17. La inexplicable aparición de veinticinco guineas (Enero de 1808)

LA mejor tienda de ultramarinos de la ciudad es Brandy’s, en St. James Street. No soy yo la única persona que lo cree así. Sir William Pole, el abuelo de sir Walter, se negaba a comprar el café, el chocolate y el té en cualquier otro sitio y afirmaba que, comparado con el café turco superfino y supertostado del señor Brandy, cualquier otro café era insípido. Hay que señalar, sin embargo, que el privilegio de ser proveedor de sir William tenía sus inconvenientes. Aunque liberal con sus elogios y siempre cortés y condescendiente con los empleados, pagaba pocas facturas, y cuando murió debía una suma considerable. El señor Brandy, hombre de genio vivo, cara chupada y gesto huraño, estaba indignado. También él murió poco después, y muchos pensaron que lo hizo adrede, para perseguir a su aristocrático deudor.

A su muerte, el negocio pasó a manos de su viuda. Brandy se había casado ya mayor, e imagino que no sorprenderá al lector saber que la señora Brandy no había sido completamente feliz en su matrimonio. No tardó en descubrir que a su marido le gustaba más contemplar las guineas y los chelines que contemplarla a ella, y debo decir que muy raro tenía que ser el hombre al que no gustara contemplar a la señora Brandy, que era una atractiva mujer de bucles castaños, ojos azules y expresión dulce. Lo más natural habría sido que un hombre maduro como Brandy, sin otro atributo que el del dinero, hubiera rodeado de atenciones a una esposa joven y bonita y se hubiera esforzado por complacerla en todo; pero no fue así. No le había dado ni una casa que habitar, a pesar de que podía permitírselo holgadamente. Era tan refractario a soltar ni una moneda de seis peniques, que la hacía vivir en la pequeña habitación situada encima de la tienda de St. James Street, y durante sus doce años de matrimonio aquel cuchitril sirvió a la señora Brandy de salita de estar, dormitorio, comedor y cocina. Pero el señor Brandy no llevaba muerto ni tres semanas cuando ella ya había comprado una casa en Islington, cerca del Angel, y tomado a tres criadas: Sukey, Dafney y Delphina.

Empleó también a dos hombres en la tienda. John Upchurch era tranquilo, trabajador y capaz. Toby Smith era un pelirrojo nervioso cuyo comportamiento la desconcertaba: unas veces se mostraba callado y taciturno, y otras, alegre y rebosante de inesperadas confidencias. En vista de ciertas discrepancias que aparecían en las cuentas (como suelen darse en cualquier negocio) y del aspecto atribulado y azorado que tenía Toby cuando ella lo interrogaba al respecto, la señora Brandy empezaba a temer que su dependiente estuviera sisándole. Una noche de enero, la situación dio un giro inesperado. Ella estaba en la habitación de encima de la tienda cuando sonó un golpecito en la puerta y entró Toby Smith, arrastrando los pies y rehuyendo la mirada de su patrona.

—¿Qué sucede, Toby?

—Perdone, señora —dijo, dejando vagar la mirada por la habitación—, es que no salen las cuentas. John y yo hemos contado y vuelto a contar el dinero y hecho las sumas una docena de veces o más, pero no lo entendemos. La señora chasqueó la lengua, suspiró y preguntó cuál era la diferencia.

—Veinticinco guineas, señora.

—¡Veinticinco guineas! —repitió horrorizada—. ¡Veinticinco guineas! ¿Cómo podemos haber perdido tanto? Oh, tenéis que estar equivocados, Toby. ¡Veinticinco guineas! ¡No creía que pudiera haber tanto dinero en la tienda! ¡Oh, Toby! —exclamó cuando la asaltó otra idea—. ¡Nos han robado!

—No, señora. Se equivoca, señora, con perdón. No quiero decir que falten veinticinco guineas. Es que sobran. Están de más.

Ella lo miró sin pestañear.

—Puede usted verlo con sus propios ojos, señora, si baja a la tienda.

