32. El rey (Noviembre de 1814)
A Primeros de noviembre de 1814, el señor Norrell fue honrado con la visita de muy nobles caballeros —un conde, un duque y dos barones— que, según dijeron, deseaban hablar con él de un asunto sumamente delicado, pero era tal la discreción con que lo abordaban que, tras media hora de estar hablando, Norrell aún no sabía qué pretendían que hiciera.
Resultó que, aun siendo aquellos caballeros de muy alto rango, actuaban en nombre de alguien más importante todavía —el duque de York—, y que habían ido a hablar con Norrell acerca de la locura del rey. Los hijos del monarca habían visitado a su padre recientemente y habían quedado horrorizados al ver su triste estado, y, aunque todos eran egoístas, algunos disolutos y ninguno inclinado a los sacrificios, habían convenido en que darían cualquier suma de dinero y se cortarían tantos brazos o piernas como hiciera falta con tal de aliviar el sufrimiento del rey.
Pero si se habían peleado para decidir qué médico debía atender a su padre, ahora se peleaban acerca de si debía ser tratado por un mago. El más refractario a la idea era el príncipe regente. Muchos años antes, en vida del gran señor Pitt, el rey sufrió un fuerte ataque de locura y el príncipe ocupó su lugar; después el soberano se restableció y su hijo fue despojado de sus poderes y privilegios. De todos los fastidios del mundo, pensaba el príncipe regente, el peor era el de levantarse de la cama con la incertidumbre de si eras o no el que gobernaba Gran Bretaña. Por ello, quizá pudiese perdonársele el desear que el rey siguiera loco o, por lo menos, que no tuviera más alivio que el que la muerte le deparase.
Norrell, que no deseaba ofender al príncipe regente, se excusó diciendo que dudaba mucho de que la enfermedad del rey respondiese a ningún tratamiento mágico. Entonces, el segundo hijo del monarca, el duque de York, que era militar, le preguntó al duque de Wellington si creía que se podría convencer al señor Strange para que visitara a su padre.
—¡Oh, desde luego! —repuso Wellington—. El señor Strange agradece cualquier oportunidad que se le brinda para practicar la magia. Nada lo complace más. Las misiones que le encomendé en España presentaban toda clase de dificultades, y, aunque él se lamentaba aparentando desagrado, lo cierto es que no podía estar más alegre. Yo tengo en muy alta estima su talento. España, como su alteza real sabe, es uno de los países menos civilizados del mundo, sin apenas vías de comunicación que sean algo más que caminos de cabras. Gracias al señor Strange, mis hombres disponían de buenas carreteras inglesas que los llevaban a donde tuvieran que ir, y si una montaña, un bosque o una ciudad se interponía en nuestro camino, el señor Strange sencillamente los cambiaba de sitio.
El duque de York observó que el rey Fernando de España había escrito al príncipe regente lamentándose de que el mago inglés hubiera dejado irreconocibles muchas zonas de su reino y exigiendo que regresara a España para devolver al país su forma original.
—Oh —dijo Wellington sonriendo—, de modo que aún siguen quejándose por eso...
Como consecuencia de esa conversación, al bajar al salón un jueves por la mañana, Arabella Strange encontró en él a todos los vástagos varones del rey. Eran cinco: sus altezas reales los duques de York, Clarence, Sussex, Kent y Cambridge. Todos estaban entre los cuarenta y los cincuenta años, todos habían sido bien parecidos, pero todos eran amantes de la buena mesa y el buen vino y, por tanto, todos tiraban a gruesos.
Strange estaba de pie junto a la chimenea, con un codo apoyado en la repisa, un libro del señor Norrell en la mano y una expresión de educado interés en la cara, mientras sus altezas reales hablaban a la vez, interrumpiéndose unos a otros en su afán por describir la situación del rey con todo su patetismo.
—Si viera cómo le resbalan a su majestad las sopas de leche por la barbilla —le dijo el duque de Clarence a Arabella con lágrimas en los ojos—, cómo lo atormentan temores imaginarios y cómo mantiene largas conversaciones con el señor Pitt, que lleva muerto un siglo... en fin, querida mía, no podría menos que sentir una viva congoja. —Asió la mano de Arabella y se puso a acariciarla, tomándola, al parecer, por la criada.
—Todos los súbditos de su majestad lamentamos su enfermedad —dijo ella—. Ninguno de nosotros es insensible a su sufrimiento.
—¡Querida mía! —exclamó el duque, encantado—. ¡Cómo me conmueve oírla decir eso! —Y le estampó un real beso, grande y húmedo, en la mano, mirándola con ternura.
—Si el señor Norrell no lo considera un caso susceptible de tratamiento por la magia, francamente no creo que existan posibilidades —dijo Strange—. ¡Pero desde luego que visitaré a su majestad con sumo gusto!
—En tal caso —dijo el duque de York—, sólo queda el problema de los Willis.
—¿Los Willis?
—¡Exacto! —exclamó el duque de Cambridge—. Los Willis son más impertinentes de lo que quepa imaginar.
—No hay que incomodarlos —advirtió el duque de Clarence—, o se desquitarán con su majestad.
