5. Drawlight (Primavera a otoño de 1807)

A Primera hora de la mañana siguiente, Childermass, el hombre de confianza, fue llamado al comedor del desayuno para atender a su señor. Lo encontró pálido y en un estado de cierta agitación nerviosa.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—¡Vaya! —exclamó Norrell levantando la cabeza—. ¡Y tienes la desfachatez de preguntármelo! ¡Tú, que descuidas tus obligaciones de tal modo que cualquier granuja puede vigilar mi casa e interrogar a mis criados sin impedimento! ¡Y, aún más, obtener respuestas! ¡Me gustaría saber para qué te tengo si no es para protegerme de tales impertinencias!

Childermass se encogió de hombros.

—Supongo que se refiere a Drawlight.

Breve silencio de asombro.

—¿Lo sabías? ¡Caray, hombre! ¿En qué estabas pensando? ¿No me has dicho cien veces que para proteger mi intimidad hay que evitar que los criados hablen con desconocidos?

—Desde luego. Pero mucho me temo, señor, que tendrá usted que renunciar a su reserva habitual. El retiro y el aislamiento están muy bien para Yorkshire, pero ya no estamos en Yorkshire.

—¡Sí, sí! —repuso el otro con irritación—. Ya lo sé. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es qué quiere ese Drawlight.

—Tener el privilegio de ser el primer caballero de Londres que cuenta con un mago entre sus amistades. Nada más.

Pero no bastaron esas razones para disipar los temores de Norrell, que se frotaba nerviosamente sus manos un poco amarillentas y lanzaba miradas furtivas a los oscuros rincones de la habitación, como si sospechara que albergaban a otros Drawlight fisgones.

—Por su atuendo no parecía un estudioso de la magia, pero eso no es ninguna garantía. No llevaba anillos de poderes ni de lealtad, pero...

—No lo entiendo —dijo Childermass—. Hable claro.

—¿No crees que también él podría tener dotes? ¡O amigos envidiosos de mi éxito, quizá! ¿Qué amistades tendrá? ¿Qué estudios?

Childermass esbozó una sonrisa que le subió por todo un lado de la cara.

—Oh, veo que teme que sea agente de otro mago. Pues no, señor; no lo es. Puede estar seguro. Lejos de descuidar sus intereses, después de recibir la carta de la señora Godesdone hice averiguaciones acerca de ese caballero... tantas, imagino, como él pueda haber hecho acerca de usted. Triste mago sería el que empleara a semejante criatura. Además, si tal mago existiera, ya haría tiempo que usted lo habría descubierto, ¿no? Como también el medio para apartarlo de sus libros y poner fin a sus estudios. Ya lo ha hecho otras veces.

—Entonces, ¿estás seguro de que ese Drawlight no ha hecho nada malo?

Childermass alzó una ceja y volvió a sonreír de lado.

—Todo lo contrario.

—¡Ah! ¡Lo sabía! Bien, en ese caso procuraré evitar su trato.

—¿Por qué? —replicó Childermass—. Yo no he dicho tal cosa. ¿No acabo de confirmarle que no es una amenaza para usted? ¿Qué importa que sea persona poco recomendable? Siga mi consejo, señor: utilice la herramienta que tenga a mano.

Entonces le refirió lo que había descubierto acerca de Drawlight: que era de una raza especial de caballeros que sólo se encuentra en Londres, cuya principal ocupación consiste en vestir a la última moda, caballeros que viven en ostentosa ociosidad, que juegan y beben con desmesura y pasan meses enteros en Brighton y otros balnearios de lujo; y que, en los últimos años, esa raza parecía haber alcanzado la perfección en la persona de Christopher Drawlight. Ni sus mejores amigos podrían afirmar que poseyera una sola buena cualidad1 .

Es indudable que, a pesar de la manera en que Norrell chasqueaba la lengua y aspiraba entre dientes a cada nueva revelación, aquella conversación lo tranquilizó bastante. Cuando, diez minutos después, Lucas entró en la habitación con una jarra de chocolate, su señor ya comía despreocupadamente tostadas con mermelada y en nada recordaba a la criatura nerviosa e inquieta de un rato antes.