El hombre sostenía la puerta con gesto de ansiedad y súplica. La señora Brandy bajó rápidamente y Toby la siguió.

Eran las nueve de una noche sin luna. Los postigos estaban cerrados y John y Toby habían apagado las lámparas. La tienda hubiera debido estar tan oscura como el interior del bote del té, pero la inundaba una suave luz dorada que parecía emanar de algo amarillo encima del mostrador.

Era un montón de relucientes guineas. La señora Brandy tomó una y la miró. Era como si sostuviera en la mano una esfera de luz amarilla con una moneda debajo. Era una luz extraña, que daba a los tres presentes un aspecto muy diferente del habitual. La mujer parecía altiva y orgullosa, John tenía el aire de un pícaro embaucador y Toby mostraba una expresión de gran ferocidad. Ni que decir tiene que estos defectos eran totalmente ajenos a su carácter. Pero aún más extraña era la transformación que aquella luz obraba en las docenas de cajoncitos de caoba que cubrían toda una pared de la tienda. Otras noches, las letras doradas incrustadas en la madera indicaban que su contenido eran cosas tales como: macis (hojas), mostaza (con cáscara), nuez moscada, hinojo molido, hojas de laurel, pimienta de Jamaica, esencia de jengibre, alcaravea, granos de pimienta, vinagre, y demás productos propios de una próspera y bien surtida tienda de ultramarinos. Pero ahora en los cajoncitos podía leerse: piedad (merecida), piedad (inmerecida), pesadillas, buena fortuna, mala fortuna, persecución de familias, ingratitud filial, confusión, perspicacia y veracidad. Fue una suerte que ninguno de ellos observara el extraño cambio. La señora Brandy se habría disgustado terriblemente, ya que no hubiera sabido a qué precio debía vender esa nueva mercancía.

—De algún sitio tiene que haber venido este dinero —dijo—. ¿Alguien ha pagado su cuenta hoy?

John negó con la cabeza y Toby lo imitó.

—Además —agregó este último—, nadie debe tanto, salvo la duquesa de Worksop, desde luego, y francamente, señora, en ese caso...

—Sí, sí, Toby, dejémoslo —lo interrumpió ella, y se quedó pensativa un momento—. Quizá se le haya caído a algún caballero al sacar el pañuelo para enjugarse la lluvia de la cara.

—No estaba en el suelo —dijo John—. Estaba aquí, en la caja, con el resto del dinero.

—Pues no sé qué pensar. ¿Alguien ha pagado hoy con una moneda de una guinea?

Toby y John dijeron que aquel día nadie había pagado con una moneda de una guinea y, mucho menos, veinticinco personas con veinticinco monedas.

—Y unas guineas tan amarillas, señora —observó John—. Y todas nuevas y relucientes, inmaculadas.

—¿Quiere que vaya a buscar al señor Black, señora? —preguntó Toby.

—¡Oh, sí! —respondió ella con viveza—. Es decir, quizá no. No debemos molestarlo si no se trata de algo realmente malo. Y no es nada malo, ¿verdad, Toby? O quizá sí. No sé.

La llegada repentina e inexplicable de grandes sumas de dinero es algo tan insólito en la era moderna que ni Toby ni John eran capaces de ayudar a su señora a decidir si era cosa buena o mala.

—Aunque, desde luego —prosiguió ella—, el señor Black es una persona muy inteligente. Imagino que al momento descifrará el misterio. Ve a Harley Street, Toby, saluda de mi parte al señor Black y dile que, si dispone de tiempo, me gustaría conversar con él unos momentos. No, ¡espera! No le digas eso, suena muy presuntuoso. Primero pide perdón por molestarlo y luego dile que, en caso de que disponga de un momento, le quedaría muy agradecida, no, me sentiría muy honrada, no, muy agradecida, si pudiera hablar con él unos instantes.

La señora Brandy había conocido a Black cuando sir Walter heredó las deudas de su abuelo y ella el negocio de su marido. Cada semana poco más o menos, Stephen le llevaba una o dos guineas para ir saldando la deuda. Por extraño que parezca, con frecuencia la señora Brandy se resistía a aceptar el dinero.