—Pondrán muchos inconvenientes a la visita del señor Strange al rey
—suspiró el duque de Kent.
Los Willis eran dos hermanos dueños de un manicomio de Lincolnshire. Hacía muchos años que asistían al rey, siempre que éste perdía el juicio. Ycuando lo recuperaba, su majestad no se cansaba de repetir lo mucho que odiaba a los Willis y cómo lo ofendía su trato cruel. Había hecho prometer a la reina, a los duques y a las princesas que si sufría otro ataque de locura, no lo confiarían al cuidado de los Willis, pero en vano. A la primera señal de delirio se llamaba a los Willis, que acudían inmediatamente, encerraban al rey en una habitación, le ponían una camisa de fuerza y le administraban fuertes medicinas purgantes.
Supongo que sorprenderá a mis lectores (como sorprendió a todo el mundo) que un rey fuera incapaz de decidir su destino. Pero considerad la alarma que la amenaza de la locura suscita en una familia corriente. ¡Y considerad cuánto mayor será la alarma si el que la sufre es el rey de Gran Bretaña! Si tú o yo enloquecemos, será una desgracia para nosotros, nuestros familiares y amigos. Pero la demencia de un monarca es un desastre para toda la nación. Con frecuencia, en el pasado la enfermedad del rey Jorge había creado incertidumbre acerca de quién debía gobernar el país. No existían precedentes. Nadie sabía qué hacer. No era que los Willis gozaran de gran aprecio o respeto, ni que su tratamiento aliviara en algo los tormentos del rey. El secreto del éxito de los Willis consistía en que ellos conservaban la sangre fría cuando los demás eran presas del pánico. Ellos asumían una responsabilidad que los demás ansiaban rehuir. A cambio, exigían el control absoluto de la persona del rey. No se permitía a nadie hablar con él sin que estuviera presente un Willis. Ni siquiera a la reina, ni al primer ministro. Ni a los trece hijos e hijas del paciente.
—Bien —dijo Strange cuando le hubieron explicado las circunstancias—, yo preferiría hablar con su majestad sin el estorbo de la presencia de otras personas, especialmente personas contrarias a mis propósitos. No obstante, si en ocasiones he podido burlar a todo el ejército francés, creo que con dos médicos podré arreglármelas. Dejen a los Willis de mi cuenta.
El mago se negó a hablar de honorarios antes de ver al rey. No cobraría nada por visitar a su majestad, y los duques, que tenían grandes deudas de juego y casas llenas de hijos ilegítimos, lo consideraron una muestra de generosidad.
A primera hora del día siguiente, Strange cabalgó hasta el castillo de Windsor. Hacía frío y una niebla blanca se extendía por doquier. Durante el camino, realizó tres pequeños hechizos. El primero, para que los Willis durmieran hasta mucho más tarde de lo habitual; el segundo, para que las esposas y los criados de los Willis se olvidaran de despertarlos; y el tercero, para que cuando los Willis se despertaran por fin, no encontrasen la ropa ni las botas donde las habían dejado. Dos años antes, hubiera sentido escrúpulos por hacer objeto de semejantes tretas, por triviales que fuesen, a unos desconocidos, pero ahora no lo inquietó en absoluto. Al igual que muchos caballeros que habían estado en España con el duque de Wellington, inconscientemente había empezado a imitar a su excelencia, que actuaba siempre de la forma más directa posible1 .
Hacia las diez, Strange cruzó el Támesis por el pequeño puente de madera del pueblo de Datchet. Avanzó por el sendero que discurre entre el río y la muralla del castillo y entró en la ciudad de Windsor. En la puerta del castillo, le dijo al centinela quién era y el objeto de su visita. Apareció un criado con uniforme azul para acompañarlo a los aposentos del rey. Parecía un hombre cortés e inteligente y, como tantos criados de grandes mansiones, estaba muy orgulloso del castillo y de todo lo relacionado con él. Su mayor placer era mostrarlo a los visitantes y pensar que quedaban asombrados, impresionados y atónitos.
—No será ésta su primera visita al castillo, ¿verdad, señor? —fue su primera pregunta.
—Lo es, en efecto. No había estado aquí en toda mi vida.
El hombre pareció escandalizarse.
—En tal caso, señor, se ha perdido una de las visiones más nobles que puede ofrecer Inglaterra.
—¿Sí? Bien, pues ya estoy aquí.
—Pero ha venido por trabajo, señor —repuso en tono de reproche—, y supongo que no dispondrá de tiempo para contemplar las cosas con calma. Debe venir otra vez. En verano. Y, si está casado, me permitiré observar que a las señoras les encanta el castillo.
El solícito criado lo condujo por un patio de proporciones impresionantes. Mucho tiempo atrás, en épocas de guerra, debió de dar refugio a gran número de personas y animales, y aún quedaban varios edificios muy antiguos de sencilla construcción que testimoniaban el carácter militar que en un principio tuvo el castillo. Pero, con el tiempo, el ansia de pompa y esplendor había prevalecido sobre consideraciones más utilitarias, y se había construido una magnífica iglesia que ocupaba casi todo el espacio. Aquella iglesia (llamada «la capilla», pero que más parecía una catedral) exhibía la compleja ornamentación de que es capaz el gótico. Estaba rodeada de picudos contrafuertes, coronada de altos pináculos y atestada de capillas, oratorios y sacristías.
