46. «El cielo me hablaba...» (Enero de 1816)

ERA un día sombrío. Un viento frío lanzaba copos de nieve contra las ventanas de la biblioteca del señor Norrell, en la que Childermass escribía cartas. Aunque no eran más que las diez de la mañana, ya habían encendido las velas. No se oía más que el siseo del carbón que se consumía en el hogar y el roce de la pluma en el papel.

Hanover Square, 8 de enero de 1816

A lord Sidmouth, ministro del Interior Milord:

El señor Norrell me ha encargado comunicarle que los hechizos destinados a impedir el desbordamiento de los ríos en el condado de Suffolk están dispuestos. La factura será enviada con esta misma fecha al señor Wynne, del departamento del Tesoro...

Se oía el lúgubre son de una campana. Estaba muy lejos. Childermass apenas lo percibía y, no obstante, por influjo del tañido parecía que creciesen la oscuridad y el silencio que lo envolvían.

... La magia mantendrá las aguas dentro de los cauces habituales. No obstante, el señor Leeves, el joven ingeniero a quien el lord comisionado de Suffolk encargó la verificación de la resistencia de los puentes actuales y otras estructuras adyacentes a los ríos, expresó ciertas dudas...

Se le antojaba tener delante de los ojos la imagen de un paisaje sombrío. Lo veía claramente, como si fuera un lugar muy conocido o un cuadro que hubiese visto todos los días durante años y años. Un vasto paisaje de desiertos campos pardos y edificios en ruinas, bajo un lúgubre cielo gris...

... sobre si los puentes del Stour y el Orwell serán capaces de resistir el aumento de la fuerza de las avenidas que han de producirse en época de grandes lluvias. El señor Leeves recomienda un inmediato y minucioso examen de los puentes, molinos y vados de Suffolk, empezando por los del Stour y el Orwell. Tengo entendido que ya ha escrito a vuestra señoría a este respecto...

Ya no tan sólo imaginaba el paisaje. Le parecía encontrarse allí. Estaba en un viejo camino surcado de roderas que serpenteaba por la ladera de una colina negra hacia un cielo en el que se reunía una gran bandada de pájaros negros...

... El señor Norrell ha renunciado a poner a la magia un limite de tiempo. En su opinión, ésta durará tanto como los propios ríos. No obstante, se permite recomendar a vuestra señoría que los hechizos sean revisados dentro de veinte años. El próximo martes, el señor Norrell empezará a elaborar la misma magia para el condado de Norfolk...

Los pájaros eran como letras negras sobre el gris del cielo. Pensó que pronto entendería el significado de la escritura. Las piedras del viejo camino eran símbolos que señalaban el destino del caminante.


Childermass volvió en sí con un sobresalto. La pluma salió despedida de su mano y salpicó la carta de tinta.

Miró en derredor, confuso. No soñaba. Allí estaban todos los objetos familiares: los estantes de los libros, el espejo, el tintero, los útiles de la chimenea, la figura de porcelana de Martin Pale. Pero desconfiaba de sus sentidos. Ya no estaba seguro de que los libros, los espejos y la figura de porcelana estuvieran allí en realidad. Era como si todo lo que veían sus ojos fuese una fina piel que él podía rasgar con la uña para encontrar debajo aquel paisaje frío y desolado...

Los campos pardos estaban parcialmente inundados, surcados de cadenas de fríos charcos grises. La figura que formaban los charcos tenía un significado. Los charcos eran la escritura que la lluvia trazaba en los campos. Los charcos eran magia obrada por la lluvia, como el vuelo de los pájaros negros sobre el cielo gris era un hechizo que lanzaba el cielo y el temblor de la hierba amarillenta era hechizo del viento. Todo tenía un significado...

Childermass se levantó bruscamente, se apartó de la mesa y se estremeció. Dio una rápida vuelta por la habitación y tiró del cordón de la campanilla. Pero mientras esperaba, volvió a sentir el efecto de la magia. Cuando entró Lucas, ya no sabía si estaba en la biblioteca del señor Norrell o en un antiguo camino...

Agitó la cabeza violentamente y parpadeó varias veces.

—¿Dónde está el señor? —preguntó—. Aquí pasa algo malo.

Lucas lo miraba con gesto de preocupación.

