59. Leucrocuta, el lobo de la noche (Enero de1817)

UNA mañana de mediados de enero, el doctor Greysteel salió de su casa y se detuvo un momento mientras se ajustaba los guantes. Al levantar la cabeza, su mirada tropezó con un hombre de corta estatura que se protegía del viento en el quicio de la puerta de la casa de enfrente.

En Venecia, todas las puertas son pintorescas, así como también algunas de las personas que andan alrededor de ellas. Aquel hombrecito, a pesar de su evidente pobreza, tenía cierto aire de petimetre. Su indumentaria estaba muy gastada, pero él había tratado de mejorar su aspecto puliendo todo lo que podía pulirse y cepillando el resto. Había blanqueado los viejos guantes amarillentos con tal cantidad de creta que habían dejado marcas en la madera de la puerta. A primera vista parecía equipado con todos los adminículos del petimetre: larga leontina, varios dijes de reloj e impertinentes, pero una mirada más atenta revelaba que la leontina era una simple cinta dorada, cuidadosamente prendida de un ojal. Los presuntos dijes no eran sino corazones, cruces y medallas de hojalata de la Virgen, que los buhoneros italianos venden por uno o dos francos. Pero lo mejor eran los impertinentes: todos los petimetres y dandis los adoran, y los utilizan para mirar de arriba abajo a los menos elegantes que ellos. Era de suponer que aquel hombre se sentía desnudo sin impertinentes, y se había colgado en su lugar una cuchara de cocina.

Greysteel tomó nota de aquellas excentricidades para divertir con ellas a algún amigo. Entonces recordó que el único amigo que tenía en la ciudad era Strange, y a éste ya no le interesaban esas cosas.

De pronto, el hombrecillo se apartó de la puerta y fue hacia él. Ladeando la cabeza, preguntó en inglés:

—¿El doctor Greyfield?

Greysteel, sorprendido al verse interpelado por aquel personaje, no contestó.

—¿Es usted el doctor Greyfield? ¿El amigo del mago?

—Sí —respondió por fin con extrañeza—. Pero me llamo Greysteel, no Greyfield.

—¡Mil perdones, estimado doctor! Un estúpido me dio mal su nombre. Me siento mortificado. Le aseguro que usted es la última persona del mundo a quien yo querría ofender. Mi respeto por la profesión médica no tiene limites. Y ahora usted, revestido de la dignidad que le confiere la ciencia de poner emplastos y tomar el pulso, se dirá: «¿Quién es esta extraña criatura que osa abordarme en la calle como si yo fuese una persona corriente?» Permita que me presente. Vengo de Londres. Me envían los amigos del señor Strange, que, al saber que su mente se había perturbado, fueron presas de tal ansiedad que se tomaron la libertad de mandarme aquí para que me informara de su estado.

—Hum. Francamente, hubiera preferido que mostraran mayor ansiedad. Les escribí a primeros de diciembre. ¡Hace seis semanas! ¡Seis semanas, caballero!

—Oh, sí, claro, qué escándalo, ¿verdad? Son las criaturas más indolentes del mundo. ¡No piensan más que en su comodidad! ¡Mientras que usted permanece en Venecia, único amigo verdadero del mago! —Hizo una pausa—. Es cierto, ¿no? —preguntó con otra voz—. ¿No tiene más amigo que usted?

—Bien, está lord Byron...

—¡Byron! ¿En serio? ¡Santo cielo! ¡Loco y además amigo de lord Byron! —Parecía no saber cuál de las dos cosas era peor—. ¡Estimado doctor Greysteel, tengo mil preguntas que hacerle! ¿Podríamos hablar en privado usted y yo?

La puerta de la casa del doctor estaba justo detrás de él, pero su desagrado hacia el hombrecillo crecía por momentos. Aunque estaba ansioso por ayudar a Strange y sus amigos, no quería ver a aquel individuo en su casa. Así pues, murmuró que su criado había salido a un recado, pero que podían ir a un café que estaba a un par de calles,

El hombre fue todo sonrisas de aquiescencia.

Se encaminaron hacia el café por el borde de un canal. El hombrecillo iba a la derecha del doctor, del lado del agua, hablando sin parar, mientras el otro miraba distraídamente en derredor. De pronto, por el canal vio acercarse una ola, una única ola. Eso ya era extraño, pero más extraño todavía fue lo que ocurrió a continuación. La ola se precipitó hacia ellos, y al erguirse sobre el borde del canal cambió de forma: unos dedos de agua se estiraron hacia el pie del hombrecillo como para tirar de él. En el momento en que el agua lo tocó, él dio un salto atrás y lanzó un juramento, pero no parecía haber notado nada raro, y el doctor Greysteel calló lo que había visto.

El café era un grato refugio contra el húmedo y helado aire de enero. El ambiente era cálido, quizá había humo y quizá estaba un poco oscuro, pero era una media luz agradable. Las paredes y el techo estaban pintados de marrón y ennegrecidos por el tiempo y el humo del tabaco, pero animaba la escena el brillo de las botellas de vino, el lustre de las jarras de estaño y el fulgor de la loza esmaltada y los espejos de marco dorado. Un spaniel húmedo e indolente estaba echado en las baldosas, delante de la estufa. El animal agitó la cabeza y estornudó cuando el doctor Greysteel le rozó una oreja sin querer con la punta del bastón.

—Debo advertirle que por la ciudad circulan toda clase de rumores acerca del señor Strange —dijo el doctor cuando el camarero les hubo servido café y brandy—. La gente dice que ha invocado brujas y que se ha hecho un criado con fuego. No creo que usted se deje engañar por esas tonterías, pero será mejor que esté prevenido. Lo encontrará lamentablemente alterado. Sería en vano tratar de negarlo. Pero en el fondo de su corazón sigue siendo el mismo. Sus excelentes cualidades, sus grandes méritos son los que siempre han sido. De eso no me cabe ni la menor duda.

