48. Los grabados (Finales de febrero – marzo
de 1816)
—¡Cómo ha cambiado usted! Estoy asombrado.
—¿He cambiado? Me sorprendería. Quizá esté algo más delgado, pero yo diría que nada más.
—No; es su cara, su gesto, su... Algo.
Strange sonrió, o más bien torció la boca, y sir Walter supuso que sonreía. Sir Walter no recordaba cómo era antes su sonrisa.
—Seguramente es esta ropa negra. Soy como un espantajo fúnebre que se pasea por la ciudad recordándole a la gente que tiene que morir.
Estaban en el café Bedford de Covent Garden, local que sir Walter había elegido con intención de levantar el ánimo de Strange, por ser aquél un lugar en el que habían pasado veladas muy amenas. Pero, en una noche semejante, ni el Bedford podía brindar amenidad. Fuera, un viento helado y negro zarandeaba a los viandantes y les lanzaba a los ojos una lluvia densa y negra. Dentro, unas salas llenas de malhumorados caballeros con la ropa húmeda estaban invadidas por una neblina mate e inerte que los camareros trataban de disipar echando más carbón al fuego y sirviendo más vino caliente a los caballeros.
Al entrar en la sala, sir Walter había encontrado a Strange escribiendo febrilmente en un cuadernito. Señalando el cuaderno con el mentón, preguntó:
—Así pues, ¿no ha abandonado la magia?
Strange se rió.
Sir Walter supuso que eso quería decir que no, de lo cual se alegró, ya que él sostenía que todo hombre debía tener una profesión, y creía que una ocupación útil y provechosa curaba males que otros remedios no podían curar. Sólo que no acababa de gustarle aquella risa, una exhalación bronca y amarga que nunca había oído proferir a Strange.
—Como había dicho que... —empezó.
—¡Oh, dije muchas cosas! Tenía en la cabeza muchas ideas raras. Un exceso de dolor puede producir accesos de locura tan intensos como un exceso de cualquier otra especie. A decir verdad, durante un tiempo estuve fuera de mí. A decir verdad, estaba desquiciado. Pero, como puede ver, aquello ya pasó.
Pero, a decir verdad, sir Walter no lo veía.
No era sólo que Strange hubiese cambiado. En ciertos aspectos seguía igual. Sonreía tanto como antes (aunque no con la misma sonrisa). Hablaba en el mismo tono irónico y superficial que antes (aunque daba la impresión de que casi no prestaba atención a lo que decía). Sus palabras y su cara eran las mismas que recordaban sus amigos... con la diferencia de que el hombre que había tras ellas parecía estar representando un papel, mientras sus pensamientos y su corazón se hallaban lejos. Miraba desde detrás de su sonrisa sarcástica y nadie sabía lo que pensaba. Ahora parecía más mago que nunca. Era muy extraño, nadie acertaba a explicárselo, pero en ciertos aspectos ahora era más como Norrell.
Llevaba un anillo de luto en el anular de la mano izquierda con un cabello castaño en su interior, y sir Walter observó que no dejaba de tocarlo y hacerlo girar.
Encargaron una buena cena consistente en una tortuga, tres o cuatro bistecs, salsa de grasa de ganso, lampreas, ostras al gratén y una ensalada de remolacha, pequeña.
—Me alegro de estar aquí —dijo Strange–. Ahora que he vuelto procuraré incordiar todo lo posible. Demasiado tiempo he dejado que Norrell hiciese las cosas a su manera.
—Norrell se pone lívido cada vez que alguien menciona su libro. No hace más que preguntar a unos y otros si saben qué pone.
—¡Ah, pero el libro no es sino el principio! Además, no saldrá hasta dentro de varios meses. Vamos a sacar un nuevo periódico. Murray quiere que aparezca lo antes posible. Naturalmente, será una publicación magnífica. Se llamará Famulus1 y difundirá mis propias opiniones sobre la magia.
—Que son muy distintas de las de Norrell, supongo.