El criado llevó a Strange por delante de un montículo de pendientes lisas sobre el que se alzaba la torre que configura la característica silueta del castillo. Por una puerta medieval, pasaron a otro patio de proporciones casi tan colosales como el anterior, pero mientras aquél estaba lleno de sirvientes, soldados y dignatarios, éste se hallaba vacío y silencioso.
—Lástima que no viniera usted hace años, señor —se lamentó el criado—. Entonces, previa solicitud al jefe de la casa, era posible visitar los aposentos del rey y la reina, pero ahora la enfermedad de su majestad lo hace imposible.
Guió a Strange hasta una imponente puerta gótica situada en el centro de una larga fila de edificios. Mientras subían por una escalera de piedra, el hombre continuó lamentándose de los muchos obstáculos que impedían a Strange ver el castillo. Estaba convencido de que la decepción del visitante había de ser grande.
—¡Ya lo tengo! —exclamó de pronto—. ¡Le enseñaré el salón de San Jorge! Oh, no es ni la centésima parte de lo que tendría que ver, señor, pero le dará una idea de lo sublime que llega a ser el edificio.
En lo alto de la escalera, el hombre torció a la derecha y cruzó rápidamente una sala de paredes adornadas con panoplias de espadas y pistolas. Strange lo siguió y entraron en un gran salón de altos techos y doscientos o trescientos pies de largo.
—¡Mire! —dijo el criado, con tanta satisfacción como si lo hubiera construido y decorado con sus propias manos.
En la pared sur, altas ventanas en arco dejaban entrar una luz fría y lechosa. La parte baja de los muros estaba cubierta de paneles de peral con los bordes tallados y dorados, y la parte alta y el techo habían sido decorados con pinturas de dioses, diosas, reyes y reinas. En el techo se veía cómo Carlos II era elevado a la gloria eterna en una nube blanca y azul, rodeado de rosáceos querubines regordetes. Generales y diplomáticos depositaban trofeos a sus pies, mientras Julio César, Marte, Hércules y otros personajes importantes contemplaban la escena un tanto cohibidos, por haber hecho de pronto el mortificante descubrimiento de su inferioridad respecto al monarca inglés.
Todo aquello era de suma magnificencia, pero lo que más llamó la atención de Strange fue un enorme mural que cubría toda la pared norte. En el centro se veía a dos reyes sentados en sendos tronos. A cada lado había caballeros, damas, cortesanos, dioses y diosas, unos de pie y otros de rodillas. El lado izquierdo de la pintura estaba inundado de sol. El rey de esa parte era un hombre vigoroso y bien parecido que irradiaba toda la fuerza de la juventud. Vestía una túnica de color claro y tenía un cabello rubio y rizado. Lucía una corona de laurel y empuñaba un cetro. La gente y los dioses que lo servían estaban provistos de cascos, corazas, lanzas y espadas, como si el artista hubiese buscado reflejar que ese monarca sólo atraía la amistad de los hombres y dioses más belicosos. En el sector derecho, la luz era tenue, como si el artista hubiese buscado representar un crepúsculo de verano. En torno a las figuras lucían estrellas. El rey de ese lado era un hombre pálido de cabello oscuro. Vestía túnica negra y su expresión era indescifrable. Llevaba una corona de oscuras hojas de hiedra y en la mano izquierda sostenía una fina vara de marfil. Componían su séquito principalmente criaturas mágicas, un fénix, un unicornio, un endriago, faunos y sátiros. Y había, además, varios personajes misteriosos; una figura masculina con ropa de fraile y la cara oculta por la capucha, una figura femenina con un manto oscuro sembrado de estrellas que se cubría los ojos con el brazo. Entre los dos tronos se erguía una mujer joven con túnica blanca y casco de oro. El rey guerrero apoyaba la mano izquierda en el hombro de la mujer con gesto protector; el rey del lado oscuro extendía la mano derecha hacia ella, que a su vez le acercaba la izquierda, de manera que sus dedos se rozaban.
—Obra de Antonio Verrio, un caballero italiano —informó el criado. Y agregó, señalando al soberano de la izquierda—: Eduardo III, de Inglaterra del Sur. —Y señaló al de la derecha—; John Uskglass, el rey mago de Inglaterra del Norte.
—Vaya —dijo Strange con vivo interés—. Había visto estatuas suyas, desde luego. Y grabados en libros. Pero no recuerdo haberlo visto nunca pintado en un cuadro. ¿Y quién es la dama que está entre los dos?
—La señora Gwynn, una de las amantes de Carlos II. Representa a Britana.
—Comprendo. Ya es algo que aún ocupe un lugar de honor en la casa del rey. Pero lo han pintado vestido de romano y dando la mano a una actriz. No sé qué diría él a eso.
El criado retrocedió con Strange por la sala de las armas y lo condujo hasta una puerta negra de gran tamaño, coronada por un protuberante frontón de mármol.