—¿Señor Childermass? ¿Se encuentra bien, señor?

—Eso ahora no importa. ¿Dónde está el señor Norrell?

—Ha ido al Almirantazgo. Creía que usted lo sabía, señor. El coche ha venido a buscarlo hace más de una hora. Ya no tardará en volver.

—No; no puede ser. No puede haberse ido. ¿Estás seguro de que no está arriba, haciendo magia?

—Completamente seguro. Yo mismo lo he visto irse en el coche. Permita que envíe a Matthew a buscar a un médico, señor. Creo que está enfermo.

Childermass abrió la boca para negar que estuviera enfermo, pero en aquel preciso momento...

... el cielo lo miraba. Le pareció que la tierra se encogía de hombros al sentirlo sobre su espalda.

El cielo le habló.

Era un lenguaje que nunca había oído. Ni siquiera estaba seguro de que aquello fueran palabras. Quizá sólo le hablaba con la negra escritura que trazaban los pájaros. Se sentía pequeño e indefenso y no tenía escapatoria. Estaba atrapado entre la tierra y el cielo, como entre dos manos. Y si querían, podían aplastarlo.

El cielo volvió a hablarle.

—No entiendo —dijo él...

Childermass parpadeó y vio que Lucas estaba inclinado sobre él. Sintió que jadeaba. Extendió el brazo y la mano le tropezó con algo a su lado. Giró la cabeza y descubrió con sorpresa que era la pata de una silla. Estaba tendido en el suelo.

—¿Qué...? —preguntó.

—Está en la biblioteca, señor —dijo Lucas—. Me parece que se ha desmayado.

—Ayúdame a levantarme. Necesito hablar con Norrell.

—Ya le he dicho, señor...

—No —atajó Childermass—. Estás equivocado. Tiene que estar aquí. Tiene que estar. Llévame arriba.

Con la ayuda de Lucas, se levantó y salió de la habitación, pero al llegar a la escalera estuvo a punto de volver a caer. Entonces Lucas llamó a Matthew, el otro criado, y entre los dos lo llevaron casi en vilo al gabinete del segundo piso, donde Norrell practicaba su magia más secreta.

Lucas abrió la puerta. Había fuego en el hogar. Y plumas, cortaplumas, portaplumas y lápices bien alineados en una bandejita. El tintero estaba lleno y tenía puesta su tapadera de plata. Libros y cuadernos se hallaban bien apilados o recogidos. Todo aparecía limpio, reluciente y ordenado. Era obvio que aquella mañana Norrell no había entrado en su gabinete.

Childermass apartó a los criados y se quedó mirando la habitación con extrañeza.

—¿Lo ve, señor? —dijo Lucas—. Es lo que le he dicho. El señor está en el Almirantazgo.

—Sí —repuso. Pero estaba desconcertado. Si aquella inquietante magia no provenía de Norrell, ¿a quién atribuirla?—. ¿Ha venido Strange? —preguntó.

—¡Por supuesto que no, señor! —se indignó Lucas—. Supongo que conozco mis obligaciones, y una de ellas es la de no dejar entrar al señor Strange. Aún parece no encontrarse bien, señor. Déjeme que envíe a buscar a un médico.

—No, no. Estoy mejor. Mucho mejor. Llévame hasta una silla. —Childermass se dejo caer en la silla con un suspiro—. En el nombre de Dios, ¿qué hacéis ahí parados, mirándome con esas caras? —Los ahuyentó con un ademán—. Matthew, ¿es que no tienes trabajo? ¡Lucas, tráeme un vaso de agua!

Aún estaba mareado y aturdido, pero la sensación de vértigo había disminuido. Recordaba aquel paisaje con todo detalle. Lo tenía grabado en la mente. Podía percibir su desolación, aún le parecía haberse asomado a otro mundo, pero ya no sentía el temor de perderse en él. Podía pensar.

Lucas volvió con una copa y una jarra de agua. Llenó la copa y Childermass se la bebió sin respirar.

Childermass conocía un hechizo. Servía para detectar magia. No te decía qué magia era ni quién la realizaba; sólo si había magia en el ambiente o no. Al menos, se suponía que ésa era su utilidad. Lo había probado una sola vez y no había encontrado nada. No sabía si era eficaz o no.

