2. Posada La Vieja Estrella (Enero – febrero de 1807)
CUANDO el carruaje salía por la verja del jardín, Honeyfoot exclamó:
—¡Un mago practicante en Inglaterra! ¡Y, además, en Yorkshire! ¡Qué buena suerte la nuestra! Ah, señor Segundus, a usted hemos de agradecérselo. Usted velaba cuando los demás nos habíamos dormido. De no ser por su acicate, podríamos no haber descubierto al señor Norrell. Y estoy seguro de que él nunca nos habría buscado a nosotros; me ha parecido un poco reservado. No nos ha dado detalles de sus logros, sólo ha señalado el simple hecho de su éxito. Eso se me antoja una prueba de modestia. Señor Segundus, creo que convendrá usted en que ahora nuestra misión está clara. A nosotros incumbe vencer la innata timidez y la modestia de Norrell y conducirlo en triunfo ante un público más amplio.
—Quizá —dijo el otro con escepticismo.
—No digo que sea fácil, por supuesto. Es un poco reservado y no muy sociable. Pero al final comprenderá que, por el bien de la nación, tiene que compartir con otras personas sus vastos conocimientos. Es un caballero, sabe cuál es su deber y lo hará, estoy seguro. ¡Ah, señor Segundus! Se merece usted el agradecimiento de todos los magos del país.
Pero fuera lo que fuese lo que el señor Segundus se mereciese, la triste realidad es que, en Inglaterra, los magos son una especie ingrata. Honeyfoot y Segundus bien podían haber hecho uno de los mayores descubrimientos de la historia de la magia, que de poco les hubiese servido. No hubo ni un solo miembro de la asociación de York que, al enterarse, no se sintiera convencido de que él lo habría hecho mejor, y el jueves siguiente, cuando se celebró una reunión extraordinaria de la Sociedad Cultural de Magos de York, fueron pocos los que se abstuvieron de decirlo así.
A las siete de la tarde del martes, la sala del piso de arriba de la posada La Vieja Estrella de Stonegate estaba abarrotada. La noticia que habían conseguido Honeyfoot y Segundus parecía haber atraído a todos los caballeros de la ciudad que hubieran tenido alguna vez un libro de magia en sus manos... y York, a su manera, todavía era una de las poblaciones más mágicas de Inglaterra; quizá sólo Newcastle, la ciudad del Rey, podía ufanarse de contar con más magos.
Había en la sala tal cantidad de socios que algunos tuvieron que quedarse de pie, a pesar de que los camareros no hacían más que subir sillas. El doctor Foxcastle se había instalado en una alta, negra y curiosamente torneada, una silla regia que, combinada con el cortinaje de terciopelo rojo que había detrás, daba un aire francamente magistral a su ocupante, que mantenía las manos cruzadas sobre el abultado abdomen en augusta actitud.
Los criados de la posada habían dispuesto un excelente fuego para paliar el frío de la tarde de enero, y en torno a él se sentaban varios magos muy ancianos —al parecer, de la época del rey Jorge II—, de tez amarillenta y surcada por una telaraña de arrugas, envueltos en grandes chales a cuadros y acompañados por lacayos no menos ancianos con frascos de medicinas en los bolsillos. Honeyfoot los saludó diciendo:
—¿Cómo está, señor Aptree? ¿Qué tal, señor Greyshippe? Espero que se encuentre bien, señor Tunstall. ¡Celebro verlos aquí, caballeros! Supongo que habrán venido a compartir nuestra viva satisfacción. Los años de nuestra larga travesía por el desierto han terminado. Ah, nadie sabe mejor que usted, señor Aptree, o que usted, señor Greyshippe, lo que han sido estos años, ustedes que han tenido que vivir buena parte de ellos. ¡Pero ahora volveremos a ver magia, la consejera y protectora de Gran Bretaña! ¡Y los franceses, señor Tunstall! ¿Qué sentirán los franceses cuando se enteren?¡Ah!, no me sorprendería que esto provocara una rendición inmediata.