—No puedo ir más allá, señor. Aquí termina mi jurisdicción y empieza la de los doctores Willis. Al otro lado encontrará al rey. —Hizo una reverencia y se alejó hacia la escalera.
Strange llamó a la puerta. Al otro lado se oía un clavicordio que acompañaba el cántico de una voz.
Abrió la puerta un individuo alto y grueso, de entre treinta y cuarenta años. Tenía una cara redonda, blanca, picada de viruela y moteada de gotas de sudor que recordaba un queso de Cheshire. En conjunto, poseía un sorprendente parecido con el hombre de la luna, que, según se dice, está hecho de queso. No se había afeitado con gran destreza y su descolorida faz estaba salpicada de grupos de pelitos negros y gruesos, como si una familia de moscas se hubiera ahogado en la leche antes de que hicieran el queso y las patas les hubiesen quedado fuera. Vestía chaqueta de tosca lana y camisa y corbata de lino recio. Ninguna de las prendas estaba muy limpia.
—¿Sí? —dijo, sin soltar la puerta, como si pensara volver a cerrarla a la menor provocación. No tenía nada de criado palaciego y sí mucho de loquero, lo que era en realidad.
Strange arqueó una ceja ante tan grosera actitud. Dio su nombre con frialdad y dijo que estaba allí para ver al rey.
El hombre suspiró.
—Bien, señor, no puedo negar que estábamos esperándolo. Pero no puede entrar. El doctor John y el doctor Robert —ésos eran los nombres de los hermanos Willis— no han llegado. Hace una hora y media que los aguardamos. No sabemos dónde pueden estar.
—Eso es muy lamentable —dijo Strange—, pero no me atañe. No es mi deseo ver a ninguno de esos caballeros. Mi visita es para el rey. Traigo una carta firmada por los arzobispos de Canterbury y de York por la que se me autoriza a visitar a su majestad en el día de hoy. —Agitó la carta ante la cara del hombre.
—Pero debe usted esperar a que lleguen el doctor John y el doctor Robert, señor. No permiten que nadie interfiera en su manera de tratar al rey. El silencio y la reclusión es lo que le conviene. Para él no hay nada peor que la conversación. No imagina el daño que puede causar a su majestad sólo con hablarle, señor. Supongamos que le dice que está lloviendo. Imaginará usted que ésta es la observación más inocente del mundo. Pues bien, podría dar que cavilar al rey, y su mente, en su locura, podría ponerse a discurrir, causándole una peligrosa alteración. Podría recordar momentos del pasado en los que, mientras llovía, sus criados le dieron noticias de batallas perdidas, de hijas muertas, de hijos que habían cometido actos deshonrosos. ¡Podría bastar para matarlo! ¿Quiere usted matar al rey, señor?
—No.
—Entonces, ¿no cree que será mejor esperar al doctor John y al doctor Robert? —repuso el hombre con tono persuasivo.
—Gracias, pero creo que me arriesgaré. Lléveme hasta el rey, por favor.
—Los doctores van a enfadarse mucho —advirtió.
—No me importa —respondió fríamente.
El hombre pareció estupefacto.
—Bien —dijo Strange con gesto decidido, volviendo a agitar la carta—, ¿me permitirá ver al rey o desafiará la autoridad de dos arzobispos? Es una cuestión muy grave que se castiga con... bien, no lo sé con exactitud, pero con una pena bastante severa, imagino.
El hombre suspiró. Llamó a otro individuo (tan tosco y desastrado como él) y le dijo que fuera inmediatamente a buscar al doctor John y el doctor Robert a sus respectivas casas. Luego, de mala gana, se apartó para dejar paso a Strange.
Las proporciones de la habitación eran amplias. Las paredes estaban cubiertas con paneles de roble y abundaban las tallas exquisitas. Más personajes regios y simbólicos deambulaban por el techo sobre nubes. Pero era un lugar inhóspito. El suelo estaba desnudo y hacía frío. Una silla y un clavicordio muy deteriorado componían todo el mobiliario. Un anciano estaba sentado al clavicordio, de espaldas a ellos. Vestía una bata de deslucido brocado púrpura, un arrugado gorro de dormir de terciopelo escarlata y unas zapatillas rotas y sucias. Tocaba con brío y cantaba a voz en cuello en alemán. Al oír pasos que se acercaban, se interrumpió.
—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¿Quién es?
—El mago, majestad —respondió el loquero.
El anciano pareció meditar un momento y dijo con voz potente:
—Es una profesión que me desagrada especialmente. —Y volvió a tocar y cantar.
Era un mal comienzo. El loquero rió con impertinencia y se fue, dejando a Strange a solas con el rey. El mago dio unos pasos hasta situarse donde pudiera observar la cara del soberano.