—Por supuesto. Mi idea básica es examinar el tema de forma racional, sin las restricciones y limitaciones que impone Norrell. Confío en que este planteamiento abra nuevas vías de exploración. Porque, si bien se mira, ¿qué representa en realidad nuestra llamada «restauración de la magia inglesa»? ¿Qué hemos hecho Norrell y yo en realidad? Tejer ilusiones con nubes, lluvia, humo, etcétera. ¡Lo más fácil del mundo! Sí, reconozco que dar vida y voz a objetos inanimados ya es más sofisticado. Pero enviar tormentas y mal tiempo a los enemigos... No me cansaré de repetir lo simple que es la magia climática. ¿Qué más? Conjurar visiones. Bien, esto podría ser impresionante si alguno de nosotros pudiera hacerlo con habilidad, pero no podemos. Y ahora comparemos estas pobres tentativas con la magia de los aureates, que hacían que bosques de sicómoros y de robles se aliaran con ellos para combatir a sus enemigos; que convertían las flores en esposas y criados; que se transformaban en ratones, zorros, árboles, ríos, etcétera; que construían barcos de simples telarañas, casas de rosales...
—¡Sí, sí! —interrumpió sir Walter—. Ya sé que está impaciente por probar todas esas clases de magia. Pero, mal que me pese decirlo, opino que tal vez Norrell tenga razón. No toda esa magia es apta para nuestros días. Las transformaciones y demás estaban bien en el pasado. Constituyen un incidente espectacular en un episodio histórico, se lo concedo. Pero, Strange, no creo que quiera usted practicarlas. Un caballero no puede transformarse. Un caballero no querría parecer nada más que lo que es. Usted mismo no desearía aparecer bajo la forma de un pastelero o un farolero...
Strange se rió.
—Y considere si no sería aún mucho peor convertirse en perro o en cerdo2 .
—Elige ejemplos deleznables.
—¿Sí? ¡Pues en león! ¿Le gustaría ser un león?
—Es posible. Quizá. Probablemente no. ¡Pero no se trata de eso! Estoy de acuerdo en que el cambio de forma es una clase de magia que exige mucha destreza, pero eso no implica que no pueda tener alguna aplicación útil. Pregunte al duque de Wellington si no le hubiera gustado poder convertir a sus oficiales exploradores en zorros o ratones para que merodearan por los campamentos franceses. Puede estar seguro de que su excelencia no habría tenido tantos escrúpulos.
—No creo que nadie hubiera logrado convencer a Colquhoun Grant de que se dejara convertir en zorro3 .
—Bah, a Grant no le hubiera importado ser un zorro, con tal de ser un zorro de uniforme. No, no; hemos de centrar la atención en los aureates. Habría que dedicar mucha más energía al estudio de la vida y la magia de John Uskglass, y cuando hayamos...
—Eso es lo que no debe hacer. Ni pensarlo.
—¿Qué dice?
—Hablo en serio, Strange. No tengo nada contra los aureates en general. Es más, en principio creo que tiene usted razón. Los ingleses se enorgullecen de la antigua historia de su magia, de Godbless, Stokesey, Pale y demás. No les gusta leer en los periódicos que Norrell resta importancia a sus actos. Pero usted puede pecar de todo lo contrario. Si se habla en exceso de otros reyes, el gobierno se pondrá nervioso. Especialmente, cuando existe el peligro de que los johannites nos ataquen.
—¿Los johannites? ¿Quiénes son?
—¿Qué? ¡Strange, por Dios! ¿Acaso no lee los periódicos?
Strange pareció un poco incómodo.
—Mis estudios me ocupan mucho tiempo. Mejor dicho, todo el tiempo. Además, hace un mes que tengo otras cosas en qué pensar.
—Es que no hablo de hace un mes. Hace cuatro años que hay johannites en los condados del norte.
—Sí, pero ¿quiénes son?
—Son artesanos que entran de noche en las factorías y destruyen todo lo que encuentran. Incendian las casas de los fabricantes. Celebran reuniones clandestinas en las que incitan al pueblo a cometer actos sediciosos y saquean los mercados4 .