Honeyfoot tenía muchas más cosas que decir del mismo tenor; había preparado un discurso con el que se proponía explayarse sobre las maravillosas ventajas que el feliz hallazgo había de reportar a Gran Bretaña. Pero no le permitieron decir más que unas frases, pues parecía que todos y cada uno de los caballeros presentes en la sala rebosaban de opiniones sobre el asunto que debían ser comunicadas a los demás sin dilación. El doctor Foxcastle fue el primero en interrumpirlo. Se dirigió a él desde su gran trono negro con estas palabras:
—Lamento vivamente ver cómo usted, señor mío, desacredita la magia, hacia la que me consta que siente gran estima, con historias imposibles e invenciones desaforadas. Señor Segundus —dijo, volviéndose hacia quien consideraba causante de toda aquella agitación—, no sé qué será lo acostumbrado en el lugar del que usted procede, pero en Yorkhire no nos agradan los hombres que pretenden crearse una reputación a expensas de la paz de espíritu de los demás.
Hasta ahí llegó el doctor Foxcastle antes de que su voz quedara ahogada por las airadas exclamaciones de Honeyfoot y los partidarios de Segundus. El siguiente que pudo hacerse oír se preguntó cómo era posible que Segundus y Honeyfoot hubieran podido dejarse engañar. Era evidente que Norrell estaba loco; no era mejor que cualquiera de esos orates de ojos saltones que andaban por las calles pregonando que eran el Rey Cuervo.
Un caballero de pelo rubio dijo, profundamente emocionado, que los señores Honeyfoot y Segundus habrían debido insistir en que el señor Norrell abandonara de inmediato su casa y llevarlo triunfalmente a York, en carruaje descubierto (aun en enero), para que pudiera arrojar hojas de hiedra a su paso1 ; también uno de los ancianos de la chimenea parecía fuera de sí, pero, por ser tan viejo, tenía la voz débil y nadie le hizo caso ni se enteró de lo que decía.
Había en la sala un hombre alto y discreto llamado Thorpe, un caballero con muy pocos conocimientos de magia, pero con un sentido común insólito en un mago. Él siempre había pensado que el señor Segundus merecía ser respaldado en sus esfuerzos por averiguar qué se había hecho de la magia práctica inglesa, si bien, al igual que los demás, no esperaba que Segundus encontrara la respuesta tan pronto. Pero ahora que la tenían, el señor Thorpe opinaba que no podían desestimarla sin más.
—Caballeros, el señor Norrell dice que practica la magia. Muy bien. Todos sabemos algo de el, hemos oído hablar de los raros textos que supuestamente posee, y sólo por eso haríamos mal en no tomar en cuenta su afirmación. Pero los argumentos más sólidos que abogan por Norrell son éstos: dos de los nuestros, ambos eruditos competentes, lo han visto y han regresado convencidos. —Se volvió hacia Honeyfoot—: Usted cree en ese hombre, cualquiera puede leerlo en su cara. Usted vio algo que lo convenció. ¿No querría decirnos qué es?
La reacción de Honeyfoot fue, quizá, un tanto extraña. Al principio sonrió a Thorpe con gratitud, como si eso fuera precisamente lo que más deseaba: la oportunidad de exponer las excelentes razones que tenía para creer que el señor Norrell podía practicar la magia; y abrió la boca para responder. Entonces se quedó en suspenso y miró en derredor, como si aquellas excelentes razones que tan sólidas le parecían hacía un momento estuvieran desapareciendo, disolviéndosele en la boca, y no consiguiera atrapar ni una sola con la lengua y los dientes para articular una frase coherente. Por fin, logró articular unas palabras acerca del aspecto de hombre honrado del señor Norrell.
A la asociación de York no le pareció una razón satisfactoria (y menos se lo hubiera parecido de haber tenido ocasión de ver el aspecto de Norrell). Así pues, Thorpe miró a Segundus y dijo:
—También usted vio al señor Norrell. ¿Qué opina?
Entonces todos repararon en lo pálido que estaba Segundus, y algunos caballeros cayeron en la cuenta de que no había contestado a su saludo, como si le costase coordinar las ideas para responder.
—¿Se encuentra mal, caballero? —le preguntó Thorpe con suavidad.
—No, no —murmuró—. No es nada. Gracias.
Pero tan desorientado se lo veía que un caballero le ofreció su asiento, otro fue a buscar un vaso de vino canario, y el exaltado caballero rubio que había manifestado su deseo de arrojar hojas de hiedra al paso del señor Norrell empezó a alimentar la secreta esperanza de que Segundus estuviera hechizado y fueran a presenciar algo extraordinario.
