47. «Un chico negro y un tipo azul... algo querrá decir eso» (Finales de enero de 1816)
EL coche de sir Walter Pole avanzaba por un solitario camino de Yorkshire. Stephen Black cabalgaba junto a él, montado en una yegua blanca.
A los lados se extendían los páramos cárdenos que iban al encuentro de un cielo oscuro, cargado de nieve. Grises peñascos de formas torturadas, esparcidos aquí y allá, acentuaban el carácter agreste e inhóspito del paisaje. De vez en cuando, un oblicuo rayo de sol perforaba las nubes un momento, iluminando un arroyo blanco o convirtiendo un charco en refulgente moneda de plata.
Llegaron a un cruce. El cochero tiró de las riendas y miró hoscamente el lugar en que, según él, debía estar el poste indicador.
—No hay piedras miliarias —dijo Stephen—, nada que indique adónde llevan estos caminos.
—Suponiendo que lleven a alguna parte —replicó el cochero—, cosa que empiezo a dudar. —Sacó del bolsillo una caja de rapé e inhaló un buen pellizco.
El lacayo que iba sentado al lado del cochero (y que era, de los tres, el que más frío tenía y de peor humor estaba) maldijo Yorkshire, con todos sus habitantes y caminos.
—Supongo que deberíamos ir hacia el norte o el nordeste —dijo Stephen—. Pero en este páramo me he desorientado un poco. ¿Tienes idea de dónde queda el norte?
El cochero, a quien iba dirigida la pregunta, respondió que todas las direcciones le parecían muy del norte.
El lacayo soltó una carcajada breve y áspera.
Al comprender que sus compañeros de viaje no iban a servir de ayuda, Stephen hizo lo que solía hacer en tales circunstancias: asumir toda la responsabilidad. Le dijo al cochero que tomara un sendero y que él tomaría el otro.
—Si acierto, volveré a buscaros o enviaré a un mensajero. Si el vuestro es el bueno, seguid adelante y no os preocupéis por mí.
Stephen avanzó mirando dubitativamente las sendas que encontraba. Se cruzó con otro jinete, que también era forastero y no había oído hablar del lugar por el que le preguntó.
Llegó a un camino que serpenteaba entre dos muros construidos con piedra seca, sin mortero, como es costumbre en aquella parte de Inglaterra. Torció por allí. A cada lado, seguía el curso del muro una hilera de desnudos árboles. Cuando caían los primeros copos de nieve, Stephen atravesó un estrecho puente para caballerías y entró en un pueblo de toscas casas de piedra y muros en ruinas. Todo era quietud y silencio. Como sólo había un puñado de edificios, encontró pronto el que buscaba. Era bajo y largo y tenía un patio delante. Stephen contempló con desagrado los tejados bajos, las ventanas anticuadas y las paredes cubiertas de musgo.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien en casa?
Arreciaba la nevada. De un lado de la casa salieron dos criados que se acercaron corriendo. Vestían con pulcritud, pero su expresión de nerviosismo y su aire desmañado provocaron en Stephen un gesto de disgusto y el deseo de encargarse de su enseñanza.
Ellos se quedaron atónitos al ver en su patio a un negro montado en una yegua blanca como la nieve. El más valiente hizo una especie de media reverencia.
—¿Starecross Hall? —preguntó Stephen.
—Sí, señor —dijo el criado valiente.
—Vengo de parte de sir Walter Pole. Avisa a tu señor.
El hombre corrió hacia la casa. Al cabo de un momento, se abrió la puerta principal y apareció un individuo delgado y moreno.
—¿Es el encargado del manicomio? —preguntó Stephen—. ¿Es usted John Segundus?
—¡En efecto! ¡Sea bienvenido!
El negro se apeó y arrojó las riendas al criado.
—Este lugar es endiabladamente difícil de encontrar. Hace una hora que andamos por este páramo infernal. ¿Podría enviar a un hombre para que guíe al coche de milady? Han tomado el camino de la izquierda en el cruce que hay a dos millas de aquí.
—Ahora mismo. Lamento que hayan tenido dificultades. Como puede ver, la casa está muy apartada, pero ésa es una de las razones por las que a sir Walter le pareció apropiada. Milady se encuentra bien, espero.
—Muy fatigada por el viaje.
—Todo está dispuesto para recibirla. Por lo menos... —Segundus abrió la marcha hacia el interior—. Comprendo que esto ha de ser muy distinto de aquello a lo que ella está acostumbrada.