—¿En serio? Pero, dígame, ¿es verdad que se ha comido sus zapatos? ¿Es cierto que ha convertido a varias personas en cristal y después les ha arrojado piedras?

—¿Que se ha comido sus zapatos? —exclamó—. ¿Quién le ha contado tal cosa?

—Oh, varias personas: la señora Kendal-Blair, lord Pope, sir Galahad Denehey, las señoritas Underhill... —Recitó una larga lista de nombres de damas y caballeros ingleses, irlandeses y escoceses que en aquel momento residían en Venecia y ciudades de alrededor.

Greysteel estaba atónito. ¿Por qué los amigos de Strange preferían consultar a aquellas personas antes que a él?

—¿Es que no ha oído lo que acabo de decirle? ¡Ésa es precisamente la clase de tonterías a la que yo me refería!

El hombrecillo se echó a reír de un modo afable.

—¡Paciencia! ¡Paciencia, mi estimado doctor! Mi cerebro no es tan rápido como el suyo. Mientras usted ejercitaba el suyo con el estudio de la anatomía y la química, el mío languidecía en la ociosidad. —Siguió parloteando acerca de que él nunca se había aplicado al estudio, que había sido la desesperación de sus maestros y que sus aptitudes no se orientaban en tal dirección.

Pero Greysteel ya no se molestaba en escuchar. Estaba reflexionando. Recordó que el hombrecillo había empezado por pedirle autorización para presentarse y que, en realidad, había omitido hacerlo. Iba a preguntarle su nombre cuando aquel individuo le hizo una pregunta que barrió de su mente cualquier otra idea.

—Usted tiene una hija, ¿me equivoco?

—¿Cómo dice?

El hombre, pensando sin duda que Greysteel era medio sordo, repitió la pregunta en voz más alta.

—Sí, la tengo, pero...

—Y, según dicen, la ha enviado fuera de la ciudad, ¿no es verdad?

—¿Dicen? ¿Quién lo dice? ¿Qué tiene que ver mi hija?

—Oh, es que dicen que se marchó inmediatamente después de que el mago se volviera loco. Parece que usted temía que pudiera ocurrirle algo malo.

—Supongo que eso se lo habrá contado la señora Kendal-Blair y etcétera. Son un hatajo de estúpidos.

—¡Oh, sin duda! Pero ¿envió usted fuera a su hija?

Greysteel no respondió.

El hombrecillo dobló el cuello hacia un lado y hacia el otro. Esbozó la sonrisa del que conoce un secreto y se dispone a asombrar al mundo.

—Usted ya ha de saber que Strange asesinó a su esposa.

—¿Cómo? —El doctor calló un momento y soltó una especie de carcajada—. ¡No lo creo!

—Oh, puede creerlo —dijo inclinándose hacia delante. Le brillaban los ojos—. ¡Todo el mundo lo sabe! El señor Woodhope, el hermano de la señora Strange, un hombre respetable, sacerdote, estaba allí cuando ella murió y lo vio todo con sus propios ojos.

—¿Qué vio?

—Circunstancias sospechosas. La señora estaba embrujada. No sabía lo que se hacía ni de noche ni de día. Nadie podía explicarse sus actos. Y todo era obra de su marido. Desde luego, él tratará de utilizar su magia para eludir el castigo, pero el señor Norrell, que está devorado, literalmente devorado, por la compasión hacia la desventurada señora Strange, sabrá impedirlo. Norrell está decidido a hacer que Strange responda de sus crímenes ante la justicia.

El doctor negó con la cabeza.

—No conseguirá que crea esas calumnias. ¡Strange es un hombre de honor!

—¡Oh, por supuesto! Pero la práctica de la magia ha destruido mentes más sólidas que la suya. En malas manos, la magia puede aniquilar las buenas cualidades y acrecentar las malas. Él desafió a su maestro, el más paciente, el más sabio, el más noble, el más bueno... —La letanía de adjetivos hizo que perdiera el hilo de lo que estaba diciendo. La penetrante mirada de Greysteel lo azoraba un poco.

El doctor inspiró por la nariz.

—Es curioso —dijo lentamente–. Dice usted que lo envían los amigos del señor Strange, pero ha omitido decirme quiénes son; extraños amigos han de ser los que van pregonando que él es un asesino.

El hombrecillo no dijo nada.

—¿Lo envía quizá sir Walter Pole?

—No —respondió en tono reflexivo—. Sir Walter no.

—¿Los discípulos del señor Strange, entonces? He olvidado sus nombres.

—Todo el mundo los olvida. Son los individuos menos memorables del mundo.

—¿Fueron ellos?

—No.

—¿El señor Norrell?

No contestó.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el doctor Greysteel.

El hombrecillo ladeó la cabeza a la derecha y luego a la izquierda y, al no encontrar la manera de esquivar una pregunta tan directa, respondió:

—Drawlight.

—¡Oh, jo, jo! ¡Valiente acusador! Sí, señor; su palabra pesará mucho frente a la de un hombre honorable, ¡nada menos que el mago del duque de Wellington! ¡Christopher Drawlight, conocido en toda Inglaterra por embustero, ladrón y truhán!

Drawlight se sonrojó y lo miró parpadeando con resentimiento.

—¡Mire quién habla! —siseó—. ¡Strange es rico y usted quería casar a su hija con él! ¿Qué tiene eso de honorable, estimado doctor? ¿Qué tiene de honorable?

Greysteel profirió un sonido, mezcla de exasperación y cólera, y se levantó.

—¡Visitaré a todas las familias inglesas del Véneto para prevenirlas de que no deben hablar con usted! Ahora me marcho. ¡No le digo buenos días! ¡No me despido! —Con esas palabras, arrojó unas monedas en la mesa y se fue.