Sonaron recios golpes en la puerta y Lucas fue a abrir. Luego se oyeron pasos ligeros en la escalera y apareció el criado anunciando:

—¡El señor Drawlight!

—¡Ah, señor Norrell! ¿Cómo está usted?

Drawlight entró sin más. Vestía chaqueta azul marino y llevaba un bastón de ébano con puño de plata. Parecía de un humor excelente, y se inclinaba, sonreía y se movía con tanta vivacidad que, al cabo de cinco minutos, apenas quedaba un palmo de alfombra que no hubiera pisado, una mesa o una silla que no hubiera acariciado, un espejo frente al que no hubiera cruzado ni un cuadro ante el que no hubiera sonreído un momento.

Norrell, si bien ya había dejado de temer que su visitante fuera un gran mago o el servidor de un mago, aún no estaba decidido a seguir el consejo de Childermass. Invitó a Drawlight a una taza de café de la manera más fría. Pero ni los silencios huraños ni las miradas torvas surtían efecto en Drawlight, que llenaba cualquier silencio con su cháchara y había recibido tantas miradas torvas que ya era inmune a ellas.

—¿No le parece, caballero, que la fiesta de anoche fue de lo más brillante? Aunque, si me lo permite, creo que hizo usted muy bien en irse antes de que terminara. ¡Así después yo pude ir por todo el salón diciendo a la gente que el caballero al que acababan ver salir no era otro que el señor Norrell! Créame, su marcha no pasó inadvertida, ¡en absoluto! El honorable señor Masham estaba seguro de haber visto fugazmente uno de sus estimados hombros, lady Barclay creía haber distinguido un pulcro bucle gris de su venerable peluca, y la señorita Fiskerton estaba en éxtasis al pensar que su mirada se había posado un momento en la punta de su docta nariz. Y lo poco que han visto de usted, caballero, hace que quieran más. ¡Ansían poder contemplar al hombre completo!

—¡Ah! —exclamó Norrell, no sin satisfacción

Las reiteradas seguridades dadas por Drawlight de que las damas y los caballeros presentes en la reunión de la señora Godesdone habían quedado absolutamente fascinados por él contribuyó en cierta medida a atenuar los reparos que sentía hacia su visitante. Según éste, la compañía del señor Norrell era como un condimento: el más pequeño pellizco podía dar exquisitez a todo el plato. Tanto insistió en sus lisonjas que, poco a poco, Norrell fue mostrándose más comunicativo.

—¿Y a qué feliz circunstancia debemos la fortuna de su presencia? —preguntó Drawlight—. ¿Qué lo trae a Londres, caballero?

—He venido con el propósito de impulsar la causa de la magia moderna. Quiero volver a introducir la magia en Gran Bretaña —respondió con gesto grave—. Tengo muchas cosas que comunicar a los grandes hombres de nuestra época. Puedo serles útil de muchas maneras.

Drawlight murmuró cortésmente que no le cabía duda alguna.

—Pero no le ocultaré que preferiría que esta tarea hubiera recaído en otro mago. —Norrell suspiró y adoptó una expresión todo lo noble que permitían sus pequeñas y afiladas facciones.

No deja de sorprender que un hombre como él, que había destruido la carrera de tantos colegas suyos, fuera capaz de creer que prefería que uno de éstos fuera el depositario de toda la gloria de su profesión, pero no dudamos de su sinceridad en el momento que lo dijo.

Drawlight murmuró unas palabras de comprensión. Estaba seguro de que el señor Norrell era demasiado modesto, ya que no podía imaginar ni remotamente que pudiera existir alguien más apto para la tarea de recuperar la magia para Gran Bretaña.

—El caso es, caballero, que no me hallo en la situación más adecuada para desarrollar mi labor —continuó Norrell, y Drawlight no disimuló su sorpresa—. No conozco el mundo. Sé que no lo conozco. Yo, al igual que todo estudioso, amo el silencio y la soledad. Pasar horas y horas sentado en una habitación, charlando con desconocidos de banalidades, es para mí el peor de los tormentos, y me parece que tendría que soportar mucho de eso. Así me lo asegura Childermass. —Miró a su invitado con expectación, como si esperara que pudiera contradecirlo.