Al extremo de un corto pasillo había una habitación que ofrecía un agradable contraste con los tristes y sombríos contornos. Era confortable y acogedora, provista de cuadros, bonitos muebles, alfombras mullidas y lámparas que despedían una luz cálida. Había reposapiés para aliviar la fatiga de milady, biombos para protegerla de la corriente de aire y libros para distraerla, si deseaba dedicarse a la lectura.
—¿No le parece bien? —preguntó Segundus—. Por su expresión veo que no le agrada demasiado.
Stephen abrió la boca para decirle que lo que veía él era muy diferente. Veía lo que vería milady cuando entrara en la habitación. Las sillas, los cuadros y las lámparas eran ilusorios. Detrás estaban las formas mucho más firmes y sólidas de los salones y escaleras grises y desoladas de Desesperanza.
Pero de nada serviría tratar de explicar eso. Las palabras cambiarían a medida que salieran de su boca, convirtiéndose en disparatadas divagaciones sobre una cerveza fermentada con el rencor y el ansia de venganza, o muchachas cuyas lágrimas se convertían en ópalos y perlas cuando la luna estaba en cuarto creciente, y las huellas de cuyos pasos se llenaban de sangre en cuarto menguante. Así pues, se limitó a decir:
—No, no. Me parece bien. Milady no necesita más.
A muchas personas esta respuesta hubiera podido parecer fría, sobre todo, si habían trabajado tanto como Segundus, pero éste no hizo comentario alguno.
—¿Así que milady es la dama a la que el señor Norrell resucitó?
—Así es.
—¿El acto en que se basa todo el resurgimiento de la magia inglesa?
—Así es.
—Y no obstante quería matarlo. Es un caso extraño. ¡Muy extraño!
Stephen no dijo nada. A su modo de ver, el encargado del manicomio no era quién para meditar sobre la cuestión, y, por mucho que meditara, no era probable que acertase con la verdad. A fin de desviar la atención de lady Pole y su supuesto crimen, dijo:
—Sir Walter eligió personalmente este establecimiento. No sé a quién pidió consejo. ¿Hace tiempo que usted lo dirige?
Segundus respondió sonriendo:
—Muy poco tiempo. Unas dos semanas tan sólo. Lady Pole es la primera persona confiada a mis cuidados.
—¿Ah sí?
—Creo que sir Walter considera que mi falta de experiencia es una ventaja. Otros caballeros de la profesión están acostumbrados a ejercer autoridad e imponer limitaciones a las personas que tienen a su cargo, algo que sir Walter desea evitarle a su esposa. Yo no tengo que desprenderme de tales hábitos. En esta casa, milady no encontrará sino amabilidad y respeto. Y, salvo por las pequeñas precauciones que dicta el sentido común, como la de mantener pistolas y cuchillos fuera de su alcance, será tratada como una invitada, y todos procuraremos que se sienta feliz.
Stephen inclinó la cabeza en señal de aprobación y luego preguntó:
—¿Cómo llegó usted hasta aquí?
—¿A la casa?
—No; a regentar un manicomio.
—Pues por casualidad. En septiembre tuve la gran fortuna de conocer a la señora Lennox, una dama que se ha convertido en mi benefactora. La casa es de su propiedad. Hacía años que buscaba en vano un buen arrendatario. Me tomó aprecio y, movida por el deseo de ayudarme, decidió fundar un negocio y ponerme al frente. Nuestro primer proyecto fue una escuela de magos, pero...
—¡Magos! —exclamó Stephen, sorprendido—. ¿Qué tiene usted que ver con los magos?
—Yo soy mago. Lo he sido toda la vida.
—¿De veras?
Stephen pareció escandalizado por la noticia y Segundus sintió el impulso de ofrecerle disculpas, aunque no comprendía qué disculpas debía ofrecer por ser mago, y prosiguió:
—Pero el señor Norrell no aprobaba nuestros planes para la escuela y envió a Childermass a disuadirme. ¿Conoce a John Childermass, señor?
—De vista —respondió Stephen—. Nunca he hablado con él.
—Al principio, la señora Lennox y yo teníamos intención de combatirlo, al señor Norrell quiero decir, no a Childermass. Escribí al señor Strange, pero mi carta llegó la mañana del día en que su esposa había desaparecido y, como usted ha de saber, la pobre señora murió a los pocos días.
