13. El mago de Threadneedle Street (Diciembre de 1807)

EL MAGO callejero más célebre de Londres era Vinculus. Tenía su barraca en Threadneedle Street, delante de la iglesia de San Cristóbal, enfrente del Banco de Inglaterra, y habría sido difícil decir si era más famoso el banco o la barraca.

En cualquier caso, la razón de la fama —o mala fama— de Vinculus no dejaba de tener su misterio. No era mejor mago que cualquier otro charlatán de pelo lacio y sucia cortina amarilla. Sus hechizos no obraban efecto, sus profecías no se cu mplían y se había descubierto que sus trances eran pura superchería.

Durante muchos años, Vinculus solía mantener profundos y trascendentales coloquios con el espíritu del río Támesis. Caía en trance y hacía preguntas al espíritu, cuya voz salía de los propios labios del mago con un sonido profundo, acuoso y sibilante. Un día de invierno de 1805, una mujer le dio un chelín para que le preguntara al espíritu dónde podía encontrar al marido que la había abandonado. El espíritu empezó a dar una profusa y sorprendente información, y en torno a la barraca no tardó en reunirse una muchedumbre de curiosos. Algunos de los espectadores creían en las dotes de Vinculus y estaban impresionados por el discurso del espíritu, pero otros empezaron a mofarse del mago y de su clienta. Uno de los burlones (un sujeto muy ingenioso) prendió fuego a los zapatos de Vinculus mientras éste peroraba. Inmediatamente, el brujo salió de su trance y se puso a brincar y aullar, tratando de quitarse los zapatos y dando patadas en el suelo para apagar el fuego, todo a la vez. Se agitaba entre las risas de la gente cuando de su boca brotó un objeto. Dos hombres lo recogieron y lo examinaron: era un artilugio de metal que no tendría más de pulgada y media de largo, una especie de pequeña armónica. Cuando uno de ellos se lo metió en la boca, también pudo emitir la voz del espíritu del río Támesis.

Pese a esas humillaciones públicas, Vinculus conservaba cierta autoridad, un punto de dignidad innata que infundía un poco respeto, más del que se dispensaba al resto de los magos callejeros de Londres. Amigos y admiradores instaban constantemente al señor Norrell a que lo visitase, y les sorprendía que no se mostrara mejor dispuesto.

Un día de últimos de diciembre en que las nubes de tormenta ponían paisajes alpinos sobre Londres, en que el viento sembraba el caos en el cielo, provocando en la ciudad intervalos de sol y de sombra, y en que la lluvia repicaba en los cristales, Norrell estaba cómodamente sentado en su biblioteca frente a un alegre fuego. Tenía ante sí la mesa del té repleta de exquisiteces, y en la mano, El lenguaje de las aves, de Thomas Lanchester Estaba hojeando el libro en busca de uno de sus pasajes favoritos cuando se quedó pasmado al oír de pronto una voz potente que decía con desdén:

—¡Mago! ¡Crees haber asombrado al mundo con tus obras!

Levantó la mirada y vio con asombro que en la habitación había otra persona, una persona a la que nunca había visto, un individuo flaco, desastrado y con cara de cuervo. Tenía la tez del color de la leche de tres días y el pelo del de un cielo de Londres tiznado de ceniza y humo de carbón; la ropa que llevaba recordaba el tono del Támesis en el sucio tramo de Wapping. Nada en él —ni cara, ni pelo ni ropa— estaba limpio, pero en todos los demás aspectos respondía a la idea general de la estampa del mago (a diferencia de Norrell). Se mantenía muy erguido, y la expresión de sus fieros ojos grises era imperiosa por naturaleza.

—Oh, sí —prosiguió el personaje mirando fijamente a Norrell—. ¡Tú te crees un tipo magnífico! ¡Bien, mago, escucha esto! Tu llegada había sido anunciada hace tiempo. ¡Llevo veinte años esperándote! ¿Dónde te habías escondido?

Norrell miraba a su acusador en silencio, estupefacto y boquiabierto. Era como si aquel hombre le hubiera metido la mano en el pecho para arrancarle su más íntimo pensamiento y exponerlo a la luz. Desde su llegada a la capital había comprendido que, en realidad, hacía tiempo que estaba preparado, que hacía años que habría podido practicar la magia en beneficio de Inglaterra; que los franceses ya podrían estar vencidos y la magia inglesa ocupar el lugar preeminente que le correspondía en la estima de la nación. Lo atormentaba la idea de haber traicionado a la magia inglesa con su demora. Ahora era como si su propia conciencia hubiese tomado cuerpo y le hiciera ese reproche. Eso lo situaba en desventaja frente al misterioso desconocido. Tartamudeando, le preguntó quién era.

