29. En casa de José Estoril (Enero – marzo de 1811)

—HE pensado que mi marcha a la Península Ibérica ha de ser la causa de muchos cambios en sus relaciones con el Ministerio de la Guerra —dijo Strange—. Temo que en mi ausencia le resulte inconveniente que a todas las horas del día y la noche venga gente a llamar a su puerta para pedirle que realice tal o cual hechizo al momento. Nadie más que usted podrá atenderlos. ¿Cuándo va a descansar? Deberíamos tratar de convencerlos para que actúen de otra manera. Si yo puedo ayudar a organizar las cosas, estaré encantado. ¿Y si invitáramos a lord Liverpool a cenar esta semana?

—¡Por supuesto! —dijo Norrell, encantado con esa prueba de la consideración de Strange—. Usted debe estar presente. ¡Explica tan bien las cosas...! No tiene más que decir algo y lord Liverpool lo comprende inmediatamente.

—¿Quiere que escriba a milord?

—¡Sí, escríbale! ¡Escríbale!

Era la primera semana de enero. Aún no se había fijado la fecha para la marcha de Strange, pero ya no podía retrasarse mucho. Strange escribió la invitación enseguida. Lord Liverpool contestó con prontitud y, al cabo de dos días, se presentaba en Hanover Square.

Norrell y Strange tenían por costumbre pasar la hora anterior a la cena en la biblioteca, y allí recibieron a milord. También Childermass estaba presente, dispuesto a actuar de escribiente, asesor, mensajero o criado, según las circunstancias.

Lord Liverpool nunca había estado en la biblioteca del señor Norrell y, antes de sentarse, se dio una vuelta por la habitación.

—Caballero, me habían dicho que su biblioteca era una de las maravillas del mundo moderno, pero nunca imaginé que pudiera ser tan vasta.

El mago se sintió complacido. Lord Liverpool era un invitado de los que a él le gustaban: el que admira los libros pero no muestra intención de sacarlos del estante para leerlos.

Entonces Strange dijo a Norrell:

—Aún no hemos hablado de los libros que debo llevarme. He confeccionado una lista de cuarenta títulos, pero celebraré que me haga sus recomendaciones, si cree que puede mejorarse. —Extrajo una hoja doblada de entre un revoltijo de papeles que había en una mesa y se la entregó.

No era una lista que pudiese halagar la vista del maestro. Estaba llena de primeras ideas tachadas, segundas ideas tachadas y terceras ideas escritas en los ángulos y rodeando otras palabras interpuestas. Había borrones, faltas de ortografía en los títulos, nombres mal escritos y, aún más desconcertante, tres lineas de un poema en clave que Strange había empezado a componer para Arabella, como regalo de despedida. A pesar de todo, no fue eso lo que hizo palidecer a Norrell. No se le había ocurrido que Strange fuera a necesitar libros en Portugal. La idea de enviar cuarenta preciosos tomos a un país en estado de guerra, en el que podían acabar quemados, destrozados, hundidos en el barro o cubiertos de polvo, era demasiado horrible para imaginarla. Él no sabía mucho de guerras, pero sospechaba que, en general, los soldados no se distinguían por su respeto hacia los libros. Podrían manosearlos con las manos sucias. ¡Podrían romperlos! Podrían —¡horror de los horrores!— leerlos y ensayar sus hechizos. ¿Los soldados sabían leer? Lo ignoraba. Pero con el destino de todo el continente en juego y lord Liverpool en la habitación, comprendía que sería difícil —en realidad, imposible— negarse.

Le lanzó a Childermass una mirada de implorante desesperación.

Este se encogió de hombros.

Lord Liverpool seguía mirando en derredor con calma. Parecía pensar que, entre tantos miles de libros, la falta temporal de unos cuarenta apenas se notaría.

—No deseo llevarme más de cuarenta —prosiguió Strange con frialdad.

—Muy sensato, caballero —dijo lord Liverpool—. Muy sensato. No debe coger más de los que pueda acarrear convenientemente.

—¡Acarrear! —exclamó Norrell, más horrorizado aún—. No pensará transportarlos de un sitio a otro, ¿verdad? Debe ponerlos en una biblioteca nada más llegar. La biblioteca de un castillo. Un castillo sólido y con buenas defensas...

—Me temo que de poco habrían de servirme en una biblioteca —repuso Strange con una calma irritante—. Yo estaré en campamentos y campos de batalla. Y allí tendrán que estar también ellos.

—¡En tal caso, debe trasladarlos en una caja! Una caja de madera muy resistente. ¡O quizá en un cofre de hierro! Sí, mejor de hierro. Encargaremos que nos lo hagan especialmente. Y entonces...

—Ah, perdóneme, señor Norrell —interrumpió lord Liverpool—, pero yo no le aconsejaría al señor Strange el cofre de hierro. No debe confiar en que se le asigne espacio en los carros. Los soldados los necesitan para su impedimenta, mapas, provisiones, municiones, etcétera. Como menos molestia causará el señor Strange al ejército es llevando sus efectos en una mula o un asno, como hacen los oficiales. —Miró al aludido—. Necesitará una buena mula bien resistente para el equipaje y su criado. Compre unas alforjas en Hewley y Ratt y meta en ellas los libros. Las alforjas militares son muy espaciosas. Además, en un carro lo más seguro es que se los robaran. Los soldados, mal que me pese decirlo, lo roban todo. —Reflexionó un momento y agregó—: Por lo menos, los nuestros.

Norrell no habría podido decir cómo transcurrió la cena después de aquello. Vagamente, percibía que Strange y milord hablaban y reían mucho. Varias veces oyó a Strange decir: «Bien, pues decidido», y a milord responder: «Oh, desde luego.» Pero no se enteraba de lo que decían, ni le importaba. En ese momento le pesaba haber ido a Londres. Le pesaba haber tratado de reavivar la magia inglesa. Ojalá se hubiera quedado en Hurtfew Abbey, leyendo y practicando la magia por gusto. Pensaba que nada de aquello valía la pérdida de cuarenta libros.

Cuando Strange y lord Liverpool se fueron, volvió a la biblioteca con intención de contemplar los cuarenta volúmenes, tenerlos en sus manos y acariciarlos mientras aún podía hacerlo.

Childermass seguía allí. Había cenado en una de las mesas y estaba haciendo las cuentas de la casa. Al entrar Norrell, levantó la mirada y sonrió.