En aquella cara, al horror de la locura se sumaba el horror de la ceguera. El azul del iris de los ojos estaba velado y el blanco tenía el tinte de la leche agria. Largas greñas de pelo blanquecino veteado de gris colgaban junto a unas mejillas moteadas de capilares. Al cantar, le brotaba saliva de los labios flácidos y rojos. Tenía la barba casi tan larga y tan blanca como el cabello. En nada se parecía a los retratos que Strange había visto del monarca, pintados cuando éste se hallaba en su sano juicio. Con aquel pelo, aquella barba y aquella bata púrpura parecía un personaje muy trágico y muy antiguo, salido de un drama de Shakespeare, o, mejor dicho, dos personajes de Shakespeare muy trágicos y muy antiguos. En su locura y su ceguera, el rey era al mismo tiempo Lear y Gloucester.
Strange había sido advertido por los reales duques de que la etiqueta palaciega prohibía dirigir la palabra al rey si éste no te hablaba antes. Pero no parecía probable que lo hiciera, si tanto le desagradaban los magos. Asi pues, cuando el anciano dejó de tocar y cantar por segunda vez, Strange dijo:
—Soy el humilde servidor de vuestra majestad, Jonathan Strange, de Ashfair, Shropshire. Fui mago del ejército durante la reciente guerra en España, donde me place decir que tuve ocasión de prestar ciertos servicios a vuestra majestad. Los hijos de vuestra majestad abrigan la esperanza de que mi magia pueda procurar a vuestra majestad alivio en su enfermedad.
—¡Dile al mago que no lo veo! —dijo el rey con displicencia.
Strange no se molestó en responder a esa frase absurda. Claro que no lo veía, si estaba ciego.
—Pero veo muy bien a su acompañante —prosiguió su majestad en tono de aprobación. Volvió la cabeza como para mirar un punto situado dos o tres pies a la izquierda de Strange—. ¡Con ese pelo de plata, cómo no iba a verlo! Parece un tipo turbulento.
Lo dijo de modo tan convincente que Strange se giró. Por supuesto, no vio a nadie.
En días anteriores, había buscado en los libros de Norrell algo relacionado con el estado del rey. Eran sorprendentemente escasas las fórmulas para curar la locura. Apenas encontró una, y ni siquiera estaba muy seguro de para qué servía. Era una prescripción contenida en Revelaciones de otros treinta y seis mundos, de Ormskirk. El autor decía que la prescripción disipaba las ilusiones y corregía las ideas equivocadas. Strange sacó el libro y volvió a leer la fórmula. Era bastante oscura y consistía sólo en las siguientes palabras:
Ponle la luna en los ojos y su blancura
devorará las falsas visiones que el engañador ha puesto en
ellos.
Ponle un enjambre de abejas en los oídos. Las abejas aman la verdad
y destruirán las mentiras del engañador.
Ponle sal en la boca, por si el engañador trata de deleitarlo con
el sabor de la miel o de mortificarlo con el de la ceniza.
Clávale la mano con clavo de hierro, para que no la levante para
obedecer al engañador.
Ponle el corazón, en lugar secreto, para que sus deseos sean suyos
y el engañador no encuentre lugar en él.
(Otrosí: El color rojo puede resultar benéfico.)
Mientras leía, Strange tuvo que reconocer que no tenía la menor idea de lo que aquello significaba2 . ¿Cómo iba el mago a llevar la luna al enfermo? Y si había que interpretar al pie de la letra la segunda parte, los duques hubieran debido utilizar los servicios de un apicultor en lugar de los suyos. Tampoco podía creer que sus altezas reales vieran con buenos ojos que él se dedicara a clavar clavos en las manos del rey. La anotación acerca del color rojo también era extraña. Le parecía. haber oído o leído algo sobre el color rojo, pero en ese momento no podía recordar qué.
Entretanto, el anciano había entablado conversación con el imaginario personaje del pelo de plata.
—Le pido perdón por haberlo tomado por una persona corriente. Es posible que, como asegura, sea usted rey, pero simplemente me permito observar que nunca he oído hablar de ninguno de sus reinos. ¿Dónde está Desesperanza? ¿Dónde están los Castillos Azules? ¿Dónde está la Ciudad de los Angeles de Hierro? Yo, por mi parte, soy rey de Gran Bretaña, lugar que todo el mundo conoce y que está bien marcado en todos los mapas. —Calló, sin duda, para escuchar la respuesta del personaje del pelo de plata, porque a continuación exclamó—: ¡Oh, no se enfade! ¡No se enfade, por favor! ¡Usted es rey y yo soy rey! ¡Podemos ser reyes los dos a la vez! ¡No hay por qué enfadarse! ¡Tocaré y cantaré para usted! —Sacó una flauta del bolsillo de la bata y se puso a tocar una triste tonada.
A modo de experimento, Strange extendió el brazo y despojó a su majestad del gorro escarlata. Lo miró fijamente, para ver si parecía más loco sin él y, al cabo de varios minutos de observación, tuvo que reconocer que no encontraba diferencia. Volvió a ponerle el gorro.