Segundus suspiró y dijo:
—Muchas gracias. No estoy enfermo, pero hace una semana que me siento pesado y torpe. La señora Pleasance me ha dado arruruz y decocciones calientes de regaliz, pero no me han hecho efecto, lo cual no me sorprende, ya que creo que el trastorno está en mi cabeza. Aunque ya estoy algo mejor. Si ahora ustedes, caballeros, me preguntaran por qué creo que la magia ha vuelto a Inglaterra, yo diría que porque la he sentido. Donde más vívida tengo la impresión de haberla sentido es aquí y aquí... —Se tocó la frente y el corazón—. No obstante, he de admitir que no he visto obrar magia. El señor Norrell no realizó ningún hechizo mientras estuvimos en su presencia. Por tanto, supongo que debo de haberlo soñado.
Nueva inquietud de los socios de York. El caballero apagado esbozó una sonrisa apagada e inquirió si alguno de los presentes podía sacar algo en limpio de todo aquello. Entonces Thorpe exclamó:
—¡Santo Dios! Es tontería que sigamos discutiendo si el señor Norrell puede o no puede hacer esto o lo otro. Todos somos seres racionales, supongo, y la respuesta es bien simple: le pediremos que realice un acto mágico para nosotros, en prueba de su afirmación.
Esa proposición era tan sensata que, durante un momento, los magos enmudecieron, aunque ello no quiere decir que estuvieran todos de acuerdo, ni mucho menos. A algunos (el doctor Foxcastle entre ellos) no acababa de gustarles la idea. Pedirle a Norrell que hiciera un hechizo era exponerse al peligro de que lo hiciera realmente. Ellos no querían ver magia; ellos querían leer libros que trataran de cómo se practicaba. Otros opinaban que la asociación de York quedaba en ridículo con tan modestas aspiraciones. Pero al fin la mayoría de los magos se mostró de acuerdo con Thorpe, que concluyó:
—En nuestra calidad de estudiosos de la magia, lo menos que podemos hacer es brindar al señor Norrell la oportunidad de convencernos.
En consecuencia, se decidió que alguien le escribiera otra carta.
Todos veían con claridad que Honeyfoot y Segundus habían llevado el asunto muy mal, y, por lo menos respecto a un punto (el relacionado con la maravillosa biblioteca de Norrell), daban prueba de palmaria estupidez, al no ser capaces de hacer una descripción inteligible. ¿Qué habían visto? Oh, libros, muchos libros. ¿Un número considerable? Sí; en aquel momento les pareció considerable. ¿Volúmenes raros? Ah, probablemente. ¿Se les había permitido cogerlos y hojearlos? ¡Oh, no! El señor Norrell no había llegado a invitarlos a ello. Pero ¿habían leído los títulos? Sí, desde luego. Bien, entonces ¿cuáles eran los títulos que habían visto? No lo sabían, no podían recordarlos. Segundus dijo que uno empezaba por B, pero ésa fue toda la información que pudo ofrecer. Era muy extraño.
Desde el primer momento, el señor Thorpe se había propuesto escribir él mismo la carta a Norrell, pero había en la sala muchos magos que no deseaban sino ofender a éste por su arrogancia, y, muy acertadamente, convinieron en que, para insultar al señor Norrell, nada mejor que permitir que fuese el doctor Foxcastle quien la escribiera. Y así se hizo. A su debido tiempo, se recibió una airada respuesta.
Hurtfew Abbey, Yorkshire 1 de febrero de 1807
Muy señor mío:
Durante los últimos años, en dos ocasiones me he visto honrado por
sendas cartas de los caballeros de la Sociedad Cultural de Magos de
York, en las que se solicitaba entablar relación con mi persona.