—Creo que el señor Strange lo hará muy bien en la guerra, señor. Ya le ha ganado una mano.

Una clara noche de principios de febrero, un barco británico llamado St. Serlo’s Blessing1 remontó el Tajo hasta la plaza del Caballo Negro, en el centro de la ciudad de Lisboa. Entre los primeros en desembarcar se encontraban Strange y su criado, Jeremy Johns. Strange nunca había estado en el extranjero, y la sensación de hallarse fuera de su país y en medio de aquel ajetreo militar y naval era apasionante. Estaba ansioso por empezar a practicar magia.

—Me gustaría saber dónde está lord Wellington —le dijo a Jeremy—. ¿Crees que ahí puede haber alguien que lo sepa? —Miraba con curiosidad un enorme arco a medio construir que había en un extremo de la plaza. Tenía un aspecto muy militar, y no le hubiera sorprendido que Wellington estuviese por allí detrás.

—Son las dos de la madrugada, señor. Milord estará durmiendo.

—¿Tú crees? ¿Con el destino de toda Europa en sus manos? Puede que tengas razón.

A regañadientes, Strange reconoció que sería preferible ir al hotel y buscar a lord Wellington por la mañana.

Les habían recomendado un hotel de la calle Zapateros, propiedad de un tal señor Prideaux, de Cornualles. Casi todos los clientes de Prideaux eran oficiales británicos que acababan de volver de Inglaterra o que esperaban un barco para ir a su país de permiso. Prideaux ponía todo su empeño en que, durante su estancia en el hotel, los oficiales se sintieran como en casa, pero no acababa de conseguirlo. Por mucho que se esforzara, tenía que reconocer que Portugal no dejaba de imponerse. Pese a que el papel de las paredes y otros accesorios habían sido llevados de Londres, durante cinco años los había alumbrado y descolorido un sol portugués. Pese a que Prideaux instruía a la cocinera en la preparación de platos ingleses, como la mujer era portuguesa, en la comida siempre había más pimienta y aceite de los que los comensales esperaban encontrar. Hasta las botas de los huéspedes tenían un aspecto ligeramente portugués, después de pasar por las manos del limpiabotas nativo.

A la mañana siguiente, Strange se levantó algo tarde. Tomó un desayuno copioso y después estuvo paseando cerca de una hora. Lisboa resultó una ciudad bien provista de plazas porticadas, elegantes edificios modernos, estatuas, teatros y tiendas. Strange empezó a pensar que quizá la guerra no fuera tan horrible, después de todo.

Al regresar al hotel, vio a cuatro o cinco oficiales británicos en la puerta, conversando animadamente. Ésa era la oportunidad que esperaba. Se acercó al grupo, pidió disculpas por interrumpir, explicó quién era y preguntó en qué lugar de Lisboa podía encontrar a lord Wellington.

Los oficiales lo miraron con sorpresa, como si la pregunta les pareciera improcedente, por más que él no podía adivinar por qué había de serlo.

—Lord Wellington no está en Lisboa —dijo un hombre que llevaba la guerrera azul y el pantalón blanco de los húsares.

—Oh, ¿y cuándo volverá?

—¿Volver? Aún ha de tardar semanas... o meses, imagino. Quizá ni vuelva.

—¿Y dónde puedo encontrarlo?

—¡Santo Dios! Puede estar en cualquier sitio.

—¿No saben ustedes dónde?

El oficial lo miraba con severidad.

—Lord Wellington no permanece en un mismo sitio —repuso—. Lord Wellington va allí donde se lo necesita. Y a lord Wellington se lo necesita en todas partes —agregó para mejor información de Strange.

Otro oficial, que vestía chaqueta de un escarlata vivo con gran profusión de entorchados de plata, dijo en tono más amable:

—Lord Wellington está en las lineas.

—¿En las lineas?

—Sí.

Por desgracia, la explicación no estaba tan clara como suponía el oficial. Pero Strange pensó que ya había mostrado suficiente ignorancia. Su afán por preguntar se había evaporado.

«Lord Wellington está en las lineas.» Era una frase muy curiosa, y si hubiesen obligado a Strange a aventurar una conjetura acerca de su significado, quizá habría dicho que era una especie de argot para indicar que estaba borracho.

Volvió al hotel y pidió al portero que buscara a Jeremy Johns. Si alguien tenía que interpretar el papel de ignorante y estúpido ante el ejército británico, prefería que fuera su criado.

—¡Ah, ya estás aquí! —dijo cuando apareció Jeremy—. Busca a un soldado o un oficial y pregúntale dónde puedo encontrar a lord Wellington.

—Ahora mismo, señor. Pero ¿no preferiría preguntar usted mismo?

—Imposible. Ahora tengo que hacer magia.

Así pues, Jeremy se fue y regresó al poco rato.

—¿Ya lo has averiguado? —inquirió Strange.

—¡Sí, señor! —respondió alegremente—. No es ningún secreto. Lord Wellington está en las lineas.

—Sí, pero ¿qué quiere decir eso?

—Disculpe, señor, pero el caballero me lo ha dicho con tanta naturalidad, como si fuera lo más normal, que he pensado que usted lo sabría.

—Pues no lo sé. Quizá lo más práctico sea preguntar a Prideaux.

Prideaux se mostró encantado de servirlo. Nada más sencillo. El señor Strange debía ir al cuartel general del ejército. Seguramente allí encontraría a milord. Estaba a media jornada de la ciudad a caballo. Quizá un poco más.

—Como de Tyburn a Godáming, señor, para que se haga usted una idea.

—Bien, si tiene la bondad de indicármelo en un mapa...

—¡Que Dios nos asista, señor! —dijo, muy divertido—. Usted solo nunca lo encontraría. Buscaré a alguien que lo lleve.

La persona que halló Prideaux era un auxiliar de intendencia que iba a Torres Vedras, ciudad situada cuatro o cinco millas más allá del cuartel general. El hombre se mostró encantado de hacer el viaje con Strange y enseñarle el camino.

«Por fin avanzamos», pensó Strange.

La primera parte del trayecto discurría por un suave paisaje de campos y viñedos diseminados aquí y allá, con bonitas granjas pintadas de blanco y molinos de piedra con aspas de lona parda. Marchaban por la carretera multitud de soldados portugueses, con sus uniformes marrones, y algún que otro oficial británico, cuyas guerreras de brillante escarlata o azul parecían mucho más varoniles y marciales... por lo menos a la patriótica mirada de Strange. Cuando llevaban ya tres horas de viaje, avistaron las paredes de unos escarpados montes.