—Ah, los rompemáquinas. Sí, sí, ahora lo entiendo. Es sólo que ese extraño nombre me había desconcertado. Pero ¿qué tienen que ver los rompemáquinas con el Rey Cuervo?
—Muchos de ellos son, o se proclaman, seguidores suyos. Pintan el cuervo volante en la pared allí donde cometen sus destrozos. Sus cabecillas portan cartas credenciales que atribuyen a John Uskglass y afirman que él aparecerá muy pronto para restablecer su reino en Newcastle.
—¿Y el gobierno se lo cree? —preguntó Strange, asombrado.
—¡Por supuesto que no! Sería ridículo. Lo que nosotros tememos es algo mucho más terrenal. En una palabra: la revolución. En el norte, de Nottingham a Newcastle, ya ondea la bandera de John Uskglass. Desde luego, tenemos espías e informadores que nos dicen lo que traman y lo que hacen esos individuos. Oh, no digo que todos crean que Uskglass va a volver. La mayoría son seres tan racionales como usted y yo. Pero conocen la fuerza que ese nombre tiene entre el pueblo. Rowley Fisher-Drake, el diputado por Hampshire, ha presentado un proyecto de ley para declarar ilegal el acto de izar el cuervo volante. Pero no podemos prohibir al pueblo que ice su propia bandera, la de su rey legítimo5 . —Suspiró y clavó el tenedor en el bistec—. Otros países tienen historias de reyes que regresan en momentos de gran necesidad. Sólo en Inglaterra eso forma parte de la Constitución.
Strange agitó el tenedor con impaciencia.
—Todo eso es política. No tiene nada que ver conmigo. Yo no pienso pedir la restauración del reino de John Uskglass. Mi único afán es examinar, de forma serena y racional, su obra de mago. ¿Cómo vamos a restaurar la magia inglesa sin comprender qué es lo que queremos restaurar?
—Pues estudie a los aureates, pero deje a John Uskglass en la oscuridad en que lo mantiene Norrell.
Strange sacudió la cabeza.
—Norrell los ha predispuesto contra John Uskglass. Norrell los ha embrujado a todos. Comieron en silencio hasta que Strange dijo:
—¿Sabe quién está retratado en el castillo de Windsor?
—¿Quién?
—Uskglass. En una alegoría pintada por un italiano en la pared de una sala. Están Eduardo III y John Uskglass, el rey soldado y el rey mago, sentados el uno al lado del otro. Hace casi cuatrocientos años que John Uskglass abandonó Inglaterra, y los ingleses aún no saben si adorarlo u odiarlo.
—¡Ja! —exclamó sir Walter—. En el norte lo saben muy bien. Si pudieran, mañana mismo cambiarían la ley de Westminster por la de él6 .
Al cabo de una semana aparecía el primer número de Famulus, que, a causa del carácter sensacional de uno de sus artículos, se agotó a los dos días. El señor Murray, que en breve publicaría el primer tomo de Historia y práctica de la magia inglesa de Strange, se felicitaba ante la perspectiva de obtener grandes beneficios. El artículo que tanto revuelo había levantado entre el público era la descripción de cómo los magos pueden invocar a los muertos con el fin de obtener de ellos información útil. Fue tal la sensación que causó tan macabro (aunque interesante) tema que se decía que más de una jovencita se había desmayado sólo de saber que tenía en casa un ejemplar de Famulus7 . Nadie podía imaginar que el señor Norrell viera con buenos ojos aquella publicación, por lo que todos los que no simpatizaban con él se apresuraron a adquirir un ejemplar.
En Hanover Square, Lascelles le leía a Norrell:
—«... Cuando el mago no posee suficiente habilidad ni conocimientos, y tal es el caso de todos los magos modernos, ya que el genio nacional en esta materia ha decaído lamentablemente, es recomendable que conjure el espíritu de alguien que en vida fuera mago o, por lo menos, tuviese ciertas dotes para este arte. Porque si dudamos acerca del camino que debemos seguir, lo mejor será acudir a quien posea conocimientos y pueda venir a nuestro encuentro.»