Durante la hora y media siguiente, Strange probó todos los hechizos mágicos que se le ocurrieron. Hechizos para recordar, hechizos para hallar, hechizos para despertar, hechizos para concentrar la mente, hechizos para disipar pesadillas y malos pensamientos, hechizos para descubrir pautas en el caos, hechizos para encontrar un camino cuando te has extraviado, hechizos de orientación, hechizos de discernimiento, hechizos para aumentar la inteligencia, hechizos para curar la enfermedad y hechizos para reparar un miembro destrozado. Algunos eran largos y complicados. Otros consistían en una sola palabra. Unos debían ser pronunciados en voz alta. Otros, con el pensamiento. Algunos no tenían palabras y consistían en un solo gesto. Algunos los habían empleado Strange y Norrell todos los días, de una u otra forma, durante los cinco últimos años. Algunos, probablemente, no se habían utilizado en siglos. Unos precisaban de un espejo, dos de una gota de sangre del dedo del mago, y uno de una vela y una cinta. Pero todos tenían una cosa en común: no surtían el menor efecto en el rey.
«¡Bah, me rindo!», pensó Strange al fin.
Su majestad, que había estado felizmente ajeno a la magia de que era objeto, charlaba con tono confidencial con la persona de pelo de plata que sólo él podía ver:
—¿Lo han enviado aquí para siempre o puede volver a marcharse? ¡Oh, no se deje prender! ¡Este es mal sitio para los reyes! ¡Nos ponen camisas de fuerza! La última vez que me dejaron salir de estas habitaciones fue un lunes de mil ochocientos once. Dicen que de aquello hace tres años, pero es mentira. ¡Según mis cálculos, hará doscientos cuarenta y seis años dentro de tres sábados!
«¡Pobre desventurado! —pensó Strange—. Encerrado en este lugar frío y triste sin amigos ni distracción. No es de extrañar que el tiempo se le haga tan largo. No es de extrañar que esté loco.»
—Si lo desea —dijo—, tendré mucho gusto en acompañar a vuestra majestad fuera de aquí.
El rey interrumpió la charla y ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Quién ha dicha eso?
—He sido yo, majestad, Jonathan Strange, el mago. —Hizo una respetuosa reverencia, antes de recordar que su majestad no podía verla.
—¡Gran Bretaña! ¡Mi reino querido! Cómo me gustaría volver a verlo, sobre todo ahora, en verano. ¡Los árboles y los prados visten sus mejores galas y el aire es dulce como la tarta de cerezas!
Strange miró por la ventana la blanca niebla helada y los esqueléticos árboles invernales.
—En efecto. Y consideraría un gran honor que su majestad me acompañara fuera.
El rey pareció meditar la proposición. Se quitó una zapatilla y trató de sostenerla en equilibrio sobre la cabeza. Al no conseguirlo, volvió a calzársela y, con gesto pensativo, se puso a chupar una borla del cordón de la bata.
—¿Y cómo puedo estar seguro de que no eres un demonio que ha venido a tentarme? —preguntó con tono de lo más razonable.
Strange, desconcertado, no encontró respuesta a esa pregunta. Mientras la buscaba, el rey prosiguió:
—Pues si eres un demonio, has de saber que yo soy el Eterno y no puedo morir. Si descubro que eres mi enemigo, daré una patada en el suelo y te mandaré al infierno.
—¿En serio? Vuestra majestad tiene que enseñarme esa habilidad, porque me gustaría conocer algo tan útil. Pero permítame observar que, disponiendo de magia tan poderosa, vuestra majestad no corre ningún peligro acompañándome. Tendríamos que salir lo más rápida y discretamente posible. Los Willis no tardarán. ¡Vuestra majestad no debe hacer ruido!
El rey no dijo nada, pero se golpeó la nariz con el índice maliciosamente.
La siguiente tarea de Strange consistió en encontrar una salida sin alertar a los loqueros. El monarca no fue de ninguna ayuda. Cuando le preguntó adónde conducía cada puerta, manifestó la opinión de que una a América, la otra a la eterna perdición, y la tercera al próximo viernes. Así pues, Strange eligió una —la que el rey creía que conducía a América— y rápidamente dio escolta a su majestad a través de varias habitaciones. Todas tenían pintados en el techo reyes ingleses que surcaban los cielos en carros briosos venciendo a personajes que simbolizaban la Envidia, el Pecado y la Sedición, y edificando templos de virtud, palacios de justicia eterna y similares instituciones no menos útiles. Pero si los techos rebosaban actividad, las estancias que, había debajo aparecían desoladas, descuidadas, llenas de polvo y telarañas. Los muebles estaban cubiertos con sábanas, como si las sillas y mesas hubieran muerto hacía tiempo y ésas fuesen sus tumbas.
Llegaron a una especie de escalera de servicio. El rey, que se había tomado muy en serio la advertencia de Strange de no hacer ruido, se empeñó en bajar de puntillas, exagerando el sigilo como un niño. Y tardaron mucho en llegar abajo.
—Bien, majestad —dijo entonces Strange animosamente—. Creo que lo hemos conseguido. No oigo sonidos de persecución. El duque de Wellington estaría muy contento de poder confiarnos misiones de reconocimiento. No creo que el capitán Somers-Cocks ni el mismo Colquhoun Grant hubieran cruzado territorio enemigo con más...
El rey lo interrumpió con una estridente nota triunfal de la flauta.
—¡Diablos! —soltó Strange, y aguzó el oído, temiendo que acudieran los loqueros o, peor aún, los Willis.