Por un momento pareció que Stephen iba a decir algo, pero sólo meneó la cabeza, y el señor Segundus continuó:
—Entonces comprendí que, sin la ayuda del señor Strange, no podríamos llevar adelante el proyecto. Fui a Bath a informar a la señora Lennox. Ella, toda amabilidad, me dijo que pronto encontraríamos otro plan. Le confieso que salí de su casa muy desanimado. No había dado muchos pasos cuando vi una escena extraña. En medio de la calle había una figura cubierta de harapos negros. Tenía los ojos inyectados en sangre y vacíos de toda razón y esperanza. Gesticulaba para ahuyentar a los fantasmas que lo asaltaban y les suplicaba a gritos que tuvieran piedad. ¡Pobre desdichado! Los enfermos del cuerpo pueden hallar alivio en el sueño, pero instintivamente comprendí que aquel hombre, no podría librarse de sus demonios ni mientras dormía. Le puse en la mano unas monedas y seguí andando. No creo que pensara en él durante el viaje de regreso, pero al cruzar el umbral de esta casa me ocurrió algo extraño. Tuve lo que creo puedo llamar una visión. Vi al loco desvariando en el vestíbulo, como lo había visto en Bath, y entonces comprendí que esta mansión, tan tranquila y apartada, podía ser buen lugar de acogida para enfermos de la mente. Escribí a la señora Lennox y ella aprobó mi nuevo plan. Dice usted que no sabe quién me recomendó a sir Walter. Fue Childermass, que había prometido ayudarme en todo lo posible.
—Sería conveniente, señor, que evitara toda mención de su profesión y de la escuela, por lo menos al principio. No hay en el mundo, ni en éste ni en cualquier otro, algo que más pudiera afligir a milady que encontrarse a merced de otro mago.
—¡A merced! —se asombró Segundus—. ¡Menuda expresión! Confío sinceramente en que nadie llegue a considerarse nunca a mi merced. ¡Y menos esa señora!
Stephen lo miraba.
—Estoy seguro de que usted es un mago muy diferente del señor Norrell.
—Eso espero —dijo Segundus con gravedad.
Una hora después, se oyó un pequeño revuelo en el patio. Stephen y Segundus salieron a recibir a milady. El carruaje no había podido cruzar el puente de caballerías y lady Pole había tenido que hacer a pie las últimas cincuenta yardas del viaje. Entró en el patio de Starecross Hall dando muestras de agitación, mientras recorría con la mirada aquel escenario nevado y triste, y Stephen pensó que muy cruel tenía que ser una persona para, al verla tan joven, tan hermosa y tan afligida, no desear ofrecerle toda la protección de que fuera capaz. Interiormente, maldijo a Norrell.
Al acercarse a ella, Segundus tuvo un sobresalto y le miró la mano izquierda, pero la cubría el guante. Enseguida se sobrepuso y le dio la bienvenida a Starecross Hall.
Stephen les sirvió el té en el saloncito.
—Me han dicho que milady está muy apenada por la muerte de la señora Strange —dijo Segundus—. ¿Me permite que le presente mis condolencias?
Ella volvió la cara para ocultar las lágrimas.
—Más justo sería presentárselas a ella, no a mí. Mi marido me propuso escribir al señor Strange para pedirle prestado un retrato de su esposa, a fin de encargar una copia que me sirviera de consuelo. Como si eso pudiese hacerme algún bien. Al fin y al cabo, no es fácil que olvide su cara, cuando ella y yo asistimos a los mismos bailes y procesiones noche tras noche, y seguiremos asistiendo durante el resto de nuestra vida. Supongo que Stephen lo sabe. Stephen lo comprende.
—Claro que sí —dijo Segundus—. Milady siente horror al baile y la música, ya lo sé. Puede estar segura de que aquí no estarán permitidos. Aquí no habrá nada que no sea alegría, nada que no contribuya a su felicidad. —Le habló de los libros que podrían leer juntos y de los paseos que podrían dar en primavera, si ella quería.
A Stephen, ocupado con el servicio del té, aquélla le parecía la más inocua de las charlas, pero en una o dos ocasiones observó cómo la mirada de Segundus iba de milady a él y otra vez a milady, con una agudeza que le causó inquietud.
El coche, el cochero, la doncella y el lacayo permanecerían en Starecross Hall con lady Pole. Stephen, por el contrario, debía regresar a Harley Street. A primera hora de la mañana siguiente, mientras milady desayunaba, entró a despedirse.
