse vivamente. Pero no había nada: sólo una gran extensión de árboles silenciosos.

—No, no —murmuró para sí—, no ha sido nada. Una hoja seca que habrá caído al suelo, sólo eso. —Se oyó un crujido seco, de hielo que agrieta madera o piedra. Volvió a mirar con ojos empañados por el miedo—. Sólo una hoja seca —repitió.

Entonces percibió un sonido nuevo. No sabía de dónde llegaba y sintió pánico hasta que lo reconoció: cascos de caballo. Entornando los ojos, escudriñó el camino. Una sombra borrosa que se insinuó en la niebla le reveló por dónde se acercaba el jinete.

—Por fin. Ya está aquí —murmuró Drawlight adelantándose con rapidez—. ¿Dónde estaba? —gritó—. Hace horas que espero.

—¿Y bien? —dijo la voz de Lascelles—. No tiene nada más que hacer.

—Oh, en eso se equivoca. ¡No podría estar más equivocado! ¡Debe llevarme a Londres lo antes posible!

—Cada cosa a su tiempo.

Lascelles salió de la niebla y tiró de las riendas. La elegante ropa y el sombrero que llevaba estaban cubiertos de pequeñas gotas de rocío.

Drawlight lo contempló un momento y, con un vestigio de su antigua mordacidad, dijo hoscamente:

—¡Qué elegante viene! Aunque no me parece muy prudente hacer ostentación de riqueza. ¿No teme a los ladrones? Está muy apartado este lugar. Debe de haber muchos desesperados pululando por aquí.

—Quizá sí. Pero traigo mis pistolas y estoy tan desesperado como el que más.

De pronto, un pensamiento asaltó a Drawlight.

—¿Dónde está el otro caballo? —preguntó.

—¿Qué?

—¡El otro caballo! ¡El que tiene que llevarme a Londres! ¡Oh, Lascelles, qué torpe! ¿Cómo voy a ir a Londres sin caballo?

Lascelles se echó a reír.

—Creía que preferiría no acercarse por allí. Sus deudas están pagadas, las pagué yo, pero en Londres aún hay mucha gente que lo quiere mal.

Drawlight lo miraba fijamente, como si no lo oyera. Con voz chillona, exclamó:

—¡Tengo instrucciones del mago! ¡Me ha dado mensajes para mucha gente! ¡He de empezar a entregarlos enseguida! ¡No puedo retrasarlo ni una hora!

Lascelles frunció el entrecejo.

—¿Está borracho? ¿Desvaría? Norrell no le ha pedido que haga nada. Si tuviera alguna misión para usted, se la daría por mediación mía, y además...

—¡Norrell no! ¡Strange!

Lascelles se quedó inmóvil en la silla. El caballo se agitó ligeramente, pero el jinete parecía petrificado. Entonces, con voz más suave —y más peligrosa—, dijo:

—¿Strange? ¿Cómo se atreve a hablarme de lo que quiere Strange? Le aconsejo que mida sus palabras. Estoy muy disgustado con usted. Sus instrucciones estaban bien claras. Debía permanecer en Venecia hasta que Strange abandonara la ciudad. Pero ahora usted está aquí y él sigue allí.

—¡No podía hacer otra cosa! ¡Tenía que marcharme! Usted no lo entiende. Lo ví y me dijo... Lascelles levantó una mano.

—No tengo intención de mantener esta conversación en medio del camino. Adentrémonos un trecho entre los árboles.

—¡Entre los árboles! —El poco color que aún tenía Drawlight en la cara se borró—. ¡Eso no! ¡Ni hablar! ¡Yo no entro ahí! ¡No me pida eso!

—¿Qué quiere decir? —Lascelles miró en derredor con cierta inquietud—. ¿Ha hecho Strange que los árboles nos espíen?

—No, no. No es eso. No puedo explicarlo. Ellos me esperan. ¡Me conocen! ¡No puedo entrar ahí!

No encontraba las palabras para contar lo que le había sucedido. Abrió los brazos un momento, como si creyera poder mostrarle a Lascelles los ríos que habían fluido en torno a sus pies, los árboles que lo habían atravesado, las piedras que habían sido su corazón, y sus pulmones, y sus entrañas.