Al entrar en un estrecho valle entre dos de las montañas más altas, el asistente de intendencia dijo:

—Aquí empiezan las líneas. ¿Ve ese fuerte de ahí arriba, a un lado del paso? —El hombre señaló a la derecha. El «fuerte» parecía un antiguo molino de viento al que recientemente se había dotado de aditamentos diversos, en forma de baluartes, almenas y cañoneras—. ¿Y ese del otro lado del paso? —Señaló a la izquierda—. Y después, sobre esas peñas, ¿ve otro pequeño? Más allá hay otro, aunque hoy no se ve porque está nublado y hay bruma. Y luego otro y otro. Toda una linea de fuertes desde el Tajo hasta el mar. ¡Y no es todo! Hay otras dos lineas más al norte. ¡Tres en total!

—Muy impresionante, sin duda. ¿Todo eso lo han hecho los portugueses?

—No, señor. Lo hizo lord Wellington. Los franceses no podrán pasar por aquí. Por aquí, señor, no pasaría ni un escarabajo, a no ser que llevara un salvoconducto con la firma de lord Wellington. Y por eso el ejército francés no puede ir más allá de Santarem y usted y yo podemos dormir seguros en Lisboa.

Pronto dejaron la carretera por un sendero sinuoso y empinado que subía hasta el pequeño pueblo de Pero Negro. Strange se sentía sorprendido por la diferencia entre la guerra como él la había imaginado y la guerra como era en realidad. Pensaba encontrar a lord Wellington aposentado en un fastuoso edificio de Lisboa, cursando órdenes, y sin embargo lo hallaba en un lugarejo tan insignificante que en Inglaterra apenas hubiera merecido el nombre de pueblo.

El cuartel general del ejército resultó una casa completamente normal, situada en una plazoleta adoquinada. Strange fue informado de que lord Wellington había salido a inspeccionar las lineas. Nadie sabía cuándo regresaría, probablemente no antes de la cena. Nadie tenía inconveniente en que lo esperara... siempre que no estorbase.

Pero desde el momento en que entró en la casa, Strange se sintió sometido a esa incómoda ley natural según la cual toda persona que llega a un lugar en que no la conocen, se ponga donde se ponga, en todas partes estorba. No podía sentarse porque en la habitación a la que lo condujeron no había sillas —quizá para evitar que los franceses, si llegaban a entrar, se parapetasen detrás de ellas—, por lo que se situó al lado de una ventana. Pero entonces aparecieron dos oficiales, uno de los cuales quería mostrar ciertas importantes características estratégicas de la zona, para lo que era preciso mirar por la ventana. Los oficiales miraron severamente a Strange, que se retiró a un arco semicubierto por una cortina.

Entretanto, en el corredor una voz llamaba con insistencia a un tal Winespill, conminándolo a llevar unos barriles de pólvora, y llevarlos ya. Entró en la habitación un soldado de corta estatura que tenía una pequeña joroba y una marca de nacimiento de un vivo púrpura en la cara, y vestía prendas de uniforme de todos los regimientos del ejército británico. Ése debía de ser Winespill, y se lo veía atribulado. No encontraba la pólvora. Buscaba en las alacenas, debajo de las escaleras y en los balcones. De vez en cuando respondía: «¡Un momento!», hasta que se le ocurrió mirar detrás de Strange, detrás de la cortina y debajo del arco. Inmediatamente gritó que ya había localizado los barriles de la pólvora, y que los habría visto antes si alguien —y le lanzó a Strange una mirada furibunda— no se hubiera puesto delante.

Las horas pasaban lentamente. Strange había vuelto a situarse junto a la ventana y casi estaba quedándose dormido cuando ciertos sonidos de movimiento y agitación le indicaron que una persona importante acababa de llegar a la casa. Al poco entraron en la habitación tres hombres, y al fin se encontró frente a lord Wellington.

¿Cómo describir a lord Wellington? ¿Es necesario, o siquiera posible, hacer tal cosa? Dondequiera que uno ponga la mirada, está su cara: en una estampa barata en la pared de una posada, o en un artístico grabado adornado con banderas y tambores, presidiendo la escalera del local de reuniones de un municipio. Hoy en día, no hay jovencita medianamente romántica que llegue a los diecisiete años sin haber adquirido, por lo menos, un retrato suyo, y mantendrá que una nariz larga y aguileña es preferible, con mucho, a una nariz roma, y considerará la mayor desgracia de su vida el que él ya tenga esposa. Para consolarse, está decidida a imponer a su primogénito el nombre de Arthur. Y no es ella su única fervorosa admiradora. No le van a la zaga sus hermanos menores. El soldado de juguete más guapo del cuarto de los niños siempre se llama Wellington y corre más aventuras que todos sus compañeros de caja juntos. Todo colegial inglés imita a Wellington por lo menos una vez a la semana, y otro tanto hacen sus hermanitas. Wellington es el compendio de todas las virtudes inglesas. Es el espíritu nacional elevado a la perfección. Si los franceses llevan a Napoleón en las entrañas (como así parece), nosotros llevamos a Wellington en el corazón2 .

En ese momento, lord Wellington estaba disgustado por algo.

—Creo que mis órdenes estaban bien claras —les dijo a los otros dos oficiales—. Los portugueses tenían que destruir todo el maíz que no pudieran llevarse, para que no cayera en manos enemigas. Y acabo de pasar medio día observando cómo los soldados franceses entraban en las cuevas de Cartaxo y sacaban otra vez grano.

—Es muy duro para los campesinos portugueses destruir el maíz. Tienen miedo de pasar hambre —explicó uno de los oficiales.

El otro sugirió que quizá no era maíz lo que los franceses habían encontrado en los sacos, sino otra cosa menos útil. ¿Quizá oro o plata?

Lord Wellington lo miró con frialdad.

—Llevaban los sacos a los molinos. ¡Se veían girar las aspas! ¿Cree que podían estar moliendo oro? ¡Dalziel, por favor, presente una queja a las autoridades portuguesas! —Al recorrer la habitación con una mirada de enojo, descubrió a Strange—. ¿Quién es ése? —preguntó.

El llamado Dalziel le murmuró unas palabras al oído.

—Oh —dijo lord Wellington, y se dirigió a Strange—: Usted es el mago. —En sus palabras sólo hubo una leve nota de interrogación.