Cuando él se inclinó, ella rió entre melancólica y divertida.
—Es ridículo despedirse, cuando ambos sabemos que dentro de unas horas volveremos a vernos. No te preocupes por mí, Stephen. Aquí estaré mejor, lo presiento.
Stephen salió al patio de los establos, donde lo esperaba su yegua. Estaba poniéndose los guantes cuando a su espalda sonó una voz.
—¡Le ruego me perdone!
Era Segundus, tan dubitativo y modesto como siempre.
—¿Me permite una pregunta? ¿Cuál es la magia que los rodea a usted y a milady? —Levantó una mano, como si quisiera rozar la cara de Stephen con la yema de los dedos—. Los dos tienen en los labios una rosa blanca y roja. ¿Qué significa?
Stephen se llevó la mano a la boca. No había nada. Pero de pronto lo asaltó la disparatada idea de contárselo todo al señor Segundus, su encantamiento y el de las dos mujeres. Tenía la impresión de que él lo comprendería, de que podía ser un mago extraordinario, mucho más grande que Strange y Norrell, que encontraría la manera de burlar al caballero del pelo como el vilano del cardo. Pero fueron ideas fugaces. Enseguida se impuso la innata desconfianza de Stephen hacia los ingleses en general, y los magos ingleses en particular.
—No sé a qué se refiere —dijo rápidamente. Montó y se alejó sin añadir ni una palabra.
Aquel día los caminos se encontraban peor que nunca. El barro, surcado de profundas roderas, estaba helado y duro como el hierro. La escarcha y la fría neblina que cubrían los campos acentuaban la desolación del paisaje.
La yegua de Stephen, uno de los innumerables regalos del caballero, era blanca como la nieve, sin un solo pelo negro en todo el cuerpo. Era, además, fuerte y veloz, y tan fiel a Stephen como pueda serlo un caballo a un hombre. Él le había puesto el nombre de Firenze, y dudaba de que ni el mismo príncipe regente ni el duque de Wellington poseyeran mejor cabalgadura. Una de las particularidades de su extraña vida encantada era que, allá donde fuese, a nadie parecía sorprender que un criado negro poseyera el mejor caballo del reino.
A unas veinte millas al sur de Starecross Hall, llegó a un pequeño pueblo. El camino describía un pronunciado recodo entre el jardín de una elegante mansión y una hilera de establos ruinosos. En el momento en que Stephen pasaba por delante de la entrada de la casa, por la curva apareció bruscamente un carruaje que casi chocó con él. El cochero volvió la cabeza para ver qué había espantado a sus caballos, obligándolo a tirar de las riendas. Al ver que no era más que un negro, le lanzó un trallazo. El cuero no tocó a Stephen, pero alcanzó a Firenze encima del ojo derecho. Dolorida y asustada, la yegua se encabritó y cayó de espaldas en el camino helado.
Pareció que todo se derrumbaba. Cuando pudo darse cuenta de lo que ocurría, Stephen se encontró en el suelo. Firenze se había desplomado. Él había salido despedido, pero aún tenía el pie izquierdo enganchado en el estribo y la pierna retorcida de un modo alarmante, como si estuviera rota. Liberó el pie y se quedó sentado en el suelo, mareado y aturdido. Algo líquido le resbalaba por la cara y vio que tenía desolladuras en las manos. Probó a incorporarse y descubrió con alivio que podía tenerse en pie; la pierna estaba magullada pero no rota.
Firenze yacía en tierra, resollando y girando los ojos frenéticamente. Stephen se preguntó por qué no trataba de levantarse o, por lo menos, pateaba. Un temblor le estremecía todo el cuerpo, pero ella no hacía movimiento alguno. Tenía las patas rígidas y separadas. Entonces lo comprendió: no podía moverse porque se había partido el espinazo.
Stephen miró hacia la mansión, con la esperanza de que alguien saliera a ayudarlo. En una ventana apareció una mujer. Él tuvo una visión fugaz de ropa elegante y expresión de fría altivez. Tan pronto la mujer se hubo cerciorado de que el accidente no había causado daño a nadie ni a nada que fuera suyo, se retiró, y Stephen no volvió a verla.
Se arrodilló al lado de Firenze y le acarició la cabeza y el omóplato. De una alforja sacó una pistola, un frasco de pólvora, una baqueta y un cartucho. Cargó y cebó la pistola. Se puso en pie y amartilló el arma.