—Soy Vinculus, el mago de Threadneedle Street.

—¡Oh! —exclamó, aliviado de que, por lo menos, no fuese una aparición sobrenatural—. Y has venido a mendigar, supongo. ¡Pues ya puedes irte por donde has llegado! ¡No te reconozco como hermano en la magia ni voy a darte nada! Ni dinero ni la promesa de ayuda. Ni una recomendación para nadie. Es más, te diré qué pienso de...

—¡Vuelves a equivocarte, mago! Nada deseo para mí. He venido a revelarte tu destino, que para eso he nacido.

—¿Mi destino? Ah, una profecía, ¿verdad? —exclamó Norrell con desdén. Se levantó del sillón y tiró con fuerza de la campanilla, pero no acudió criado alguno—. No tengo nada que decir a las personas que pretenden hacer profecías. ¡Lucas! Las profecías son los trucos más deleznables con que los granujas como tú engañáis a las personas honradas. La magia no puede ver el futuro, y los magos que han dicho lo contrario eran unos embusteros.¡Lucas!

Vinculus miraba en derredor.

—Me han dicho que tienes todos los libros de magia que se han escrito, y cuentan que hasta has recuperado los que se perdieron en el incendio de la biblioteca de Alejandría. ¡Supongo que te los sabes todos de memoria!

—Los libros y los documentos son la base del conocimiento —declaró el otro con pedantería—. La magia ha de situarse al mismo nivel que las otras disciplinas.

De pronto, Vinculus se inclinó hacia él con expresión de la más intensa y ardorosa concentración. Instintivamente, Norrell calló y se inclinó hacia el intruso, para oír lo que fuera a decir.

—Yo extendí la mano —susurró Vinculus—, y los ríos de Inglaterra fluyeron en sentido contrario...

—¿Cómo dices?

—Yo extendí la mano —repitió alzando un poco la voz—, y a mis enemigos se les paró la sangre en las venas... —Enderezó el cuerpo, abrió los brazos y cerró los ojos en una especie de éxtasis religioso. Con voz firme, clara y apasionada, prosiguió:

Yo extendí la mano, y el pensamiento y la memoria huyeron de la
cabeza de mis enemigos como una bandada de estorninos;
mis enemigos se doblaron como sacos vacíos.
Caí sobre ellos saliendo de la niebla y la lluvia;
caí sobre ellos con una bandada de cuervos que llenó un cielo septentrional al amanecer.
Cuando se creían seguros, caí sobre ellos con un grito que rasgó
el silencio de un bosque invernal...

—¡Vamos, vamos! —interrumpió Norrell—. ¿Acaso crees que esas bobadas son nuevas para mí? En cada esquina hay un loco que grita ese viejo galimatías, y todos los vagabundos que cuelgan una cortina amarilla se las dan de misteriosos recitando cosas por el estilo. Están en todos los libros de magia de tres al cuarto que se han publicado durante los doscientos últimos años. ¡«Caí sobre ellos con una bandada de cuervos»! Me gustaría saber qué quiere decir eso. ¿Quién cayó sobre quién con una bandada de cuervos? ¡Lucas!

Vinculus actuó como si no lo oyera. Su vozarrón ahogó la voz débil y chillona de Norrell.

La lluvia abrió una puerta para mí y yo la cruce;
las piedras hicieron un trono para mí y yo me senté en él,
tres reinos me fueron dados para siempre
Inglaterra me fue dada para siempre.
El esclavo sin nombre ceñía corona de plata;
el esclavo sin nombre fue rey en un país extraño...

—¡Tres reinos! —exclamó Norrell—. ja! ¡Ahora comprendo lo que pretende ser toda esa jerigonza! ¡Una profecía del Rey Cuervo! Pues bien, lamento decirte que si buscas impresionarme contando historias de ese caballero, pierdes el tiempo. ¡No sabes cómo! ¡No hay mago al que más deteste1 !

Las armas que mis enemigos alzaron contra mí son veneradas en el
infierno como reliquias sagradas;
los planes que mis enemigos tramaron contra mí se han preservado
como textos sagrados;
la sangre que derramé en antiguos campos de batalla ha sido recogida
de la tierra por los sacristanes del infierno y puesta en un vaso de
plata y marfil.
Yo di a Inglaterra la magia, don precioso,
pero los ingleses despreciaron mi regalo.
La magia será escrita en el firmamento por la lluvia, pero ellos no
sabrán leerla;
la magia será escrita en las caras de las colinas rocosas,
pero sus mentes no podrán contenerla;
en el invierno, los árboles desnudos serán los signos de una escritura
negra, pero ellos no la entenderán...