—Oh, señor Black —decía—. Lléveselo. Estoy segura de que sir Walter lo necesita más que yo. La semana pasada el negocio marchó muy bien. Hemos recibido un chocolate especial que la clientela, muy amable, dice que es el mejor que se encuentra en todo Londres, infinitamente superior a cualquier otro chocolate tanto por el sabor como por la textura. Y de toda la ciudad viene la gente a comprarlo. ¿Quiere una tacita, señor Black?

Y sacaba el chocolate especial en una bonita chocolatera de porcelana azul y blanca, le servía una taza y le preguntaba ansiosamente si le gustaba, porque, a pesar de que acudía gente de todo Londres a comprarlo, para convencerse de sus virtudes la señora Brandy necesitaba recabar la opinión semanal de Stephen. Pero sus atenciones no se limitaban a la taza de chocolate, sino que, en general, se mostraba muy solícita respecto a su salud. Si hacía frío, le preocupaba que no se abrigara lo suficiente; si llovía, temía que se resfriara; si hacía un tiempo seco y caluroso, lo instaba a sentarse junto a una ventana que daba a un pequeño jardín muy verde, para refrescarse.

Cuando él se despedía, ella volvía a hablar de la guinea.

—En cuanto a la próxima semana, señor Black, no sé qué decirle. Quizá la próxima semana me haga mucha falta esa guinea. Los clientes no siempre pagan sus cuentas..., por lo que me permito rogarle que tenga la bondad de volver a traerla el miércoles. El miércoles, a eso de las tres. A las tres estaré libre y tendré preparado el chocolate, ya que usted ha tenido la amabilidad de decir que le gusta mucho.

Mis lectores masculinos se sonreirán al pensar que las mujeres nunca entenderán de negocios, pero las lectoras convendrán conmigo en que la señora Brandy entendía a la perfección el negocio más importante que se llevaba entre manos, que no era otro que el de lograr que Stephen Black se enamorase de ella tanto como ella se había enamorado de él.

Toby no regresó con un mensaje de Stephen Black, sino con el propio Stephen en persona, y toda la ansiedad que la aparición de las monedas había suscitado en la señora Brandy fue barrida por una agitación nueva y mucho más grata.

—¡Oh, señor Black! ¡No esperábamos verlo tan pronto! ¡No creía que estuviera libre!

Stephen se detuvo en la zona oscura, más allá de la radiación de las extrañas monedas.

—Esta noche no importa dónde esté —dijo con una voz mate, muy distinta de la habitual—. Toda la casa está revuelta. Milady no se encuentra bien.

La señora Brandy, John y Toby se sintieron muy impresionados. Al igual que todos los ciudadanos de Londres, se interesaban vivamente por todo cuanto afectara a milady. Se preciaban de su relación con cualquier miembro de la aristocracia, pero su condición de proveedores de lady Pole era lo que mayor satisfacción les producía. Nada los complacía tanto como poder decir que cuando lady Pole se sentaba a la mesa del desayuno, su panecillo estaba untado con las mermeladas de la señora Brandy, y el café que había en su taza había sido preparado con el grano suministrado por la señora Brandy.

De pronto, una idea terrible asaltó a la señora Brandy.

—¿No habrá tomado milady algo que le sentara mal? —preguntó.

—No —dijo Stephen con un suspiro—; no se trata de eso. Se queja de que tiene dolor en las extremidades, sueños extraños y frío. Pero, sobre todo, está callada y abatida. Y tiene la piel helada.

Stephen entró en la extraña luz.

La asombrosa alteración que ésta había obrado en el aspecto de los otros no era nada comparada con el cambio que provocó en Stephen, al multiplicar su natural belleza por cinco, por siete y hasta por diez, imprimiéndole una expresión de nobleza casi sobrenatural. Y lo más sorprendente era que la luz parecía concentrarse en un halo que le rodeaba la cabeza, como una corona. No obstante, al igual que antes, ninguno de los presentes pareció advertir algo fuera de lo normal.