La última parte de la conversación había sido sonora y airada. Los camareros y parroquianos miraron con curiosidad a Drawlight cuando se quedó solo. Él esperó a que no hubiera peligro de encontrar al doctor en la calle y se marchó. Mientras caminaba por las calles, el agua de los canales se agitaba de manera extraña. Se levantaban olas que lo seguían y, de vez en cuando, saltaban hacia sus pies, chapoteando en la piedra del muelle. Pero él no se daba cuenta.

i

El doctor Greysteel cumplió su palabra. Visitó a todas las familias británicas de la ciudad para pedirles que no hablaran con Drawlight. A éste no le importó. Dedicó su atención a criados, camareros y gondoleros. Sabía por experiencia que esta clase de gente solía saber muchas más cosas que sus señores, y si no era así, ¡no importaba!, ya les contaría él algo. Pronto, un gran número de personas estaba al corriente de que Strange había asesinado a su esposa; que en la basílica de San Marcos había tratado de obligar a la señorita Greysteel a casarse con él y que sólo la llegada de un destacamento de soldados austriacos lo había impedido; y que lord Byron y él habían hecho un trato para compartir a sus futuras esposas y amantes. Drawlight contaba cualquier mentira que se le ocurriera, pero no poseía grandes dotes de inventiva, por lo que, muy gustoso, se aprovechaba de cualquier sombra de rumor, cualquier vaga idea que pudieran tener sus informadores.

Un gondolero le presentó a Marianna Segati, esposa de un comerciante en paños y amante de Byron. Por medio de un intérprete, Drawlight le hizo grandes cumplidos y le narró escandalosos secretos de las damas londinenses, las cuales, le dijo, no eran ni de lejos tan bonitas como ella. La mujer le explicó que, según lord Byron, Strange estaba siempre encerrado en su habitación, bebiendo vino y brandy y haciendo hechizos. Eso no era muy interesante, pero ella adornó el relato con lo poco que sabía acerca del mago del poema de lord Byron, que tenía tratos con espíritus malignos y desafiaba a los dioses y a toda la humanidad. Drawlight agregó diligentemente estas fábulas a su edificio de falsedades.

Pero de todos los habitantes de Venecia, aquel al que Drawlight más ansiaba atraer para convertirlo en su confidente era Frank. Vejado por los insultos del doctor Greysteel, había decidido que la mejor venganza sería hacer de su criado un traidor. Le envió a Frank una carta invitándolo a una pequeña taberna de San Polo. No dejó de sorprenderlo que aceptara.

Frank acudió a la cita a la hora convenida. Drawlight pidió una jarra de un áspero tinto y llenó los vasos.

—¿Frank? —empezó con voz suave y dolorida—. El otro día, como ya sabrás, estuve hablando con tu señor. Parece un viejo severo y adusto. ¿Estás contento en su casa? Te lo pregunto porque un buen amigo mío, un tal Lascelles, me decía lo difícil que es encontrar buenos criados en Londres y que él, a un buen criado, le pagaría lo que le pidiera.

—¡Ah!

—¿Te gustaría vivir en Londres?

Frank, con gesto pensativo, dibujaba círculos en la mesa con un poco de vino que se había derramado.

—Quizá.

—Porque —agregó Drawlight animadamente— si quisieras prestarme un par de pequeños servicios, yo hablaría a mi amigo de tus buenos oficios y estoy seguro de que él comprendería que eres el hombre que le conviene.

—¿Qué servicios? —preguntó Frank.

—Oh, verás. ¡El primero es la cosa más fácil del mundo! Estoy seguro de que, apenas te diga en qué consiste, desearás hacerlo, aunque no hubieras de recibir recompensa alguna por ello. Temo, Frank, que muy pronto sobre tu señor y su hija caiga una desgracia terrible. El mago los quiere mal. Intenté advertir a tu señor, pero es un hombre obstinado y no quiso escucharme. Casi no puedo dormir pensando en ello. Maldigo mi estupidez, que me impidió explicarme mejor. Pero ellos confían en ti. Podrías hacer insinuaciones, no a tu señor, sino a su hermana y a su hija, acerca de la maldad de Strange y prevenirlas. —Y entonces habló del asesinato de Arabella y del pacto Strange-Byron para compartir a sus respectivas mujeres.

Frank asintió con aire receloso.

—Tenemos que ponernos en guardia contra el mago —dijo Drawlight—. Con sus malas artes los ha engañado, sobre todo a tu señor. Así pues, es de vital importancia que tú y yo reunamos toda la información posible, con objeto de revelar al mundo sus pérfidos planes. Dime, Frank, ¿has observado algo que te haya hecho sospechar? ¿Alguna palabra que el mago haya dejado caer accidentalmente?

—Bien, ahora que lo dice... —empezó, rascándose la cabeza—. Hay una cosa.

—¿Sí?

—No se lo he dicho a nadie. Ni siquiera a mi señor.

—¡Excelente! —sonrió Drawlight.

—Es que no sabría explicárselo. Será más fácil si se lo enseño.

—Oh, desde luego. ¿Adónde vamos?

—Sólo tenemos que salir a la puerta. Se ve desde aquí.

Salieron y Drawlight miró en derredor. Lo que veía era una escena veneciana de lo más corriente. Frente a ellos había un canal y, al otro lado, una iglesia de color pardo rojizo. Ante una puerta abierta, una criada desplumaba palomas. Las sucias plumas estaban esparcidas delante de la mujer en un círculo gris y blancuzco. Componía el resto del panorama una mezcla de edificios, estatuas, ropa tendida y tiestos de flores. A lo lejos, se alzaba el prisma liso y vertical de la oscuridad.

—Bien, quizá exactamente desde aquí no se vea —reconoció Frank—. Las casas lo tapan. Si da unos pasos, lo verá a la perfección.

Drawlight dio unos pasos.

—¿Aquí? —preguntó, sin dejar de mirar en torno.

—Sí, justo ahí. —Y de un puntapié lo echó al canal.

Una sonora zambullida.

Frank se paró unos instantes a proferir unas cuantas consideraciones acerca del carácter moral de Drawlight, al que calificó de vil granuja rastrero, perro miserable, cobarde rufián, víbora y cerdo. Estas observaciones le permitieron desahogar sus sentimientos, pero no llegaron a los oídos de Drawlight, que ya estaba bajo el agua.