—Ah. —Reflexionó un momento—. ¡Pues por eso precisamente me alegra tanto que usted y yo seamos amigos! Yo no pretendo ser un erudito, nada sé de magos ni de la historia de la magia, y me figuro que, en ocasiones, mi compañía habrá de resultarle inoportuna, pero a esos pequeños inconvenientes debe usted oponer la gran ventaja que puedo brindarle llevándolo a los sitios y presentándolo a la gente. ¡Oh, señor Norrell, no imagina usted cuán útil puedo serle!

El mago declinó dar una respuesta definitiva, en aquel momento y lugar, a su ofrecimiento de introducirlo en los ambientes más agradables y presentarle a personas cuya amistad, decía Drawlight, proporcionaría deleite y amenidad a su anfitrión, pero consintió en ir con él aquella noche a una cena en casa de lady Rawtenstall, en Bedford Square.

Norrell sobrellevó la cena con menos fatigas de las que temía y, por eso, accedió a encontrarse con Drawlight al día siguiente en casa del señor Plumtree. Con Drawlight en funciones de guía, entró en sociedad con mayor aplomo del que se creía capaz. Sus compromisos se multiplicaron; estaba ocupado desde las once de la mañana hasta pasada la medianoche. Hacía visitas por la mañana, y por la noche asistía a cenas, reuniones, bailes y conciertos de música italiana; era presentado a baronets, vizcondes, vizcondesas y honorables; lo encontrabas caminando por Bond Street del brazo de Drawlight y lo veías pasear por Hyde Park en coche descubierto con Drawlight y Lascelles, el buen amigo de aquél.

Las noches en que Norrell no cenaba fuera, Drawlight se sentaba a su mesa en su residencia de Hanover Square, cosa que sin duda hacía de buen grado, pues Childermass le había dicho que tenía poco dinero. Decía su ayudante que Drawlight vivía de su ingenio y de sus deudas; ni sus más íntimos habían estado en su casa, porque su casa era una habitación alquilada encima de un taller de zapatería de Little Ryder Street.

Pronto se descubrió que la residencia de Hanover Square —que en un principio parecía la perfección— precisaba de grandes reformas, al igual que toda residencia que cambia de propietario. Como es natural, Norrell estaba impaciente por ver las obras terminadas, pero cuando se lamentó ante Drawlight de la lentitud de los obreros londinenses, éste aprovechó la oportunidad para informarse con detalle de sus planes sobre colores, papel de paredes, alfombras, muebles y ornamentos, y encontrar defectos en todo. Estuvieron debatiendo la cuestión durante un cuarto de hora, y luego Drawlight mandó preparar el coche del señor Norrell y dio instrucciones a Davey de que los llevara a la tienda del señor Ackermann, en el Strand. Allí le enseñó a Norrell un libro que contenía un grabado del señor Repton: un salón antiguo y desierto, en el que un anciano de los tiempos de la reina Isabel los observaba fijamente desde un retrato colgado en la pared y las sillas se miraban unas a otras, aleladas, como las visitas que descubren que no tienen nada que decirse. Pero en la página siguiente, ¡ah, qué cambio el conseguido por los nobles oficios de la carpintería, el empapelado y la tapicería! En el segundo grabado, la misma sala, infinitamente mejorada con otros muebles y nueva decoración, estaba irreconocible. Una docena de elegantes damas y caballeros habían acudido a la remozada estancia, atraídos por la posibilidad de dar solaz al espíritu reposando en sus sillones o paseando por el invernadero cubierto de vid silvestre que había aparecido misteriosamente al otro lado de un par de amplias cristaleras. La idea, según explicó Drawlight, era que si el señor Norrell deseaba ganar adeptos para la causa de la magia moderna, debía instalar en su casa muchas cristaleras.

