1. La biblioteca de Hurtfew (Otoño de 1806 – enero de 1807)

HACE años, había en la ciudad de York una sociedad de magos. Los socios se reunían el tercer miércoles del mes y se leían unos a otros largos y aburridos trabajos sobre la historia de la magia en Inglaterra

Eran caballeros magos, lo que significa que a nadie habían causado mal con la magia, como tampoco bien. A decir verdad, ninguno de ellos había obrado hechizo alguno, hecho temblar una hoja de un árbol, inducido a una mota de polvo a modificar su trayectoria ni movido un cabello de la cabeza de alguien. Pero, con esta pequeña reserva, tenían fama de ser los hombres más sabios y los caballeros más mágicos de Yorkshire.

Un mago eminente dijo de su profesión que sus practicantes «... han de estrujarse el cerebro para adquirir hasta el conocimiento más insignificante, y muestran siempre una natural inclinación a la polémica»1 , y hacía años que los magos de York habían demostrado la exactitud del aserto.

En el otoño de 1806, se unió a ellos un caballero llamado John Segundus. En la primera reunión de la sociedad a la que asistía, el señor Segundus se levantó para hacer uso de la palabra. Empezó su discurso felicitando a los reunidos por su relevante historial y enumeró los muchos y prestigiosos magos e historiadores que, en uno u otro momento, habían pertenecido a la Sociedad de York. Insinuó que el conocimiento de la existencia de tal sociedad había influido no poco en su decisión de ir a York. Recordó a su auditorio que los magos del norte siempre habían sido más respetados que los del sur. Dijo también que había estudiado magia durante muchos años y conocía la historia de todos los grandes hechiceros de épocas pretéritas. Él leía las nuevas publicaciones sobre el tema e incluso había colaborado, modestamente, en algunas de ellas, pero había empezado a preguntarse por qué los grandes prodigios de la magia cuyos relatos leía, sólo existían en las páginas de los libros y ya no se los veía en la calle ni aparecían en los periódicos. Deseaba saber por qué los magos modernos no eran capaces de practicar la magia que describían. Ansiaba saber, en suma, por qué ya no se«hacía» magia en Inglaterra.

Era la pregunta más simple del mundo. Era la pregunta que, antes o después, todos los niños del reino plantean a su institutriz, a su preceptor o a sus padres. No obstante, a los doctos miembros de la Sociedad de York no les gustó oírla, y no les gustó por esta razón: porque tampoco ellos tenían respuesta.

El presidente (el doctor Foxcastle) le contestó a John Segundus que su planteamiento no era el correcto.

—Su pregunta presupone que los magos tenemos una especie de obligación de practicar magia, lo cual es una insensatez. No creo que a usted se le ocurra sugerir que sea tarea de los botánicos la creación de flores nuevas. Ni que los astrónomos tengan que modificar la posición de los astros en el espacio. Los magos, señor Segundus, estudian la magia que se practicaba en el pasado. ¿Por qué se habría de esperar de ellos algo más?

Un anciano socio de ojos azul apagado y traje de color apagado (llamado Hart o Hunt, el señor Segundus no oyó bien el nombre) apuntó, con voz apagada, que no importaba en absoluto si alguien esperaba tal cosa o no. Un caballero no practicaba la magia. La magia era lo que simulaban los embaucadores callejeros para birlar unas monedas a los niños. La magia (en su sentido práctico) estaba muy desprestigiada. Tenía connotaciones negativas. Se la asociaba con caras mugrientas, gitanos y ladrones; habitaba en sórdidos cuartuchos de sucias cortinas amarillas. ¡Ah, no! Un caballero no la practicaba. Un caballero podía estudiar la historia de la magia (nada más noble), pero no «hacer» magia. El anciano caballero miró al señor Segundus con ojos apagados y paternales y le dijo que confiaba en que no hubiera tratado de realizar sortilegios.

Segundus se ruborizó.