El agua lo golpeó como un puño y le cortó la respiración, clavándole alfilerazos en todo el cuerpo. En el fondo del canal, una nube de lodo lo envolvió. No sabía nadar y sentía que se ahogaba. Pero no llevaba más que unos segundos sumergido cuando notó que una fuerte corriente lo levantaba, arrastrándolo a gran velocidad. Por algún misterioso accidente, la acción del agua lo sacaba a la superficie de vez en cuando, y entonces él tomaba una bocanada de aire. Vivía momento a momento en un estado del más abyecto terror, incapaz de hacer algo por salvarse. En una ocasión, la turbulenta corriente lo lanzó al aire, y durante un instante vio un muelle soleado (un lugar que no reconoció), vio la espuma de una ola que se estrellaba contra el muelle, empapando a los transeúntes y salpicando las paredes de las casas, y vio las caras de espanto de la gente. Entonces comprendió que no había sido arrastrado al mar, como suponía, pero ni aun entonces se le ocurrió que la corriente no fuera natural. Unas veces el agua lo impulsaba con violencia en una dirección y otras lo hacía girar en una vorágine, y él sentía que había llegado su fin. Hasta que, de pronto, pareció que el agua se había cansado de él, y lo escupió a unos escalones de piedra. Drawlight notó el aire frío y percibió vagamente que había casas alrededor.

Un jadeo espasmódico le sacudía todo el cuerpo, y cuando empezó a normalizársele la respiración, vomitó gran cantidad de agua fría y salada. Luego se quedó mucho rato tendido en los escalones, con los ojos cerrados, como el que descansa sobre el pecho de su amante. No pensaba en nada. Si algún deseo abrigaba todavía era el de poder quedarse allí para siempre. Mucho después fue consciente, primero, de que los escalones debían de estar muy sucios, y segundo, de que tenía mucho frío. Empezó a preguntarse por qué había tanto silencio y por qué nadie acudía a ayudarlo.

Se sentó y abrió los ojos.

Lo envolvía la oscuridad. ¿Estaba en un túnel? ¿En un sótano? ¡Bajo tierra! Cualquiera de esas posibilidades era aterradora, porque ignoraba cómo había llegado hasta allí y cómo iba a poder salir. Entonces sintió en la cara un viento fino y helado y, al levantar la mirada, vio las blancas estrellas del invierno. ¡La noche!

—¡No, no, no! —suplicó, y se encogió sobre las losas del muelle, gimiendo.

Las casas estaban oscuras y completamente silenciosas. Sólo en las estrellas había luz y vida. Aquellas constelaciones se le antojaban letras rutilantes y gigantescas de un alfabeto desconocido. Imaginaba que el mago podía haber formado aquellas letras con las estrellas y haberlas utilizado para escribir un maleficio destinado a él. Adondequiera que miraba todo era noche negra, estrellas y silencio. En ninguna casa había luz, y si era verdad lo que le habían contado, tampoco había nadie. Aparte del mago, desde luego.

A pesar suyo, se puso en pie y miró en derredor. Cerca de donde estaba había un puente. Al otro lado, una calleja desaparecía entre los altos muros de las oscuras casas. Podía tomar aquel camino o podía seguir por el muelle, que, al frío resplandor de las estrellas, parecía misterioso y expuesto a cualquier peligro. Eligió la calleja y la penumbra.

Cruzó el puente y se metió entre las casas. Casi enseguida, la calle desembocó en una plazuela de la que partían otras calles. ¿Cuál de ellas tomar? Pensó en las negras sombras que encontraría a su paso, en las puertas silenciosas. ¿Y si nunca conseguía salir? Sintió la náusea y el vahído del miedo.

Había una iglesia en la plaza. Hasta a la luz de las estrellas, su fachada era monstruosa, abotargada de columnas y erizada de estatuas. Ángeles con las alas extendidas tocaban largas trompetas; una figura indistinta abría los brazos bajo un dosel de piedra; rostros ciegos contemplaban a Drawlight desde oscuros pórticos.

«¿Quién me dice que el mago no esta ahí?», pensó. Se puso a examinar, una a una, las oscuras imágenes, para ver si alguna de ellas era Jonathan Strange. Una vez que empezó, ya no pudo dejarlo; le parecía que si desviaba la vista un momento, una de las figuras se movería. Cuando casi se había convencido a sí mismo de que podía alejarse de la iglesia, su mirada percibió algo, un ligero relieve en la negrura de la puerta. Se acercó. Había algo —o alguien— tendido en la escalera. Un hombre. Yacía boca abajo, como desmayado, con los brazos sobre la cabeza.

Durante unos instantes —que se le antojaron una eternidad Drawlight se quedó expectante.

No ocurría nada.

Entonces lo asaltó una idea: ¡el mago había muerto! Quizá, impulsado por la locura, se había quitado la vida. La sensación de alivio y alegría fue vertiginosa. El entusiasmo le hizo lanzar una carcajada que resonó de modo extraño en aquel silencio. La oscura figura de la oscura puerta no se movió. Drawlight se aproximó y se inclinó sobre ella. No se la oía respirar. Le hubiera gustado tener un bastón para tratar de moverla.

De pronto, la figura se dio la vuelta.

Drawlight soltó un gañido de miedo.

Silencio.

—¡Sé quién eres! —susurró Strange por fin.

Drawlight trató de echarse a reír. Siempre había utilizado la risa como medio para tranquilizar a sus víctimas. La risa era un buen calmante, ¿no? Todos somos amigos, ¿verdad? Pero lo que le salió de la garganta fue un ronco balido.

Strange se levantó y dio unos pasos hacia Drawlight. Éste retrocedió. A la luz de las estrellas, podía ver al mago con cierta claridad. Empezó a distinguir las facciones del hombre al que había conocido. Strange iba descalzo, llevaba la chaqueta y la camisa desabrochadas, y tenía una barba de varios días.