Pero no ocurrió nada. En algún lugar cercano se oía una algarabía de golpes sordos y chasquidos, gritos y lamentos, como si todas las escobas de un armario estuvieran apaleando a alguien. Por lo demás, había calma.
Una puerta se abría a una amplia terraza de piedra. Desde allí, el terreno descendía en pronunciado declive y al pie de la cuesta se extendía un parque, pero la niebla había borrado los detalles y colores del paisaje, dejándolo pálido y espectral. Tierra y cielo se confundían en un mismo elemento gris e insustancial. A la derecha se adivinaba una doble hilera de árboles invernales.
Cogidos del brazo, el rey y Strange cruzaron la terraza hasta el ángulo del castillo. Allí descubrió Strange un sendero que llevaba al parque. Bajaron por él y a los pocos pasos encontraron un estanque ornamental con bajo borde de piedra3 . En el centro se levantaba un templete decorado con criaturas talladas en las paredes. Algunas recordaban perros, salvo que su cuerpo era largo y bajo, como el de los lagartos, y tenían púas en el lomo. Otras representaban delfines de cuerpo arqueado que hubieran logrado quedar adheridos a las paredes. En el tejado había media docena de damas y caballeros clásicos sentados en actitudes clásicas, sosteniendo ánforas. Era evidente que la intención del arquitecto era que de las bocas de aquellos extraños animales y de las ánforas del tejado brotaran chorros de agua que saltasen decorativamente al estanque, pero en ese momento todo estaba helado y silencioso.
Strange iba a hacer un comentario sobre la melancólica estampa del estanque helado cuando oyó gritos. Giró la cabeza y vio a un grupo de gente bajando deprisa la pendiente del castillo. Cuando estuvieron más cerca, contó cuatro personas: dos caballeros y los dos loqueros, el de la cara de queso y el que había sido enviado a buscar a los Willis. Todos parecían iracundos.
Los dos caballeros llegaron frunciendo el entrecejo con gesto de altivez y furor. Mostraban señales de haberse vestido con gran precipitación. Uno aún lidiaba con los botones de la chaqueta sin demasiado éxito. Tan pronto los abrochaba, se le desabrochaban. Aparentaba la edad de Norrell y llevaba una anticuada peluca (parecida a la de Norrell) que cada poco brincaba y se ladeaba. Pero se distinguía de Norrell en que era alto, bastante bien parecido y tenía un aire enérgico y autoritario. El otro caballero (varios años más joven) tenía problemas con las botas, que parecían dotadas de voluntad propia. Por más que él trataba de avanzar, ellas se obstinaban en llevarlo en otra dirección. Strange supuso que sus hechizos habían resultado más efectivos de lo que esperaba e infundido rebeldía en las prendas.
El más alto (el de la peluca saltarina) miró furiosamente a Strange.
—¿Con permiso de quién ha salido el rey? —inquirió.
Strange se encogió de hombros.
—Con el mío, supongo.
—¡El suyo! ¿Quién es usted?
El mago, incomodado por el tono de la pregunta, replicó:
—¿Y usted quién es?
—Soy el doctor John Willis. Y éste es mi hermano, el doctor Robert Darling Willis. Somos los médicos del rey. Se nos ha confiado su persona por orden del Consejo de la Reina. Nadie puede ver a su majestad sin nuestro permiso. Y vuelvo a preguntar: ¿quién es usted?
—Soy Jonathan Strange. He venido a petición de sus altezas reales los duques de York, Clarence, Sussex, Kent y Cambridge, para ver si con la magia es posible curar a su majestad.
—¡Ja! —exclamó el doctor John con desdén—. ¡Magia! Es lo que suele usarse para matar franceses, ¿no?
El doctor Robert soltó una carcajada sarcástica. Pero el efecto de su frío desdén científico quedó bastante atenuado cuando, de pronto, sus botas se lo llevaron con tal ímpetu que se dio de narices contra un árbol.
—Bien, mago —dijo el doctor John—, se ha equivocado si cree que puede avasallarnos impunemente a mí y mis criados. Admita que con su magia ha pegado las puertas del castillo para que mis hombres no pudieran prenderle.
—¡En absoluto! —declaró Strange—. ¡No he hecho tal cosa! Tal vez lo hubiera hecho, de ser necesario. ¡Pero sus hombres son tan vagos como impertinentes! Cuando su majestad y yo hemos salido del castillo, no se los veía por ningún sitio.
El primer loquero (el de la cara de queso) casi estalló al oír esas palabras.
—¡Eso no es verdad! —gritó—. Doctor John, doctor Robert, no hagan caso de esas mentiras. A Martin —dijo señalando a su compañero— lo han dejado sin voz. No ha podido emitir ni un sonido para dar la alarma. —El otro loquero asentía con furiosos visajes y ademanes—. En cuanto a mí, señor, estaba en el corredor al pie de la escalera cuando arriba se abrió la puerta. Iba a decirle algo a este mago, en nombre de usted, señor, cuando fui arrastrado por obra de magia al armario de las escobas y encerrado en él.
—¡Qué tontería! —exclamó Strange.