—Todo inglés nace con el derecho a ser servido por magos competentes e instruidos —volvió a la carga Norrell—. ¿Y qué les ofreces tú? ¡Divagaciones místicas sobre piedras, lluvia y árboles! Lo mismo que Godbless, que nos decía que debíamos aprender la magia de los animales del bosque. ¿Y por qué no de los cerdos de la pocilga? ¿O de los perros vagabundos? ¡Esa no es la clase de magia que los hombres civilizados desean que se practique hoy en Inglaterra! —Miraba al brujo airadamente, y en aquel momento sus ojos descubrieron algo.

Vinculus vestía con descuido. La sucia corbata estaba floja y dejaba al descubierto una pequeña zona del cuello en la que se veía una extraña marca azul, algo curvada, como el arco de una pluma. Podía ser una cicatriz —reliquia de una pelea callejera, quizá—, pero recordaba más a uno de esos bárbaros dibujos que los indígenas de los mares del Sur se hacen en la piel. Por extraño que resulte, Vinculus, que era capaz de presentarse en una casa ajena y apostrofar al dueño, parecía cohibido por esa marca, y cuando vio que Norrell la miraba, se llevó la mano al cuello y se ajustó la corbata para esconderla.

Dos magos aparecerán en Inglaterra...

Norrell profirió una especie de exclamación que empezó en grito y acabó en triste suspiro.

El primero me temerá; el segundo deseará contemplarme;
el primero estará gobernado por ladrones y asesinos; el segundo
conspirará para su propia destrucción;
el primero enterrará su corazón en un oscuro bosque, bajo la nieve,
y aun así sentirá dolor;
el segundo verá su posesión más preciada en manos de su enemigo...

—¡Ah, ahora sé que no te trae otro propósito que el de herirme! ¡Falso mago, envidias mi éxito! No puedes destruir mi magia y por eso estás decidido a manchar mi nombre y destruir mi paz...

El primero pasará su vida solo; él será su propio carcelero;
el segundo andará caminos solitarios, con la tormenta sobre su
cabeza, en busca de una torre oscura sobre una alta colina...

En ese momento se abrió la puerta y entraron corriendo dos hombres.

—¡Lucas! ¡Davey! —chilló Norrell, histérico—. ¿Dónde estabais?

Lucas inició una explicación acerca del cordón de la campanilla.

—¡Agarradlo! ¡Pronto!

Davey, el cochero, tenía la robusta complexión de la mayoría de los miembros de su profesión y la fuerza que genera la brega diaria con cuatro briosos caballos en lo mejor de la edad. Sujetó por la cintura y el cuello a Vinculus, que se debatió enérgicamente sin dejar por ello de predicar:

Yo estoy sentado en un negro trono en las sombras,
pero ellos no me verán.
La lluvia me abrirá una puerta y yo la cruzaré;
las piedras harán un trono para mí y yo me sentaré en él...

Davey y Vinculus chocaron contra una mesita y tiraron el montón de libros que había encima.

—¡Eh! ¡Cuidado! —exclamó Norrell—. ¡Cuidado, por Dios! ¡Van a volcar ese tintero! ¡Manchará los libros!

Lucas acudió presto en auxilio de Davey, que trataba de sujetar los brazos que Vinculus movía como aspas de molino, mientras Norrell corría de un lado a otro de la biblioteca, con más agilidad de la que había desplegado en años, recogiendo libros y poniéndolos en lugar seguro.

—El esclavo sin nombre ceñirá corona de plata... —jadeó Vinculus. El brazo de Davey, que le atenazaba el cuello, deslucía en mucho su cantinela. Con un postrero esfuerzo, se zafó un instante y clamó—: ¡El esclavo sin nombre será rey de un país extraño...!

Lucas y Davey lo sacaron casi a rastras.

Norrell se sentó en el sillón junto al fuego. Tomó el libro, pero se sentía demasiado agitado para retomar la lectura. Se revolvía nerviosamente, se mordía las uñas, se paseaba por la habitación, cogía una y otra vez los libros que habían caído durante el forcejeo y los examinaba buscando desperfectos (que no había), pero, sobre todo, iba a las ventanas y atisbaba el exterior con ansiedad, para ver si alguien observaba la casa. A las tres, la sala ya estaba a media luz. Lucas fue a encender las velas y avivar el fuego, y, pisándole los talones, llegó Childermass.