—¡Va a estropearlo todo! —gritó Norrell, furioso—. ¡No parará hasta destruirme!
—Desde luego, es indignante —observó Lascelles fríamente—. Y eso, después de haberle jurado a sir Walter que había abandonado la magia cuando murió su esposa.
—¡Oh!, ni aunque muriésemos todos, ni aunque medio Londres desapareciera, dejaría Strange de practicar la magia. No puede evitarlo. Es mucho mago para dejarlo ahora. Y la magia que él practique será maligna. ¡No sé cómo voy a impedírselo!
—Cálmese, por favor, señor Norrell. Algo se le ocurrirá a usted muy pronto, estoy seguro.
—¿Cuándo publicarán el libro?
—Los anuncios de Murray dicen que el primer tomo aparecerá en agosto.
—¡El primer tomo!
—Sí, ¿no lo sabía? La obra será en tres tomos. En el primero se expone al público inglés la historia completa de la magia inglesa. El segundo facilita la exacta comprensión de su naturaleza, y el tercero establece el fundamento de su práctica futura.
Norrell lanzó un gemido, inclinó la cabeza y escondió la cara entre las manos.
—No obstante —agregó Lascelles con aire pensativo—, pese a lo nocivo que sin duda será el texto, más alarmantes aún son los grabados.
—¿Los grabados? —exclamó el mago, horrorizado—. ¿Qué grabados?
—Oh, Strange ha descubierto a no sé qué emigrante que ha estudiado con los mejores maestros de Italia, Francia y España, al que paga una cantidad exorbitante por los grabados.
—Pero ¿de qué son? ¿Qué representan?
—Cualquiera sabe —dijo Lascelles, bostezando—. No tengo ni la menor idea. —Alzó el ejemplar del Famulus y se puso a leer en silencio, para sí.
Norrell se quedó pensativo un rato, mordiéndose las uñas. Al fin tiró del cordón de la campanilla y envió a buscar a Childermass.
Al este de la ciudad de Londres se halla el suburbio de Spitalfields, famoso por las preciosas sedas que en él se fabrican. En ningún otro lugar de Inglaterra se produce hoy en día, ni se producirá nunca, seda de tan buena calidad como la de Spitalfields. En el pasado, se edificaron allí sólidas casas para albergar a los comerciantes, tejedores y tintoreros que prosperaban con la industria de la seda. Pero, si bien la seda que hoy sale de las buhardillas de los tejedores sigue siendo inmejorable, el barrio ha decaído mucho. Las casas están sucias y descuidadas. Los comerciantes prósperos se han mudado a Islington, Clerkenwell y (los más adinerados) a la parroquia de Mary-le-bone, al oeste. Hoy Spitalfields está habitado por gente pobre y de clase baja, y plagado de chiquillería, rateros y demás elementos poco propicios para la paz de los ciudadanos.
Un día más que sombrío, en el que una lluvia fría y gris caía en las sucias calles formando charcos en el barro, un carruaje llegó a Spitalfields por Elder Street y se paró delante de una casa alta y estrecha. El cochero y el lacayo vestían de luto riguroso. El lacayo saltó del pescante, abrió un negro paraguas y lo sostuvo en alto mientras abría la puerta para que se apeara Jonathan Strange.
Strange se detuvo un momento en la acera para ajustarse los negros guantes y mirar arriba y abajo. Aparte de dos perros vagabundos que escarbaban afanosamente en un montón de basura, la calle estaba desierta. No obstante, él seguía mirando en derredor hasta que atrajo su atención algo que se encontraba al otro lado de la calle. Era una puerta negra, robusta y de edad venerable, coronada por un gran frontón en saliente. No tenía nada de particular, parecía la entrada de un almacén o algo por el estilo. Tres gastados escalones de piedra conducían hasta ella. Cubrían la madera multitud de viejos carteles de teatro y avisos que informaban a los transeúntes de que tal día y en tal taberna se subastarían las propiedades del señor Tal (en quiebra).
