49. Audacia y locura (Marzo de 1816)

UNOS días después de la visita a los grabadores, Strange invitó a cenar a sir Walter y a lord Portishead. Ambos caballeros habían cenado con Strange en muchas ocasiones, pero ésa era la primera vez que entraban en la casa de Soho Square desde la muerte de Arabella. Entristecidos, observaron muchos cambios. Strange parecía haber vuelto a sus viejos hábitos de soltero. Mesas y sillas se eclipsaban bajo montones de papeles. Por toda la casa se veían fragmentos de capítulos del libro, y en el salón había anotaciones hasta en las paredes empapeladas.

Sir Walter fue a quitar de una silla un rimero de libros.

—¡No, no! —gritó Strange—. ¡No los toque! Están puestos por orden.

—Entonces ¿dónde me siento? —preguntó sir Walter, desconcertado.

Strange profirió un ligero sonido de exasperación, como si ésa fuera una pretensión descabellada. No obstante retiró los libros, y sólo una vez interrumpió la operación para sumirse en la lectura de uno de ellos. Tan pronto hubo leído dos veces el pasaje y hecho una anotación en el papel de la pared, volvió a atender a sus invitados.

—Celebro verlo de nuevo, milord —le dijo a Portishead—. He preguntado por Norrell a todo el mundo, tanto, supongo, como él ha preguntado por mí. Confío en que tendrá usted muchas cosas que contarme.

—Creía que yo se lo había contado ya todo —protestó sir Walter en tono quejumbroso.

—Sí, sí; usted me ha dicho dónde ha estado Norrell, con quiénes ha hablado y qué concepto tiene de él cada ministro, pero a milord le pregunto por la magia, y lo que usted entiende de magia apenas...

—¿... ocuparía una pulgada cuadrada del papel de la pared? —sugirió sir Walter.

—Exacto. Dígame, milord, ¿qué ha estado haciendo últimamente el señor Norrell?

—Verá, a petición de lord Liverpool, ha trabajado en un proceso mágico destinado a impedir que Napoleón Buonaparte vuelva a escapar... y también ha estudiado los Discursos sobre el reino de la Luz y el reino de la Oscuridad. Cree haber descubierto varias cosas.

—¿Qué cosas? —exclamó Strange, alarmado—. ¿Algo nuevo en los Discursos?1

—Es algo que encontró en la página setenta y dos de la edición de Cromford. Una nueva aplicación del hechizo para conjurar la Muerte. No lo entiendo mucho2 . El señor Norrell opina que el principio podría adaptarse a la curación de enfermedades en personas y animales, exorcizando a la enfermedad del cuerpo, como si fuera un demonio.

—¡Ah, eso! —repuso Strange con alivio—. ¡Sí, sí! Ahora sé a qué se refiere. Yo establecí esa relación en el mes de junio. Así que Norrell no ha llegado ahí hasta ahora, ¿eh? ¡Excelente!

—A muchos les extrañó que no tomara a otro discípulo después de irse usted —prosiguió lord Portishead—. Sé que ha tenido muchas solicitudes, pero no ha aceptado a nadie. Es más, me parece que ni siquiera ha recibido a ninguno de esos jóvenes ni ha contestado a sus cartas. Él es muy exigente y nadie alcanza el nivel de usted.

Strange sonrió.

—Bien, nada de eso me sorprende. Él no soporta que pueda existir un segundo mago. Un tercero, probablemente, sería su muerte. En la contienda que habrá de decidir el carácter de la magia inglesa, los bandos serán muy desiguales. Habrá un solo mago norrelliano y docenas de magos strangianos. O, por lo menos, tantos como yo pueda formar. Estoy pensando en hacer de Jeremy Johns el oponente de Childermass. Podría ir por todo el país buscando a las personas a las que Norrell y Childermass han convencido para que abandonen el estudio de la magia, y nosotros las convenceríamos para que volvieran a él. Ya he hablado con varios jóvenes. Dos o tres de ellos prometen. Henry Purfois, el segundo hijo de lord Chaldecott, ha leído gran cantidad de libros de magia de cuarta categoría y biografías de magos de quinta categoría. Ello hace muy tediosa su conversación, pero el pobre no tiene la culpa. Luego están William Hadley-Bright, uno de los ayudantes de campo de Wellington en Waterloo, y un personaje extraño llamado Tom Levy, que actualmente trabaja como maestro de baile en Norwich.