Ahora llega una tercera carta por la que se me informa de que he
incurrido en el desagrado de la asociación. Al parecer, la buena
opinión de los socios se conquista con la misma facilidad con que
se pierde, sin que uno sepa qué ha hecho para merecer lo uno o lo
otro. En respuesta a la particular acusación contenida en su carta
de que he exagerado mis facultades y alardeado de poderes que no
puedo poseer, sólo diré esto: otros hombres gustan de atribuir su
falta de éxito a un defecto del mundo antes que a su propia falta
de conocimientos, pero la verdad es que la magia es tan factible en
nuestra época como lo fuera en cualquier otra, como he comprobado a
mi entera satisfacción en numerosas ocasiones durante los veinte
últimos años. Pero ¿cuál es mi recompensa por amar mi arte más de
lo que hayan podido amarlo otros hombres? ¿Por estudiar con más
ahínco para perfeccionarlo? Ahora se dice por ahí que soy un
fabulador, se desdeña mi talento profesional y se duda de mi
palabra. Imagino que no ha de sorprenderles en demasía que, en
semejantes circunstancias, no me sienta muy inclinado a complacer a
la asociación y, menos aún, acceder a su solicitud de que haga una
demostración de magia. La Sociedad Cultural de Magos de York se
reúne el próximo miércoles, y ese día les informaré de mis
intenciones.
Su seguro servidor,
Gilbert Norrell
Todo eso tenía un aire de inquietante misterio. Los magos teóricos esperaban con cierto nerviosismo a ver lo que les enviaría el mago práctico. Lo que el señor Norrell les mandó no fue algo más alarmante que un abogado, sonriente y ceremonioso, un simple abogado llamado Robinson, con pulcro traje negro y pulcros guantes de cabritilla, y con un documento como nunca habían visto los caballeros de la Sociedad de York: el borrador de un convenio redactado según el arcaico y olvidado código del derecho mágico de Inglaterra.
El señor Robinson se presentó en la sala superior de La Vieja Estrella con el aire del que sabe que se le espera. Tenía un bufete con dos pasantes en Coney Street y era bien conocido de muchos de los presentes.
—He de confesarles, caballeros, que este documento es, en su mayor parte, obra de mi cliente, el señor Norrell —sonrió—. Yo no soy especialista en derecho taumatúrgico. ¿Y quién lo es, hoy en día? En cualquier caso, si en algo me equivoco, espero que tendrán a bien corregirme.
Varios magos teóricos asintieron sesudamente.
Robinson era un hombre pulido, tan limpio, sano y complaciente que resplandecía, cualidad que sólo cabe esperar de un hada o un ángel, pero que resulta un tanto desconcertante en un abogado. Mostraba gran deferencia hacia los caballeros de la asociación, porque él nada sabía de magia, pero pensaba que se trataba de un arte muy difícil que exigía una gran concentración mental. Sin embargo, aunque era consciente de la modestia de su profesión y sentía auténtica admiración por la Sociedad de York, en aquel momento lo invadía una grata vanidad al pensar que aquellos cerebros monumentales deberían dejar de meditar cuestiones esotéricas durante un rato y prestar atención a sus palabras. Se ajustó sobre la nariz unas gafas con montura de oro, añadiendo así otro pequeño brillo a su reluciente persona.
Y a continuación dijo que el señor Norrell se comprometía a realizar un acto de magia en un lugar y momento determinados.
—Espero, caballeros, que no tendrán inconveniente en que mi cliente fije hora y lugar.
Los caballeros no lo tenían.retractaría
—Entonces, en la catedral, quince días después del próximo viernes2 .
Anunció que si el señor Norrell no conseguía realizar el acto de magia, se públicamente de su afirmación de ser mago practicante, más aún, de ser mago de cualquier clase, y se comprometería bajo juramento a no volver a reivindicar tal condición.
—No es necesario que llegue tan lejos —dijo Thorpe—. No tenemos ánimo de castigarlo; sólo deseábamos comprobar su aseveración.
La sonrisa de Robinson se apagó un poco, como si aún quedara por decir algo un tanto desagradable y no supiera cómo empezar.
—Aguarden —pidió Segundus—, aún no hemos oído la otra parte del trato. No sabemos qué espera él de nosotros.
El abogado asintió. Al parecer, Norrell se proponía exigir a todos y cada uno de los magos de la asociación la misma promesa que hacía él. En otras palabras, si él triunfaba, ellos deberían disolver la Sociedad Cultural de Magos de York sin dilación y comprometerse a no atribuirse el título de «mago» nunca más. Robinson añadió que, al fin y al cabo, eso sería lo justo, ya que su cliente habría demostrado ser el único mago auténtico de Yorkshire.
—¿Y habrá una tercera parte, un árbitro imparcial que dictamine si se ha obrado la magia? —preguntó Thorpe.
La pregunta pareció desconcertar al abogado. Pidió que lo disculparan si se había formado una idea equivocada, nada más lejos de su ánimo que ofenderlos, pero creía que todos los presentes eran magos.