—Llena la copa —le dijo a Lucas.

El criado así lo hizo.

Esa vez Childermass no bebió el agua, sino que le dirigió unas palabras en voz baja. Luego levantó la copa y miró a través de ella, al tiempo que, lentamente, giraba sobre sí mismo, examinando toda la habitación.

No había nada.

—Ni siquiera sé lo que busco —murmuró—. Ven, Lucas, ayúdame.

Volvieron a la biblioteca. Childermass dijo las palabras, alzó la copa y miró a través de ella.

Nada.

Fue a la ventana. Por un momento le pareció ver algo en el fondo de la copa, como una perla de luz blanca.

—Está en la plaza —dijo.

—¿Qué es lo que está en la plaza? —preguntó Lucas.

Childermass no contestó. Se asomó a la ventana. La nieve cubría los embarrados adoquines de Hanover Square. La reja negra del cercado del centro se destacaba nítidamente en la blancura. Aún nevaba y soplaba un viento áspero. A pesar del frío, había varias personas en la plaza. Era sabido que Norrell residía allí y la gente acudía con el afán de verlo. En aquel momento, un caballero y dos señoritas (sin duda fanáticos de la magia) estaban frente a la casa, mirándola con vivo interés. Un poco más lejos, un joven de cabello oscuro se apoyaba contra la reja. Cerca de él había un vendedor de tinta, con un abrigo andrajoso y su barrilito en la espalda. A la derecha, otra mujer. Se alejaba de la casa, andando lentamente hacia Hanover Street, pero Childermass tuvo la impresión de que un instante antes se contaba entre los curiosos. La mujer vestía un espléndido abrigo verde oscuro ribeteado de armiño y llevaba un gran manguito de la misma piel.

Childermass conocía bien al vendedor de tinta, del que se había surtido con frecuencia. Todos los demás le parecieron extraños.

—¿Reconoces a alguien? —le preguntó al criado.

—Al hombre del cabello negro —dijo Lucas señalando al joven apoyado contra la reja—. Es Frederick Marston. Ha venido varias veces a pedirle al señor Norrell que lo tome como discípulo, pero el señor siempre se ha negado a recibirlo.

—Sí, ahora recuerdo que me hablaste de él. —Childermass observó a la gente de la plaza un momento más y dijo—: Aunque parezca improbable, uno de ellos tiene que estar realizando alguna especie de magia. Necesito bajar para averiguarlo. Ven. No puedo hacerlo sin ti.

En la plaza, la magia actuaba con más fuerza que nunca. La campana triste sonaba dentro de la cabeza de Childermass. Tras la cortina de nieve se alternaban en rápida sucesión las visiones de uno y otro mundo como imágenes de linterna mágica: ora la plaza, ora campos sombríos y negra escritura en el cielo.

Childermass levantó la copa y se dispuso a pronunciar la fórmula del hechizo, pero no fue necesario. La copa refulgía con suave resplandor. Era lo más brillante de aquel oscuro día de invierno; su luz era más clara y diáfana que la de cualquier lámpara y ponía extrañas sombras en la cara de Childermass y de Lucas.

El cielo volvió a hablarle. Esa vez le pareció que le hacía una pregunta. Su respuesta tendría grandes consecuencias. Si podía entender lo que se le preguntaba y encontrar las palabras justas para la respuesta, se le revelaría algo, algo que cambiaría para siempre la magia inglesa, algo que ni Strange ni Norrell sospechaban siquiera.

Durante un largo instante, Childermass luchó por comprender. El lenguaje, o el hechizo, tenía un carácter familiar que lo atormentaba. Creía que de un momento a otro lo entendería. Al fin y al cabo, el mundo había estado diciéndole aquellas mismas palabras todos los días de su vida; sólo que él no lo había advertido hasta entonces...

Lucas decía algo. Childermass debía de haber vuelto a caerse, porque sintió que el criado lo asía por las axilas para levantarlo. La copa estaba rota sobre los adoquines y la luz blanca desparramada por la nieve.

—... cosa muy rara. Eso es, señor Childermass. Arriba. Nunca lo había visto tan indispuesto. ¿Seguro que no quiere entrar en casa? Pero ahí viene el señor Norrell. Él sabrá qué hacer.