—¡Ah! —exclamó Norrell—. ¿Te has enterado de lo ocurrido? ¡Se me traiciona por todas partes! ¡Otros magos me espían y traman mi ruina! Mis criados son perezosos y descuidan sus obligaciones. ¡Les es indiferente que entre alguien y me degüelle! ¡Y tú, rufián, tú eres el peor! Ese hombre aparece aquí de pronto... ¡como por arte de magia! ¡Y cuando llamo, nadie acude! Deja todo lo que estés haciendo. Ahora tu única tarea es descubrir qué encantamientos ha utilizado ese hombre para entrar en la casa. ¿Dónde ha aprendido su magia? ¿Qué es lo que sabe?

Childermass lanzó una mirada irónica a su amo.

—Bien, si ésa ha de ser mi única tarea, ya está hecha. Nada de magia. Una de las ayudantes de la cocinera ha dejado abierta la ventana de la despensa, y el brujo ha entrado por ahí y recorrido la casa hasta encontrarlo a usted. Eso es todo. Y no acudió nadie porque él había cortado el cordón de la campanilla y ni Lucas ni los otros oyeron sus llamadas. Pero cuando él empezó a vociferar, acudieron inmediatamente. ¿No es así, Lucas?

Lucas, arrodillado frente al hogar con el atizador en la mano, confirmó que eso era exactamente lo ocurrido.

—Es lo que he tratado de decirle, señor. Sólo que usted no me escuchaba.

Pero Norrell se había alterado de tal modo al presumir poderes mágicos en Vinculus que, en principio, esa explicación no bastó para apaciguarlo.

—¡Ah! Pero aun así estoy seguro de que quiere causarme daño. En realidad, ya me lo ha causado.

—En efecto —dijo Childermass—. Y uno muy grave. Porque, mientras estaba en la despensa, se zampó tres pasteles de carne.

—Y dos quesos tiernos —agregó Lucas.

Norrell tuvo que reconocer que ese comportamiento no parecía propio de un gran mago, pero no podía calmarse sin haber desahogado en alguien su furor, y como Childermass y Lucas eran los que más a mano tenía, empezó por ellos y los obsequió con una larga diatriba llena de invectivas contra Vinculus, el canalla más grande que jamás había existido, que terminó con varias insinuaciones sobre el triste final que aguarda a los criados descarados y negligentes.

Ellos, que habían tenido que oír esa clase de sermones casi todas las semanas desde que estaban al servicio del señor Norrell, no se alarmaron en exceso y se limitaron a esperar a que su amo desahogara el mal humor, y entonces Childermass dijo:

—Dejando aparte los pasteles de carne y los quesos, ese hombre se ha tomado muchas molestias y se ha expuesto a la horca para hacerle esta visita. ¿Qué quería?

—Oh, pronunciar una profecía del Rey Cuervo. Una idea muy poco original, por cierto. Y era tan impenetrable como suelen ser esas divagaciones. Decía no sé qué de un campo de batalla, un trono y una corona de plata, y sobre todo hablaba de otro mago, con lo que supongo que se refería a sí mismo.

Ahora que Norrell ya estaba más tranquilo sabiendo que Vinculus no era un terrible rival, empezaba a pesarle haberse dejado arrastrar a discutir con él. Hubiera sido preferible mantener un augusto silencio. Y se consoló con la idea de que Vinculus parecía muy poca cosa cuando Lucas y Davey lo sacaban de la habitación casi en vilo. Poco a poco, ese pensamiento y la seguridad de poseer conocimientos y habilidades infinitamente superiores, lograron serenarlo del todo. Pero, ¡ay!, poco le duró la paz recuperada. Y es que, al abrir de nuevo El lenguaje de las aves, su mirada tropezó con este pasaje:

... Nada hay en la magia como el intrépido instinto del pájaro cuando se arroja al vacío. No hay en el mundo criatura que posea semejante potencial para la magia. Hasta el más insignificante de ellos puede salir de este mundo volando y llegar por azar a Otras Tierras. ¿De dónde procede el viento que te da en la cara, que pasa las hojas de tu libro? Donde la magia inconsciente de las pequeñas criaturas se encuentra con la magia del hombre, donde puede entenderse el lenguaje del viento, la lluvia y los árboles, allí encontraremos al Rey Cuervo...2

Cuando Norrell volvió a ver a lord Portishead (cosa que sucedió dos días después), se dirigió a él con estas palabras:

—Confío, milord, en que tenga usted cosas muy duras que decir de Thomas Lanchester en el periódico. Durante años, he admirado El lenguaje de las aves porque veía en esa obra un valiente intento de ofrecer al lector una descripción clara y completa de la magia de los aureates, pero después de leerlo más atentamente, he descubierto que su texto está contaminado de sus peores características... ¡Es místico, milord, místico!