Bajo la tutela de Drawlight, el mago aprendió a dar preferencia al rojo vivo sobre los sobrios y respetables verdes de su juventud. Por el bien de la magia moderna, los honrados materiales de su casa fueron maquillados con pinturas y esmaltes, para que representaran lo que no eran, cual cómicos en un escenario. El yeso se pintó para que pareciese madera y la madera se pintó para que pareciese otra clase de madera. Cuando llegó el momento de seleccionar el ajuar para el comedor, Norrell había depositado ya tanta confianza en Drawlight que le encargó la elección de todo el servicio de mesa sin consultar con nadie más.

—¡No se arrepentirá, mi querido señor! Hace sólo tres semanas escogí un servicio para la duquesa de B., y nada más verlo declaró que nunca había contemplado algo ni la mitad de bello.

Una hermosa mañana de mayo, Norrell estaba sentado en el salón de la casa de una tal señora Littleworth, de Wimpole Street. Se encontraban entre los reunidos los señores Drawlight y Lascelles. Este último gustaba de cultivar el trato del señor Norrell. En realidad, sólo Drawlight lo aventajaba en asiduidad, si bien las razones por las que él lo frecuentaba eran muy distintas. Lascelles era hombre sagaz y cínico, y pensaba que no había en el mundo nada más ridículo que un caballero maduro y culto que estuviera convencido de que podía practicar la magia. Por consiguiente, no perdía la ocasión de hacerle preguntas sobre magia, con objeto de divertirse con sus respuestas.

—¿Le gusta Londres, caballero?

—Ni pizca —contestó Norrell.

—Lamento oírlo. ¿Ha encontrado algún mago colega con quien hablar?

Norrell frunció el entrecejo y dijo que no creía que en Londres hubiera magos, y si los había, él no había conseguido hallarlos.

—¡Ah, no, señor! —exclamó Drawlight—. En eso se equivoca. Le han informado muy mal. En Londres tenemos magos. ¡Por lo menos, cuarenta! Lascelles, ¿no hay en Londres cientos de magos? Te los encuentras en casi todas las esquinas. El señor Lascelles y yo se los presentaremos con sumo placer. Tienen una especie de rey al que llaman Vinculus, un hombre alto y desastrado como un espantapájaros que ocupa una pequeña barraca frente a la iglesia de San Cristóbal, cubierta de barro y con una sucia cortina amarilla. Lee el futuro por dos peniques.

—Vinculus sólo predice calamidades —rió Lascelles—. Hasta ahora, me ha vaticinado que moriré ahogado, que me volveré loco, que el fuego destruirá todas mis propiedades y que una hija natural me atormentará en mi vejez movida por el rencor.

—Tendré mucho gusto en acompañarlo —dijo Drawlight—. Siento por Vinculus una especial simpatía.

—Tenga usted cuidado si va —intervino la señora Littleworth—. Algunos de esos hombres dan verdadero miedo. Los Cruickshank llevaron a un mago a su casa, un tipo muy sucio, para que hiciera trucos para sus amistades, y como no supo hacer ninguno no quisieron pagarle. Él se puso furioso y dijo que convertiría al bebé en un cubo de carbón, y entonces todos se asustaron porque no encontraban al niño por ninguna parte, aunque tampoco había más cubos de carbón que antes. Registraron la casa de arriba abajo. La señora Cruickshank estaba medio muerta de angustia y llamaron al médico... y entonces apareció en la puerta la niñera, con el bebé en brazos; lo había llevado a casa de su madre para enseñárselo.

Pese a tales recomendaciones, Norrell rehusó el amable ofrecimiento del señor Drawlight de ir a ver a Vinculus a su barraca amarilla.

—¿Y qué opinión tiene del Rey Cuervo, señor Norrell? —preguntó la señora Littleworth con interés.

—Ninguna. Es un personaje en el que nunca pienso.

—Qué curioso —observó Lascelles—. Le ruego me perdone, señor Norrell, si digo que ésa me parece una declaración extraordinaria. No he conocido a ningún mago que no declarara que el Rey Negro ha sido el más grande, el mago par excellence. El que, de haber querido, podría haber sacado a Merlín del árbol, haberlo hecho bailar de cabeza y volver a dejarlo en el mismo sitio2 .