Pero no pudo pasar de ahí. Había sido una leal amiga: no se sentía capaz de matarla. Iba a rendirse, desesperado, cuando en el camino se oyó un traqueteo y por el recodo apareció un carro tirado por un caballo grande, desgarbado y plácido. Era el carro de un recadero. Lo guiaba un hombre con figura de tonel y cara redonda y abotargada, vestido con una chaqueta muy vieja. Al ver a Stephen, tiró de las riendas.
—Eh, chico, ¿qué hay?
Stephen señaló a Firenze con la pistola.
El hombre bajó del carro y se acercó.
—Bonito animal —dijo en tono afable. Le dio a Stephen una palmada en el hombro, acompañada de un suspiro de conmiseración que olía a col—. Pero de nada le sirve eso ahora.
Sus ojos fueron de la cara de Stephen a la pistola. Alargó la mano y, suavemente, levantó el cañón, dirigiéndolo a la temblorosa cabeza de Firenze. Como Stephen no disparaba, preguntó:
—¿Quieres que lo haga por ti, chico?
Stephen asintió.
El hombre tomó la pistola. Stephen desvió la mirada. Sonó un disparo, un sonido horrible, seguido de una algarabía de graznidos y aleteos cuando todos los pájaros de alrededor alzaron el vuelo al mismo tiempo. Stephen se giró. Firenze se convulsionó y quedó inerte.
—Gracias —le dijo al carretero.
Oyó alejarse al hombre y pensó que se iba, pero el otro regresó enseguida y, con otra palmada, le tendió una botella negra.
Stephen bebió un trago. Era una ginebra áspera que lo hizo toser.
A pesar de que con lo que valía la ropa y las botas de Stephen se hubieran podido comprar dos carros y dos caballos como los del carretero, el hombre adoptó el aire de jovial superioridad con que los blancos suelen tratar a los negros. Tras un momento de reflexión, le dijo que lo primero era deshacerse del animal.
—Viva o muerta, tiene su valor. A tu amo no le hará gracia que otro se quede con la yegua y el dinero.
—No era de mi amo. La yegua era mía.
—¡Vaya! ¡Qué me cuentas!
Un cuervo se posó en el blanco costado de Firenze.
—¡No! —gritó Stephen, y fue a ahuyentarlo.
Pero el carretero lo detuvo.
—¡Quieto, chico! ¡Quieto! Eso trae suerte. ¡No recuerdo cuándo fue la última vez que vi tan buena señal!
—¡Suerte! ¿Qué dice?
—Es la señal del viejo Rey, ¿no? Un cuervo sobre algo blanco. ¡El estandarte del viejo John!1
Le dijo que él conocía por aquellos parajes a alguien que, a cambio de cierta cantidad, lo ayudaría a deshacerse de Firenze. Stephen subió al carro y el hombre lo llevó a una granja.
El granjero, que nunca había visto a un negro, se quedó atónito al encontrar en su patio a tan exótica criatura. A pesar de la evidencia, no podía creer que Stephen hablara su misma lengua. El carretero, que comprendía el desconcierto del hombre, se mantenía al lado de Stephen e iba repitiendo amablemente todo lo que éste decía, a fin de que fuese más comprensible. Pero de nada servía. El granjero no se enteraba y seguía mirando a Stephen sin pestañear mientras hacía comentarios a uno de sus empleados, tan estupefacto como él.
El hombre se interrogaba sobre si la piel se desteñiría cuando Stephen tocara algún objeto y hacía otras especulaciones de carácter aún más impertinente y desagradable. Las meticulosas instrucciones de Stephen para la retirada del cadáver de Firenze cayeron en oídos sordos hasta que la esposa del granjero regresó del mercado. Ella era una persona muy diferente, para la que un hombre bien vestido y dueño de un caballo valioso (aunque estuviese muerto) era un caballero, cualquiera fuese su color. Le habló a Stephen de un vendedor de comida para gatos que se llevaba los caballos muertos de la granja, el cual se haría cargo del animal, distribuiría la carne y vendería los huesos y los cascos para la elaboración de cola. Le dijo lo que pagaría el hombre y le prometió encargarse de todo a cambio de una tercera parte del dinero. Stephen accedió.
Él y el carretero salieron de la granja al camino.