—¿Tontería, dice? —gritó el hombre—. Y supongo que tampoco ha hecho que las escobas del armario me golpearan. Tengo magullado todo el cuerpo.
Por lo menos eso era verdad. El hombre tenía la cara y las manos cubiertas de marcas rojas.
—¿Qué, mago? —exclamó el doctor John con aire de triunfo—. ¿Qué dice ahora? ¡Ahora que se han descubierto sus viles trucos!
—Pues que esas marcas se las ha hecho él para que su historia resulte más convincente.
El rey produjo una especie de pedorreta con la flauta.
—¡Puede estar seguro de que el Consejo de la Reina será informado inmediatamente de su insolencia! —Y desviando la mirada, John llamó—: ¡Majestad! ¡Venga aquí!
El anciano, con ágil movimiento, se escondió detrás de Strange.
—Haga el favor de devolver al rey a mi cuidado —dijo John.
—No haré tal cosa.
—¿Acaso usted sabe cómo tratar a los dementes? —terció el doctor Robert con soma—. ¿Ha estudiado la materia?
—Sé que mantener a una persona sin compañía, impedir que haga ejercicio y que respire aire puro no puede curar nada. ¡Es una costumbre bárbara! Yo no tendría así ni a un perro.
—Hablando de ese modo no hace sino delatar su ignorancia —remachó Robert—. La soledad y tranquilidad que usted con tanto vigor denuncia son las piedras angulares de nuestro tratamiento metódico.
—Ah, lo llaman metódico. ¿Y en qué consiste?
—En tres principios básicos —declaró el doctor Robert—. Intimidación... El Rey arrancó a la flauta unas notas tristes...
—... aislamiento...
... que se convirtieron en una quejumbrosa tonada...
—... y represión.
... que acabó en una nota larga, como un suspiro.
—De este modo —prosiguió Robert— se suprimen todas las posibles fuentes de alteración y se niega al paciente material con el que construir sus fantasías y desvaríos.
—Al final —agregó el doctor John—, es con la imposición de su voluntad como el médico consigue la curación. Es la fuerza del carácter del médico lo que determina su éxito o fracaso. Muchas personas son testigos de cómo nuestro padre podía dominar a los dementes sólo con la mirada.
—¿En serio? —dijo Strange, interesado a su pesar—. Nunca lo había pensado, pero algo parecido ocurre con la magia. En muchas ocasiones, el éxito de un hechizo depende de la energía del carácter del mago.
—¿De verdad? —dijo John desviando un momento la mirada hacia su izquierda.
—Sí. Tomemos, por ejemplo, a Martin Pale. Él...
Los ojos de Strange siguieron involuntariamente la mirada del doctor John. Uno de los loqueros —el que no podía hablar— estaba rodeando el estanque con sigilo, en dirección al rey, con una prenda de tono pálido en la mano. En principio, Strange no adivinó qué podía ser. Luego lo reconoció. Era una camisa de fuerza.
Ocurrieron varias cosas a la vez. Strange gritó algo —no sabía qué—, el otro loquero se abalanzó sobre el rey, los Willis trataron de agarrar a Strange, el rey lanzó penetrantes notas de alarma con la flauta, y luego sonó un ruido extraño, como si un centenar de personas carraspeara a la vez.
Todos quedaron en suspenso, mirando en derredor. El sonido parecía llegar del templete del centro del lago helado. De pronto, de la boca de las criaturas de piedra salió una densa nube blanca, como si exhalaran todas a la vez. Las nubes de aliento relucían con vivos destellos en el aire frío y opalino, y cayeron sobre el hielo con un leve cascabeleo.
Hubo un silencio seguido por un sonido horrible, como de bloques de mármol resquebrajándose. Entonces las criaturas de piedra se desprendieron de las paredes del pabellón y empezaron a deslizarse, contoneándose por el hielo, en dirección a los Willis. Sus impávidos ojos pétreos giraban en las órbitas. Abrieron sus bocas de piedra y de cada garganta brotó un surtidor de agua. Las colas de piedra serpenteaban de un lado al otro y las patas de piedra subían y bajaban con rigidez. Las cañerías de plomo que llevaban el agua a sus bocas se alargaban mágicamente tras ellas.
Los Willis y los loqueros estaban fuera de sí. Las grotescas criaturas avanzaban arrastrando cañerías y rociando a los doctores, que chillaban y brincaban más de miedo que de dolor.
Los loqueros huyeron, pero tampoco los Willis pudieron quedarse mucho tiempo junto al rey, porque el frío les estaba congelando la ropa mojada.
—¡Mago! —gritó John volviéndose para correr hacia el castillo—. ¡Es lo mismo que decir embustero! ¡Lord Liverpool se enterará de esto! ¡Él sabrá cómo trata usted a los médicos del rey! ¡Au! ¡Au!
Habría dicho más, pero las figuras de piedra del tejado del pabellón se habían puesto de pie y empezado a apedrearlo.
Strange se limitó a mirar a los Willis con una sonrisa de desdén. Pero aparentaba más seguridad de la que sentía. En realidad, comenzaba a estar francamente incómodo. La magia que estaba actuando allí no la había obrado él.