Lascelles levantó la fusta.

—No sé de qué me habla.

Azuzó el caballo hacia Drawlight, agitando la fusta. El pobre Drawlight nunca había tenido mucho valor y corrió hacia los árboles, gimiendo. Dio un grito cuando una manga se le enganchó en una mata de escaramujo.

—¡Oh, cállese! —dijo Lascelles—. Cualquiera diría que aquí se está cometiendo un asesinato.

Fueron hasta un pequeño claro. Lascelles se apeó y ató el caballo a un árbol. Sacó las pistolas de las alforjas y se las metió en los bolsillos del abrigo. Luego se volvió hacia Drawlight.

—¿Así que realmente vio a Strange? Muy bien. Magnífico. Pensaba que era muy cobarde para enfrentarse a él.

—Creí que iba a convertirme en algo horrible.

Lascelles miró con desagrado la ropa manchada y la expresión alucinada de Drawlight.

—¿Está seguro de que no lo hizo?

—¿Cómo?

—¿Por qué no lo mató sin más? ¿Allí, en la oscuridad? ¿No estaban a solas? Nadie se habría enterado.

—Oh, sí. Muy fácil, ¿verdad? Él es alto y listo y rápido y cruel. Yo no soy ninguna de esas cosas.

—Yo lo habría hecho.

—¿Sí? ¿Por qué no va a Venecia y lo intenta?

—¿Dónde está Strange ahora?

—En la oscuridad, en Venecia, pero va a venir a Inglaterra.

—¿Se lo dijo él?

—Sí, ya se lo he explicado. Traigo mensajes: uno para Childermass, uno para Norrell y uno para todos los magos de Inglaterra.

—¿Y qué mensajes son?

—He de decirle a Childermass que lady Pole no volvió de la muerte del modo que contó Norrell, él le pidió ayuda a un duende y ese duende ha hecho cosas... cosas malas... Y tengo que entregarle una cajita a Childermass. Es el primer mensaje. Y debo decirle a Norrell que Strange regresa. Es el tercer mensaje.

Lascelles reflexionaba.

—¿Qué hay en esa cajita?

—No lo sé.

—¿Por qué? ¿Está sellada? ¿Tiene un cierre mágico?

Drawlight cerró los ojos y meneó la cabeza.

—Eso tampoco lo sé.

Lascelles se echó a reír.

—¿Está diciéndome que ha tenido en su poder una caja durante semanas y no ha tratado de abrirla? ¿Usted precisamente? Pues cuando iba por mi casa, yo no me atrevía a dejarlo solo ni un momento, o usted habría leído mis cartas y todos mis asuntos habrían sido de dominio público al día siguiente.

Drawlight bajó la cabeza y se encogió. Aunque parecía imposible, estaba aún más abatido que antes. Cualquiera habría supuesto que se avergonzaba al oír su pasado descrito en aquellos términos, pero no era ésa la causa de su pesadumbre.

—Estoy asustado —susurró.

Lascelles soltó un gruñido de impaciencia.

—¿Dónde está la caja? —gritó—. ¡Démela!

Drawlight metió la mano en un bolsillo y sacó un objeto envuelto en un sucio pañuelo. El pañuelo estaba atado con varios nudos complicados, para evitar que pudiera abrirse la caja. Se la entregó a Lascelles.

Con muecas de viva repugnancia, éste fue deshaciendo los nudos. Abrió la caja.

Un momento de silencio.

—Es usted un idiota —dijo Lascelles, cerrando la cajita con un golpe seco y guardándosela en el bolsillo.

—¡Oh! Es que yo tenía que... —empezó Drawlight, alargando la mano inútilmente.

—Ha dicho que eran tres mensajes. ¿Cuál es el otro?

—Usted no lo entendería.

—¿Qué? ¿Usted lo entiende y yo no? Debe de haberse vuelto mucho más inteligente en Italia.

—No quería decir eso.

—¿Qué quería decir entonces? Venga, que ya me aburre esta conversación.

—Strange dijo que el árbol habla a la piedra y la piedra habla al agua. Dijo que los magos pueden aprender magia de los bosques y las piedras y esas cosas. Dijo que las viejas alianzas de John Uskglass aún permanecen.