—Gracias —dijo Stephen—. Sin su ayuda, habría sido todo mucho más difícil. Le pagaré por las molestias, desde luego, pero aún he de pedirle otro favor. No tengo medio de llegar a casa. Le agradecería que me llevara hasta la posta más cercana.
—¡No! Guarda la bolsa, chico. Te llevaré a Doncaster y no te costará nada.
Stephen hubiera preferido quedarse en la posta, pero el carretero parecía tan contento de haber encontrado compañía que no quiso desairarlo.
El carro avanzaba hacia Doncaster por etapas, viajando por sendas poco transitadas y llegando a las posadas y los pueblos desde direcciones insospechadas, como si pretendiera pillarlos por sorpresa. Entregaban aquí una cama y allí un pastel de frutas, y recogían toda clase de paquetes de extraña forma. Pararon delante de una casita aislada en medio de un bosque y rodeada de un seto desnudo. Allí recibieron de manos de una anciana criada una frágil jaula pintada de negro que contenía un canario diminuto. El carretero informó a Stephen de que el pajarito era de una anciana que había muerto y debía ser entregado a una sobrina nieta que vivía al sur de Selby.
Poco después de que la jaula del canario quedara colgada de la trasera del carro, Stephen tuvo un sobresalto al oír unos ronquidos atronadores que partían de aquel mismo sitio. Parecía imposible que un pájaro tan pequeño produjera semejante ruido, y dedujo que en el vehículo debía de haber otra persona, alguien a quien aún no tenía el gusto de conocer.
El carretero sacó de una cesta un gran pastel de cerdo y un trozo de queso. Con un enorme cuchillo cortó un pedazo de pastel y cuando parecía que iba a ofrecérselo a Stephen, lo asaltó una duda.
—¿Los negros comen lo mismo que nosotros? —preguntó, como si pensara que podían comer hierba o rayos de luna.
—Sí —dijo Stephen. El hombre le dio el trozo de pastel y una loncha de queso—. Gracias. ¿No querrá algo su otro pasajero?
—Quizá. Cuando despierte. Lo he recogido en Ripon. El hombre no tenía dinero. He pensado que así tendría con quien hablar. Al principio hablaba mucho, pero en Boroughbridge se ha dormido y desde entonces no hace otra cosa.
—Qué desconsiderado.
—No me importa. Ahora te tengo a ti.
—Sí que debe de estar cansado —reflexionó Stephen—. No lo ha despertado el disparo que ha acabado con mi yegua, ni la visita al granjero necio, ni la parada por la cama, ni por el canario, es decir, los acontecimientos del día. ¿Adónde va?
—¿Ése? A ningún sitio. Anda de un lado a otro. Lo persigue un hombre de Londres muy famoso, y no puede quedarse mucho tiempo en el mismo lugar, o el criado de ese sujeto podría encontrarlo.
—¡Oh, vaya!
—Es azul —observó.
—¿Azul? —dijo Stephen, desconcertado. El carretero movió la cabeza de arriba abajo—. ¿Azul? ¿Quiere decir amoratado del frío o lleno de cardenales?
—No, chico. Tan azul es él como negro eres tú. ¡Hey! ¡Llevo en el carro a un hombre negro y a un hombre azul! Hasta ahora nadie podía decir tal cosa. Si un negro trae suerte, porque imagino que será como los gatos, un chico negro y un tipo azul, juntos, algo querrá decir eso. Pero ¿qué?
—Quizá quiera decir algo —sugirió Stephen—, pero no para usted. Quizá quiera decir algo para él. O para mí.
—No; no puede ser. Esto me pasa a mí.
Stephen pensaba en el extraño color del desconocido.
—¿Tiene alguna enfermedad? —preguntó.
—Podría ser —respondió, reacio a comprometerse.
Cuando hubieron comido, el carretero empezó a dar cabezadas y pronto se quedó dormido con las riendas en las manos. El carro siguió avanzando con serenidad por el camino, gobernado por el caballo, animal sensato y prudente.
Era un viaje fatigoso para Stephen. El triste exilio de lady Pole y la pérdida de Firenze pesaban en su ánimo. Se alegraba de poder descansar durante un rato de la conversación del carretero.
De pronto oyó hablar entre dientes, señal de que el hombre azul se despertaba. Al principio no distinguía las palabras, pero después oyó claramente:
—El esclavo sin nombre será rey de un país extraño.