—¡Sé quién eres! —volvió a susurrar—. Tú eres... tú eres... —Movía las manos como si trazara símbolos mágicos en el aire—. ¡Tú eres un Jeucrocuta!

—¿Un lu...? —murmuró Drawlight, como un eco.

—¡Tú eres el lobo de la noche! ¡Devoras a hombres y mujeres! Tu padre fue una hiena y tu madre una leona. Tienes cuerpo de león y la pezuña hendida. No puedes girar la cabeza para mirar atrás. Tienes un solo diente muy largo y careces de encías. ¡Pero tomas forma humana, y con tu voz humana atraes a hombres y mujeres!

—¡No, no! —protestó Drawlight con voz suplicante. Quería decir más; quería decir que él no era nada de aquello, que Strange estaba equivocado, pero tenía la boca seca y la lengua paralizada de terror y no podía articular las palabras.

—Ahora yo te devolveré tu verdadera forma —dijo con calma. Levantó los brazos y gritó—: ¡Abracadabra!

Drawlight cayó al suelo dando alaridos, mientras Strange prorrumpía en fuertes carcajadas —inquietantes carcajadas de loco—, doblando el cuerpo y tambaleándose por la plaza.

Al fin, el terror del uno y la hilaridad del otro se calmaron. Drawlight comprobó que no había sido transformado en un monstruo de pesadilla y Strange adoptó un aire casi severo.

—Leucrocuta —susurró—, levántate.

Hipando, Drawlight se puso en pie.

—Leucrocuta, ¿por qué has venido? ¡No, espera! —Chasqueó los dedos—. Te he traído yo. Leucrocuta, dime por qué me espías. ¿Qué he hecho yo en secreto? ¿Por qué no has venido a preguntarme? ¡Yo te lo habría contado todo!

—Ellos me obligaron. Lascelles y Norrell. Lascelles pagó mis deudas para que yo pudiera salir de King’s Bench1 . ¡Yo fui siempre amigo de usted! —Titubeó ligeramente; no parecía probable que Strange creyera tal cosa, por muy loco que estuviese.

Strange levantó la cabeza como si le lanzara una mirada de desafío, pero en la oscuridad Drawlight no distinguía su expresión.

—¡He estado loco, leucrocuta! —siseó—. ¿Eso te han dicho? Pues es la verdad. He estado loco y volveré a estarlo. Pero desde que tú llegaste a la ciudad, me he abstenido de... me he abstenido de ciertos hechizos para poder estar en mi sano juicio cuando te viera. Mi sano juicio de antes. Para poder reconocerte y saber lo que quería decirte. En la oscuridad he aprendido muchas cosas, leucrocuta, y una de ellas es que no puedo hacer esto yo solo. Te he traído aquí para que me ayudes.

—¿De verdad? ¡Me alegro! ¡Haré cualquier cosa! ¡Gracias! ¡Gracias! —Pero mientras hablaba, se preguntaba durante cuánto tiempo pensaría Strange tenerlo allí. Se sentía desfallecer de angustia.

—¿Cómo se llama...? ¿Cómo se llama...? —Parecía tener dificultades para coordinar ideas. Agitaba las manos en el aire—. ¿Cómo se llama la esposa de Pole?

—¿Lady Pole?

—Sí, pero me refiero a... sus otros nombres.

—¿Emma Wintertowne?

—Sí; eso es. ¿Dónde se encuentra ahora?

—La han llevado a un manicomio de Yorkshire. Es un secreto, pero yo lo descubrí. En King’s Bench conocí a un hombre que tiene un hijo cuya novia es peletera, y ella estaba enterada porque le encargaron los abrigos que lady Pole tenía que llevar a Yorkshire... Hace mucho frío allí. La tienen en un sitio que se llama Starnosequé, a lady Pole quiero decir, no a la peletera. Stare... Stare. ¡Espere! ¡Ahora se lo digo! ¡Ya lo tengo, se lo juro! Starecross Hall, en Yorkshire.

—¿Starecross? Conozco el nombre.

—¡Claro! El hombre que lo tiene arrendado es amigo suyo. Antes era mago en Newcastle, o en York, o en algún sitio del norte... pero no sé cómo se llama. Parece que Norrell le causó un perjuicio una vez, o quizá dos. Por eso, cuando lady Pole se volvió loca, Childermass, en compensación, lo recomendó a sir Walter para que se encargara del manicomio.

Se hizo el silencio. A Drawlight le hubiera gustado saber lo que Strange había entendido de todo aquello. Entonces Strange dijo:

—Emma Wintertowne no está loca. Lo parece, pero es por culpa de Norrell. Él invocó a un duende para que la volviera a la vida y, a cambio, le dio toda clase de derechos sobre ella. Ese mismo duende estuvo a punto de capturar al rey de Inglaterra y ha encantado por lo menos a otros dos súbditos de Su Majestad, uno de ellos, mi esposa. —Se detuvo—. Tu primera misión, leucrocuta, será decirle a John Childermass lo que acabo de contarte y entregarle esto.

Sacó algo del bolsillo de la chaqueta y se lo entregó a Drawlight. Por el tamaño, parecía una cajita de rapé, pero un poco más estrecha y más larga. Drawlight la tomó y la guardó en el bolsillo.

Strange lanzó un largo suspiro. Parecía agotado por el esfuerzo de hablar con coherencia.

—Tu segunda tarea es... tu segunda tarea es llevar un mensaje a todos los magos de Inglaterra. ¿Lo has entendido?

—Oh, sí. Pero...

—Pero ¿qué?

—Sólo hay uno.

—¿Cómo?

—Sólo hay un mago, señor. Estando usted aquí, en Inglaterra no queda más que un solo mago.

Strange pareció reflexionar un momento.