—¡John Uskglass! ¡John Uskglass! ¡Estoy harto de ese nombre! Hoy todo el mundo habla de él. Hasta Norrell. No comprendo por qué; su tiempo acabó hace cuatrocientos años.

Drawlight volvió a tender la mano.

—Devuélvame la caja. Tengo que...

—¿Qué diablos le pasa? ¿No lo entiende? Sus mensajes no serán entregados... salvo el de Norrell, y se lo daré yo. Drawlight lanzó un alarido de angustia.

—¡Se lo suplico, no puedo fallarle! Usted no lo comprende. ¡Me matará! ¡O algo peor!

Lascelles abrió los brazos y miró en derredor, como poniendo al bosque por testigo de semejante despropósito.

—¿Cree realmente que voy a consentir que destruya usted a Norrell? ¿Es decir, a mí?

—¡No es culpa mía! ¡No es culpa mía! ¡No puedo desobedecerlo!

—Gusano, ¿qué puedes hacer tú entre dos hombres como Strange y yo? Serás aplastado.

Drawlight lanzó un pequeño sollozo de miedo. Miró a Lascelles con ojos de loco. Pareció que iba a decir algo, pero, con una rapidez sorprendente, dio media vuelta y escapó entre los árboles.

Lascelles no se molestó en perseguirlo. Simplemente, levantó una pistola, apuntó y disparó.

La bala alcanzó a Drawlight en el muslo; una flor roja y húmeda de carne ensangrentada brotó en el bosque blanco y gris. Drawlight gritó y cayó sordamente en un macizo de escaramujo. Trató de gatear, pero la pierna no lo obedecía y tenía la ropa enganchada en las espinas. Se giró y vio acercarse a Lascelles; el miedo y el dolor hacían irreconocibles sus facciones.

Lascelles descargó la otra pistola.

El lado izquierdo de la cabeza de Drawlight reventó como un huevo o una naranja. El hombrecito hizo varios movimientos convulsos y quedó inmóvil.

Aunque nadie podía verlo, aunque la sangre le latía en los oídos, en el pecho y en todo el cuerpo, Lascelles no se permitió aparentar ni la menor alteración: no habría sido propio de un caballero.

Su ayuda de cámara era aficionado a leer las crónicas de asesinatos y ahorcamientos en The Newgate Calendar y The Malefactor’s Register. A veces, por diversión, Lascelles los hojeaba. Era característico de aquellos relatos que el asesino, por muy audaz que se mostrara al cometer su crimen, después fuera presa de la emoción, que lo impulsaba a actuar de forma irracional y provocaba su perdición. Lascelles dudaba que hubiera mucho de verdad en aquellas crónicas, pero, por seguridad, buscó en su interior señales de remordimiento u horror. No encontró ninguna. En realidad, la impresión dominante era la de haber librado al mundo de un elemento antiestético. «De haber sabido hace tres o cuatro años el destino que le aguardaba, seguramente me habría suplicado que lo hiciera entonces.»

Se oyó un leve roce. Lascelles, sorprendido, vio asomar una ramita por el ojo derecho de Drawlight (el izquierdo había estallado con el disparo). Ramas de hiedra se le enrollaban en cuello y pecho. Un brote de acebo le atravesaba la mano; un abedul le crecía en el pie; un espino le salía del vientre. Parecía estar crucificado sobre el mismo bosque. Y los árboles crecían sin parar. Una maraña de hojas castañas y rojizas cubrió su cara destrozada, y su tronco y extremidades se consumieron, nutriendo la vegetación. Al poco rato no quedaba nada de Christopher Drawlight. Los árboles, las piedras y la tierra lo habían absorbido, pero en la forma que habían tomado aún se adivinaba algo del hombre que había sido.

—El escaramujo era el brazo, creo —murmuró Lascelles—. Esa piedra... ¿el corazón, quizá? Por lo pequeña y dura, podría ser. —Rió—. Es lo que tiene de absurda la magia de Strange —dijo a nadie en particular—. Al fin siempre se vuelve contra él.

Montó en el caballo y se alejó hacia el camino.