Norrell no dijo nada.

—¿No es verdad que ningún otro aureate pudo igualar su poder? —prosiguió Lascelles—. Tuvo reinos en todos los mundos que ha habido3 . Y ejércitos de caballeros mortales y caballeros inmortales a sus órdenes. Por no hablar de su longevidad, trescientos años de reinado, y al final, según cuentan, seguía siendo un hombre joven, por lo menos de aspecto.

Norrell no dijo nada.

—¿Acaso piensa usted que las crónicas mienten? He oído decir muchas veces que el Rey Cuervo no existió, que no era un solo mago, sino una larga serie de magos que se parecían mucho entre sí. ¿Eso es tal vez lo que usted cree?

Daba la impresión de que Norrell habría preferido seguir callado, pero la pregunta era tan directa que se sintió obligado a responder.

—No —dijo al fin—; estoy seguro de que existió. Pero considero deplorable su influencia en la magia inglesa. Su magia era de una índole especialmente perniciosa, y nada me complacería tanto como que fuera olvidado tan completamente como se merece.

—¿Y qué me dice de sus duendes servidores? ¿Sólo son visibles a sus ojos o pueden verlos otras personas?

Norrell sorbió aire por la nariz y dijo que él no tenía ningún duende servidor.

—¿Cómo? ¿Ninguno? —exclamó, muy sorprendida, una dama que llevaba un vestido rosa clavel.

—Es usted prudente, señor Norrell —dijo Lascelles—. El caso de Tubbs contra Starhouse debería ser una advertencia para todos los magos4 .

—El señor Tubbs no era mago. Y, que yo sepa, tampoco afirmaba serlo. Pero aunque hubiera sido el mago más grande de la cristiandad, habría hecho mal al desear la compañía de los duendes. Nunca existió raza más venenosa ni más perniciosa para Inglaterra. Demasiados magos ha habido que, excesivamente indolentes o ignorantes para seguir unos estudios serios, concentraron todas sus energías en adquirir un criado duende, y cuando lo consiguieron, pasaron a depender de él para todo. En Inglaterra, la historia está llena de tales individuos, y algunos, me place decir, tuvieron el castigo que por su proceder se merecían. Ahí tienen a Bloodworth5 .

Norrell conoció a muchas personas, pero sin encender la llama de la verdadera amistad en el corazón de ninguna. En general, Londres lo encontraba decepcionante. No obraba prodigios, no hechizaba a nadie, no predecía nada. Un día se le oyó observar en casa de la señora Godesdone que al parecer iba a llover, lo cual, si era una profecía, resultó fallida, porque no llovió; es más, no cayó ni una gota hasta el sábado siguiente. Rara vez hablaba de magia, y cuando lo hacía era como una lección de historia, y nadie lo soportaba. Casi nunca tenía una buena palabra para otro mago, salvo cuando hizo un elogio de Francis Sutton-Grove, un mago del siglo pasado6 .

—Pues yo creía que Sutton-Grove era francamente ilegible —dijo Lascelles—. Tengo entendido que De Generibus Artium es de una pesadez insoportable.

—Oh. Ignoro la opinión que pueda merecer como diversión para damas y caballeros, pero creo que al estudioso de la magia ha de parecerle poco todo lo que se diga en elogio de Sutton-Grove. Y es que él realizó la primera tentativa de definir aquellas áreas de la magia que debe estudiar el mago moderno, y las expuso en listas y tablas. Desde luego, su sistema de clasificación tiene mucho de heterodoxo. ¿Es eso, quizá, lo que entiende usted por «ilegible»? No obstante, me parece que no existe en el mundo algo más grato a la vista que una docena de sus listas. El estudioso puede recorrerlas con la mirada y pensar: «Esto ya lo sé», o «Aquí no he llegado todavía», y darse cuenta de que ante sí tiene trabajo para cuatro años, o quizá cinco.