—Mis discípulos —dijo—. Mis discípulos son magos. Todos los hombres y mujeres que han deseado ser discípulos de Norrell son magos. Childermass lo es. Segundus también. Y Honeyfoot. Y los suscriptores de las revistas de magia. Los miembros de las antiguas sociedades. Inglaterra está llena de magos. ¡Los hay a cientos! ¡Quizá a miles! Norrell los rechazó. Norrell les negó el reconocimiento, Norrell los silenció. No obstante, son magos. Diles esto. —Se pasó la mano por la frente e hizo varias inspiraciones profundas—: El árbol habla a la piedra; la piedra habla al agua. No es tan difícil como suponíamos. Diles que lean lo que está escrito en el cielo. ¡Diles que pregunten a la lluvia! Todas las antiguas alianzas de John Uskglass subsisten. Yo envío mensajeros a que les recuerden a las piedras, al cielo y a la lluvia sus antiguas promesas. Diles... —Pero una vez más, no encontraba las palabras. Dibujó algo en el aire con un ademán—. No puedo explicarlo. Leucrocuta, ¿lo entiendes?

—Sí. ¡Oh, sí! —dijo Drawlight, aunque ignoraba de qué le hablaba.

—¡Bien! Ahora repíteme los mensajes que te he dado. Recítamelos.

Drawlight así lo hizo. Después de tantos años de recoger y repetir chismes sobre sus amistades, había desarrollado una buena memoria para recordar nombres y hechos. El primer mensaje lo había captado perfectamente, pero del segundo no retenía más que unas frases incoherentes de magos que estaban bajo la lluvia mirando piedras.

—Yo te lo mostraré y lo entenderás —dijo Strange—. Si cumples estas tres misiones, leucrocuta, no me vengaré de ti. No te causaré ningún daño. Entrega los tres mensajes y podrás volver a tus cacerías nocturnas, a devorar a hombres y mujeres.

—¡Gracias! ¡Gracias! —jadeó Drawlight, reconocido, pero entonces hizo un descubrimiento terrible—: ¡Tres! Pero, señor, ¡sólo me ha dado dos!

—Tres mensajes, leucrocuta —dijo Strange con voz fatigada—. Debes llevar tres mensajes.

—¡Sí, pero no me ha dicho cuál es el tercero!

Strange no contestó. Dio media vuelta mascullando entre dientes. A pesar del terror que sentía, Drawlight estuvo tentado de agarrar al mago y sacudirlo. Y lo habría hecho, de haber creído que iba a servir de algo. Lágrimas de autocompasión le resbalaban por la cara. Ahora Strange lo mataría por no cumplir la tercera misión, y no sería suya la culpa.

—Leucrocuta —dijo Strange volviendo atrás súbitamente—. ¡Tráeme agua para beber!

Drawlight miró en derredor. Había un pozo en el centro de la plaza. Se acercó a él y vio una taza de hierro, vieja y horrible, sujeta a la piedra con una larga cadena oxidada. Apartó la tapa del pozo, sacó un cubo de agua y llenó la taza. Le daba grima tocarla. Curiosamente, después de todo lo que le había sucedido aquel día, era aquella taza de hierro lo que más le repugnaba. Durante toda su vida había amado los objetos bellos, pero ahora todo lo que lo rodeaba era espantoso. La culpa era del mago. ¡Cómo odiaba a los magos!

—¿Señor? ¿Lord Mago? —gritó—. Tendrá que venir aquí para beber. —Señalaba la cadena a modo de explicación.

Strange se acercó, pero no tomó la taza que le ofrecía, sino que sacó del bolsillo un frasquito y se lo entregó.

—Echa seis gotas en el agua —dijo.

Drawlight quitó el tapón. Las manos le temblaban de tal manera que temía no poder sostener nada. Strange no pareció darse cuenta. Drawlight sacudió el frasco, del que cayeron varias gotas.

Strange tomó la taza y bebió. La taza le resbaló de la mano. Drawlight advirtió —no sabía exactamente cómo— que Strange había cambiado. Sobre el fondo del cielo estrellado, su negra silueta pareció abatirse. Dejó caer la cabeza. Drawlight se preguntó si estaría borracho. Pero ¿cómo podía un hombre emborracharse con sólo unas gotas de liquido? Además, Strange no olía a licor; olía como el que no se ha lavado ni cambiado de ropa en varias semanas; y Drawlight percibía también otro olor que un minuto antes no se notaba: olor a vejez y a medio centenar de gatos.

Tenía una sensación extraña. Ya la había advertido otras veces: iba a producirse un hecho mágico. Unas puertas invisibles parecían abrirse alrededor de él; sentía vientos que llegaban de muy lejos con olores a bosque, a páramos y a ciénagas. Extrañas imágenes irrumpían en su mente. Las casas que lo rodeaban ya no estaban vacías. Podía ver en su interior como si no tuvieran paredes. En cada una de las oscuras habitaciones había... no una persona exactamente, sino un ser, un viejo espíritu. Una contenía un fuego; otra, una piedra; otra, una porción de lluvia; otra, una bandada de pájaros; otra, una ladera; otra más, una pequeña criatura de oscuros y fieros pensamientos, etcétera, etcétera.

—¿Qué son? —susurró estupefacto.

Entonces notó que tenía el pelo de punta, como electrificado, y lo invadió una sensación nueva, diferente: la sensación de estar cayendo y, no obstante, seguir de pie. Era como si se le hubiera caído la mente...

Creyó que estaba en una ladera de Inglaterra. Llovía, y el agua danzaba en el aire, creando una ilusión de fantasmas grises. La lluvia caía sobre él y él se volvía delgado como la lluvia. La lluvia borraba el pensamiento, borraba el recuerdo, todo lo bueno y lo malo. Él ya no recordaba su nombre. El agua se lo había llevado todo, como se lleva el barro de las piedras. La lluvia lo llenaba de sus propios pensamientos y recuerdos. Plateados hilos de agua cubrían la ladera como un encaje, como las venas de un brazo. Olvidando que él era, o había sido, un hombre, se convirtió en hilos de agua. Fue absorbido por la tierra con la lluvia...

