43. La curiosa aventura del señor Hyde (Diciembre de 1815)
UNA mañana de la primera semana de diciembre, Jeremy llamó a la puerta de la biblioteca de Strange en Ashfair House para decirle que el señor Hyde suplicaba el favor de unos minutos de conversación con él. A Strange no le complació la interrupción. Desde que estaba en el campo, se había vuelto tan amante del silencio y la soledad como Norrell.
—Ah, está bien —suspiró.
Después de detenerse tan sólo a escribir otro párrafo, hacer un par de consultas en una biografía de Valentine Greatrakes, emborronar el papel, corregir la ortografía de varias palabras y volver a emborronar el papel, fue inmediatamente al salón.
Un caballero estaba sentado frente al fuego, contemplando las llamas con aire pensativo. De aspecto vigoroso y activo, aparentaba unos cincuenta años y vestía y calzaba las resistentes prendas del hacendado. Junto a él, en una mesita, había una copa de vino y un platito con galletas, señal de que Jeremy había estimado que el caballero había aguardado el tiempo suficiente como para necesitar un refrigerio.
El señor Hyde y Jonathan Strange habían sido vecinos toda la vida, pero la notable diferencia entre sus respectivas fortunas y aficiones hacía que sus relaciones no pasaran de ser las de simples conocidos. En realidad, ésa era la primera vez que se veían desde que Strange había decidido hacerse mago.
Se estrecharon la mano.
—Imagino, caballero —empezó Hyde—, que se preguntará qué ha podido traerme a su casa con un tiempo semejante.
—¿El tiempo?
—Sí, señor. Hace muy mal tiempo.
Strange miró hacia la ventana. Las altas colinas que rodeaban Ashfair estaban nevadas. Todas las ramas de los árboles soportaban su carga de nieve. Hasta el aire parecía blanqueado por la escarcha y la niebla.
—Tiene razón. No me había dado cuenta. No salgo de casa desde el domingo.
—Su criado me ha dicho que está usted muy ocupado en sus estudios. Le ruego me perdone por interrumpirlo, pero he de decirle algo que no puede esperar.
—No tiene usted que disculparse. ¿Y cómo está su... —se interrumpió, tratando de recordar si Hyde tenía esposa, hijos, hermanos, hermanas o amigos. Al encontrarse sin información al respecto, terminó—: su granja? Recuerdo que queda en Aston.
—Está más cerca de Clunbury.
—Clunbury. Sí.
—Todo marcha bien en mi casa, señor Strange, sólo que, hace tres días, me ocurrió algo un tanto... inquietante. Desde entonces no he hecho más que preguntarme si debería acudir a usted. He pedido consejo a mis amigos y a mi esposa, y todos me han dicho que era mi obligación contárselo. Hace tres días, tenía que resolver un asunto con David Evans en el lado galés de la frontera... Usted conoce a Evans, imagino.
—De vista. Nunca hemos hablado. Ford lo conoce, según creo. —Ford era el agente que administraba la propiedad de Strange.
—Bien, señor. A las dos, yo había cerrado el trato con David Evans y tenía prisa por llegar a casa. Había mucha nieve y los caminos de aquí a Llanfair Waterdine se encuentran en muy mal estado. Por si no lo sabe, le diré que la casa de David Evans está en lo alto de una montaña desde la que se domina una gran extensión hacia el oeste, y, al salir, vimos acercarse grandes nubes grises cargadas de nieve. La señora Evans, la madre de Davey, quería que me quedara hasta el día siguiente, pero Evans y yo decidimos que no era necesario y que podría llegar a casa antes de que me pillara la tormenta si me marchaba inmediatamente y tomaba el camino más directo, es decir, cruzando el Dyke1 .
—¿El Dyke? —repitió Strange frunciendo el entrecejo—. Es un camino muy abrupto, incluso en verano, y un lugar muy solitario si le ocurriese algún percance. Yo no lo hubiera intentado. Pero supongo que usted conocerá estas montañas y sus malos humores mejor que yo.
—Quizá sea usted más sensato de lo que yo fui. Cuando subía hacia el Dyke, se puso a soplar un fuerte viento que levantaba la nieve del suelo y la lanzaba al aire. La nieve se adhería al pelaje de mi caballo y a mi propio abrigo, de modo que cuando al poco rato bajé la mirada, ví que estábamos tan blancos como la ladera, tan blancos como el aire. Tan blancos como todo. El viento formaba con la nieve extrañas figuras ondulantes, de manera que tenía la sensación de que me rodeaban los genios y malos espíritus de los cuentos de esa dama árabe. Mi pobre caballo, que no es un animal nervioso, parecía asustarse a cada paso. Ya empezaba a arrepentirme de no haber aceptado la hospitalidad de la señora Evans cuando oí sonar una campana.
—¿Una campana? —repitió Strange.
—Sí, señor.
—¿Y qué campana podía ser?
—Pues ninguna, en aquellas soledades. Me parece un milagro que pudiera oír algo, con los resoplidos del caballo y el bramido del viento.