—George —le dijo Strange al lacayo, que sostenía el paraguas—, ¿sabes dibujar?
—¿Cómo dice, señor?
—¿Te han enseñado a dibujar? ¿Conoces los principios del dibujo? Primer plano, escorzo, perspectiva y esas cosas.
—¿Yo, señor? No, señor.
—Lástima. El dibujo formó parte de mi educación. Yo podría dibujarte un paisaje o un retrato perfectamente correcto y perfectamente anodino. Lo mismo que cualquier otro amateur bien adiestrado. Tu difunta señora no tuvo los caros maestros que tuve yo, pero poseía más talento. Sus acuarelas de niños y adultos causarían horror a un académico, que diría que las figuras son muy rígidas y los colores, muy chillones. Pero la señora Strange tenía verdadero genio para captar expresiones, tanto faciales como corporales, para descubrir gracia y encanto hasta en las escenas más vulgares. Sus dibujos tienen una vivacidad y una frescura que... —Calló un momento—. ¿Qué decía? Ah, sí. El dibujo te da el hábito de la observación atenta, que siempre te será útil. Fíjate en esa puerta, por ejemplo.
El criado la miró.
—Hoy hace un día frío, gris y lluvioso. Hay poca luz, y por tanto no hay sombras. Lo normal sería que esa puerta estuviera oscura, en penumbra y sin esa sombra, me refiero a la intensa que va de, izquierda a derecha y ennegrece por completo el lado izquierdo de la madera. Y creo que no me equivoco al decir que si hoy fuera un día claro y soleado, se proyectaría hacia el lado opuesto. No; esa sombra desentona. No es natural.
El lacayo miró al cochero en demanda de ayuda, pero éste, firmemente decidido a no intervenir, permaneció con la vista fija en la lejanía.
—Entiendo, señor —dijo el lacayo.
Strange seguía mirando la puerta con la misma expresión de reflexivo interés. Entonces gritó:
—¡Childermass! ¿Es usted?
Todo siguió igual, pero un instante después la negra sombra se movió. Se separó de la puerta como se desprende de una cama una sábana mojada y, con el movimiento, se contrajo, se transformó y se convirtió en un hombre: John Childermass.
Con su sonrisa torcida, éste dijo:
—Bien, señor. No esperaba poder esconderme de usted mucho tiempo.
Strange inspiró por la nariz.
—Hace más de una semana que lo espero. ¿Dónde estaba?
—Mi señor no me envió hasta ayer.
—¿Y cómo está su señor?
—Nada bien. Sufre resfriados, jaquecas y temblores. Los síntomas habituales que lo aquejan cuando alguien lo enfurece. Y nadie lo enfurece tanto como usted, señor.
—Me alegra saberlo.
—Por cierto, señor, hace tiempo que quería decírselo, en Hanover Square tengo dinero para usted. Sus honorarios del Tesoro y del Almirantazgo correspondientes al último trimestre de mil ochocientos catorce. Strange abrió los ojos con gesto de sorpresa.
—¿Norrell va a dejar que perciba mi parte? Yo la daba por perdida.
—El señor Norrell no está al corriente, señor —sonrió Childermass—. ¿Quiere que esta noche le lleve el dinero a su casa?
—Desde luego. Yo no estaré, pero puede dárselo a Jeremy. Dígame, Childermass, siento curiosidad: ¿sabe Norrell que anda usted por ahí haciéndose invisible y convirtiéndose en sombra?
—Oh, he ido captando cosas aquí y allá. Llevo veintiséis años al servicio del señor Norrell. Muy tonto tendría que ser para no haber aprendido algo.
—Desde luego. Pero no es eso lo que le he preguntado. ¿Norrell lo sabe?
—No, señor. Lo sospecha, pero prefiere no darse por enterado. Un mago que se pasa la vida en una habitación llena de libros necesita a alguien que recorra el mundo por él. Lo que puede verse en el agua de una fuente de plata tiene límites. Usted lo sabe, señor.