—Sí.

—El señor Norrell.

—Oh, no. El señor Norrell está en Inglaterra. Soy el señor Strange. Lord Wellington lo miraba inexpresivamente.

—El otro mago —explicó Strange.

—Comprendo.

El tal Dalziel observaba a Strange con gesto de sorpresa, como si pensara que, una vez lord Wellington le había asignado un nombre, era una falta de educación insistir en ser otra persona.

—Bien, señor Strange —dijo Wellington—. Temo que haya hecho usted el viaje en vano. Le diré con franqueza que si hubiera podido impedir su venida, lo habría hecho. Pero ya que está aquí, aprovecharé la ocasión para explicarle los inconvenientes que usted y el otro caballero han supuesto para el ejército.

—¿Inconvenientes?

—Inconvenientes —repitió—. Las visiones que ustedes han mostrado a los ministros han provocado que se creyesen sabedores de cuál es la situación en Portugal, y me han enviado muchas más órdenes y han interferido en mucha mayor medida de lo que habrían hecho normalmente. Sólo yo sé lo que se debe hacer en Portugal, señor Strange, ya que sólo yo conozco todas las circunstancias. No digo que usted y el otro caballero no hayan hecho algo bueno en otras partes, la Armada parece satisfecha, no lo sé. Pero lo que sé es que aquí, en Portugal, no necesito ningún mago.

—Pero, milord, sin duda aquí, en Portugal, no habría lugar para un uso indebido de la magia, ya que yo estaría totalmente al servicio y bajo la dirección de milord.

Lord Wellington le lanzó una mirada penetrante.

—Lo que más necesito son hombres. ¿Puede usted dármelos?

—¿Hombres? Bien, depende de lo que milord quiera decir. Es una pregunta interesante... —Strange advirtió con vivo malestar que estaba hablando como el señor Norrell.

—¿Puede usted darme más hombres? —apremió milord.

—No.

—¿Puede hacer que vuelen más aprisa las balas que disparamos contra los franceses? Bastante aprisa vuelan ya. ¿Acaso puede cavar la tierra y mover las piedras para construir mis reductos, bastiones y demás defensas?

—No, milord. Pero, milord...

—El capellán del cuartel general es el señor Briscan. El oficial médico en jefe es el doctor McGrigor. Si decide permanecer en Portugal, sugiero que se presente a esos señores. Quizá a ellos pueda serles útil. A mí no.

Lord Wellington dio media vuelta y le gritó a un tal Thornton que preparase la cena. Con ello daba a entender a Strange que la entrevista había terminado.

Strange estaba acostumbrado a que lo tratasen con deferencia los ministros del gobierno, a que los más altos personajes del país le hablaran como a un igual. Y era un trago muy amargo encontrarse relegado al rango de los capellanes y médicos del ejército, simples comparsas.

Pasó la noche —francamente mal— en la única posada de Pero Negro, y al amanecer emprendió el regreso a Lisboa. Cuando llegó al hotel de la calle Zapateros, se sentó a escribir una larga misiva a Arabella, en la que relataba con todo detalle el abominable trato de que había sido objeto. Después, sintiéndose un poco mejor, decidió que lamentarse era indigno de un hombre y rompió la carta.

A continuación, hizo una lista de todas las clases de magia que Norrell y él habían practicado para el Almirantazgo y trató de decidir cuál le convendría más a lord Wellington. Tras una cuidadosa reflexión, concluyó que, para agravar las penalidades del ejército francés, pocos medios había más eficaces que enviarle tormentas, con grandes truenos y lluvias torrenciales. Así pues, decidió escribir una carta a milord, para ofrecerle esa modalidad de magia. Trazarse una línea de conducta siempre reconforta, y Strange se sintió más animado... hasta que, casualmente, miró por la ventana. El cielo estaba negro, llovía a mares y soplaba un vendaval. A buen seguro, no tardaría en tronar. Strange fue en busca de Prideaux, quien le confirmó que hacía semanas que llovía de ese modo, que los portugueses creían que seguiría lloviendo durante mucho tiempo y que sí, en efecto, aquello era un grave inconveniente para los franceses.

Strange meditó. Lo asaltó la tentación de enviar una nota a lord Wellington para ofrecerle que parase de llover, considerando que la lluvia debía de ser muy molesta también para los ingleses, pero al fin resolvió que la magia de los fenómenos atmosféricos era una cuestión muy complicada y que valdría más dejarla para cuando entendiese mejor lo que era la guerra y lo que quería lord Wellington. Entretanto, decidió que lo más apropiado sería lanzar una plaga de ranas sobre las cabezas de los franceses. Era muy bíblico, ¿y qué podía haber más respetable?

A la mañana siguiente, estaba sentado en su habitación del hotel aparentando leer uno de los libros de Norrell, pero en realidad viendo llover con ojos lúgubres, cuando llamaron a la puerta. Era un oficial escocés con uniforme de húsares que, mirándolo inquisitivamente, dijo:

—¿El señor Norrell?

—Yo no... ¡Oh, no importa! ¿Qué desea?

—Un mensaje del cuartel general, señor Norrell. —El joven le tendió un papel.

Era la carta que le había enviado a Wellington. Alguien había escrito con grueso lápiz azul una única palabra: «Denegado.»

—¿De quién es la letra? —preguntó Strange.

—De lord Wellington, señor Norrell.

—Ah.

Al día siguiente, Strange le mandó otra carta en la que proponía subir el nivel de las aguas del Tajo para que arrastraran a los franceses. Eso, por lo menos, indujo a Wellington a escribir una respuesta más larga, en la que explicaba que, en aquel momento, todo el ejército británico y la mayor parte del portugués se encontraban entre el Tajo y los franceses, por lo que la sugerencia del señor Strange no se consideraba en absoluto conveniente.

Strange no desfalleció. Día tras día, le enviaba a Wellington una nueva propuesta. Todas eran rechazadas.

Una noche de últimos de febrero aún más tétrica de lo habitual, yendo por el pasillo del hotel camino de una cena en solitario, casi chocó con un joven de cara afable vestido al estilo inglés. El joven le pidió disculpas y preguntó si sabía dónde podía encontrar al señor Strange.

—Yo soy Strange. ¿Quién es usted?

—Me llamo Briscan. Soy el capellán del cuartel general.

—Ah, sí, el señor Briscall. Por supuesto.