Strange, pensando que Hyde había ido a verlo para que le explicara ese asunto, se puso a hablar del significado mágico de las campanas: que se usaban como protección contra los duendes y otros malos espíritus, ya que, en ocasiones, el sonido de la campana de una iglesia podía ahuyentar a un duende malvado. No obstante, al mismo tiempo, era bien sabido que los duendes tenían predilección por ellas; con frecuencia, sus actos de magia estaban acompañados por el tañido de una campana, y muchas veces, cuando aparecían los duendes sonaban campanadas.
—Es una extraña contradicción que no puedo
explicar. Hace siglos que los estudiosos de la magia se interrogan
sobre ella.
Hyde escuchaba su explicación con cortesía y atención. Cuando Strange terminó, Hyde dijo:
—Es que la campana fue sólo el principio.
—¡Oh! —exclamó el otro, un poco contrariado—. Bien. Continúe.
—Yo estaba subiendo la cuesta y ya divisaba el Dyke en lo alto. Había varios árboles torcidos y piedras desprendidas del muro. Al mirar hacia el sur, vi aproximarse a una dama, andando muy aprisa junto al Dyke.
—¿Una dama?
—La vi claramente. Tenía el cabello suelto y el viento se lo levantaba y alborotaba. —Hyde movió las manos para mostrar cómo danzaba el pelo de la mujer al viento cargado de nieve—. Me parece que la llamé. Sé que ella se volvió a mirarme, pero no se detuvo ni aflojó el paso. Miró otra vez hacia delante y siguió caminando entre los torbellinos de nieve. Llevaba tan sólo un vestido negro. Ni chal ni abrigo. Eso me alarmó. Pensé que podía haber sufrido algún terrible accidente y azucé al caballo obligándolo al pobre a correr cuanto podía. Yo procuraba no perderla de vista, pero el viento y la nieve me cegaban. Cuando llegué al Dyke, ella había desaparecido. Estuve recorriendo el Dyke de un lado al otro, buscándola y llamándola hasta quedar afónico. Estaba seguro de que se habría caído detrás de un montón de piedras o que habría quedado atrapada en la madriguera de un conejo. O que se la habría llevado la persona que la había atacado.
—¿Atacado?
—Bien, señor, supongo que al Dyke la habría arrastrado alguien que quería causarle daño. Hoy en día se oyen cosas tan terribles...
—¿Reconoció usted a la mujer?
—Sí, señor.
—¿Quién era?
—La señora Strange.
Hubo un momento de silencio.
—No puede ser —dijo, perplejo—. Señor Hyde, si a la señora Strange le hubiera ocurrido algo malo, supongo que alguien me lo habría dicho. No estoy tan aislado del mundo entre mis libros. Perdone, pero está usted equivocado. Quienquiera que fuese esa pobre mujer, no era mi esposa.
Hyde meneó cabeza.
—Si lo viese a usted, señor, en Shrewsbury o en Ludlow, quizá no lo reconociera enseguida. Pero el padre de la señora Strange fue cura de mi parroquia durante cuarenta y siete años. Conozco a la señora Strange, entonces la señorita Woodhope, desde que era una niña que daba sus primeros pasos por el cementerio de Clunbury. Aunque no me hubiera mirado, yo la habría reconocido. Por su figura, por su forma de andar, por todo.
—¿Qué hizo usted cuando la perdió de vista?
—Vine aquí inmediatamente, pero su criado no me dejó entrar.
—¿Jeremy? ¿El hombre con el que ha hablado ahora mismo?
—Sí, señor. Me dijo que la señora Strange estaba perfectamente. Confieso que no lo creí y estuve dando vueltas a la casa mirando por las ventanas, hasta que la vi sentada en un sofá, en esta misma habitación. —Señaló el sofá—. Llevaba un vestido azul pálido, no negro.
—No es de extrañar. La señora Strange nunca viste de negro. No me gusta ver a una mujer joven vestida de negro.
Hyde sacudió la cabeza y juntó las cejas.
—Me gustaría poder convencerlo de lo que vi. Pero me doy cuenta de que no podré.
—Y a mí me gustaría poder darle una explicación. Pero no puedo.
Se estrecharon la mano al despedirse. Hyde lo miró y dijo solemnemente:
—Nunca, le he deseado mal alguno a su esposa, señor Strange. Nadie se alegra más que yo de que se encuentre sana y salva.
Strange se inclinó un poco.
—Y así estamos decididos a mantenerla.
La puerta se cerró tras el señor Hyde.
Strange esperó un momento y fue en busca de Jeremy.
—¿Por qué no me dijiste que había venido?
Jeremy resopló burlonamente.
—¡Señor, no me pareció oportuno ir a importunarlo con semejantes tonterías! ¡Damas de negro que se pasean en medio de una ventisca!
—No le hablarías con rudeza, imagino.
—¿Yo, señor? ¡De ninguna manera!
—Quizá estaba borracho. Sí, eso debió de ser. Él y David Evans debieron de celebrar la feliz conclusión del negocio.
Jeremy frunció el entrecejo.
—No lo creo, señor. David Evans es predicador metodista.
—¡Ah! Bien, supongo que tienes razón. De todos modos, no parece una alucinación de borracho. Más bien es lo que podría imaginar una persona que hubiera tomado opio tras leer una novela de la señora Radcliffe.