—Hum. ¡Bien, acompáñeme! ¡Venga a ver lo que lo han enviado a ver!
Se hallaban frente a una casa que tenía aspecto de abandono, casi como si estuviera deshabitada. Los postigos de las ventanas estaban cerrados y muy sucios. Strange y Childermass esperaron en la acera mientras el lacayo llamaba a la puerta. Strange se protegía con el paraguas y Childermass parecía insensible a la lluvia.
Durante un rato no sucedió nada. Luego algo hizo que el lacayo bajara la mirada al patio lateral y empezara una conversación con alguien a quien nadie más que él podía ver. Quienquiera que fuese no le merecía mucha consideración al lacayo, quien, por su manera de fruncir el entrecejo, su postura con los brazos en jarras y el tono perentorio de su voz, denotaba viva impaciencia.
Al cabo de unos minutos, abrió la puerta una criada muy pequeña, muy sucia y muy asustada. Jonathan Strange, Childermass y el lacayo entraron en la casa; al pasar miraban a la muchacha, que se encogía de miedo al sentirse observada por personas tan altas e importantes.
Strange no se molestó en hacerse anunciar: no parecía probable que aquella criadita fuera capaz de cumplir el encargo. Indicando a Childermass que lo siguiera, rápidamente subió la escalera y entró en una habitación. Allí, a la luz caliginosa de infinidad de velas que ardían en medio de una especie de niebla —ya que la casa parecía generar su propio clima—, encontraron a monsieur Minervois, el grabador, y a monsieur Forcalquier, su ayudante.
Monsieur Minervois era más bien bajo y delgado. Tenía el pelo largo y oscuro, tan fino y reluciente como la seda. Le rozaba los hombros y le caía sobre la cara cuando se inclinaba sobre su trabajo, lo que ocurría casi constantemente. También sus ojos eran notables: serenos, grandes y de un castaño que denotaba su origen meridional. El aspecto de monsieur Forcalquier ofrecía un fuerte contraste con el de su bien parecido maestro: cara descarnada, ojos hundidos y cráneo rasurado, cubierto de unas cerdas descoloridas. Pero, aun con aquella estampa cadavérica, casi esquelética, su trato no podía ser más cortés.
Eran refugiados, pero la diferencia entre refugiado y enemigo era muy sutil para los habitantes de Spitalfields, que veían en monsieur Minervois y monsieur Forcalquier a espías franceses. Mucho hizo sufrir a ambos esa inmerecida reputación. Una de las diversiones favoritas de las turbas de chicos y chicas del suburbio en los días de fiesta consistía en acechar el paso de los franceses, caer sobre ellos y hacerlos rodar por el barro, sustancia de la que Spitalfields estaba bien provisto. Los vecinos les manifestaban sus sentimientos con desaires, silbidos y negándose a venderles lo que necesitaran. Strange los había ayudado actuando de mediador entre monsieur Minervois y su casero, al que había inducido a adoptar una actitud más comprensiva hacia el carácter y la situación del grabador, y enviando a Jeremy Johns a todas las tabernas de los alrededores a beber ginebra y charlar con los naturales del lugar para comunicarles que esos franceses eran protegidos de uno de los dos magos de Inglaterra.
—Y si te contestan que Norrell es el más grande de los dos —lo había instruido Strange levantando el índice—, no se lo discutas, pero diles que yo tengo peor genio y soy más quisquilloso con las ofensas que se hacen a mis amigos.
Monsieur Minervois y monsieur Forcalquier le estaban muy agradecidos, pero habían descubierto que, en sus penosas circunstancias, no había mejor amigo que el brandy, tomado con estricta regularidad durante todo el día.