Se estremeció, porque aquellas palabras le recordaban vívidamente la promesa del caballero de hacerlo rey de Inglaterra.
Oscurecía. Stephen detuvo el caballo, bajó del carro y encendió los tres viejos faroles que colgaban de él. Ya se disponía a volver a subir cuando un individuo desaliñado saltó bruscamente de la parte trasera al suelo helado y quedó frente a él.
El andrajoso lo miró a la luz de los faroles.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó con voz ronca.
—¿Adónde? —repuso Stephen.
El hombre meditó un momento y decidió repetir la pregunta con otras palabras.
—¿Dónde estamos?
—En ningún sitio. Entre un lugar llamado Ulleskelf y otro llamado Thorpe Willoughby, según creo.
Aunque el hombre había pedido esa información, no pareció recibirla con interés. Tenía la sucia camisa abierta hasta la cintura, y Stephen observó que la descripción del carretero no era exacta. Aquel hombre no era azul del modo en que él era negro. Era un tipo flaco y siniestro con cara de ave de rapiña, cuya piel, en su estado natural, habría tenido el mismo color que la de cualquier inglés, pero estaba cubierta de una extraña amalgama de líneas, volutas, puntos y círculos azules.
—¿Conoces a John Childermass, el criado del mago? —preguntó el hombre.
Stephen se sobresaltó, como le habría ocurrido a cualquier persona a quien dos desconocidos le hubieran hecho la misma pregunta en dos días sucesivos.
—Lo conozco de vista. Nunca he hablado con él.
El hombre sonrió ampliamente y guiñó un ojo.
—Hace ocho años que anda detrás de mí, y aún no me ha encontrado. He estado en Yorkshire, viendo la casa de su amo. Está en medio de un gran parque. Me hubiera gustado robar algo. Cuando estuve en su casa de Londres, me comí varios pasteles.
Era desconcertante encontrarse en presencia de un ladrón confeso, pero Stephen no podía evitar sentir cierta simpatía hacia un hombre que deseara robar al mago. Al fin y al cabo, de no ser por Norrell, lady Pole y él no habrían caído bajo el encantamiento. Sacó del bolsillo dos coronas.
—¡Toma! —dijo.
—¿Y eso? —preguntó el hombre con suspicacia, pero cogiendo las monedas.
—Porque te compadezco.
—¿Por qué?
—Porque, si es cierto lo que me han dicho, no tienes casa.
El hombre volvió a sonreír y se rascó la sucia mejilla.
—Y si es cierto lo que me han dicho a mí, tú no tienes nombre.
—¿Qué?
—Yo sí tengo nombre. Me llamo Vinculus. —Agarró la mano de Stephen—. ¿Por qué te apartas de mí?
—No me aparto.
—Sí; has tratado de desasirte.
Stephen titubeó.
—Tienes marcas azules en la piel. Pueden ser señal de alguna enfermedad.
—No significa eso mi piel.
—¿Significa? No parece una palabra apropiada. Pero lo es: la piel puede significar muchas cosas. La mía significa que cualquiera puede golpearme en un lugar público sin temor a las consecuencias. Significa que a mis amigos no siempre les agrada ser vistos por la calle en mi compañía. Significa que, por muchos libros que lea y muchas lenguas que hable, nunca seré más que una curiosidad, como un cerdo que habla o un caballo que suma y resta.
—Y para mí significa todo lo contrario —dijo Vinculus con su ancha sonrisa—. Significa que serás elevado a lo más alto, Rey Sin Nombre. Significa que tu reino te aguarda y tu enemigo será destruido. Significa que la hora está próxima. «El esclavo sin nombre ceñirá corona de plata. El esclavo sin nombre será rey de un país extraño...»
Sin soltar a Stephen, recitó toda su profecía.
—Bien —concluyó—, ahora se la he dicho a los dos magos y te la he dicho a ti. He cumplido la primera parte de mi misión.
—Pero yo no soy mago.
—Ni yo he dicho que lo seas —respondió Vinculus.
Bruscamente, soltó la mano de Stephen, se ciñó la raída chaqueta y, saliendo del halo luminoso de los faroles, se zambulló en la oscuridad y desapareció.
Varios días después, el caballero del pelo como el vilano del cardo manifestó el súbito deseo de asistir a una cacería de lobos, algo que, al parecer, no había hecho en varios siglos.