Oh, sí; los socios asintieron en bloque: todos eran magos.
—En tal caso, sin duda reconocerán un acto de magia cuando lo vean. ¿Podría haber alguien más cualificado para ello?
Otro caballero preguntó qué clase de hechizo pensaba realizar Norrell. El señor Robinson se deshizo en corteses disculpas y largas explicaciones: no podía informarles, puesto que lo ignoraba.
Sería abusar de la paciencia del lector repetir aquí los múltiples e intrincados argumentos que llevaron a los miembros de la Sociedad de York a suscribir el convenio del señor Norrell. Muchos firmaron por vanidad; habían declarado públicamente que no creían que Norrell pudiere practicar la magia, lo habían desafiado públicamente a hacerlo: en tales circunstancias, habría resultado ridículo cambiar de actitud... o eso les pareció.
Honeyfoot, por su parte, firmó precisamente porque creía en los poderes mágicos de Norrell. Él esperaba que, con la demostración de sus dotes, el señor Norrell conquistara el reconocimiento público y, a partir de entonces, las utilizase para el bien de la nación.
Algunos se sintieron desafiados a adherirse por la insinuación (apuntada por Norrell y transmitida en cierto modo por Robinson) de que, si no firmaban, no se mostrarían como verdaderos magos.
Así pues, entonces y allí, los magos de York suscribieron uno tras otro el documento que les presentó el abogado. Sólo faltaba el señor Segundus.
—Yo no firmaré —dijo—. Porque la magia es mi vida y, aunque tiene razón el señor Norrell al decir que mis conocimientos son escasos, ¿qué haría yo si tuviera que renunciar a ella?
Silencio.
—¡Oh! —exclamó Robinson—. Bien, es decir... ¿Está seguro de que no desea firmar el acuerdo, caballero? Ya ha visto que todos sus amigos han firmado. Se quedará solo.
—Estoy seguro, sí. Muchas gracias.
—Pues, en tal caso, he de reconocer que no sé con exactitud cómo he de proceder. Mi cliente no me ha dado instrucciones para el caso de que sólo firmen algunos caballeros. Consultaré con él por la mañana.
Se oyó comentar al doctor Foxcastle, dirigiéndose al señor Hart o Hunt, que, una vez más, el recién llegado era el causante de una perturbación general.
Pero dos días después, Robinson fue a visitar al doctor Foxcastle con el mensaje de que, en ese caso en concreto, el señor Norrell no tenía inconveniente en pasar por alto la negativa del señor Segundus a firmar y estaba dispuesto a considerar que su contrato quedaba establecido con todos los miembros de la Sociedad de York, con excepción del señor Segundus.
La noche anterior a la fecha señalada por Norrell para realizar el acto mágico nevó en York, y por la mañana la suciedad y el barro de la ciudad habían desaparecido y todo lucía de un blanco inmaculado. El ruido de los cascos de los caballos y de los pasos de la gente quedaba amortiguado, y las mismas voces de los habitantes de York habían sido sustituidas por un silencio blanco que absorbía todos los sonidos. Norrell había fijado una hora muy temprana de la mañana. Los magos de York desayunaron solos, cada cual en su casa. Observaron en silencio cómo la criada les servía el café, partía los panecillos calientes y les llevaba la mantequilla. La esposa, la hermana, la hija, la nuera o la sobrina que habitualmente se encargaba de esas pequeñas tareas aún estaba en la cama, y se echaba de menos la grata charla doméstica que los caballeros de la Sociedad de York aparentaban desdeñar, pero que en realidad era la dulce cantinela que se acompañaba con la música de la vida diaria. Y los comedores en que desayunaban estaban distintos de la víspera. La penumbra invernal se había disipado, dando paso a una luz formidable: sol de invierno muchas veces aumentado por la nieve que cubría la tierra. El blanco mantel de lino resplandecía. Las rosas que decoraban las bonitas tazas de café de la hija casi parecían bailar en ellas. La cafetera de plata de la sobrina fulguraba; y las risueñas pastorcillas de porcelana de la nuera relucían como ángeles. Era como si la mesa la hubieran puesto las hadas con su plata y su cristal.