Permanecían siempre encerrados en la casa de Elder Street, con los postigos cerrados al inhóspito Spitalfields día y noche. Vivían y trabajaban a la luz de las velas y hacía tiempo que habían roto toda relación con los relojes. Se sorprendieron al ver entrar a Strange y Childermass, ya que les parecía que era medianoche. Tenían una criada —la diminuta huérfana de ojos redondos— que no los entendía y les tenía miedo, y de la que ellos no sabían el nombre. Pero a su manera, altiva e indiferente, los dos hombres eran considerados con ella, le habían dado una pequeña habitación con un colchón de plumas y sábanas de hilo, y a la muchacha la sombría casa le parecía el paraíso. Sus obligaciones consistían principalmente en ir a comprar comida, brandy y opio. Ellos se quedaban con el brandy y el opio y a ella le daban la mayor parte de la comida. También tenía que acarrear y calentar el agua para los baños y el afeitado, ya que los dos eran muy pulcros. No obstante, la suciedad y el desorden de la casa les tenían sin cuidado, lo cual era una suerte para la huérfana, que sabía tanto de faenas del hogar como de hebreo antiguo.
Encima de todas las superficies había hojas de grueso papel y trapos sucios de tinta. Había fuentes de peltre con viejas cortezas de queso y botes con plumas y carboncillos. Había un veterano manojo de apio que llevaba mucho tiempo demasiado cerca del carbón para su bien. Había dibujos y grabados clavados directamente al artesonado y al mugriento papel de la pared. Uno de ellos, de Strange, era excelente.
Detrás de la casa, en un patio tiznado de hollín, había un manzano que en otro tiempo estaba en el campo, hasta que el gris Londres había llegado hasta allí y se había tragado a sus amables vecinos verdes. Un día, en un acceso de laboriosidad, una mano anónima había recolectado todas las manzanas y las había colocado en el alféizar de las ventanas, donde llevaban varios años, durante los cuales pasaron de manzanas viejas a tumefactos cadáveres de manzanas y, finalmente, a simples fantasmas de manzanas. La casa tenía un olor potente, compuesto de tinta, papel, carboncillo, brandy, opio, manzanas podridas, velas y café, mezclado con el aroma personal de dos hombres que trabajaban día y noche en un espacio no muy grande y a los que nunca, bajo ningún concepto, se podía inducir a abrir una ventana.
Lo cierto es que Minervois y Forcalquier a menudo olvidaban que existían sobre la faz de la tierra lugares tales como Spitalfields y Francia. Durante días, habitaban en el pequeño universo de los grabados que hacían para el libro de Strange y que representaban cosas extrañas en verdad.
Imágenes de grandes corredores, construidos más de sombras que de cualquier material. Las oscuras aberturas que se veían en las paredes sugerían la existencia de otros pasillos, como si los grabados mostraran el interior de un laberinto. En algunos aparecían anchas escalinatas que descendían a oscuros canales subterráneos. Había dibujos de un páramo vasto y oscuro por el que discurría un camino desolado. El espectador parecía mirar la escena desde gran altura. En el sendero, lejos, muy lejos, había una sombra —una pequeña raya en la pálida superficie—, muy lejana para que pudieras adivinar si era hombre, mujer o niño, o si era humana siquiera; pero su presencia en todo aquel espacio despoblado era inquietante.
Un grabado mostraba la figura de un puente solitario, tendido sobre las brumas de un vacío inmenso —quizá el mismo cielo—, y, a pesar de que el puente estaba construido de la misma sólida mampostería que los corredores y canales, tenía a cada lado diminutas escalerillas que descendían en torno a sus robustos pilares. Eran unas escaleras frágiles, construidas con bastante menos habilidad que el puente, pero eran muchas y bajaban perdiéndose entre las nubes hacia Dios sabe dónde.
Strange examinaba estas cosas con una atención que rivalizaba con la de Minervois, interrogando, criticando y proponiendo. Strange, que hablaba en francés con los dos grabadores, descubrió que Childermass los entendía perfectamente y hasta hacía alguna que otra pregunta a Minervois. No obstante, hablaba francés con un acento de su Yorkshire natal tan marcado que Minervois no lo comprendía y le preguntó a Strange si Childermass era holandés.