Childermass miró hacia la derecha. El coche del mago entraba en la plaza por George Street.

El vendedor de tinta también lo vio. Inmediatamente se acercó al grupo del caballero y las dos damas, hizo una respetuosa inclinación con la cabeza y le dijo unas palabras al hombre. Los tres se volvieron para mirar el coche. El caballero sacó una moneda del bolsillo y se la dio al vendedor de tinta. Éste inclinó la cabeza otra vez y se retiró.

El señor Marston, el joven de cabello oscuro, no necesitaba que le dijeran que aquél era el coche de Norrell. Al verlo, se apartó de la reja y echó a andar.

También la dama elegante había dado media vuelta y regresaba hacia la casa, sin duda con la intención de ver al mayor mago de Inglaterra.

El coche se paró delante de la casa. El lacayo bajó del pescante y abrió la portezuela. Norrell se apeó. Iba envuelto en tantas bufandas que su figura, pequeña y enjuta, casi parecía robusta. Marston lo llamó de inmediato y comenzó a decir algo. Norrell movió la cabeza con impaciencia y lo despidió con un ademán.

La dama elegante pasó junto a Childermass y Lucas. Estaba muy pálida y tenía una expresión solemne. Childermass pensó que probablemente las personas que daban importancia a esas cosas la considerarían hermosa. Ahora que la veía bien, le pareció que la conocía.

—Lucas, ¿quién es esa mujer? —preguntó en voz baja.

—Lo siento, señor, me parece que nunca la había visto.

Al pie del estribo del coche, Marston insistía y Norrell se impacientaba. El mago miró en derredor, vio a Lucas y Childermass y los llamó con una seña.

En aquel momento, la dama elegante dio un paso hacia él. Pareció que también ella iba a hablarle, pero no era ésa su intención. Sacó del manguito una pistola y, con toda calma, le apuntó al corazón.

El señor Norrell y el señor Marston la miraron fijamente.

Entonces ocurrieron varias cosas a la vez. Lucas soltó a Childermass, que se desplomó como un saco, y corrió a socorrer a su señor. Marston agarró a la dama por la cintura. Davey, el cochero, saltó del pescante y le cogió el brazo que sostenía la pistola.

Childermass yacía en la nieve, entre los cristales rotos. Vio cómo la mujer se liberaba del abrazo de Marston con sorprendente facilidad y lo derribaba con tal fuerza que él no podía levantarse. Entonces ella apoyó una de sus enguantadas manitas en el pecho de Davey y lo hizo retroceder varios pasos. El lacayo de Norrell, el que había abierto la portezuela del coche, la golpeó, pero ella, sin parpadear siquiera, le colocó una mano en la cara con la mayor suavidad, o eso parecía, y el hombre cayó al suelo. A Lucas, simplemente, lo golpeó con la pistola.

Childermass apenas se daba cuenta de lo que ocurría. Se incorporó pesadamente y dio media docena de pasos vacilantes, sin saber bien si pisaba los adoquines de Hanover Square o un viejo camino de Tierra de Duendes. Norrell miraba a la dama, mudo y paralizado de horror. Childermass extendió las manos hacia ella, en ademán conciliador.

—Señora... —empezó.

La mujer ni lo miró.

Lo aturdían los blancos copos que bailaban en el aire. Por más que se esforzaba, no conseguía afianzarse en la plaza. Aquel paraje tenebroso lo reclamaba. Iban a matar al señor Norrell y él nada podría hacer para impedirlo.

Entonces sucedió algo muy extraño.

Algo muy extraño: Hanover Square desapareció. Y con ella el señor Norrell, Lucas y todos los demás.

Pero la dama seguía allí.

Se hallaba frente a él, en el viejo camino, bajo el cielo poblado de remolinos de pájaros negros. Levantó la pistola y, desde Tierra de Duendes, apuntó al interior de Inglaterra, al corazón del señor Norrell.

—Señora —dijo Childermass otra vez.

Ella lo miró con un furor gélido. No había en este mundo algo que él pudiera decir para detenerla. Ni en este mundo ni en otro. Así que hizo lo único que se le ocurrió: aferrar el cañón de la pistola.

Se oyó un disparo, un sonido intolerable.