Segundus, asomado a la ventana de un tercer piso de la plazuela de Lady Peckitt, pensó que quizá Norrell ya había obrado su prodigio, y era ése. Sobre su cabeza sonó un sordo crujido amenazador y él se retiró rápidamente de la ventana, justo a tiempo de esquivar un bloque de nieve desprendido del tejado. Segundus no tenía criada, ni esposa, hermana, hija, nuera o sobrina, pero la señora Pleasance, su casera, era madrugadora. Durante los quince últimos días lo había oído suspirar muchas veces sumido en la lectura de sus libros, y esperaba poder infundirle ánimo con un buen desayuno compuesto por dos arenques asados, calentitos, té, leche recién ordeñada y pan blanco con mantequilla, servido en una fuente de porcelana azul y blanca. Con el mismo generoso propósito, la buena mujer se sentó para darle conversación. Al verlo tan abatido exclamó:
—¡Oh, cómo me irrita ese viejo!
Segundus no le había dicho que el señor Norrell fuera viejo, pero ella suponía que tenía que serlo. Por lo que le había contado su inquilino, se lo imaginaba como un avaro que atesoraba magia en lugar de dinero, y er el curso de mi relato dejaré que el lector juzgue por sí mismo si esta descripción se ajusta al carácter del señor Norrell. Al igual que la señora Pleasance, yo siempre imagino que los avaros son viejos; aunque no sabría decir por qué, ya que sin duda en el mundo ha de haber avaros jóvenes y viejos. Por lo que respecta a si el señor Norrell era realmente viejo, digamos que era la clase de hombre que es viejo a los diecisiete años.
La casera prosiguió:
—El señor Pleasance, que en paz descanse, decía que en York no había nadie, ni hombre ni mujer, que hiciera un pan que pudiera compararse con el mío, y también otras personas han tenido la amabilidad de decir que en su vida habían probado un pan tan bueno. Yo siempre he servido una buena mesa, porque me gusta hacer bien las cosas, y si uno de esos genios de los cuentos de Arabia saliera ahora de esa tetera y me concediese tres deseos, no me mostraría tan mezquina como para pedir que ninguna otra persona pudiese hacer un pan tan bueno como el mío, ya que eso a mí en nada habría de perjudicarme, y sería mejor para ellos. Vamos, pruébelo —dijo, acercando una fuente del tan ensalzado pan a su huésped—. No me gusta verlo tan delgado. La gente dirá que Hettie Pleasance ha perdido sus dotes de cocinera. No esté tan triste. Usted no firmó ese pérfido documento, y cuando los otros caballeros tengan que abandonar, usted, señor Segundus, podrá continuar, y ojalá haga grandes descubrimientos, y quizá entonces ese señor Norrell, que tan listo se cree, se alegre de tomarlo a usted como socio y se arrepienta de su tonto orgullo.
Segundus sonrió y le dio las gracias.
—No creo que eso ocurra. Mi mayor dificultad será la falta de material. Yo poseo muy poco, y cuando se disuelva la asociación.., bien, no sé qué será de sus libros, pero me parece que a mis manos no vendrán.
Se comió el pan (que era tan bueno como aseguraban el difunto señor Pleasance y sus amistades) y los arenques y bebió té. El poder de aquellos alimentos para disipar las penas debía de ser mayor del que él suponía, porque de pronto se sintió algo mejor. Y así vigorizado, se puso el gabán, el sombrero, la bufanda y los guantes y echó a andar por las nevadas calles en dirección al lugar que Norrell había señalado para los prodigios del día: la catedral de York.
Espero que mis lectores tengan ya una idea de lo que es una vieja ciudad catedralicia inglesa, pues de lo contrario me temo que se les escape el significado de la elección del señor Norrell. Deben tener presente que, en una vieja ciudad catedralicia, la catedral no es uno de tantos edificios, sino el más importante, distinto de los demás por sus proporciones, belleza y solemnidad. Incluso en los tiempos modernos, en que una vieja ciudad catedralicia puede haberse dotado de excelentes edificios públicos, locales de fiestas y reuniones (y York estaba bien provista de ellos), la catedral se eleva por encima de todos, dando testimonio de la devoción de nuestros antepasados. Es como si la ciudad tuviera dentro algo mayor que ella. Cuando uno se interna en el laberinto de calles estrechas pierde de vista la catedral, desde luego, pero cuando la perspectiva se abre allí está de nuevo, mucho más alta y más grande que cualquier otra construcción, y uno comprende que ya ha llegado al corazón de la ciudad y que, en cierto modo, todas las calles y pasajes conducen allí, a un lugar donde habitan misterios mucho más profundos que los que pueda conocer el señor Norrell. Tales eran los pensamientos del señor Segundus cuando entró en el recinto y se detuvo frente a la vasta sombra azulada de la fachada oeste de la catedral. En ese momento apareció por la esquina el doctor Foxcastle, navegando majestuosamente como un barco negro y gordo. Al descubrir a Segundus, puso proa hacia él y le dio los buenos días.