Pensó que estaba debajo de la tierra, debajo de Inglaterra. Transcurrieron largos siglos; el frío y la lluvia penetraban en él. En el silencio y la oscuridad, creció, se expandió. Se convirtió en la tierra; se convirtió en Inglaterra. Una estrella lo miró desde lo alto y le habló. Una piedra le hizo una pregunta, y él le respondió en su lenguaje. Un río se ciñó a su costado; las colinas brotaban bajo sus dedos. Abrió la boca y exhaló primavera.

Pensó que estaba prendido de un matorral, en un oscuro bosque, en invierno. Los árboles se extendían hasta el infinito, oscuros pilares separados por delgadas franjas blancas de luz invernal. Bajó la mirada. Los árboles jóvenes lo atravesaban; crecían a través de su cuerpo, de sus pies y sus manos. Ya no podía cerrar los párpados porque por ellos asomaban ramitas nuevas. Los insectos le entraban y salían por las orejas; las arañas construían nidos y tejían telas dentro de su boca. Comprendió que estaba ligado a aquel bosque desde hacía años y años. Conocía al bosque y el bosque lo conocía a él. Ya no se distinguía qué era bosque y qué era hombre.

Todo era silencio. Nevaba. Él lanzó un grito...

Negrura.

Drawlight volvió en sí como el que aflora de un agua oscura. No sabía quién lo liberaba —si Strange, el bosque o la propia Inglaterra—, pero sentía el desprecio con el que lo devolvía a sí mismo. Los viejos espíritus se retiraban de él. Sus pensamientos y sensaciones se empequeñecían a la medida del hombre. Se sentía aturdido y mareado al recordar lo que había tenido que soportar. Se miró las manos y se frotó las zonas del cuerpo que le habían atravesado los árboles. Parecían estar enteras, pero ¡cómo dolían! Gimiendo, buscó a Strange con la mirada.

El mago estaba un poco alejado, en cuclillas junto a una pared, musitando fórmulas mágicas. Dio un golpe en el muro, y las piedras se abultaron y tomaron la forma de un cuervo; el cuervo abrió las alas y, con un fuerte graznido, levantó el vuelo hacia el cielo de la noche. Strange dio otro golpe en la pared, y otro cuervo salió y se fue volando. Luego otro y otro, y otros más, salían en tropel, y sus negras alas ocultaban todas las estrellas.

Strange alzó la mano para dar otro golpe.

—¡Milord mago! —jadeó Drawlight–. No me ha dicho cuál es el tercer mensaje.

Strange giró la cabeza. De improviso agarró a Drawlight por las solapas y lo atrajo hacia sí. Drawlight sintió en la cara el aliento fétido del mago y, por primera vez, le vio la cara. La luz de las estrellas brillaba en unos ojos feroces en los que no quedaban vestigios de razón ni de humanidad.

—¡Dile a Norrell que iré! —siseó—. ¡Ahora vete!

Drawlight no esperó a que se lo repitiera. Se alejó rápidamente en la oscuridad. Le parecía que los cuervos lo perseguían. No podía verlos, pero los oía batir las alas y notaba las corrientes de aire que creaban. En mitad de un puente, chocó de pronto con una luz deslumbrante. Al momento lo rodearon trinos de pájaros y sonido de voces. Había hombres y mujeres que andaban de un lado al otro, y hablaban, y acudían a sus quehaceres. Allí no había magia tenebrosa, sólo la vida normal, la maravillosa y hermosísima vida normal.

Drawlight aún tenía la ropa empapada de agua de mar, y el día era terriblemente frío. Estaba en una parte de la ciudad que no conocía. Nadie se brindó a ayudarlo y anduvo mucho rato perdido y exhausto. Al fin salió a una plaza que reconoció y pudo volver a la pequeña taberna en la que había alquilado una habitación. Cuando llegó, estaba tiritando. Se desnudó, se lavó lo mejor que pudo para quitarse la sal del cuerpo y se acostó en la estrecha cama.

Durante los dos días siguientes tuvo mucha fiebre. Lo atormentaban unos sueños indescriptibles, llenos de oscuridad, de magia y de las largas y frías edades de la tierra. Y dormía con el temor de despertarse bajo tierra o crucificado por un bosque invernal.

A mediodía del tercer día pudo levantarse para ir al puerto. Allí encontró un barco que iba a Portsmouth. Le enseñó al capitán las cartas y los papeles que le había dado Lascelles, en los que prometía una buena suma al barco que lo llevara a Inglaterra, firmados por dos de los banqueros más famosos de Europa.

Al quinto día, Drawlight embarcó rumbo a Inglaterra.


Una niebla fría y gris se extendía por Londres, como si pretendiera imprimirle el carácter frío y gris que tenía la existencia de Stephen. Últimamente, el encantamiento le pesaba más que nunca. Ya no recordaba qué eran la alegría, el afecto y la paz. Las únicas emociones que atravesaban las nubes de magia que envolvían su corazón eran amargas: ira, resentimiento y frustración. Sus amigos ingleses estaban cada día más distantes. El caballero podía ser un demonio, pero cuando hablaba de la altivez y la presunción de los ingleses, Stephen no podía sino reconocer que tenía razón. Hasta Desesperanza, con toda su desolación, se le antojaba a veces un refugio en el que se sentía a salvo de la altanería y la malicia de los ingleses. Por lo menos, allí nunca había tenido que disculparse por ser quien era, y siempre se le había tratado como a un invitado honorable.

Aquel día de invierno, Stephen estaba en los establos que sir Walter Pole tenía en Harley Street. Hacía poco, sir Walter había adquirido una pareja de excelentes galgos, con gran satisfacción de sus criados, que dedicaban buena parte del día a visitar a los perros, admirarlos y opinar, con más o menos autoridad, acerca de sus posibles proezas en el campo. Stephen comprendía que debía poner coto a aquella mala costumbre, pero no lo hacía por indolencia. Y cuando Robert, el lacayo, le había sugerido que fuera con él a ver los perros, Stephen, en lugar de reprenderlo, se había puesto la chaqueta y el sombrero para acompañarlo. Ahora, mientras veía a Robert y los mozos del establo acariciando a los perros, le parecía estar al otro lado de un grueso y sucio cristal.