La violencia del ruido lo proyectó de vuelta a Inglaterra, o así lo supuso él.

De pronto, se encontró en el suelo de Hanover Square, con la espalda apoyada en el estribo del coche. Se preguntó dónde estaría Norrell y si seguiría con vida. Supuso que debía ir a averiguarlo, pero entonces descubrió que no le importaba, y se quedó donde estaba.

Hasta que llegó un médico no comprendió que, en efecto, la mujer había herido a alguien y que ese alguien era él.

El resto de aquel día y la mayor parte del siguiente los pasó sumido en una vorágine de dolores y de sueños inducidos por el láudano. Unas veces se creía en el viejo camino, bajo el cielo que le hablaba, pero entonces oía a Lucas parloteando de damajuanas y cubos de carbón. Cruzaba el cielo una cuerda floja por la que caminaba mucha gente. Entre la gente estaban Strange y también Norrell, los dos con montones de libros en las manos. Y John Murray, el editor, Vinculus, y otros muchos. A veces, el dolor del hombro escapaba de su cuerpo, corría por la habitación y se escondía. Cuando ocurría eso, a él le parecía que su dolor se había convertido en un animalito. Nadie sabía que estaba allí. Creía que debía decirlo, para que pudieran echarlo. Lo había visto un momento: tenía el pelaje color de fuego, más brillante que el de un zorro.

La tarde del segundo día, Childermass estaba en la cama, con las ideas más claras de quién era, dónde se encontraba y qué había ocurrido. A eso de las siete, entró en la habitación Lucas con una silla del comedor, que colocó al lado del lecho. Al cabo de un momento, llegó Norrell y se sentó en la silla.

Por un instante se quedó con la mirada fija en la colcha, con expresión de ansiedad. Luego, murmuró una pregunta.

Childermass no la entendió, pero supuso que le preguntaba cómo se encontraba, y empezó a decir que seguramente en un par de días estaría mucho mejor.

Norrell lo interrumpió repitiendo su pregunta, ahora más secamente:

—¿Por qué hiciste el Scopus de Belasis?

—¿Cómo?

—Lucas me dijo que hiciste magia. Le pedí que me la describiera y, naturalmente, reconocí el Scopus de Belasis1 . —Lo miró con suspicacia—. ¿Por qué? Y, lo que es más, ¿dónde diablos lo aprendiste? ¿Cómo voy a realizar mi trabajo si se me traiciona de este modo sin cesar? Me sorprende haber conseguido algo, estando como estoy rodeado de criados que aprenden conjuros a mis espaldas y de discípulos que echan por tierra todo lo que he logrado levantar.

Childermass miraba a su señor con exasperación.

—Ese hechizo me lo enseñó usted mismo.

—¿Yo? —exclamó Norrell con una voz dos octavas más aguda de lo normal.

—Fue antes de que viniéramos a Londres, cuando usted no salía de su biblioteca de Hurtfew y yo viajaba por todo el país comprando libros raros. Usted me enseñó el hechizo por si me tropezaba con alguien que afirmara ser un mago práctico. Usted temía que existiera otro mago que pudiese...

—Sí, sí —dijo con impaciencia—. Ya lo recuerdo. Pero eso no justifica que ayer por la mañana estuvieras practicándolo en la plaza.

—Es que había magia por todas partes.

—Lucas no notó nada.

—No forma parte de los deberes de Lucas el saber cuándo se está practicando magia. Eso me incumbe a mí. Fue lo más extraño que he sentido en mi vida. Continuamente me veía en otro lugar. Creo que por un momento estuve de verdad en peligro. No puedo adivinar qué lugar era aquél. Tenía características extrañas, que ahora le describiré, pero no era Inglaterra, desde luego. Creo que era Tierra de Duendes. ¿Qué clase de magia es la que produce un efecto semejante? ¿Y de dónde provenía? ¿Es posible que aquella mujer fuera maga?

—¿Qué mujer?

—La que me hirió.

Norrell profirió un leve sonido de irritación.

—La bala debió de afectarte más de lo que yo suponía —dijo despectivamente—. ¿Crees que si hubiera sido una gran maga, habrías podido frustrar sus intenciones con tanta facilidad? En la plaza no había magos. Y si alguno había, no era ella.