—Lord Wellington me ha pedido que le haga una visita —explicó—. Ha dicho que quizá usted pudiese ayudarme con su magia —sonrió—. Pero me parece que el verdadero motivo es que confía en que yo pueda disuadirlo de que siga escribiéndole todos los días.

—Pues no pienso parar hasta que me dé algo que hacer.

Briscall se echó a reír.

—Muy bien, así se lo diré.

—Gracias. ¿Y por usted puedo hacer algo? Nunca he practicado la magia para la Iglesia. Le seré franco, señor Briscan, mis conocimientos de magia eclesiástica son muy escasos, pero me gustaría ser útil a alguien.

—Hum. También yo le seré franco, señor Strange. Mis tareas son muy simples. Visito a los enfermos y heridos. Leo los oficios a los soldados y trato de darles un entierro digno cuando mueren, pobres muchachos. No veo cómo podría usted ayudarnos.

—Ni yo ni nadie —suspiró Strange—. Pero dígame, ¿querría cenar conmigo? Así por lo menos esta noche no tendré que cenar solo.

El capellán accedió inmediatamente, y los dos hombres se sentaron en el comedor del hotel. Strange encontró en Briscan a un agradable compañero de mesa, que le dijo con gusto todo cuanto sabía de lord Wellington y del ejército.

—En general, los soldados no son gente religiosa, ni yo esperaba que lo fueran, pero me ha ayudado mucho la circunstancia de que todos los capellanes que me han precedido se ausentaran con un permiso casi en cuanto llegaban. Yo soy el primero que se ha quedado, y los hombres me lo agradecen. Ellos miran con buenos ojos a todo el que está dispuesto a compartir sus penalidades.

Strange dijo que no lo dudaba.

—¿Y a usted, señor Strange? ¿Cómo le va?

—¿A mí? No puede irme peor. Nadie me quiere aquí. En las raras ocasiones en que me dirigen la palabra, me llaman indistintamente señor Strange o señor Norrell, como si no supieran que se trata de dos personas diferentes.

Briscall rió.

—Y lord Wellington rechaza todos mis ofrecimientos de ayuda tan pronto como los hago.

—¿Por qué? ¿Qué le ha ofrecido?

El mago le habló de su primera propuesta de enviar a los franceses una lluvia de ranas.

—La verdad, no me sorprende que se opusiera —dijo Briscan—. Los franceses guisan las ranas y se las comen, ¿no? El plan de lord Wellington consiste principalmente en que pasen hambre. ¡Es como si usted le hubiera sugerido lanzarles pollos asados o empanadillas de cerdo!

—No es culpa mía —repuso Strange, un poco dolido—. Ya me gustaría tomar en consideración los planes de lord Wellington... sólo que no sé cuáles son. En Londres, el Almirantazgo nos exponía sus intenciones y nosotros configurábamos nuestra magia de acuerdo con ellas.

—Comprendo. Perdone, señor Strange, quizá no he entendido bien, pero creo que aquí tiene usted una gran ventaja. En Londres, estaba obligado a guiarse por la opinión del Almirantazgo acerca de lo que pudiera estar aconteciendo a cientos de millas de distancia... y juraría que a menudo el Almirantazgo se equivocaba. Aquí puede ver con sus propios ojos lo que ocurre. Lo que le pasa a usted se parece mucho a lo que me sucedió a mí.

Cuando llegué, nadie me hacía el menor caso. Iba de un regimiento a otro. Nadie me quería.

—Y, no obstante, ahora forma parte del estado mayor de Wellington. ¿Cómo lo consiguió?

—Llevó tiempo, pero al fin pude demostrar mi utilidad a milord... y estoy seguro de que también usted podrá.

—Ya lo intento —suspiró Strange—. Pero lo único que logro es demostrar mi inutilidad. ¡Una y otra vez!

—¡Tonterías! A mi modo de ver, usted ha cometido un solo error, y es el de quedarse aquí en Lisboa. Debería marcharse cuanto antes. ¡Vaya a las montañas, a dormir entre los soldados y los oficiales! Si no, nunca los comprenderá. Hable con ellos. Esté con ellos en los pueblos desiertos de detrás de las lineas. Ya verá cómo pronto se gana su estima. Son lo mejor del mundo.

—¿Habla en serio? En Londres se decía que Wellington los había tachado de escoria de la tierra.

Briscall se rió como si ser la escoria de la tierra fuera un defectillo menor que constituía una buena parte del encanto del ejército. Extraña actitud en un clérigo, pensó Strange.

—¿Qué son en realidad?

—Son las dos cosas, señor Strange. Las dos cosas. Bien, ¿qué dice usted? ¿Irá?

—No lo sé. —Juntó las cejas—. No es que me asusten las penalidades ni la incomodidad, ¿comprende? Creo que puedo soportarlas tanto como la mayoría. Pero no conozco a nadie allí. Desde que llegué, tengo la impresión de que estorbo en todas partes, y sin amigos a los que acudir...

—¡Oh, eso tiene fácil arreglo! No estamos en Londres ni en Bath, donde se necesitan cartas de presentación. Llévese un barril de brandy y una o dos cajas de champán, si su criado puede cargarlo. Si dispone de brandy y champán, no tardará en hacer amistades entre la oficialidad.

—¿Tan fácil es?

—¡Desde luego! Pero no se moleste en llevar vino tinto. De eso tienen en abundancia.

Unos días después, Strange y Jeremy Johns abandonaban Lisboa para dirigirse a la región situada más allá de las lineas. Los oficiales y soldados británicos se sorprendieron un tanto al encontrarse en compañía de un mago. Escribieron a sus amigos y familiares cartas en las que lo describían de diversas formas, ninguna muy halagüeña, y se preguntaban qué diablos habría ido a hacer allí. Pero Strange siguió el consejo del capellán. Todo oficial con el que se tropezaba recibía la invitación de ir a tomar una copa de champán con él, después de la cena. Muy pronto le perdonaron lo excéntrico de su profesión. Lo importante era que en la tienda de Strange siempre encontrabas a tipos alegres y bebida decente.

Strange también adquirió el hábito de fumar. Nunca le había atraído como pasatiempo, pero descubrió que disponer de tabaco era un medio excelente para trabar conversación con los militares.