El episodio de las estatuas de la catedral de York, tanta veces relatado, ya era archisabido, y la gente empezaba a preguntarse si el señor Norrell habría hecho algo más, por lo que Drawlight se creyó en la obligación de inventar otros ejemplos.

—Pero ¿qué puede hacer este mago, señor Drawlight? —preguntó la señora Godesdone una noche en que Norrell no estaba presente.

—¡Oh, señora! Diga mejor qué no puede hacer. Verá, creo que fue el invierno pasado cuando en York, que, como usted debe de saber, es la ciudad natal del señor Norrell, en York, decía, una violenta tormenta del norte arrancó toda la ropa tendida y la arrojó al barro y la nieve. Entonces los regidores, con intención de evitar a las señoras el trabajo de volver a lavarlo todo, acudieron al señor Norrell, y él envió un ejército de duendes a lavar todas las prendas... Y todos los agujeros de las camisas, de los gorros de dormir y las enaguas fueron remendados, y las prendas deshilachadas quedaron como nuevas, y todos decían que en su vida habían visto blancura tan deslumbrante.

Este relato tuvo gran difusión, y durante varias semanas de aquel verano motivó que aumentara la estima en que se tenía al señor Norrell y, por lo tanto, cuando él hablaba de la magia moderna, como solía, la mayoría de sus oyentes suponía que se refería a esa clase de cosas.

Pero si las damas y los caballeros cuyo trato frecuentaba el señor Norrell en cenas y reuniones se sentían decepcionados por él, no menos desencantado estaba el señor Norrell respecto a ellos. Constantemente, se lamentaba ante el señor Drawlight de la frivolidad de las preguntas que le formulaban y decía que todas las horas que había pasado en compañía de aquellas personas no habían hecho avanzar la causa de la magia inglesa ni un ápice.

Una triste mañana de un miércoles de últimos de septiembre, el señor Norrell y el señor Drawlight estaban en la biblioteca de la casa de Hanover Square. El señor Drawlight estaba relatando lo que el señor F. había dicho para insultar a lord S. y lo que lady D. pensaba de todo ello, cuando el señor Norrell dijo de pronto:

—Le quedaría muy agradecido si pudiera desvelarme este importante extremo: ¿alguien ha informado al duque de Portland de mi llegada a Londres?7

—Ah, mi buen señor —exclamó Drawlight—, sólo una persona tan modesta como usted podría dudar de ello. Puedo asegurarle que, en la actualidad, todos los ministros han oído hablar del extraordinario señor Norrell.

—En tal caso, ¿por qué su excelencia no me ha enviado un mensaje? Empiezo a pensar que deben de ignorar por completo mi existencia. Por tanto, le agradeceré que me diga si tiene relación con alguna persona del gobierno a quien yo pudiera dirigirme.

—¿Una persona del gobierno?

—Yo he venido a Londres para ser útil —le recordó Norrell con voz quejumbrosa—. Esperaba que, a estas alturas, ya estaría desempeñando un papel importante en la lucha contra los franceses.

—Si le parece que no ha recibido el reconocimiento que merece, lo lamento profundamente —dijo Drawlight con vehemencia—. Pero no debe sentirse menospreciado, se lo aseguro. En toda la ciudad hay damas y caballeros deseosos de ver cualquier pequeño truco o acto de ilusionismo que quisiera usted mostrarnos una noche, después de la cena. Y no tema amedrentarnos; tenemos nervios resistentes.

Norrell no dijo nada.

—En fin, caballero —añadió Drawlight, enseñando sus blancos dientes en una sonrisa plácida y dejando asomar una mirada conciliadora a sus límpidos ojos oscuros—, de nada sirve hablar de eso. Nada me gustaría tanto como poder complacerlo, pero no está en mi mano. El gobierno tiene su esfera, y yo la mía.

En realidad conocía a varios caballeros que ocupaban cargos en el gobierno, los cuales habrían estado encantados de recibir a un amigo suyo y escuchar lo que tuviese que decir, a cambio de la promesa de Drawlight de no mencionar a nadie un par de cosillas curiosas que sabía de ellos. Pero lo cierto era que Drawlight no veía qué ventajas podía reportarle el presentar al señor Norrell a alguno de ellos; prefería mantenerlo en los salones de Londres, confiando en que, con el tiempo, conseguiría convencerlo de que realizara en ellos los pequeños trucos que sus amistades ansiaban presenciar.