—¿Un maestro de baile? —preguntó sir Walter arrugando la frente—. ¿Es la clase de persona a la que deberíamos animar a dedicarse a la magia? ¿No es la magia una profesión que debería reservarse a caballeros?

—No veo por qué. Además, Levy es el que me gusta más. Es la primera persona que he conocido en muchos años que considera la magia algo con lo que se puede disfrutar... y también es el único de los tres que ha conseguido aprender conjuros. Hizo que brotaran ramas y hojas de esa ventana. Seguramente les habrá sorprendido su estado.

—A decir verdad, hay tantas cosas sorprendentes en la habitación que no me había dado cuenta.

—Desde luego, Levy no pretendía dejar así la ventana. Pero no supo deshacer el hechizo... y tampoco yo. Tendré que decirle a Jeremy que traiga a un carpintero para que la arregle.

—Me alegro de que haya encontrado a tantos jóvenes aptos —dijo sir Walter—. Eso es de buen augurio para la magia inglesa.

—También he recibido solicitudes de varias señoritas.

—¡Señoritas! —exclamó lord Portishead.

—¡Desde luego! No hay razón por la que las mujeres no puedan aprender magia. Esa es otra de las falacias de Norrell.

—Hum. Ahora menudean.

—¿El qué?

—Las falacias de Norrell.

—¿Qué quiere decir?

—¡Nada! ¡Nada! No se ofenda. Pero observo que no hay ninguna dama entre sus futuros alumnos.

Strange suspiró.

—Es sólo por consideraciones de orden práctico. Eso es todo. Un mago y su alumno tienen que pasar mucho tiempo juntos, leyendo y dialogando. De no haber muerto Arabella, creo que habría podido tomar alumnas. Pero ahora tendría que cargar con carabinas y toda clase de engorros que en estos momentos no podría soportar. Mis estudios son lo primero.

—¿Y qué nueva magia piensa mostrarnos, señor Strange? —preguntó lord Portishead con avidez.

—¡Buena pregunta! He pensado mucho en ello. Si el resurgimiento de la magia inglesa ha de continuar, mejor dicho, si no ha de permanecer bajo la exclusiva tutela de Gilbert Norrell, tengo que aprender cosas nuevas. Pero no es fácil adquirir novedades. Podría salir a los Caminos del Rey e intentar llegar a los países en que la magia es la regla en lugar de la excepción.

—¡Santo Dios! —exclamó sir Walter–. ¡Otra vez eso! ¿Se ha vuelto loco? Creía que estábamos de acuerdo en que los Caminos del Rey son muy peligrosos para justificar...

—¡Sí, sí! Conozco bien sus opiniones. Bastante me ha sermoneado ya sobre la cuestión. ¡Pero no me ha dejado terminar! Estaba enunciando posibilidades. No volveré a los Caminos del Rey. Le di mi palabra a... a Arabella de que no volvería3 .

Hubo una pausa. Strange suspiró y su expresión se ensombreció. Se veía que pensaba en otra cosa, en otra persona.

Sir Walter observó con suavidad:

—Siempre tuve el mayor respeto por el criterio de la señora Strange. No podría hacer nada mejor que seguir su consejo. Strange, yo lo comprendo, es natural que desee aprender cosas nuevas, eso es lo que desea todo estudioso de la magia. Pero sin duda para ello el único medio seguro son los libros.

—¡Es que no tengo libros! —exclamó Strange—. ¡Por Dios santo! ¡Yo prometería ser tan sumiso y tan hogareño como una tía solterona si el gobierno dictara una ley que obligara a Norrell a enseñarme su biblioteca! Pero como el gobierno no quiere hacerme el favor, no tengo más remedio que ampliar conocimientos del modo que sea.

—¿Y qué piensa hacer? —preguntó lord Portishead.

—Invocar a un duende —respondió con vehemencia—. Ya he hecho varios intentos.

—¿No sentó el señor Norrell el principio de que invocar a los duendes entraña peligro? —inquirió sir Walter.

—Según Norrell, muy pocas cosas no entrañan peligro —dijo Strange con irritación en la voz.

—Es cierto. —Sir Walter pareció satisfecho con esa respuesta. Al fin y al cabo, invocar duendes era práctica tradicional en la magia inglesa. Todos los aureates lo hacían y todos los argentinos lo intentaban.