Era una vida extraña, en medio de un paisaje espectral. Los pueblos situados más allá de las líneas habían sido evacuados por orden de lord Wellington, y quemadas las cosechas. Los soldados de uno y otro ejército bajaban a los pueblos desiertos y se llevaban todo lo que les parecía de utilidad. En el bando británico no era extraño ver sofás, armarios, camas, sillas y mesas dispuestas en una ladera o en el claro de un bosque. A veces encontrabas salones y dormitorios completos, con útiles de afeitar, libros y lámparas, en los que sólo faltaban paredes y techo.

Pero si el ejército británico sufría a consecuencia del viento y la lluvia, mucho peor estaban, los franceses, con las ropas hechas jirones y sin nada que comer. Desde octubre se hallaban frente a las lineas de Wellington y no podían atacar al ejército británico, que tenía detrás tres lineas de fuertes inexpugnables a los que retirarse en cualquier momento. Lord Wellington, por su parte, no se molestaba en atacar. ¿Por qué había de hacerlo, si el hambre y la enfermedad estaban matando a sus enemigos más aprisa de lo que podía matarlos él? El 5 de marzo, los franceses levantaron el campamento y se dirigieron al norte. A las pocas horas, Wellington y el ejército inglés salían en su persecución. Jonathan Strange iba con ellos.


Una mañana lluviosa de mediados de mes, Strange cabalgaba junto al borde de una carretera por la que marchaba el 950 de Fusileros, cuando descubrió a varios amigos suyos a cierta distancia. Puso el caballo al trote y no tardó en darles alcance.

—Buenos días, Ned —dijo a un hombre al que consideraba persona reflexiva y sensata.

—Buenos días, señor —contestó jovialmente.

—¿Ned?

—¿Sí, señor?

—¿Qué es lo que más deseas? Ya sé que es una pregunta indiscreta, y te pido disculpas por hacerla. Pero necesito saberlo.

Ned no respondió de inmediato. Aspiró hondo, arrugó la frente y dio otras señales de profunda reflexión. Entretanto, sus camaradas, muy serviciales, manifestaban a Strange qué era lo que más deseaban ellos, cosas tales como ollas mágicas llenas de oro que nunca se vaciaran y casas construidas dentro de un gran diamante. Uno de ellos, un galés, exclamó varias veces con voz quejumbrosa: «¡Queso tostado!», lo cual provocó las risas de sus camaradas, pues ya se sabe que los galeses son gente de buen humor.

Ned llegó al final de su meditación.

—Botas nuevas —dijo.

—¿En serio? —preguntó Strange, sorprendido.

—Sí, señor. Botas nuevas. Son estos condenados caminos. —Y señaló ante sí la serie de pedruscos y agujeros que los portugueses se complacían en llamar carretera—. Te hacen trizas las botas, y por la noche te duelen todos los huesos de tener que andar por aquí. Pero con unas botas nuevas, ¿no estaría yo tan fresco después de un día de marcha? ¿No podría entonces pelear contra los franceses? ¿Y darle ciento y raya al más pintado?

—Tus ansias de combate hablan muy en tu favor, Ned. Me has dado una respuesta excelente. Muchas gracias.

Se alejó al trote, seguido de voces que gritaban: «¿Cuándo tendrá Ned sus botas?» y «¿Dónde están las botas de Ned?».

Aquella noche, el cuartel general de Wellington fue instalado en una otrora espléndida mansión del pueblo de Lousão. La casa había pertenecido a José Estoril, un rico y patriótico aristócrata portugués que, junto con sus hijos, había sido torturado y muerto por los franceses. Su esposa había fallecido de unas fiebres, y acerca del trágico destino de sus hijas circulaban historias diversas. Durante muchos meses, aquél había sido un lugar desolado, pero ahora el estado mayor de Wellington lo llenaba de ruidosas chanzas y discusiones, y las sombrías estancias ofrecían un aspecto casi festivo con el ir y venir de oficiales de guerrera roja o azul.

La hora que precedía a la cena era una de las de mayor ajetreo de la jornada y el vestíbulo estaba lleno de oficiales que llevaban partes, iban a recoger órdenes o, simplemente, a escuchar rumores. En un extremo de la sala había una escalera de piedra, muy ornamentada y deteriorada, que conducía a unas vetustas puertas. Detrás de aquellas puertas, se decía, lord Wellington trabajaba con ahínco en la confección de nuevos planes para derrotar a los franceses, y se daba el hecho curioso de que todo el que entraba en aquella sala lanzaba una mirada respetuosa hacia lo alto de la escalera. Dos altos jefes del estado mayor, el intendente general sir George Murray y el ayudante general sir Charles Stewart, estaban sentados a cada lado de una gran mesa trabajando afanosamente en la disposición del ejército para el día siguiente. Y aquí haré un inciso para señalar que si al leer la palabra «general» el lector ha imaginado sentados a la mesa a dos hombres entrados en años, se equivoca. Es cierto que cuando, dieciocho años antes, empezó la guerra contra Francia, el ejército británico estaba mandado por venerables ancianos, muchos de los cuales no habían visto un campo de batalla en toda su carrera. Pero, con los años, aquellos viejos generales se habían retirado o habían muerto, y se consideró preferible sustituirlos por hombres más jóvenes y enérgicos. El mismo Wellington tenía poco más de cuarenta años y la mayoría de sus oficiales eran aún más jóvenes. La sala de la casa de José Estoril estaba llena de militares jóvenes, todos amigos de la pelea, todos amigos del baile y todos incondicionales de lord Wellington.

Era un anochecer de marzo lluvioso pero tibio, como de mayo en Inglaterra. Desde la muerte de José Estoril, el jardín se había asilvestrado y junto a las paredes de la casa habían brotado gran número de filos que ahora estaban en flor. Las ventanas estaban abiertas para que entrase el aire húmedo y fragante. De pronto, los generales Murray y Stewart advirtieron que tanto sus personas como los importantes papeles que tenían ante sí recibían una buena rociada. Al levantar la cabeza con indignación, vieron en el porche a Strange sacudiendo su paraguas con toda tranquilidad.

El recién llegado entró en la sala, saludó a varios oficiales conocidos, se acercó a la mesa y preguntó si podía ver a lord Wellington. Sir Charles Stewart, aguerrido y orgulloso, no dio más respuesta que un vigoroso gesto de negación. El general Murray, alma más sensible y cortés, dijo que temía que no fuera posible.