Después de la visita del señor Hyde, Strange se quedó intranquilo. La imagen de Arabella —aunque fuese una Arabella imaginaria— perdida en la montaña entre la nieve era inquietante. No podía evitar recordar a su propia madre, que solía pasear por aquellas montañas para escapar de las mortificaciones de un matrimonio desgraciado, hasta que contrajo una pulmonía y murió.
Aquella noche, durante la cena, le dijo a Arabella.
—Hoy ha venido a verme John Hyde. Le pareció verte caminar por el Dyke el martes, durante una ventisca.
—¡No!
—Sí.
—¡Pobre hombre! ¡Vaya impresión debió de causarle!
—Eso parece.
—Cuando venga Henry, iremos a visitar al señor y la señora Hyde.
—Pareces decidida a visitar a todos los habitantes de Shropshire cuando venga Henry. Espero que no te lleves una decepción.
—¿Una decepción? ¿Qué quieres decir?
—Sólo que hace muy mal tiempo.
—Pues le diremos a Harris que vaya despacio y con mucho cuidado. En cualquier caso, es lo que hace siempre. Y Starling es un caballo muy tranquilo. Haría falta mucha nieve y mucho hielo para que se asustara. No le teme a nada. Además, hay personas a las que Henry tiene la obligación de visitar, que se sentirían muy apenadas si no fuera a verlas. Jenny y Alwen, los viejos criados de mi padre, no hablan de otra cosa. Hace cinco años que no lo ven, y no creo que vivan otros cinco años, los pobres.
—¡Está bien! ¡Está bien! Sólo he dicho que hará mal tiempo. Eso es todo.
Pero eso no era todo. Strange sabía que Arabella esperaba aquella visita con ilusión. Desde su boda, había visto a su hermano sólo de tarde en tarde. Él no iba a Soho Square tan a menudo como ella deseaba y, cuando iba, nunca se quedaba tanto como ella querría. Pero con aquella visita de Navidad, recuperarían toda su antigua camaradería. Estarían juntos en el escenario de su niñez, y Henry había prometido quedarse por lo menos un mes.
Henry llegó y, en un principio, pareció que iban a cumplirse todos los deseos de Arabella. Aquella noche, durante la cena, su conversación fue muy animada. Henry tenía mucho que contar de Great Hitherden, el pueblo de Northamptonshire del que era rector2 .
Great Hitherden era un pueblo grande y próspero. Residían en sus alrededores varias familias aristocráticas. Henry estaba muy satisfecho de la respetable posición que ocupaba en aquella sociedad. Terminó una larga descripción de sus amigos, sus cenas y sus bailes diciendo:
—Pero no vayáis a pensar que descuidamos las obras de caridad. Somos una parroquia muy activa. Tenemos mucho trabajo y muchos necesitados. Anteayer hice una visita a una familia pobre y enferma, y allí encontré a la señorita Watkins, dispensando dinero y consuelo. La señorita Watkins es una joven muy caritativa. —Calló, como esperando que alguien dijera algo.
Strange estaba ausente, pero de pronto una idea pareció asaltarlo.
—Hombre, Henry, perdona. Debes de creernos muy desatentos. Has mencionado a la señorita Watkins cinco veces en diez minutos y ni Bell ni yo hemos reaccionado. Los dos estamos un poco distraídos esta noche; será que el frío de Gales entumece el cerebro. Pero ahora que he captado el mensaje, con mucho gusto te haré cuantas preguntas puedas desear. ¿Tiene el pelo rubio o negro? ¿El cutis pálido o moreno? ¿Toca el piano o el arpa? ¿Cuáles son sus libros favoritos?
Henry, sospechando que su amigo se burlaba, no pareció dispuesto a seguir hablando de la dama.
Arabella, lanzando una mirada de reproche a su marido, se hizo cargo de las indagaciones con más delicadeza y no tardó en obtener de Henry la siguiente información: la señorita Watkins había llegado a Great Hitherden recientemente, su nombre de pila era Sophronia, vivía con sus tutores, el señor y la señora Swoonfirst (parientes lejanos), le gustaba leer (aunque Henry no supo decir qué leía en concreto), su color favorito era el amarillo, y detestaba las piñas.
—¿Y el aspecto físico? —preguntó Strange—. ¿Es bonita?
La pregunta pareció violentar a Henry.
—La señorita Watkins no está considerada, en general, una belleza de primer orden, no. Pero cuando la tratas, ¿comprendes?, gana mucho. Personas de uno u otro sexo cuyo aspecto puede parecer anodino en un primer momento, llegan a resultar casi hermosas con el trato. Una mente instruida, buenos modales y un carácter afable son dones que contribuyen a hacer la felicidad del marido más que la belleza efímera.
Este discurso sorprendió un tanto a Strange y Arabella. Después de una pausa, él preguntó:
—¿Dinero?
Con aire sereno y triunfal, Henry dijo:
—Diez mil libras.
—¡Querido Henry! —exclamó.
Cuando estuvieron a solas, Strange le dijo a Arabella:
—Considero que hay que felicitar a Henry por ser tan avispado. Parece haber descubierto a la joven antes que nadie. Aunque imagino que a esa muchacha no le habrán llovido las proposiciones; algo debe de haber en su cara o su figura que la protege de una abrumadora admiración universal.