Pero la máxima de aquel famoso mago era cierta: dos magos —en este caso, el doctor Foxcastle y el señor Hunt o Hart— no pueden mostrarse de acuerdo en algo sin que otros dos piensen todo lo contrario. Varios socios empezaron a darse cuenta de que opinaban lo mismo que el señor Segundus y que, en todo el debate académico sobre la magia, no podía haber cuestión más importante que la por él expuesta. Entre los que apoyaban a Segundus destacaba un caballero llamado Honeyfoot, un cincuentón afable y cordial, de cara colorada y cabello gris. En varias ocasiones, a medida que la discusión se agriaba y el tono en que el doctor Foxcastle se dirigía al señor Segundus derivaba hacia el sarcasmo, Honeyfoot se volvió hacia este último para susurrarle frases de ánimo tales como: «No le haga caso, caballero, yo soy de su misma opinión», «Tiene usted mucha razón, no se deje influir» y «¡Está en lo cierto! ¡Por supuesto que sí, señor! El que nadie plantease esa pregunta era lo que nos impedía avanzar. Ahora que ha llegado usted, haremos grandes cosas».

Estas palabras de aliento encontraban a un oyente agradecido en John Segundus, cuyo semblante reflejaba una viva turbación.

—Temo haberme indispuesto con estos caballeros —le susurró a Honeyfoot—. Nada más lejos de mi intención. Yo deseaba merecer de ellos una buena opinión.

Al principio se lo veía abatido, pero una frase especialmente mordaz de Foxcastle despertó en él una ligera indignación.

—¡Este caballero parece decidido a que nosotros corramos la triste suerte de la Sociedad de Magos de Manchester! —exclamó el doctor clavándole una fría mirada.

Segundus, inclinando la cabeza hacia Honeyfoot, dijo:

—No esperaba hallar tanta obstinación en los magos de Yorkshire. Si la magia no tiene amigos en Yorkshire, ¿dónde vamos a encontrarlos?

La amabilidad de Honeyfoot para con Segundus no se agotó aquella tarde, ya que lo invitó a cenar en su casa de High-Petergate, en compañía de la señora Honeyfoot y sus tres bonitas hijas, invitación que el señor Segundus, soltero y nada adinerado, aceptó encantado. Después de la cena, la hija mayor tocó el pianoforte y la mediana cantó en italiano. Al día siguiente, la señora Honeyfoot le dijo a su marido que John Segundus era todo un caballero, pero temía que eso no le sirviera de nada, ya que no estaba de moda ser modesto, discreto y bondadoso.

La amistad entre ambos hombres se consolidó con rapidez. Al poco tiempo, el señor Segundus pasaba dos o tres veladas de cada siete en la casa de High-Petergate. En una ocasión había multitud de gente joven, lo cual, naturalmente, hizo que la reunión acabara en baile. Era todo muy placentero, pero Honeyfoot y Segundus solian escabullirse para hablar del único tema que realmente les interesaba: ¿por qué ya no se practicaba la magia en Inglaterra? Pero por más que hablaran (a veces hasta las dos o las tres de la madrugada), no acertaban con la respuesta; aunque quizá eso no fuera tan sorprendente, puesto que la misma pregunta se la habían hecho magos y estudiosos durante más de doscientos años.

Honeyfoot era un caballero alto, jovial y vigoroso que no sabía estar sin hacer o planear algo, y pocas veces se detenía a reflexionar sobre si ese algo tenía sentido. Su tarea actual le hacía pensar en los grandes magos medievales2 que cuando se encontraban ante un problema aparentemente insoluble, emprendían un viaje de un año y un día sin más compañía que la del criado duende que los guiaba, y al término de ese plazo siempre hallaban la solución. Le dijo a Segundus que, en su opinión, nada mejor que emular a aquellos grandes hombres, algunos de los cuales habían ido hasta los más remotos rincones de Inglaterra, Escocia e Irlanda (donde más poderosa era la magia), mientras que otros habían cabalgado fuera de este mundo y nadie sabía adónde habían ido ni lo que habían hecho una vez allí. Honeyfoot no proponía llegar tan lejos —en realidad no quería ir nada lejos, porque era invierno y los caminos estaban horribles—. No obstante, tenía la convicción de que debían ir a algún sitio y consultar a alguien. Le comentó a Segundus que, según le parecía, ambos se estaban anquilosando; sería inmenso el beneficio que había de reportarles conocer una opinión nueva. Pero no se le ocurría qué destino fijarse ni con qué objeto. Empezaba a desesperarse cuando pensó en el otro mago.