Stephen giró las monedas con sus dedos negros y finos.

—¿Dónde estaban, John?

—Ahí, en la caja, con el resto del dinero. ¿De dónde pueden haber salido, señor Black?

—Estoy tan asombrado como vosotros. No encuentro explicación. —Miró a la señora Brandy—. Lo que más me preocupa es que usted quede a salvo de toda sospecha de haber obtenido este dinero de forma ilícita. Creo que debería entregarlo a un abogado y encargarle que publique anuncios en el Times y el Morning Chronicle para averiguar si alguien ha perdido veinticinco guineas en su tienda.

—¡Un abogado, señor Black! —exclamó, horrorizada—. ¡Eso costará una fortuna!

—Sí, señora; todos los abogados la cuestan.

En ese momento pasó por delante de la tienda un caballero, que, al distinguir un resplandor dorado por las rendijas de los postigos, pensó que aún había alguien en el interior y, como necesitaba té y azúcar, llamó a la puerta con los nudillos.

—¡Un cliente, Toby! —gritó la señora Brandy.

Toby corrió a abrir y John guardó el dinero. En el instante en que bajó la tapa de la caja, la estancia quedó a oscuras y ellos advirtieron que hasta aquel momento se habían visto unos a otros a la luz que despedían las misteriosas monedas. Así pues, John corrió a encender las lámparas para alegrar la tienda mientras Toby pesaba lo que pedía el cliente. Stephen Black se dejó caer en una silla y se pasó la mano por la frente. Estaba lívido y exhausto.

La señora Brandy se sentó a su lado y le oprimió una mano con exquisita suavidad.

—Mi querido señor Black, usted no está bien.

—Es sólo que me duele todo el cuerpo, como si hubiera estado toda la noche bailando. —Volvió a suspirar y se sujetó la cabeza.

La señora Brandy retiró la mano.

—No sabía que hubiera baile anoche —dijo, con una nota de celos—. Espero que se divirtiera. ¿Quiénes fueron sus parejas?

—No, no. No hubo baile. Al parecer, sufro los dolores del baile sin haber gozado de sus placeres. —Alzó la cabeza súbitamente—. ¿Oye usted eso?

—¿El qué, señor Black?

—La campana. Toca a muertos.

Ella aguzó el oído un momento.

—No; no oigo nada. ¿Se quedará a cenar, mi querido señor Black? Sería un honor para nosotros. Aunque temo que no sea una cena muy elegante. Hay poca cosa. Casi nada. Unas ostras al vapor, pastel de pichón y una pierna de cordero. Pero un viejo amigo como usted sabrá dispensarnos, desde luego. Toby puede traer...

—¿Está segura de que no la oye?

—Sí, lo estoy.

—No puedo quedarme. —Fue a añadir algo, y hasta abrió la boca para decirlo, pero pareció que la campana lo distraía otra vez de su propósito y calló—. ¡Tenga usted buenas noches! —Se levantó, insinuó una rápida reverencia y se fue.

En St. James Street seguía sonando la campana. Stephen caminaba como entre la niebla. Estaba llegando a Piccadilly cuando un mozo vestido con delantal y cargado con una cesta de pescado salió de pronto de un callejón. Al tratar de esquivarlo, Stephen chocó con un caballero grueso que llevaba chaqueta azul y sombrero Bedford y estaba parado en la esquina de Albermarle Street.

El hombre se giró y descubrió a Stephen. Al instante, fue presa de la alarma: vio una cara negra cerca de su cara y unas manos negras cerca de sus bolsillos y objetos de valor. Sin reparar en la buena ropa ni el aire respetable de Stephen, el caballero grueso, convencido de que iba a ser víctima de un robo o una agresión, levantó el paraguas para defenderse a golpes.