—No creo que le atraiga sólo el dinero —dijo Arabella, defendiendo a su hermano—. También debe de sentir afecto. O nunca hubiera pensado en el matrimonio.
—Seguramente. Henry es un buen sujeto. Además, como sabes, a mí no me gusta inmiscuirme en asuntos ajenos.
—Te estás burlando, y no tienes derecho. Hace años, yo fui tan avispada como Henry. No creo que a nadie más se le hubiera ocurrido la idea de casarse contigo, con esa nariz tan larga y ese carácter tan huraño.
—Es cierto —dijo con gesto reflexivo—. Ha de ser cosa de familia.
Al día siguiente, Strange se quedó en la biblioteca mientras Arabella y Henry visitaban a Jenny y Alwen. Pero el gozo de los primeros días se enfrió pronto. Arabella descubrió que ya no tenía mucho en común con su hermano. Henry había pasado los siete últimos años en un pequeño pueblo. Ella, por el contrario, había residido en Londres, donde había vivido de cerca algunos de los hechos más importantes de la historia reciente. Tenía amistad con más de un ministro, conocía al primer ministro y había bailado varias veces con el duque de Wellington. Había sido presentada a los reales duques, había saludado a las princesas, y el mismo príncipe regente la obsequiaba con una sonrisa y una palabra amable cada vez que ella iba a Carlton House. Por no hablar de sus relaciones con todas las personas que contribuían al glorioso resurgimiento de la magia inglesa.
Pero mientras ella se interesaba vivamente por los relatos de su hermano, éste se mostraba casi indiferente a los de ella. Sus descripciones de Londres no suscitaban en él más que un cortés: «¿Ah, sí?» Un día en que Arabella le refería algo que el duque de Wellington le había dicho y lo que ella le había respondido, Henry se volvió para mirarla con una ceja enarcada y una leve sonrisa que expresaban claramente: «No me lo creo.» Le dolió aquella actitud. No estaba ufanándose: aquellos encuentros formaban parte de su rutina diaria. Comprendió con desolación que si a ella siempre la habían deleitado las cartas de su hermano, él habría encontrado las suyas tediosas y afectadas.
El pobre Henry tenía también sus decepciones. De niño sentía una gran admiración por Ashfair House. Su tamaño, su situación y la gran importancia de su dueño en la región de Clun lo impresionaban. Esperaba con ilusión el día en que Jonathan Strange heredara la propiedad y él pudiera sentir la satisfacción de visitar Ashfair en calidad de amigo del dueño. Ahora que sus deseos se habían cumplido, descubría que, en realidad, no le agradaba tanto estar allí. Ashfair era inferior a muchas de las casas que él había visto durante los últimos años. Tenía casi tantas buhardillas como ventanales. Todas las habitaciones eran de techo bajo y forma irregular. Las muchas generaciones que la habían habitado habían abierto ventanas en las paredes allí donde más les convenía, sin preocuparse por la simetría, y los rosales trepadores y la hiedra les robaban luz. Era una casa vetusta, una casa en la que, según decía Strange, a la heroína de una novela le gustaría ser perseguida.
Últimamente, en los alrededores de Great Hitherden se habían reformado varias edificaciones y construido elegantes casas para albergar a damas y caballeros con aficiones campestres. Así pues, en parte porque Henry era incapaz de guardar para sí algo relacionado con su parroquia y en parte porque pensaba casarse pronto y se interesaba por cuestiones domésticas, no se abstenía de dar consejos a Strange. Le desagradaba en especial la situación del patio de los establos.
—Tienes que atravesarlo para ir a la parte sur del jardín y el huerto. Podrías derribarlo y construirlo en otro sitio.
Strange no respondió directamente sino que, de súbito, se dirigió a su esposa:
—Amor mío, supongo que te gusta la casa, ¿no? Perdona que no te lo haya preguntado antes. ¡Si no te gusta, dilo, y nos mudaremos a otro sitio de inmediato!
Arabella dijo riendo que estaba muy contenta con la casa.
—Lo siento, Henry —agregó—, pero el patio de los establos me gusta tanto como todo lo demás.
Henry volvió a la carga.
—No me negarás que se ganaría mucho talando todos esos árboles que rodean la casa y oscurecen las habitaciones. Han crecido a su antojo, allí donde cayera la piña o la semilla, ¿no?
—¿Cómo? —preguntó Strange, que durante la última parte de la conversación había vuelto a concentrar la atención en su libro.
—Los árboles.
—¿Qué árboles?
—Esos —dijo Henry, señalando por la ventana a una turba de añosos y magníficos robles, fresnos y hayas.
—Como vecinos, esos árboles no dejan nada que desear: se ocupan de sus asuntos y no me molestan. Creo que les debo igual consideración.
—Es que quitan la luz.
—Lo mismo que tú, Henry, y no te ataco con el hacha.
