34. Al borde del desierto (Noviembre de 1814)
STEPHEN y el caballero del pelo plateado caminaban por las calles de una extraña ciudad.
—¿No está cansado, señor? —preguntó Stephen—. Yo lo estoy. Hace horas que andamos.
El caballero soltó una aguda carcajada.
—¡Mi querido Stephen, si acabas de llegar! ¡Hace un momento estabas en casa de lady Pole, obligado a realizar alguna humilde tarea por orden de su malvado esposo!
—¡Ah! —Lo último que recordaba era estar limpiando la plata en su cuartito contiguo a la cocina, pero aquello parecía haber ocurrido, ¡oh!, hacía años.
Stephen miró en derredor. Allí no reconocía nada. Hasta el olor del lugar, mezcla de especias, café, verduras podridas y carne asada, era nuevo para él.
—Es esta magia, señor —suspiró—. Lo desconcierta a uno.
El caballero le oprimió el brazo afectuosamente.
La ciudad parecía construida en una empinada ladera. No había calles propiamente dichas, sólo estrechos callejones formados por escaleras que serpenteaban entre las casas. Éstas eran de la mayor simplicidad, casi austeridad. Tenían muros de tierra o arcilla blanqueada, y puertas y postigos de madera tosca. Las escaleras también estaban pintadas de blanco. En toda la ciudad no se veía una nota de color en la que descansar la vista: ni un tiesto con una flor en una ventana, ni un juguete abandonado por un niño en una puerta. Stephen pensó que caminar por aquellas estrechas calles era como perderse entre los pliegues de una enorme servilleta de lino.
Reinaba una extraña quietud. Mientras subían y bajaban, oían salir de las casas un grave murmullo de conversaciones, pero ni risas, ni cantos ni voces infantiles. De vez en cuando se cruzaban con algún habitante, hombres de aspecto solemne, con túnica blanca, pantalón ajustado y turbante. Todos llevaban bastón, hasta los jóvenes, aunque en realidad ninguno parecía muy joven; los habitantes de aquella ciudad habían nacido viejos.
Sólo vieron a una mujer (por lo menos, el caballero del pelo plateado dijo que era una mujer). Estaba al lado de su marido, cubierta de la cabeza a los pies por una única prenda color de sombra. Stephen la vio de espaldas, pero entonces la mujer se giró y él advirtió que su cara no era una cara, sino un paño bordado del mismo oscuro tinte que el resto de su vestidura. Era una imagen que no desentonaba con el ambiente del lugar, propio de un sueño.
—Son gente muy extraña —susurró Stephen—. Y no parecen sorprendidos de vernos aquí.
—Oh, una parte de la magia que he obrado hace que a sus ojos tengamos el mismo aspecto que ellos. Están convencidos de conocernos desde niños. Además, descubrirás que los entiendes perfectamente, y ellos a ti... a pesar de que su lengua es tan enrevesada y oscura que a veinticinco millas de aquí ni sus mismos paisanos la entienden.
Stephen se dijo que quizá la magia hacía también que los habitantes de la ciudad no reparasen en lo alto que hablaba el caballero, cuyas palabras resonaban en todas las blancas esquinas.
La calle por la que bajaban describía una curva y terminaba bruscamente en un muro levantado para impedir que algún transeúnte distraído cayera rodando por la ladera. Desde allí se dominaba una gran extensión de territorio. A sus pies se desplegaba un desolado valle de piedra blanca bajo un cielo sin nubes. Soplaba un viento cálido. Era un mundo descarnado, del que sólo quedaban los huesos.
Stephen habría supuesto que aquel lugar era un sueño o parte de un encantamiento, de no haberle informado el caballero que aquello era...
—¡África! ¡La cuna de tus antepasados, mi querido Stephen!
No obstante, éste pensó: «Estoy seguro de que mis antepasados no vivían aquí. Estas gentes tienen la piel más oscura que los ingleses, pero más clara que la mía. Deben de ser árabes.»
—¿Vamos a algún sitio en particular, señor? —preguntó.
—¡A ver el mercado!
Stephen se alegró. El silencio y el vacío eran opresivos. Probablemente, en el mercado habría ruido y animación.
Pero el de aquella ciudad resultó tener un carácter muy curioso. Estaba situado cerca de las altas murallas, junto a una gran puerta de madera. No había puestos, ni ir y venir de gente interesada en ver las mercancías. Todo el que tenía intención de comprar algo se sentaba en el suelo con una mano encima de la otra, mientras un, funcionario del mercado —una especie de subastador— transportaba la mercancía de un sitio a otro, mostrándola a los posibles compradores. El subastador cantaba el último precio ofrecido, y el comprador o bien movía la cabeza negativamente o pujaba. No había gran variedad de productos —piezas de tela fina, algunos bordados y, sobre todo, alfombras—. Cuando Stephen hizo un comentario al respecto, el caballero respondió:
—Su religión es de lo más estricta. Se lo prohíbe casi todo, menos las alfombras.
Stephen observó a aquellos hombres que deambulaban lúgubremente por el mercado, hombres que mantenían la boca cerrada para no pronunciar alguna palabra prohibida, la mirada huidiza para no contemplar visiones prohibidas, las manos quietas para evitar actos prohibidos. Le pareció que existían sólo a medias. Podrían ser sueños o fantasmas. En la ciudad silenciosa y el paisaje silencioso, sólo el viento cálido parecía tener consistencia. Pensó que no le sorprendería si un día el viento se llevara la ciudad y sus habitantes.
—Por qué estamos aquí, señor? —preguntó.