—Como es natural —observó Strange, dirigiéndose a Childermass—, ellos les dan a las escenas un aire demasiado romano, muy al estilo de Palladio y Piranesi, pero no pueden evitarlo: es su escuela. La escuela te marca. Yo, como mago, nunca seré totalmente Strange, o, por lo menos, no sólo Strange: hay en mí mucho de Norrell.
—¿Así que esto es lo que vio en los Caminos del Rey? —preguntó Childermass.
—Sí.
—¿Y cuál es el país que atraviesa el puente?
Strange lo miró con ironía.
—No lo sé. ¿Usted qué cree?
Childermass se encogió de hombros.
—Supongo que Tierra de Duendes.
—Quizá. Pero empiezo a pensar que eso que llamamos Tierra de Duendes puede estar formado por muchos países. También podríamos llamarlo «Otro Lugar», y vendría a significar lo mismo.
—¿Están muy distantes esos sitios?
—No mucho. Yo, desde Covent Garden, los vi todos en una hora y media.
—¿Es difícil esa magia?
—No demasiado.
—¿Me diría en qué consiste?
—Con sumo gusto. Necesita un conjuro de revelación; yo utilicé el Doncaster. Y otro de disolución, para fundir la superficie del espejo. Hay infinidad de hechizos de disolución en los libros que he leído, pero ninguno sirve de nada, que yo sepa, por lo que tuve que hacerlo yo mismo. Puedo anotárselo si quiere. Finalmente, hay que poner los dos bajo el arco de un hechizo de orientación. Esto es importante, ya que de lo contrario no creo que pudiera regresar. —Hizo una pausa y miró a Childermass—. ¿Me sigue?
—Perfectamente, señor.
—Bien. —Tras un breve silencio, Strange dijo—: Childermass, ¿no cree que ha llegado el momento de dejar el servicio del señor Norrell y trabajar para mí? Conmigo no tendría que considerarse un criado. Sería mi discípulo y ayudante.
Childermass se echó a reír.
—¡Ja! Muchas gracias, señor. ¡Gracias! Pero el señor Norrell y yo aún no hemos terminado. Todavía no. Además, creo que yo iba a ser muy mal discípulo, peor que usted.
Strange, sonriendo, reflexionó un instante.
—Buena respuesta —dijo al fin—. Pero no lo bastante, me temo. No creo que usted pueda apoyar las ideas de Norrell. ¡Un solo mago en Inglaterra! ¡Una sola opinión sobre la magia! ¿Usted está de acuerdo con eso? Usted disiente tanto como yo. ¿Por qué no disentir a mi lado?
—Porque entonces tendría que asentir a lo que usted dijera, ¿no? No sé cómo acabarán usted y Norrell. He consultado las cartas, pero la respuesta es ambigua. El porvenir es muy complejo para que las cartas puedan explicarlo con claridad, y yo no acierto con la pregunta clave. Le diré lo que voy a hacer. Le haré una promesa. Si usted pierde y el señor Norrell gana, dejaré su servicio. Abrazaré la causa de usted, lo combatiré a él con todas mis fuerzas esgrimiendo los argumentos que más lo incomoden... y seguirá habiendo en Inglaterra dos magos y dos opiniones sobre la magia. Pero si él pierde y usted gana, haré lo mismo con usted. ¿Le parece esta respuesta lo bastante buena?
—Sí; es lo bastante buena —sonrió Strange—. Vuelva junto al señor Norrell y dele recuerdos de mi parte. Dígale que espero que encuentre satisfactorias las respuestas que le he dado. Si desea saber algo más, mañana, a eso de las cuatro, me encontrará usted en mi casa.
—Gracias, señor. Ha sido usted muy franco y explícito.
—¿Y por qué no había de serlo? Es Norrell el amigo de los secretos, no yo. No le he dicho nada que no esté en mi libro. Dentro de un mes más o menos, todos los hombres, mujeres y niños del reino podrán leerlo y formarse su opinión sobre él. Y no creo que Norrell pueda impedirlo.