De pronto, los hombres enderezaron el cuerpo y salieron. Stephen se estremeció. La experiencia le había enseñado que aquel extraño comportamiento anunciaba invariablemente la llegada del caballero del pelo de plata.

Allí estaba ya, iluminando el oscuro y angosto establo con el brillo de su cabellera, el fulgor de sus ojos azules y el esplendor de su chaqueta verde, y hablando y riendo animadamente, convencido de que Stephen se alegraba tanto como él de verlo. Se mostró tan entusiasmado con los perros como lo estaban los criados, e invitó a Stephen a admirarlos con él. Les habló en su lenguaje; los perros saltaban y ladraban de alegría y parecían más enamorados de él que de cualquier otra persona. El caballero dijo:

—Esto me recuerda la ocasión en que, en mil cuatrocientos trece, vine a hacer una visita al rey de Inglaterra del Sur. El rey, que era un hombre gentil y valiente, me presentó a la corte y habló de mis muchas cualidades, de mis grandes reinos, de mi carácter caballeroso, etcétera, etcétera. Pero uno de los nobles, en lugar de escuchar sus instructivas y edificantes palabras, charlaba y reía con su séquito. Como puedes figurarte, me sentí muy ofendido por semejante conducta y decidí enseñarles buenas maneras. Al día siguiente, aquella mala gente cazaba liebres en el bosque de Hatfield. Yo me presenté de pronto y tuve la feliz idea de convertir a los hombres en liebres y a las liebres en hombres. Primero, los perros destrozaron a sus amos, y después las liebres, en forma de hombre, se tomaron terrible venganza de los perros que tanto las habían perseguido y acosado. —Hizo una pausa para permitir que Stephen elogiara su hazaña, pero antes de que éste pudiera decir algo, exclamó—: ¡Oh! ¿Lo has notado?

—¿Notar el qué, señor?

—¡Todas las puertas han temblado!

Stephen miró las puertas del establo.

—¡No, ésas no! —dijo el caballero—. ¡Me refiero a las que hay entre Inglaterra y todos los otros sitios! Alguien trata de abrirlas. ¡Alguien ha hablado al cielo, y no he sido yo! ¡Alguien da instrucciones a las piedras y a los ríos, y no soy yo! ¿Quién es el que hace tal cosa? ¿Quién? ¡Vamos!

Agarró del brazo a Stephen, y a éste le pareció que se elevaban en el aire, como si, de repente, se encontraran sobre una montaña o una torre muy alta. Las caballerizas de Harley Street desaparecieron y a sus ojos se ofreció un escenario nuevo..., y luego otro, y otro. Un puerto con un bosque de mástiles se deslizaba bajo sus pies y al momento era sustituido por un mar gris e invernal, por el que navegaban barcos con las velas desplegadas... y después aparecía una ciudad con espiras y espléndidos puentes. Curiosamente, Stephen no tenía sensación de movimiento. Era más bien como si el mundo fuese volando hacia ellos mientras ellos permanecían estáticos. Llegaron después montañas nevadas por las que trepaban gentes diminutas, y un lago cristalino rodeado de cumbres oscuras, y un país llano con pequeñas ciudades y ríos, como de juguete.

Delante de ellos había algo. Al principio, parecía una línea negra que cortaba el cielo por la mitad. Cuando estuvieron más cerca, se convirtió en un Pilar Negro que surgía de la tierra y no tenía fin.

Stephen y el caballero se detuvieron a gran altura encima de Venecia (Stephen estaba firmemente decidido a no tratar de averiguar sobre qué se habían detenido). Se ponía el sol y calles y casas ya habían quedado en sombra, pero mar y cielo estaban llenos de una luz en la que matices de rosa, azul pálido, topacio y nácar se mezclaban armoniosamente. La ciudad parecía flotar en un vacío esplendoroso.

En su mayor parte, el pilar negro era liso como la obsidiana, pero justo por encima del nivel de los tejados de las casas, brotaban de él volutas y espirales de oscuridad que se alejaban por el aire. Stephen no podía adivinar qué eran.

—¿Eso es humo, señor? ¿Está ardiendo la torre? —preguntó Stephen.

El caballero no contestó, pero, al acercarse, vieron que no era humo. De la torre salía volando una oscura multitud. Eran cuervos. Miles y miles de cuervos que abandonaban Venecia y volaban en la dirección de la que habían llegado Stephen y el caballero.

Una bandada viró hacia ellos. De pronto, el aire se llenó de un tumulto de miles de alas que batían el aire con un sordo ruido de tambor. A Stephen le entraba polvo y tierra en los ojos, la nariz y la garganta. Inclinó la cabeza y se tapó la nariz para no respirar aquella inmundicia.

Cuando las aves se fueron, preguntó con extrañeza:

—¿Qué son, señor?

—Son criaturas que ha hecho el mago —dijo el caballero—. Las envía a Inglaterra con instrucciones para el cielo y la tierra, los ríos y los montes. Está invocando a todos los viejos aliados del Rey. ¡Pronto obedecerán a los magos ingleses antes que a mí! —Lanzó un aullido de cólera y desesperación—. ¡Lo he castigado como nunca había castigado a mis enemigos! ¡Pero él sigue combatiéndome! ¿Por qué no se resigna a su suerte? ¿Por qué no desespera?

—Nunca oí decir que le faltara valor, señor. En la Península actuó con valentía.

—¿Valentía? Pero ¿qué dices? ¡Esto no es valentía! ¡Esto es malicia pura y simple! Hemos sido negligentes, Stephen. Hemos permitido que los magos ingleses nos sacaran ventaja. ¡Hemos de hallar la manera de castigarlos! ¡Hemos de redoblar esfuerzos para hacerte rey!