Pero, si bien Henry encontraba muchos defectos en el entorno y la situación de Ashfair, la verdadera causa de su desagrado era otra. Lo que realmente le inquietaba de la casa era el ambiente de magia que en ella se respiraba. Cuando Strange decidió adoptar la profesión de mago, Henry no tuvo nada que objetar. En aquel momento, apenas empezaban a circular por el reino noticias de los prodigiosos actos del señor Norrell. La magia parecía poco más que una esotérica rama de la historia, un pasatiempo para caballeros ricos y ociosos, y, en cierto modo, Henry aún la veía así. Él se congratulaba de la fortuna de Strange, de sus propiedades, de su linaje, pero no de su magia. Y se sorprendía cada vez que alguien lo felicitaba por estar emparentado con el segundo gran mago de la época.
Strange distaba de ser lo que Henry consideraba modelo del rico terrateniente inglés: prácticamente había abandonado todas las actividades a las que dedican su tiempo los caballeros de la Inglaterra rural. No le interesaba la agricultura ni la caza. Sus vecinos cazaban —Henry oía el eco de sus disparos en los campos y los bosques cubiertos por la nieve, y los ladridos de los perros—, pero a Strange nunca se lo había visto con una escopeta en la mano. Arabella tenía que recurrir a todas sus dotes de persuasión para conseguir que saliera a caminar media hora. En la biblioteca, los libros que habían pertenecido al padre y al abuelo de Strange, las obras en inglés, latín y griego que tiene en los anaqueles todo caballero, estaban amontonados en el suelo, para dejar espacio a los libros y los cuadernos de Strange3 .Los periódicos que trataban de la práctica de la magia, como Amigos de la Magia Inglesa y El Mago Moderno, estaban esparcidos por toda la, casa. En una mesa de la biblioteca había una gran fuente de plata que a veces estaba llena de agua. En ocasiones, Strange pasaba media hora observando el agua, agitando la superficie, haciendo extraños ademanes y anotando lo que veía. En otra mesa, entre montones de libros, había un mapa de Inglaterra en el que Strange estaba marcando los antiguos caminos de los duendes que en otro tiempo conducían de Inglaterra a Dios sabe dónde.
Había otras cosas que Henry comprendía sólo a medias y que detestaba todavía más. Sabía, por ejemplo, que a menudo las habitaciones de Ashfair tenían un aspecto extraño, pero ignoraba que ello se debía a que los espejos de la casa de Strange podían reflejar tanto la luz de media hora antes como la de cien años atrás. Y por la mañana, cuando se despertaba, y por la noche, cuando iba a quedarse dormido, oía el tañido de una campana lejana, un sonido triste, como el de la campana de una ciudad sumergida en el mar. Nunca pensaba realmente en aquella campana, ni siquiera la recordaba, pero su melancólico influjo lo acompañaba durante todo el día.
Henry mitigaba su decepción y desagrado estableciendo comparaciones entre la forma en que se hacían las cosas en Great Hitherden y en Shropshire (muy en detrimento de Shropshire), y comentando las razones que podía tener Strange para estudiar con tanto afán, «como si careciera de patrimonio propio y aún tuviese que labrar su fortuna». En general, la destinataria de esos comentarios era su hermana, pero con frecuencia también Strange los oía, y muy pronto Arabella tuvo que cargar con la desagradable tarea de tratar de poner paz entre los dos.
—Cuando quiera los consejos de Henry, se los pediré —dijo Strange—. ¿Qué puede importarle, me gustaría saber, dónde tenga yo mis establos? ¿O a qué dedique el tiempo?
—Sí, amor mío, es muy irritante —asentía ella—, y no es de extrañar que te enfades, pero ten en cuenta, que...
—¿Que yo me enfado? ¡Si es él el que siempre está discutiendo conmigo!
—¡Chist! ¡Chist! Te va a oír. Desde luego, ha puesto a prueba tu paciencia, y tú lo has soportado como un ángel. Pero creo que en el fondo trata de ser amable. Es sólo que no sabe expresarse, y aun con todos sus defectos, lo echaremos mucho de menos cuando se vaya. —Como él no parecía tan convencido de esto último como ella deseaba, agregó—: ¿Serás amable con Henry? ¿Lo harás por mí?
—¡Sí, sí, desde luego! Yo soy la paciencia en persona. ¡Tú lo sabes bien! Había un proverbio, ya en desuso, que venía a decir que allí donde los curas siembran trigo, los magos siembran centeno. Lo que significa que curas y magos nunca estarán de acuerdo4 . Hasta ahora no me había dado cuenta. Creo que con el clero de Londres mantenía buenas relaciones. El deán de Westminster y el capellán del príncipe regente son excelentes tipos. Pero Henry me ataca los nervios.
El día de Navidad nevaba copiosamente. Ya fuera por los disgustos de los últimos días o por alguna otra causa, Arabella despertó indispuesta, mareada y con fuerte dolor de cabeza, y no pudo levantarse de la cama. Strange y Henry se vieron obligados a hacerse mutua compañía todo el día. Henry habló mucho de Great Hitherden, y por la noche jugaron al écarté. A los dos les gustaba ese juego de cartas y quizá lo hubieran disfrutado de no ser porque, mediada la segunda partida, Strange sacó el nueve de picas e inmediatamente lo asaltaron varias ideas nuevas sobre el significado mágico de esa carta. Abandonó el juego y se llevó la carta a la biblioteca para estudiarla, dejando solo a Henry.