—Para poder conversar con calma, Stephen. Se ha suscitado una cuestión muy grave. Siento tener que decirte que nuestros maravillosos planes han sido rudamente desbaratados porque, una vez más, los magos nos han atacado. ¡Nunca hubo dos hombres más viles! ¡Su único gozo es demostrar el menosprecio que nos tienen! Pero algún día...
El caballero parecía más deseoso de denostar a los magos que de explicarse con claridad, por lo que Stephen tardó en comprender lo ocurrido. Al parecer, Jonathan Strange había hecho una visita al rey de Inglaterra, cuyo motivo no explicó el caballero, que también había acudido, con intención, primero, de averiguar lo que hacía el mago, y, segundo, de ver al rey de Inglaterra.
—... y es que, no sé por qué, nunca le había presentado mis respetos a su majestad. Me pareció un anciano encantador. ¡Muy respetuoso conmigo! ¡Conversamos largamente! Ha sufrido mucho por el trato cruel de sus súbditos. A los ingleses les causa un gran placer humillar a los grandes y nobles. ¡A lo largo de la historia, muchos personajes eminentes han sido víctimas de su pérfida persecución, como Carlos I, Julio César y, sobre todo, tú y yo!
—Perdón, señor, pero ha hablado de planes. ¿Qué planes?
—¡Pues el plan de hacerte rey de Inglaterra, naturalmente! ¿No lo habrás olvidado?
—No, señor. Pero...
—¡Bien! No sé lo que pensarás tú, mi querido Stephen —atajó el caballero, sin aguardar a averiguarlo—, pero te confesaré que estoy cansado de esperar que tu maravilloso destino se cumpla por sí mismo. Estoy decidido a anticiparme a la remisa suerte y hacerte rey yo mismo. Quién sabe, quizá esté destinado a ser el instrumento que te encumbre a la alta posición que por derecho te corresponde. ¡Nada más probable! Mientras hablaba con el monarca, se me ocurrió que el primer paso para convertirte en rey debe ser eliminarlo a él. ¡Atención! No le deseo ningún mal. ¡Todo lo contrario! Bañé su alma en dulzura y lo hice más feliz de lo que ha sido en muchos años. ¡Pero el mago no estaba dispuesto a consentirlo! Apenas empecé a tejer un encantamiento, el mago se puso a trabajar contra mí. Utilizó una magia antigua de un poder inmenso. ¡En mi vida me había quedado tan sorprendido! ¿Quién iba a suponer que él sabría hacer eso?
El caballero interrumpió su discurso y Stephen aprovechó para decir:
—Le estoy muy agradecido por su preocupación por mí, señor, pero me permito señalar que el actual soberano tiene trece hijos, el mayor de los cuales ya dirige el país. Si el rey muere, la corona pasará a uno de ellos.
—¡Sí, sí! Pero son todos gordos y estúpidos. ¿Quién desea ser gobernado por semejantes adefesios? Cuando el pueblo de Inglaterra comprenda que puede ser gobernado por ti, Stephen, todo elegancia y donaire, con una efigie noble que ha de quedar muy bien en una moneda, ¡muy necio tendría que ser para no sentirse entusiasmado por la idea y apresurarse a apoyar tu causa!
Stephen pensó que el caballero conocía el carácter de los ingleses mucho menos de lo que suponía.
Su conversación fue interrumpida por un repentino y horrendo sonido: alguien estaba soplando un cuerno. Varios hombres se adelantaron rápidamente a cerrar las grandes puertas de la ciudad. Temiendo algún peligro, Stephen miró en derredor, alarmado.
—¿Qué sucede, señor?
—Oh, es costumbre de estas gentes cerrar la puerta todas las noches contra los malvados infieles —respondió el caballero con languidez—, palabra con la que designan a todo el que no sea ellos. Pero dime qué opinas. ¿Qué debemos hacer?
—¿Hacer, señor? ¿Acerca de qué?
—¡De los magos, Stephen! ¡Los magos! Bien claro está que, en cuanto empiece a realizarse tu maravilloso destino, ellos van a interferir. Aunque no entiendo qué puede importarles quién sea el rey de Inglaterra. Supongo que como ellos son feos y estúpidos, prefieren que su rey también lo sea. No; son nuestros enemigos, y por tanto debemos buscar el medio de destruirlos por completo. ¿Veneno? ¿Puñales? ¿Pistolas?
Se acercó el subastador, que sostenía otra alfombra.
—Veinte monedas de plata —anunció con lenta entonación, como si pronunciara una solemne condena sobre el mundo entero.
El caballero contempló la alfombra pensativo.
—Siempre es posible hacer prisionero a alguien y mantenerlo encerrado en el dibujo de una alfombra durante unos mil años. Es una suerte especialmente horrible que suelo reservar a quienes me han ofendido en lo más hondo... como esos magos. La interminable repetición de color y diseño, por no hablar de la irritación causada por el polvo y la humillación de las manchas, siempre vuelven completamente loco al prisionero, que sale de la alfombra decidido a vengarse de todo el mundo, y entonces los magos y héroes de la época tienen que unir sus fuerzas para matarlo o, lo que es más frecuente, meterlo durante otros mil años en una prisión más espantosa todavía. Y así, su locura y su maldad crecen a medida que transcurren los milenios. ¡Sí, las alfombras! Quizá...
—Muchas gracias —le dijo Stephen al subastador—. No deseamos comprar esta alfombra. Por favor, siga su camino, señor.
—Tienes razón. Stephen —dijo el caballero—. A pesar de sus defectos, esos magos se han mostrado muy hábiles para rehuir los encantamientos. Hay que buscar otra manera de destruir su espíritu para que pierdan la voluntad de resistírsenos. ¡Hacer que deseen no haber ni soñado con practicar la magia!