—¿Por qué no? ¿Quién es?

Norrell no respondió enseguida. Al fin dijo:

—Es la esposa de sir Walter Pole. La mujer a la que devolví la vida.

—Vaya, me sorprende —dijo Childermass tras un breve silencio—. Se me ocurren varias personas que podrían tener razones para apuntarle al corazón con una pistola, pero no comprendo por qué esa mujer habría de ser una de ellas.

—Dicen que está loca. Se escapó de su casa y vino a matarme, lo cual convendrás conmigo en que demuestra lo loca que está. —Desvió sus ojillos azules—. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que me debe la vida.

Childermass apenas lo escuchaba.

—¿Y de dónde sacó la pistola? Sir Walter es una persona sensata. Cuesta creer que pueda dejar armas de fuego al alcance de su mujer.

—Era una pistola de duelo, de un par que él posee. Se guardan en un estuche cerrado con llave, en un cajón cerrado con llave de su estudio particular. Sir Walter dice que, hasta ayer, hubiera jurado que ella nada sabía de las pistolas. Cómo pudo hacerse con la llave, con las dos llaves, es un misterio.

—Pues a mí no me lo parece. Las esposas, incluso las que están locas, tienen medios para sacar al marido todo cuanto desean saber.

—Pero las llaves no las tenía sir Walter. Eso es lo más extraño. Esas pistolas son las únicas armas de fuego que hay en la casa. Él, como es natural, se preocupa por la seguridad de su esposa y de sus bienes, ya que debe ausentarse de su hogar con frecuencia. Las llaves estaban en poder del mayordomo, ese negro alto, supongo que ya sabes a quién me refiero. Sir Walter no comprende cómo pudo cometer semejante equivocación. Dice que es la persona más sensata y competente del mundo. Claro que uno nunca sabe lo que piensan los criados —prosiguió despreocupadamente, olvidando que estaba hablando con uno—, aunque no creo que ese hombre pueda alimentar resquemores hacia mi persona. No le he dicho ni tres palabras en toda mi vida. Desde luego, podría acusar a lady Pole de haber tratado de matarme. Ayer estaba decidido a hacerlo. Pero varias personas me han hecho comprender que debo cierta consideración a sir Walter. Eso dicen tanto lord Liverpool como el señor Lascelles, y creo que tienen razón. Sir Walter siempre ha protegido la magia inglesa. No quiero darle motivos para lamentar haberme apoyado. Él me ha jurado solemnemente que recluirá a su esposa en el campo, donde nadie pueda verla ni ella pueda ver a nadie.

Norrell no se molestó en pedir el parecer de Childermass al respecto. A pesar de la circunstancia de que era éste el que estaba en la cama, postrado por los dolores y la pérdida de sangre, y que los daños sufridos por el mago se reducían a un poco de jaqueca y un corte en un dedo, Norrell se consideraba el más perjudicado de los dos.

—¿Y de quién partía la magia? —preguntó Childermass.

—De mí, por supuesto. ¿De quién si no? Era la magia que utilicé para hacerla revivir. Eso percibías tú y eso revelaba el Scopus de Belasis. Entonces yo empezaba mi carrera y quizá incurrí en anomalías que le imprimieron un efecto extraño...

—¿Un efecto extraño? —graznó Childermass. Tuvo un acceso de tos, y cuando recobró el aliento, dijo—: En todo momento estuve en peligro de ser transportado a un reino en el que todo exudaba magia. ¡El cielo me hablaba! ¡Todo me hablaba! ¿Cómo podía ser eso?

Norrell arqueó una ceja.

—No lo sé. Quizá estabas borracho.

—¿Alguna vez me ha visto borracho en el desempeño de mis obligaciones? —replicó el otro fríamente.

El mago se encogió de hombros, poniéndose a la defensiva.

—No tengo ni la menor idea de lo que haces. Me parece que, desde el momento en que entraste en mi casa, no has obedecido más ley que la tuya.

—Pero no es tan extraña la idea, contemplada a la luz de la antigua magia inglesa —insistió Childermass—. ¿No me ha dicho usted muchas veces que los aureates consideraban los árboles, las montañas, los ríos, etcétera, criaturas vivientes con pensamientos, recuerdos y deseos propios? Ellos creían que el mundo entero obraba su propia magia habitualmente.