De madrugada se despertó, o medio despertó. Había en la habitación un leve fulgor plateado que bien podía ser el reflejo de la luna en la nieve. Le pareció ver a Arabella, vestida, sentada a los pies de la cama, de espaldas a él. Se cepillaba el pelo. Él le dijo unas palabras, o al menos creyó que le decía unas palabras.
Luego volvió a dormirse.
A eso de las siete se despertó, esta vez del todo, con el afán de ir a encerrarse en la biblioteca para trabajar durante una hora o dos antes de que apareciera Henry. Se levantó rápidamente, fue al vestidor y llamó a Jeremy Johns para que fuera a afeitarlo.
A las ocho, Janet Hughes, la doncella de Arabella, llamó a la puerta del dormitorio. No recibió respuesta y, pensando que quizá su señora seguía con jaqueca, se retiró.
A las diez, Strange y Henry desayunaban juntos. Éste había decidido pasar el día cazando y trataba de convencer a su cuñado de que lo acompañase.
—No, no. Tengo trabajo, pero eso no impide que vayas tú. Después de todo, conoces estos campos y bosques tanto como yo. Te prestaré una escopeta y en algún sitio encontrarás perros, estoy seguro.
Entró Jeremy a decir que el señor Hyde había vuelto. Estaba en el vestíbulo y solicitaba hablar con Strange de un asunto urgente.
—¿Qué querrá ahora ese hombre? —rezongó Strange.
Hyde entró precipitadamente. Estaba lívido de angustia.
De pronto, Henry exclamó:
—¿Se puede saber qué hace ahí ese hombre? ¡No está ni dentro ni fuera de la habitación! —Una de las cosas de Ashfair que lo molestaban era que los sirvientes rara vez se comportaban con la corrección propia de una casa tan importante. En esta ocasión, Jeremy Johns había empezado a salir, pero no había pasado del umbral, donde estaba manteniendo con otro criado una vehemente conversación en voz baja, semiocultos ambos por la puerta.
Strange lanzó una mirada en esa dirección, suspiró y dijo:
—Henry, no tiene importancia. Señor Hyde, yo...
Hyde, cuya agitación parecía haber ido en aumento durante aquellos instantes, espetó:
—¡Hace una hora he vuelto a ver a su esposa en las colinas de Gales!
Henry se volvió hacia Strange, sobresaltado.
Este, mirando fríamente al visitante, dijo:
—No ocurre nada, Henry. Nada.
Hyde hizo una mueca lastimera al oír eso, pero había en él una especie de obstinación que lo ayudó a sobrellevarlo.
—Ha sido en Castle Idris y, como la otra vez, la señora Strange se alejaba y no he podido verle la cara. He tratado de seguirla, pero también la he perdido. Ya sé que la otra vez lo atribuyeron a una alucinación, un fantasma creado por mi cerebro con la nieve y el viento. Pero hoy el día está claro y sereno, y sé que era ella, la he visto como ahora lo estoy viendo a usted.
—¿La otra vez? —preguntó Henry, desconcertado.
Strange, no sin impaciencia, empezó a dar las gracias al señor Hyde por su amabilidad en llevarles esa... (no pudo encontrar la palabra que buscaba).
—Pero como sé que la señora Strange está segura en casa, no le sorprenderá que... Jeremy volvió a entrar con cierta brusquedad. Se acercó rápidamente a Strange y se inclinó para hablarle al oído.
—¡Habla, hombre! ¡Explica qué sucede! —lo urgió Henry.
Jeremy miró a Strange, indeciso, pero su amo no decía nada. Se tapó la boca con la mano y miró a uno y otro lado como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea nueva y no muy agradable.
—La señora Strange no está en casa, señor —dijo Jeremy—. No sabemos dónde puede estar.
Henry interrogó a Hyde acerca de lo que había visto en las colinas. Casi sin darle tiempo de contestar una pregunta, le hacía la siguiente. Jeremy los observaba frunciendo el entrecejo. Strange callaba, mirando fijamente ante sí. De pronto, se levantó y salió de la habitación con brusquedad.
—¡Señor Strange! —se alarmó Hyde—. ¿Adónde va?
—¡Strange! —gritó Henry.
Como sin él nada se podía hacer ni decidir, no les quedaba más opción que seguirlo. Strange subió a su biblioteca del primer piso y fue directo a la gran fuente de plata que estaba en una de las mesas.
—Trae agua —pidió a Jeremy Johns.
Jeremy fue por un jarro de agua y llenó la fuente.
Strange pronunció una sola palabra y la habitación quedó en penumbra. Simultáneamente, el agua de la bandeja se oscureció y se tomó algo opaca.
El súbito crepúsculo aterró a Henry.
—¡Strange! —exclamó—. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¡La luz se va! Mi hermana está ahí fuera. ¡No debemos permanecer en casa ni un momento más! —Miró a Jeremy Johns, el único de los presentes que podía influir en el mago—. ¡Dile que deje eso! ¡Hemos de salir a buscarla!
—Calla, Henry —ordenó Strange.