Strange lanzó una mirada a lo alto de la venerable escalera, a las grandes puertas talladas detrás de las que se encontraba milord (era curioso que todo el que entraba allí supiera instintivamente dónde estaba él; ¡tal es la fascinación que ejercen los grandes hombres!), sin dar señales de pensar marcharse. Murray pensó que quizá se sentía solo.

Un hombre alto, de cejas grandes y negras y bigotes a juego, se acercó a la mesa. Llevaba la guerrera azul oscuro con trencilla de oro de los dragones ligeros.

—¿Dónde han puesto a los prisioneros franceses? —le preguntó al general Murray.

—En el campanario.

—Está bien —dijo el hombre—. Lo pregunto porque anoche el coronel Pursey llevó a tres franceses a un cobertizo, pensando que allí no harían ningún daño, pero unos muchachos del cincuenta y dos habían dejado en el campanario unos pollos, y los presos se los comieron. El coronel Pursey ha dicho que esta mañana algunos de sus hombres miraban a los franceses de un modo extraño, como preguntándose cuánta sustancia de pollo tendrían dentro y si no valdría la pena asar a uno de ellos para averiguarlo.

—¡Oh! —exclamó Murray—. No hay peligro de que esta noche ocurra eso. Las únicas criaturas que encontrarán en el campanario son las ratas, y creo que si alguien se come a alguien, serán las ratas las que se coman a los franceses.

El general Murray, sir Charles Stewart y el hombre del bigote negro se habían echado a reír cuando el mago dijo de pronto:

—La carretera entre Espinhal y Lousão se halla en un estado desastroso. —Era la carretera por la que gran parte del ejército británico había llegado aquel día.

Murray repuso que, en efecto, estaba muy mal.

—No sé cuántas veces mi caballo ha metido la pata en un hoyo o ha resbalado en el barro. Creí que acabaría lastimándose. Las otras carreteras que he visto desde mi llegada no se encuentran en mejor estado, y tengo entendido que mañana algunos de nosotros hemos de ir a una zona en la que no hay camino alguno.

—Así es —afirmó el general Murray, deseando fervientemente que el mago se fuera.

—A través de ríos en crecida, llanos pedregosos, bosques y matorrales, imagino —dijo Strange—. Todos vamos a pasarlo bastante mal, sin duda. No creo que adelantemos mucho. En realidad, me sorprendería que avanzáramos algo.

—Es uno de los inconvenientes de hacer la guerra en un país tan atrasado y remoto como Portugal —apuntó Murray.

Sir Charles Stewart no dijo nada, pero la mirada furibunda que le lanzó al mago expresaba claramente su opinión de que quizá Strange adelantaría mucho más volviéndose a Londres con su caballo.

—¡Llevar a cuarenta mil hombres, con caballos, carros e impedimenta, por terreno tan abominable! En Inglaterra nadie lo creería posible —sonrió Strange—. Es una lástima que milord no pueda dedicar un momento a hablar conmigo. ¿Tendrían la bondad de darle un mensaje de mi parte? Díganle esto: el señor Strange presenta sus respetos a lord Wellington y pregunta si interesaría a milord disponer mañana de una buena carretera para que su ejército marche por ella, en cuyo caso el señor Strange tendrá sumo gusto en proporcionársela. Ah, y también puede tener puentes, si lo desea, que sustituyan a los que han volado los franceses. Buenas noches, señores. —Con estas palabras, hizo una reverencia a ambos caballeros, recogió el paraguas y se fue.

Strange y Jeremy Johns no habían podido hallar hospedaje en Lousão. Ninguno de los oficiales que buscaban alojamiento para los generales y decían al resto de los soldados en qué húmedo campo tenían que pernoctar había procurado acomodo para el mago y su criado. Al fin, Strange había alquilado un altillo al dueño de una pequeña bodega situada a unas millas, en la carretera a Miranda de Corvo.

Strange y Jeremy despacharon la cena que el bodeguero les había preparado. Era un estofado, y el pasatiempo de la noche consistió principalmente en tratar de adivinar los ingredientes que lo componían.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó el mago levantando el tenedor. En el extremo había algo blancuzco y reluciente, enroscado sobre sí mismo.

—¿Pescado, quizá?

—Parece más bien un caracol.

—O el trocito de la oreja de alguien.

Strange lo miraba fijamente.

—¿Te gustaría probarlo?

—No, señor, muchas gracias —respondió Jeremy contemplando con resignación su propio plato desportillado—. Tengo varios.

Terminada la cena y consumida la última vela, no parecía que se pudiera hacer algo que no fuese acostarse, y eso hicieron. Jeremy se acurrucó en un extremo de la habitación y Strange se tendió en el otro. Cada uno se preparó la cama con los materiales que tenía a su alcance: Jeremy se fabricó un colchón con su ropa de repuesto y Strange se puso varios libros de la biblioteca del señor Norrell a modo de almohada.

De pronto se oyó el galope de un caballo acercándose por la carretera. Al poco siguió el sonido de unas botas que pisaban con fuerza la desvencijada escalera y de unos golpes en la alabeada puerta, que cedió, y un elegante joven con uniforme de húsar se precipito en la habitación. El joven estaba casi sin aliento, pero aun así pudo decir, entre jadeos, que lord Wellington presentaba sus respetos al señor Strange y que, si el señor Strange no tenía inconveniente, a lord Wellington le complacería hablar con él de inmediato.

En la casa de José Estoril, Wellington estaba cenando con varios oficiales de su estado mayor y otros caballeros. Strange habría jurado que los reunidos en torno a aquella mesa estaban enfrascados en animada conversación hasta el momento en que entró él, aunque los viera callados. Eso indicaba que estaban hablando de él.

—¡Ah, Strange! —dijo lord Wellington alzando la copa en señal de saludo—. ¡Ya está aquí! Hace horas que tres de mis ayudantes de campo lo buscaban. Yo quería invitarlo a cenar, pero mis hombres no han conseguido dar con usted. En cualquier caso, siéntese y tome champán y postres.

Strange miró con avidez las sobras de la cena que los ordenanzas retiraban y creyó reconocer, entre otros suculentos manjares, restos de ganso asado, cáscaras de langostinos con mantequilla, ragú de apio y extremos de salchichas picantes portuguesas. Dio las gracias a milord y se sentó. Un criado le llevó una copa de champán y él se sirvió un trozo de tarta de almendra y unas cerezas pasas.

—¿Qué le parece la guerra, señor Strange? —preguntó un caballero con pelo de zorro y cara de zorro desde el extremo opuesto de la mesa.