Norrell empezó a escribir cartas urgentes a los caballeros del gobierno, cartas que mostraba a Drawlight antes de darlas a Childermass para su inmediata entrega, pero los caballeros del gobierno no contestaban. Drawlight ya se lo había advertido. Los caballeros del gobierno estaban muy ocupados.

Al cabo de una semana, Drawlight estaba invitado a una casa de Soho Square para escuchar a una famosa soprano italiana recién llegada de Roma. También se había invitado al señor Norrell, naturalmente. Pero, cuando llegó a la casa, Drawlight no vio al mago entre los asistentes. Lascelles, apoyado en la repisa de la chimenea, conversaba con otros caballeros. Drawlight se acercó y le preguntó por Norrell.

—Ha ido a hacer una visita a sir Walter Pole —respondió Lascelles—. Posee una importante información que desea comunicar inmediatamente al duque de Portland. Y sir Walter Pole es la persona a la que quiere honrar con la misión de transmitir el mensaje.

—¡Portland! —exclamó otro caballero—. ¿Cómo? ¿Tan desesperados están los ministros que consultan a los magos?

—No es eso exactamente —sonrió Lascelles—. La idea ha nacido de Norrell. Quiere ofrecer sus servicios al gobierno. Por lo visto tiene un plan para derrotar a los franceses a base de magia. Pero no me parece probable que los ministros lo escuchen. Con los franceses acosándolos en el continente y todo el mundo acosándolos en el Parlamento, no creo que pueda existir en parte alguna un grupo de caballeros más castigado, ni con menos atención que dedicar a las excentricidades de un caballero de Yorkshire.

Al igual que el héroe de un cuento de hadas, Norrell había descubierto que el poder para conseguir lo que deseaba siempre había estado en su mano. Hasta un mago ha de tener familiares, y se daba el caso de que existía un pariente lejano (por parte de madre) que en cierta ocasión se había hecho muy ingrato al señor Norrell a raíz de haberle escrito una carta. Para evitar que volviera a escribirle cartas, Norrell le había regalado las ochocientas libras que el hombre le pedía en su carta, pero lamento decir que no bastó para contener a su pariente por parte de madre, malvado incorregible, pues le escribió otra carta en la que declaraba, entre una profusión de frases de elogio y agradecimiento para su benefactor, que «en lo sucesivo me consideraré a mí mismo y a mis amigos servidores de sus intereses de usted, y todos nosotros estamos dispuestos a votar en las próximas elecciones de acuerdo con sus nobles deseos, y si en el futuro considerara que mis servicios pueden serle útiles, sus órdenes de usted no harán sino honrar y enaltecer a los ojos del mundo a este su humilde y afectísimo servidor, Wendell Markworthy».

Hasta el momento, Norrell no había tenido necesidad de enaltecer al señor Markworthy a los ojos del mundo honrándolo con orden alguna, pero se descubrió (lo había averiguado Childermass) que Markworthy había destinado el dinero a adquirir para sí y para su hermano sendos empleos en la Compañía de las Indias Orientales. Habían ido a la India y, diez años después, habían regresado ricos. Al no haber recibido de Norrell, su primer patrón, indicación alguna sobre cómo debía votar, Markworthy había seguido la pauta del señor Bonnell, su superior en la Compañía de las Indias Orientales, y había instado a todos sus amigos a que hicieran otro tanto. Así pues, se había vuelto muy útil para Bonnell, quien a su vez era gran amigo de sir Walter Pole, el político. En los atareados mundos del comercio y la política, un caballero debe un favor a otro, quien, a su vez, está en deuda con otro, y así sucesivamente hasta formar una cadena de promesas y obligaciones. En este caso, la cadena se extendía desde el señor Norrell hasta sir Walter Pole, y sir Walter Pole era ahora ministro.