Rozó con el dedo la superficie del agua, dos veces. Dos líneas de destellos dividieron el agua en cuatro cuartos. Hizo un ademán sobre una de las secciones. Se vieron estrellas y más líneas formando un fino cañamazo luminoso. Strange lo miró un momento. Luego señaló el cuarto siguiente, en el que la luz dibujó formas distintas. Repitió el proceso en los otros dos sectores. Los dibujos no permanecían fijos sino que se movían, lanzaban destellos, trazaban ora las líneas de una especie de escritura, ora un mapa, ora constelaciones de estrellas.
—¿Y eso para qué sirve? —preguntó Hyde, atónito.
—Para encontrarla —respondió Strange—. Por lo menos, es lo que se pretende.
Golpeó uno de los cuartos, los dibujos de los otros tres desaparecieron y el que quedó creció hasta ocupar toda la superficie del agua. Strange lo dividió en cuatro partes, lo estudió un rato y tocó uno de los segmentos. Repitió varias veces el proceso. Las figuras se hacían más densas y empezaban a tomar forma de mapa. Pero cuanto más avanzaba el proceso, más parecía dudar Strange, como si no diera crédito a lo que la fuente le mostraba.
Al cabo de varios minutos, Henry no pudo resistir más.
—¡Por Dios, no es momento para magias! ¡Arabella se ha perdido!
¡Strange, te lo ruego, deja ya esas tonterías y salgamos a buscarla!
Él no respondió, pero parecía furioso, y golpeó el agua. Las líneas y las estrellas se desvanecieron. Aspiró profundamente y volvió a empezar. Ahora actuaba con más seguridad y enseguida encontró una figura que le pareció válida. Pero en lugar de extraer de ella información útil, la contempló con una mezcla de desolación y perplejidad.
—¿Qué es? —preguntó Hyde, alarmado—. Señor Strange, ¿puede ver a su esposa?
—¡No encuentro sentido a lo que me dice el hechizo! Dice que no está en Inglaterra. Ni en Gales. Ni en Escocia. Ni en Francia. No puedo conseguir que la magia actúe. Tienes razón, Henry, aquí estoy perdiendo el tiempo. ¡Jeremy, las botas y el abrigo!
Una visión afloró de pronto a la superficie del agua. En un salón vetusto y sombrío, bailaba una multitud de hombres apuestos y mujeres hermosas. Pero como eso no podía tener relación con Arabella, Strange volvió a golpear el agua y la visión desapareció.
Una gruesa capa de nieve cubría el paisaje. Todo estaba helado, quieto y silencioso. Primero buscaron en las tierras de Ashfair, donde no encontraron más que algún que otro carrizo o petirrojo, y después Strange, Henry, Hyde y los criados empezaron a recorrer los caminos.
Tres criadas volvieron a la casa y subieron a desvanes en los que apenas entraba alguien desde que Strange era niño. Con hacha y martillo, abrían arcones que llevaban cerrados cincuenta años. Miraban en armarios, y hasta en cajones en los que apenas habría cabido un recién nacido.
Otros sirvientes preguntaban en las casas de Clun, y algunos cabalgaron hasta Clunton, Purslow, Clunbury y Whitcott. Muy pronto no quedaba en toda la región una sola casa en la que no se supiera que la señora Strange había desaparecido y de la que no se uniera a la búsqueda alguno de sus habitantes. Entretanto, las mujeres alimentaban el fuego y hacían todo lo necesario a fin de que, si la señora Strange era llevada a su casa, encontrara en ella todo el calor, el alimento y las atenciones que un ser humano pudiera desear.
Durante la primera hora, se sumó a la partida el capitán John Ayrton del 12o de la Ligera de Dragones, quien había estado con Wellington y Strange en la Península y en Waterloo, y cuyas tierras lindaban con las de Strange. Eran de la misma edad y habían sido vecinos toda la vida, pero el capitán Ayrton era un caballero tan tímido y reservado que apenas intercambiaban más de veinte palabras al año. En esa crisis, el capitán acudió a Ashfair con mapas y la promesa serena y solemne de hacer cuanto estuviera en su mano para ayudar.
Pronto se descubrió que no era el señor Hyde el único que había visto a Arabella. También Martin Oakley y Owen Bullbridge, mozos de una de las granjas, la habían visto. Jeremy Johns se enteró por unos amigos de los dos hombres, e inmediatamente se montó en el primer caballo que encontró y se dirigió a los nevados campos de las márgenes del río Clun, donde Oakley y Bullbridge participaban en la búsqueda. Jeremy llevó a los dos hombres a Clun para que comparecieran ante el capitán Ayrton, el señor Hyde, Henry Woodhope y Strange.
El relato de Oakley y Bullbridge no concordaba con el de Hyde. Éste había visto Arabella caminar hacia el norte por las nevadas laderas de Castle Idris, a las nueve en punto, y, lo mismo que la vez anterior, había oído sonar campanas.
Oakley y Bullbridge, por su parte, la habían visto cruzar apresuradamente por entre los desnudos árboles, a unas cinco millas al este de Castle Idris, también a las nueve de la mañana.