—¿Está seguro de que eso es posible? —preguntó lord Portishead—. La mayoría de las autoridades coinciden en afirmar que los duendes ya han dejado de visitar Inglaterra.

—Ésa es, en efecto, la opinión general —convino Strange—, pero estoy casi seguro de que en noviembre de mil ochocientos catorce, uno o dos meses antes de que Norrell y yo nos separásemos, estuve en compañía de un duende.

—¡Qué dice usted!

—Nunca lo había mencionado —repuso sir Walter.

—No podía decirlo. Mi condición de discípulo de Norrell me lo impedía. Le habría dado un ataque si me hubiese atrevido a insinuarlo siquiera.

—¿Qué aspecto tenía, señor Strange? —preguntó lord Portishead.

—¿El duende? No lo sé. No lo vi. Sólo lo oí. Tocaba una música. Pero estaba presente otra persona que lo oía y también lo veía. ¡Imaginen las ventajas de tener al lado a una criatura semejante! Ningún mago, ni vivo ni muerto, podría enseñarme tantas cosas. Los duendes son la fuente de todo lo que deseamos los magos. ¡Su condición natural es la magia! En cuanto a los inconvenientes, bien, sólo está el habitual: que no tengo ni idea de cómo conseguirlo. He formulado docenas de hechizos, hecho todo cuanto he leído u oído contar a fin de atraer de nuevo a aquel duende, pero en vano. Nunca comprenderé por qué Norrell dedica tanta energía a proscribir algo que nadie puede realizar. Milord, ¿no conocerá algún hechizo para invocar a los duendes?

—Conozco muchos, pero estoy seguro de que ya los habrá probado todos, señor Strange. De usted esperamos que recupere para nosotros lo que se ha perdido.

—¡Ah! —suspiró—. A veces pienso que no se ha perdido nada. Porque todo está en la biblioteca de Hurtfew.

—¿Dice que estaba presente alguien más que oía y veía al duende? —preguntó sir Walter.

—Sí.

—Supongo que ese alguien no sería Norrell, ¿verdad?

—No.

—¿Qué decía?

—Estaba... confuso. Creía estar viendo un ángel, pero a causa de su estilo de vida y procesos mentales, no lo consideraba algo tan extraordinario como usted pueda imaginar. Le ruego me perdone, pero la discreción me impide decir más acerca de las circunstancias.

—¡Sí, sí! ¡Está bien! Pero su acompañante veía al duende. ¿Por qué?

—Yo sé por qué. Tenía algo muy especial que le permitía ver a los seres sobrenaturales.

—¿Y usted no podría utilizar eso de algún modo?

Strange reflexionó.

—No sé cómo. Es algo aleatorio, como tener los ojos azules, o castaños. —Calló un momento, meditando—. O quizá no. Quizá tenga usted razón. Si bien se mira, la idea no es tan descabellada. ¡Fíjese en los aureates! ¡Algunos no andaban muy a la zaga de los duendes en audacia y locura! Fíjese en Ralph Stokesey y Col Tom Blue, su criado duende. Cuando Stokesey era joven, eran tal para cual. Quizá yo sea un mago demasiado tímido, demasiado domesticado. Pero ¿cómo generar un poco de locura? Por la calle, todos los días me cruzo con dementes, pero nunca se me había ocurrido preguntarme cómo enloquecieron. Quizá debería salir a caminar por páramos remotos y playas solitarias; son los lugares predilectos de los perturbados, por lo menos en las novelas. Quizá la Inglaterra agreste me haga enloquecer.

Strange se levantó y fue a la ventana del salón, como si esperase poder contemplar la Inglaterra agreste desde allí, a pesar de que sólo se veía el vulgar escenario de Soho Square bajo una intensa llovizna.

—Creo que ha dado en el clavo, Pole.

—¿Yo? —exclamó sir Walter, alarmado por las posibles consecuencias de sus observaciones—. ¡Yo no pretendía sugerir tal cosa!

—Pero, señor Strange —terció el razonable lord Portishead—, ¿cómo puede proponer tal cosa? Que un hombre de su erudición pretenda convertirse en... en un vagabundo. En fin, caballero, es una idea escandalosa.

Strange cruzó los brazos, lanzó otra mirada a la plaza y dijo:

—No pienso irme hoy. —Y entonces sonrió como burlándose de sí mismo. Casi parecía el de antes—. Esperaré a que deje de llover4 .