—Oh, al principio es un poco desconcertante, como la mayoría de las cosas. Pero ahora que he experimentado muchas de las aventuras que ofrece, me voy acostumbrando. Me han robado una vez, me han disparado otra. En una ocasión encontré a un francés en la cocina y tuve que echarlo, y en otra, la casa en que dormía fue incendiada.

—¿Por los franceses? —preguntó sir Charles Stewart.

—No, no. Por los ingleses. Al parecer, una compañía del cuarenta y tres tenía frío y prendió fuego a la casa para calentarse.

—¡Oh, siempre ocurre!

Hubo una pequeña pausa, y un caballero con uniforme de caballería dijo:

—Estábamos hablando, mejor dicho, discutiendo sobre la magia y la forma de practicarla. Strathclyde dice que usted y el otro mago han dado un número a cada palabra de la Biblia, que buscan allí las palabras para sus conjuros, que suman los números, que hacen no sé qué otra cosa y entonces...

—¡Yo no he dicho eso! —protestó otro, sin duda Strathclyde—. ¡No ha entendido nada!

—Lo siento, pero yo nunca he hecho algo que ni remotamente se parezca a lo que usted describe —contestó Strange—. Parece bastante complicado y no creo que diera resultado. En cuanto a la forma de practicar la magia, existen muchos procedimientos. Tantos, diría, como de hacer la guerra.

—Me gustaría hacer magia —dijo el caballero de pelo de zorro y cara de zorro—. Todas las noches daría un baile con música mágica y fuegos artificiales mágicos, e invitaría a las mujeres más hermosas de la historia. Helena de Troya, Cleopatra, Lucrecia Borgia, la doncella Marian y madame de Pompadour. Las traería para que bailaran con vosotros, amigos. Y cuando los franceses asomaran por el horizonte, haría algo —afirmó agitando vagamente el brazo— y todos caerían muertos.

—¿Puede un mago matar a un hombre por arte de magia? —le preguntó lord Wellington.

Strange frunció el entrecejo. Pareció que no le gustaba la pregunta.

—Supongo que un mago podría —admitió—, pero un caballero, jamás.

Wellington asintió, como si eso fuera justo lo que esperaba oír. Y entonces dijo:

—Esa carretera, señor Strange, que ha tenido usted la amabilidad de ofrecernos, ¿de qué clase sería?

—Oh, nada más fácil de decidir que los detalles, milord. ¿Qué clase de carretera desearía?

Los oficiales y caballeros reunidos en torno a la mesa se miraron; no habían pensado en la cuestión.

—¿De creta, quizá? —apuntó Strange, servicial—. Son bonitas.

—Mucho polvo con tiempo seco y mucho barro con lluvia —dijo Wellington—. No, no. Nada de creta. Sería casi como no tener carretera.

—¿Y adoquinada? —sugirió el general Murray.

—Los adoquines desgastarían las botas de los hombres —repuso Wellington.

—Además, a los de artillería no les gustaría —observó el caballero de pelo de zorro y cara de zorro—. Iba a costarles un horror arrastrar los cañones por una vía adoquinada.

Otro sugirió una carretera de grava. Pero la grava, pensaba Wellington, tenía los mismos inconvenientes que la creta: si llovía se convertiría en un barrizal, y los portugueses creían que volvería a llover al día siguiente.

—No —dijo milord—. Yo creo, señor Strange, que lo que más nos conviene es una carretera de estilo romano, con una buena cuneta a cada lado para desagüe y una calzada de losas bien ensambladas.

—Muy bien.

—Saldremos al amanecer —concluyó Wellington.

—En tal caso, milord, si alguien tiene la amabilidad de indicarme adónde debe conducir la carretera, inmediatamente pondré manos a la obra.

Por la mañana, la carretera estaba construida, y lord Wellington cabalgaba por ella montado en Copenhagen, su caballo favorito. A su lado iba Strange en Egyptian, su preferido. En su habitual tono categórico, Wellington señalaba las características que más le gustaban y las que le desagradaban.

—... en realidad, apenas hay algo que criticar. ¡Una carretera magnífica! Pero mañana hágala un poco más ancha, por favor.

Ambos convinieron en que, como norma general, las carreteras debían estar listas un par de horas antes de que saliera el primer regimiento y desaparecer una hora después de que hubiera pasado el último soldado. Eso evitaría que los franceses se beneficiaran de ellas. El éxito del plan dependía de que el estado mayor de Wellington facilitara a Strange información exacta sobre cuándo empezaba y acababa la marcha. Evidentemente, no siempre se calculaba con precisión. Alrededor de una semana después de la primera materialización de la carretera, el coronel Mackenzie del 110 de Infantería se presentó ante lord Wellington, muy alterado, para protestar de que el mago hubiera hecho desaparecer la vía antes de que su regimiento llegase a ella.

—Cuando llegamos a Celorico, milord, estaba esfumándose bajo nuestros pies. Al cabo de una hora se había desvanecido. ¿No podría el mago conjurar visiones para averiguar lo que hace cada regimiento? Tengo entendido que puede hacerlo muy fácilmente. Así podría asegurarse de que las carreteras no desaparecen hasta que haya pasado todo el mundo.

Lord Wellington respondió ásperamente:

—El mago tiene mucho que hacer. Beresford necesita carreteras3 . Yo necesito carreteras. No puedo pedirle al señor Strange que esté siempre escudriñando espejos y cuencos de agua, a fin de descubrir por dónde andan los regimientos rezagados. Usted y sus hombres tienen que mantener el ritmo, coronel Mackenzie. Eso es todo.

Poco tiempo después, en el cuartel general británico se recibió el informe de un incidente que le había ocurrido a gran parte del ejército francés durante la marcha de Guarda a Sabugal. Se había enviado una patrulla a inspeccionar el camino que unía las dos ciudades, pero unos portugueses que se acercaron a los soldados comentaron que aquélla era una de las carreteras del mago inglés y que desaparecería al cabo de una hora o dos, arrastrando a todo el que se encontrara en ella al infierno... o quizá a Inglaterra. Cuando el rumor llegó a oídos de los soldados, éstos se negaron a seguir andando por aquella carretera, que en verdad era absolutamente real y existía desde hacía casi mil años, y siguieron un tortuoso sendero por montes y valles pedregosos que les destrozó botas y uniformes y los retrasó varios días.

Lord Wellington no cabía en sí de gozo.