El capitán Ayrton frunció el entrecejo y les preguntó cómo sabían que eran las nueve, puesto que, a diferencia de Hyde, ninguno de ellos tenía reloj de bolsillo. Oakley respondió que pensaron que debían de ser las nueve porque habían oído campanas. Las campanas, suponía, eran las de San Jorge, en Clun. Pero Bullbridge dijo que no eran las campanas de San Jorge, que las que él había oído eran muchas, y San Jorge tenía una sola. Dijo también que su toque le había parecido triste, como a muerto, pero no supo explicar por qué.
Los relatos coincidían en todos los demás detalles. En ninguno se mencionaba el extraño traje negro. Los tres hombres la habían visto vestida de blanco y los tres decían que andaba deprisa. Ninguno le había visto la cara.
El capitán Ayrton envió los hombres a registrar los oscuros bosques en grupos de cuatro o cinco. Ordenó a las mujeres buscar faroles y prendas de abrigo; y mandó a jinetes a las colinas de Castle Idris. Puso al frente de estos últimos al señor Hyde, que no se hubiera dado por satisfecho con misión de menos importancia. Diez minutos después de que Oakley y Bullbridge acabaran de hablar, todos se habían ido. Buscaron mientras hubo luz, pero la luz no podía durar. Sólo habían transcurrido cinco días desde el solsticio de invierno; a las tres, la luz ya decaía, y a las cuatro se había extinguido por completo.
Los distintos grupos volvieron a la casa de Strange, donde el capitán Ayrton pensaba revisar lo hecho y confiaba en poder decidir el siguiente paso. También habían acudido varias señoras de los alrededores, que, cansadas de esperar ansiosamente noticias de la señora Strange en la soledad de sus casas, fueron a Ashfair en parte para brindar su ayuda y en parte para buscar consuelo en la mutua compañía.
Los últimos en llegar fueron Strange y Jeremy Johns. Procedían directamente de los establos, aún con las botas y manchados de barro. Strange tenía la cara cenicienta y los ojos hundidos. Se movía como un sonámbulo. Quizá se habría quedado de pie si Jeremy no lo hubiera sentado en un sillón.
El capitán Ayrton extendió sus mapas sobre la mesa y fue preguntando a cada grupo dónde había estado y qué había encontrado, que era nada en absoluto.
Todos los presentes, hombres y mujeres, pensaban que aquellas nítidas líneas y palabras trazadas en los mapas eran en realidad estanques y ríos helados, bosques callados, zanjas cubiertas de escarcha y montañas agrestes, y todos se preguntaban cuántas ovejas, vacas y animales salvajes morirían durante la estación.
—Me parece que esta noche me he despertado... —dijo de pronto una voz ronca.
Todos se volvieron.
Strange seguía en el sillón en que lo había sentado Jeremy. Tenía los brazos colgando y la mirada fija en el suelo.
—Me parece que esta noche me he despertado. No sé cuándo exactamente. Arabella estaba sentada a los pies de la cama. Vestida.
—No nos lo había dicho —observó Hyde.
—No lo recordaba. Creía que lo había soñado.
—No entiendo —dijo el capitán Ayrton—. ¿Quiere decir que la señora Strange pudo abandonar la casa durante la noche?
Strange pareció buscar en vano una respuesta a tan razonable pregunta.
—Pero seguro que usted sabe si ella estaba o no por la mañana, ¿verdad?
—Estaba. Claro que estaba. Es absurdo suponer... Por lo menos... —Se interrumpió—. Me he levantado pensando en mi libro, y la habitación estaba a oscuras.
Varios de los presentes empezaron a pensar que, como marido, Jonathan Strange era, si no desatento, por lo menos extrañamente distraído, y algunos lo miraron dubitativos mientras repasaban con el pensamiento las razones que podían inducir a una, en apariencia, amante esposa a abandonar su casa y salir a la nieve. ¿Palabras crueles? ¿Un carácter violento? ¿Visiones espantosas conjuradas por su labor de mago: fantasmas, demonios, horrores? ¿El repentino descubrimiento de que tenía una amante y media docena de hijos naturales?
En el vestíbulo sonó un grito. Nadie supo decir de quién era la voz. Varios vecinos de Strange que estaban cerca de la puerta salieron a ver qué ocurría. Las exclamaciones de éstos hicieron acudir a los demás. El vestíbulo estaba oscuro, pero enseguida se llevaron velas y todos pudieron ver que, al pie de la escalera, había una persona.
Arabella.
Henry se precipitó a abrazarla; Hyde y la señora Ayrton le dijeron lo mucho que se alegraban de verla sana y salva; otras personas empezaron a manifestar asombro e informar a quien quisiera escucharlas que ni por asomo se les había ocurrido pensar que pudiese estar allí. Varias señoras y criadas la rodearon, solicitas. ¿Se había lastimado? ¿Dónde había estado? ¿Se había perdido? ¿Le había sucedido algo malo?
Entonces, como ocurre a veces, varias personas a la vez advirtieron algo extraño: Strange no había dicho nada, no había ido hacia ella, aunque tampoco ella le había hablado ni iniciado movimiento alguno en dirección a él.
El mago miraba a su esposa en silencio. De pronto, exclamó:
—¡Santo Dios, Arabella! ¿Qué es eso que llevas puesto?
Incluso a la luz tenue y vacilante de las velas se veía que llevaba un vestido negro.