—Algunos lo creían así. Es una convicción que les transmitieron sus sirvientes duendes, que atribuían parte de su extraordinaria magia a su capacidad para hablar con los árboles, los ríos y demás, y trabar amistad y pactar alianzas con ellos. Pero no hay razón para pensar que estuvieran en lo cierto. Mi propia magia no se basa en ideas tan insensatas.

—El cielo me hablaba. Si lo que víi era cierto, entonces... —Dejó la frase sin terminar.

—¿Entonces qué? —preguntó Norrell.

En su estado de debilidad, Childermass había pensado en voz alta. Iba a decir que si lo que había visto era cierto, todo lo que Strange y Norrell habían hecho hasta entonces era un juego de niños, y la magia era algo mucho más fuerte y terrible que lo que ellos imaginaban. Strange y Norrell se habían limitado a lanzar flechas de papel en un salón, mientras la verdadera magia volaba con grandes alas en el cielo infinito, haciendo piruetas muy por encima de ellos.

Pero entonces comprendió que Norrell difícilmente aplaudiría tales ideas, y no dijo nada.

No obstante, el mago le adivinó el pensamiento.

—¡Oh! —exclamó con súbito ardor—. Muy bien. Conque ésas tenemos, ¿eh? ¡Pues te aconsejo que te unas inmediatamente a Strange, Murray y demás traidores! ¡Verás como sus ideas concuerdan mucho mejor con tu criterio actual! Seguro que se alegrarán de tenerte en su bando. ¡Y tú podrás revelarles todos mis secretos! Seguro que te los pagarán bien. Yo estaré en la ruina y...

—Cálmese, señor. No tengo intención de cambiar de empleo. Usted será mi último amo.

Siguió otro breve silencio, que quizá dio a Norrell tiempo de reflexionar sobre la incongruencia de pelearse con el hombre que la víspera le había salvado la vida. Con tono más mesurado, dijo:

—Supongo que aún no lo sabes. La esposa de Strange ha muerto.

—¿Qué?

—Ha muerto. Me lo ha dicho sir Walter. Al parecer, salió a caminar por la nieve. Una imprudencia. Murió a los dos días.

Childermass se había quedado helado. De pronto sintió que aquel triste paraje estaba muy cerca, bajo la piel de Inglaterra. Casi le parecía encontrarse otra vez en el viejo camino...

... y Arabella Strange estaba en el camino, delante de él. La veía de espaldas, caminando sola por la tierra fría y gris, bajo el cielo que hablaba de magia...

—Me han dicho que lady Pole está muy afectada por la muerte de la señora Strange —prosiguió Norrell, ajeno a la repentina palidez y la fatigosa respiración de Childermass—. Su aflicción es desmesurada. Por lo visto, eran amigas. Yo no lo sabía. De haberlo sabido tal vez hubiera podido... —Su expresión se contrajo con emoción reprimida—. Pero ahora ya nada importa... Una está loca y la otra está muerta. Por lo que sir Walter ha podido deducir, parece que lady Pole me considera culpable en cierto modo de la muerte de la señora Strange. —Hizo una pausa y agregó, como si pudiera haber alguna duda—: Lo cual es un disparate, por supuesto.

En ese momento entraron en la habitación los dos eminentes médicos a los que Norrell había encargado los cuidados de Childermass. Los recién llegados se sintieron sorprendidos al encontrar al mago en la habitación. Sorprendidos y encantados. Sus sonrisas y reverencias indicaban que esa visita al criado les parecía una muestra de la magnanimidad del gran hombre. Dijeron que en pocas casas habían visto al señor mostrándose tan solícito por la salud de sus servidores, o a éstos tan vinculados a su señor por lazos no tanto de deber como de respeto y afecto.

Norrell no era menos sensible a los halagos que la mayoría de los mortales y empezó a pensar que quizá estuviera haciendo algo extraordinariamente virtuoso. Extendió la mano con intención de dar unas palmadas amistosas y condescendientes en la del herido. Pero al tropezarse con la fría mirada de Childermass, desistió, carraspeó y salió de la habitación.

Childermass lo siguió con la vista.

«Todos los magos mienten y éste, más que la mayoría», había dicho Vinculus.