Años atrás, la Sociedad de York había oído rumores de que había otro mago en Yorkshire. Ese caballero vivía en un apartado lugar del campo, donde (según se decía) pasaba los días y las noches estudiando raros textos mágicos de su fabulosa biblioteca. El doctor Foxcastle averiguó su nombre y dónde se lo podía encontrar, y le escribió una carta muy cortés invitándolo a ingresar en la Sociedad de York. El otro mago contestó agradeciendo el honor que se le dispensaba y manifestando un profundo pesar: le era imposible... la gran distancia entre York y Hurtfew Abbey... el mal estado de los caminos... el trabajo que no podía abandonar... etcétera, etcétera.

Todos los magos de York examinaron la carta y expresaron la duda de que una persona con una letra tan pequeña pudiera ser un mago aceptable. Luego —no sin cierta desilusión por la maravillosa biblioteca que nunca verían— apartaron de su pensamiento al otro mago. Pero Honeyfoot le dijo a Segundus que la importancia de la pregunta «¿por qué ya no se practica la magia en Inglaterra?» era tal que harían muy mal en no tomar en consideración cualquier posibilidad de avance. Quién sabía, la opinión del otro mago podía ser valiosa. Así pues, le escribió una carta en la que preguntaba si él y el señor Segundus podrían tener el placer de hacerle una visita el tercer jueves después de Navidad, a las dos y media de la tarde. No tardó en llegar la respuesta, y Honeyfoot, con su buena disposición y amabilidad habituales, inmediatamente mandó llamar a Segundus y se la mostró. El otro mago, con su letra diminuta, escribía que tendría sumo gusto en conocerlos. Eso bastó. Honeyfoot se sintió muy complacido y sin más fue en busca de Waters, el cochero, para advertirle de cuándo precisaría sus servicios.

Segundus se quedó solo en la habitación con la carta en la mano. Y leyó: «... Confieso que me siento un tanto desconcertado y no acierto a explicarme el súbito honor que se me hace. Es casi inconcebible que los magos de York, con el incalculable beneficio que ha de reportarles la suma de sus saberes, sientan necesidad de consultar a un estudioso solitario como yo...»

El texto tenía un aire de leve sarcasmo; su autor parecía mofarse de Honeyfoot con cada palabra. Segundus pensó que, afortunadamente, su amigo no debía de haberlo notado, o no hubiera ido a hablar con Waters con aquella euforia. Tan displicente le parecía la carta que sus deseos por conocer al otro mago se diluyeron. «En fin, no importa —se dijo—, debo ir porque el señor Honeyfoot lo quiere... Al fin y al cabo, ¿qué es lo peor que puede ocurrir? Lo conoceremos, nos sentiremos decepcionados y asunto terminado.»

El día fijado para la visita llegó precedido por tiempo borrascoso; los desnudos campos de tierra oscura estaban encharcados, los tejados relucían como fríos espejos de piedra y el calesín del señor Honeyfoot viajaba por un mundo que parecía contener mucho más cielo gris y frío y monos tierra sólida y acogedora de lo habitual.

Desde la primera tarde, Segundus deseaba preguntar a su amigo por la Sociedad de Magos de Manchester que había mencionado el doctor Foxcastle, y entonces lo hizo.

—Era de fundación bastante reciente —respondió Honeyfoot—. Sus miembros eran clérigos modestos, antiguos comerciantes, boticarios, abogados, molineros retirados, personas respetables que habían estudiado un poco de latín; en suma, hombres a los que cabría calificar de medio caballeros. Me parece que el doctor Foxcastle se alegró cuando la sociedad se disolvió; no le parece bien que esa clase de personas se dedique a la magia. Sin embargo, había entre ellos hombres muy capaces. Empezaron, lo mismo que usted, con el deseo de resucitar la práctica de la magia. Eran tipos sensatos que deseaban aplicar los principios de la razón y la ciencia a la magia, como los habían aplicado a las artes de la manufactura. «Taumaturgia racional», la llamaban. Cuando comprobaron que sus esfuerzos eran infructuosos, cedieron al desánimo. No se les puede reprochar. Pero se dejaron arrastrar por la frustración a una tesitura radical. Empezaron a pensar que la magia no había existido en el mundo, no ya ahora, sino nunca. Decían que los magos aureate o eran unos farsantes o habían sido engañados. Y que el Rey Cuervo era una invención de los ingleses del norte para librarse de la tiranía del sur, idea que les resultaba atractiva, por ser ellos gentes del norte. Oh, sus argumentos eran muy ingeniosos... Ya he olvidado cómo explicaban la existencia de los duendes y otros seres sobrenaturales. Pero, como le decía, se disolvieron, y uno de ellos, un tal Aubrey, si mal no recuerdo, tenía la intención de escribirlo todo y publicarlo. Pero llegado el momento, se sintió presa de una profunda melancolía y falto de ánimo para acometer la tarea.