—¿Sería usted tan amable de presentarme al señor Norrell? Tengo grandes deseos de conocer a ese caballero.
—Será un placer —dijo Segundus, y miró en derredor.
El tiempo había retenido en casa a mucha gente y sólo unas cuantas figuras negruzcas se escurrían por el blanco campo que se extendía frente a la mole gris de la iglesia. Una mirada más atenta descubría en ellas a caballeros de la Sociedad de York, clérigos y auxiliares de la catedral —sacristanes y pertigueros, vicemaestros de coro, deanes, limpiadores y similares—, enviados por sus superiores al nevado exterior con recados de la iglesia.
—Nada me agradaría más que complacerlo —agregó—, pero no veo al señor Norrell.
Sin embargo, alguien sí los veía a ellos.
De pie en la nieve frente al templo, era alguien oscuro, de aspecto no del todo respetable, que los miraba con vivo interés. Una cabellera lacia y apelmazada le caía, como una cascada de agua negra, sobre una cara recia, descarnada y tortuosa como la raíz de un árbol, rematada por una nariz larga y afilada; aunque la tez era pálida, parecía tener un componente oscuro: quizá la sombra de los ojos y de aquel cabello negro y grasiento. Al cabo de un momento, el personaje se acercó a los dos magos, esbozó una reverencia, les pidió disculpas por abordarlos y explicó que se le había indicado que estaban allí por el mismo asunto que él. Dijo llamarse John Childermass y ser asistente del señor Norrell en ciertos menesteres, aunque no especificó cuáles.
—Me suena su cara —dijo Segundus con aire pensativo—. ¿No nos hemos visto antes?
Algo cruzó el oscuro rostro de Childermass, pero muy fugazmente, imposible decir si sorpresa o regocijo.
—Vengo a York con frecuencia por encargos del señor Norrell. Quizá me haya visto en algún establecimiento de venta de libros de la ciudad.
—No. Lo vi en... lo tengo presente... ¿Dónde...? Oh, enseguida lo recordaré.
Childermass alzó una ceja como dando a entender que lo dudaba.
—Pero el señor Norrell ha de venir personalmente, ¿no? —dijo Foxcastle.
Childermass respondió que, con perdón, no creía que el señor Norrell acudiese; no pensaba que tuviera necesidad de acudir.
—¡Ah! —exclamó el doctor—. ¡Eso es que renuncia! Bien, bien, bien. Pobre señor. Se sentirá en ridículo, imagino. Bien, en cualquier caso ha sido un noble intento. No le guardaremos rencor, por supuesto. —Le aliviaba saber que no iba a presenciar un acto de magia, y por eso se mostraba generoso.
Childermass respondió, de nuevo con perdón, que temía que el doctor Foxcastle no hubiera interpretado bien sus palabras. Ciertamente, el señor Norrell practicaría magia; lo haría en Hurtfew Abbey, y el resultado se observaría en York.
—A los caballeros no les gusta apartarse de su chimenea si no es indispensable. Imagino que si usted, señor, pudiera ver los acontecimientos desde su sala de estar, no estaría ahora aquí, con frío y mojado.
El doctor Foxcastle inspiró bruscamente y le lanzó una mirada dándole a entender que ese comentario le parecía muy insolente.
Childermass no se mostró muy compungido por esa opinión, antes bien, divertido.
—Es la hora, señores. Deberían ocupar sus puestos en la iglesia. Creo que lamentarían perderse algo de lo que va a ocurrir cuando es tanto lo que de ello depende.
Pasaban veinte minutos de la hora y los caballeros de la Sociedad de York iban entrando en la catedral por la puerta sur del crucero. Algunos miraban en derredor antes de entrar, como despidiéndose emocionadamente de un mundo que no sabían si volverían a ver.