Ése era el momento que Stephen había temido toda su vida. Pensó que llamarían a los alguaciles, que lo llevarían ante los magistrados y que, seguramente, ni el patrocinio ni la amistad de sir Walter Pole bastarían para salvarlo. ¿Sería concebible para un jurado inglés que pudiera existir un negro que no robara ni mintiera? ¿Un negro que fuera una persona respetable? No parecía probable. No obstante, ahora que creía que iba a cumplirse su destino, Stephen descubrió que no le afectaba, y observó el desarrollo de los acontecimientos como el que mira una comedia a través de un grueso cristal o una escena reflejada en un estanque.

El caballero grueso abrió los ojos con miedo, cólera e indignación. También abrió la boca dispuesto a lanzar acusaciones, pero entonces empezó a transformarse. Su cuerpo se metamorfoseó en árbol, bruscamente le brotaron en todas las direcciones brazos que tomaron forma de ramas, su cara se convirtió en tronco y todo él creció de pronto veinte pies. Donde antes estaban el sombrero y el paraguas había ahora una gran masa de hiedra.

«Un roble en Piccadilly —pensó Stephen—. Qué curioso.»

También Piccadilly cambiaba. En aquel momento pasaba un carruaje. Era evidente que pertenecía a un personaje importante porque, además de cochero en el pescante, llevaba dos lacayos detrás y un escudo pintado en la puerta, y estaba tirado por cuatro bayos idénticos. Ante los ojos de Stephen, los caballos empezaron a crecer y adelgazar hasta que, cuando parecía que iban a desaparecer por completo, tomaron la forma de un bosquecillo de esbeltos abedules de tronco plateado. El coche se convirtió en un acebo y el cochero y los lacayos, en un búho y dos ruiseñores que se fueron volando. Una dama y un caballero que caminaban cogidos del brazo echaron ramas en todas las direcciones y se transformaron en un saúco; y un perro, en una enmarañada mata de helechos secos. Las farolas de gas de la calle se elevaron y quedaron suspendidas del firmamento como estrellas, que brillaban entre un encaje de ramas desnudas, y del mismo Piccadilly no quedó sino un sendero casi invisible que cruzaba un oscuro bosque invernal.

Pero Stephen no veía en ello nada sorprendente; era como un sueño, en el que los hechos más extraordinarios van acompañados de su explicación y al momento resultan perfectamente lógicos. Todo lo contrario, le parecía que siempre había sabido que Piccadilly estaba muy cerca de un bosque encantado.

Echó a andar por el sendero.

El bosque era muy oscuro y silencioso. Sobre su cabeza, las estrellas eran las más brillantes que había visto en su vida, y los árboles, simples siluetas oscuras.

Desapareció aquella sorda apatía que durante todo el día le había embotado la mente y el espíritu, y Stephen evocó el sueño de la víspera, en el que había conocido a un misterioso personaje de pelo plateado y chaqueta verde que lo había llevado a una casa donde toda la noche había bailado con gente muy extraña.

La lúgubre campana sonaba mucho más cerca en el bosque que en Londres, y Stephen avanzó por el sendero en dirección al sonido. Pronto llegó a una enorme casa de piedra que tenía mil ventanas. En algunas se veía un débil resplandor. Rodeaba la mansión una tapia muy alta. Stephen la atravesó (aunque no sabía cómo, porque no había visto ni rastro de puerta) y se encontró en un gran patio destartalado, sembrado de cráneos, huesos rotos y armas oxidadas que parecían llevar allí varios siglos. A pesar del tamaño y la magnificencia de la casa, su única entrada era una puerta tan pequeña que Stephen tuvo que agacharse para pasar por ella. Inmediatamente vio una gran multitud de personas, ataviadas de forma exquisita.

Justo al lado de la puerta había dos caballeros. Vestían fina chaqueta oscura, medias y guantes de inmaculada blancura y zapatos de baile. Estaban charlando animadamente, pero en cuanto apareció Stephen, uno de ellos se volvió sonriendo.

—¡Ah, Stephen Black! —exclamó—. Estábamos esperándote.

Entonces volvieron a sonar el violín y la gaita.