—Pobre caballero. Deben de ser los tiempos. No son propicios para la magia ni para sus estudiosos, ¿verdad? Prosperan los comerciantes, los marinos y los políticos, pero no los magos. Nuestra época ya ha pasado.—Segundus se quedó pensativo un momento—. Hace tres años —prosiguió—, en Londres, me encontré con un mago callejero, un individuo con una extraña desfiguración y aspecto de vagabundo y farsante. Aquel hombre me convenció de que le diera una buena suma de dinero a cambio de revelarme un gran secreto. Cuando le di el dinero, me anunció que un día dos magos restaurarían la magia en Inglaterra. Yo no creo en profecías, desde luego, pero el recuerdo de sus palabras me impulsó a tratar de descubrir la causa de nuestra decadencia; ¿no es curioso?

—Tiene usted mucha razón: las profecías son una tontería —sonrió su amigo. Pero de pronto, como si lo asaltara una idea, dijo—: Nosotros somos dos magos. Honeyfoot y Segundus. —Pronunció los nombres como tratando de descubrir el efecto que causarían cuando aparecieran en los periódicos y los libros de historia—. Honeyfoot y Segundus... Suena bien.

El otro sacudió la cabeza y dijo:

—Aquel hombre conocía mi profesión, y parece lógico que tratara de inducirme a pensar que uno de los dos magos sería yo. Pero después me dijo claramente que no lo era. Al principio no parecía muy seguro. Veía algo en mí... Me hizo escribir mi nombre y estuvo largo rato mirándolo.

—Supongo que lo que vio era que no podía sacarle más dinero.

Hurtfew Abbey estaba a catorce millas al noroeste de York. Toda su antigüedad residía en el nombre. La abadía había existido, sí, pero hacía mucho tiempo; la actual casa no tenía más de un siglo, había sido construida en la época de la reina Ana. Era un bello edificio cuadrado, de sólido aspecto, rodeado de un magnífico parque lleno de árboles que aparecían empapados y fantasmales (empezaba a bajar la niebla). Por el parque discurría un río (llamado Hurt) que los visitantes cruzaron por un hermoso puente de líneas clásicas.

El otro mago (de nombre Norrell) los esperaba en el vestíbulo. Era un hombre pequeño, lo mismo que su letra; y su voz, cuando les dio la bienvenida a Hurtfew, era sorda, como si no estuviese acostumbrado a utilizarla para manifestar sus pensamientos. Honeyfoot, que era un poco duro de oído, no entendió sus palabras.

—Me hago viejo, caballero... es un defecto común. Confío en que tenga paciencia conmigo.

El señor Norrell llevó a sus visitantes a un elegante salón con un buen fuego en la chimenea. No había velas encendidas; dos hermosas ventanas daban luz suficiente, aunque era una luz grisácea, un tanto melancólica. No obstante, Segundus no se libraba de la impresión de que en aquella habitación tenía que haber otro fuego encendido, o velas, y volvía la cabeza una y otra vez tratando de descubrirlas. Pero no había nada... sólo, quizá, un espejo o un reloj antiguo.

Norrell dijo que había leído el relato del señor Segundus sobre las andanzas de los criados duendes de Martin Pale3 .

—Un trabajo estimable, caballero, pero no menciona al genio Fallowthought. Un espíritu menor, desde luego, cuya utilidad al gran doctor Pale era discutible4 .No obstante, sin él, su pequeña historia quedaba incompleta.