Casualmente, entonces se daba una batida en el sur de Suecia y, sin dilación, se transportó a sí mismo y a Stephen a aquel lugar. Stephen se encontró de pie sobre una gran rama que pertenecía a un viejo roble situado en el centro de un nevado bosque. Desde allí dominaba un pequeño claro, en el que había clavado un alto poste de madera. El poste sostenía una vieja rueda de carro sobre la que habían atado una cabra joven que balaba tristemente.
De entre los árboles salió con sigilo una familia de lobos. Tenían el pelaje salpicado de nieve y escarcha y miraban la cabra con ojos ávidos. Nada más aparecer, en el bosque se oyeron ladridos de perros y se vio a jinetes que se acercaban al galope. Una jauría se derramó por el claro; los dos perros que iban delante saltaron sobre uno de los lobos y las tres criaturas se convirtieron en un ovillo de cuerpos, patas y dientes que giraba entre gruñidos y dentelladas. Entonces llegaron los cazadores y dispararon al lobo. Los otros se escurrieron entre los oscuros árboles, perseguidos por los perros y los jinetes.
Cuando el movimiento decaía en un lugar, el caballero se trasladaba por el aire, llevándose a Stephen a donde la caza prometía más emoción. De ese modo, iban de árbol en árbol y de loma en peñasco. En una ocasión se posaron en la torre de la iglesia de un pueblo de casas de madera, con ventanas y puertas de formas caprichosas, como de cuento de hadas, y los tejados espolvoreados de nieve que relucía al sol.
Se hallaban en un lugar tranquilo del bosque, esperando la llegada de los cazadores, cuando junto a su árbol pasó un lobo. Era el más hermoso de su especie, con grandes ojos oscuros y pelaje color pizarra húmeda. Levantó la vista y se dirigió al caballero en un lenguaje que sonaba como el canto del agua sobre las piedras, el suspiro del viento entre las ramas desnudas y el chisporroteo de un fuego de hojarasca.
El caballero le contestó en la misma lengua, se echó a reír despreocupadamente y lo despidió con un ademán.
El lobo le lanzó una mirada de reproche y se alejó corriendo.
—Me ha suplicado que le salve la vida —explicó.
—¿Y no podría salvarlo, señor? No me gusta ver morir a esas nobles criaturas.
—¡Mi buen Stephen, tierno corazón! —dijo el caballero afectuosamente. Pero no salvó al lobo.
A Stephen no le divertía la cacería. Sí, los cazadores eran valientes, y sus perros fieles y bravos, pero estaba aún muy reciente la pérdida de Firenze para que la muerte de una criatura le procurase placer, y menos la de una criatura fuerte y hermosa como el lobo. Al pensar en Firenze advirtió que aún no había hablado con el caballero de su encuentro con el hombre de piel azul ni de la profecía. Se lo contó.
—¡Vaya! Es una sorpresa.
—¿Conocía la profecía, señor?
—Sí, por supuesto. La conozco bien, como todos los de mi raza. Es una profecía de... —Pronunció una palabra que Stephen no entendió2 —. Vosotros lo conocéis por su nombre inglés de John Uskglass, el Rey Cuervo. Pero no entiendo cómo ha podido perdurar en Inglaterra. No creí que los ingleses siguieran interesándose por estas cosas.
—¡El esclavo sin nombre! Ese soy yo, ¿verdad, señor? ¡Y la profecía dice que seré rey!
—¡Pues claro que serás rey! Lo he dicho yo y en estas cosas nunca me equivoco. Pero, aunque mucho te estimo, Stephen, debo decirte que la profecía no se refiere a ti. En su mayor parte trata de la restauración de la magia inglesa, y lo que me has recitado no es una profecía en realidad. El Rey recuerda cómo llegó a sus tres reinos, uno en Inglaterra, otro en Tierra de Duendes y otro en el infierno. Al decir «esclavo sin nombre» se refiere a sí mismo. Él fue un esclavo sin nombre en Tierra de Duendes, el niño cristiano escondido en el brugh, adonde lo llevó un duende malvado que lo raptó de Inglaterra.
Stephen se sentía extrañamente decepcionado, aunque no comprendía por qué. Al fin y al cabo, él no quería ser rey de ningún sitio. Él no era inglés ni africano. No era de parte alguna. Por un momento, las palabras de Vinculus le habían dado la sensación de que formaba parte de algo, de que encajaba en un cuadro y tenía un objetivo. Pero había sido una ilusión.