Hubo una pausa.

—¿Un espíritu llamado Fallowthought? —preguntó Segundus—. Yo... bien... es decir, nunca había oído hablar de semejante criatura, caballero, ni en este mundo ni en otro.

El señor Norrell sonrió por primera vez, pero la suya era una sonrisa dirigida hacia dentro.

—Desde luego, lo olvidaba. Está en el relato que Holgarth y Pickle hicieron de sus relaciones con Fallowthought, que usted no puede haber leído. Le doy la enhorabuena por ello, ya que eran una pareja nada recomendable, más criminal que mágica: cuanto menos se sepa de ellos, mejor.

—¡Ah, señor mío! —exclamó Honeyfoot, imaginando que el señor Norrell hablaba de uno de sus libros—. Hemos oído grandes alabanzas de su biblioteca. ¡Todos los magos de Yorkshire sintieron la comezón de la envidia al saber del gran número de libros que usted posee!

—¿En serio? —repuso con frialdad—. Me sorprende oírlo. Nunca hubiera imaginado que mis asuntos fuesen de dominio público... Sin duda será cosa de Thoroughgood —agregó con aire pensativo, mencionando al hombre que vendía libros y antigüedades en Coffee Square, de York—. Childermass ya me ha advertido más de una vez que Thoroughgood es un parlanchín.

El señor Honeyfoot se sintió desconcertado. De haber tenido él tal cantidad de libros, le habría encantado hablar de ellos, que lo felicitaran por su posesión y que la gente los admirase, y no podía creer que a Norrell no le ocurriera otro tanto. Así pues, deseoso de ser amable y de infundir confianza en su anfitrión (porque se le había metido en la cabeza que aquel caballero era tímido), insistió:

—¿Me permite expresar el deseo de ver su espléndida biblioteca?

El señor Segundus estuvo seguro de que Norrell se negaría, pero éste los contempló fijamente un momento (tenía unos ojos azules muy pequeños y parecía escudriñarlos a través de ellos desde un secreto lugar interior) y accedió a la petición de Honeyfoot, el cual se deshizo en muestras de agradecimiento, muy satisfecho al pensar que había complacido al señor Norrell tanto como a sí mismo.

Norrell los condujo por un corredor que, según pensó Segundus, no tenía nada de extraordinario, con suelo y paneles de pulido roble, en el que olía a cera de abeja, hasta una escalera —quizá sólo tres o cuatro peldaños— de la que partía otro pasillo donde el aire era algo más frío y el suelo, buena piedra de York: todo perfectamente normal. (¿O quizá el segundo pasillo estaba antes de la escalera o peldaños? ¿O había una auténtica escalera?) El señor Segundus era uno de esos afortunados mortales que en todo momento saben si miran al norte, al sur, al este o al oeste. No era un don del que se sintiese especialmente ufano: le parecía algo tan natural como saber que mantenía la cabeza sobre los hombros; pero en aquella casa su sentido de la orientación lo abandonó. Después no sería capaz de recordar el orden de los pasillos y salas que atravesaron ni cuánto tardaron en llegar a la biblioteca. Ni en qué dirección estaba situada; era como si Norrell hubiera descubierto un quinto punto de la brújula, ni oeste, ni sur, ni este ni norte, sino algo totalmente distinto, y ésa fuera la dirección hacia la que los guiaba. El señor Honeyfoot, por su parte, no parecía advertir nada extraño.

La biblioteca era, quizá, más reducida que el salón que acababan de cruzar. En la chimenea ardía un fuego generoso y todo era comodidad y silencio. Sin embargo, tampoco allí la luz parecía guardar relación con las tres altas ventanas de doce cristales, y, de nuevo, John Segundus se sintió incomodo por la persistente sensación de que en aquella estancia tenía que haber más velas, más ventanas o bien otro fuego que justificara tanta luz. Las ventanas daban a una amplia extensión de crepuscular lluvia inglesa, por lo que no distinguía el panorama ni podía adivinar en qué parte de la casa se encontraban.

La sala no estaba vacía; sentado a una mesa había un hombre, que se levantó cuando ellos entraron y de quien Norrell dijo lacónicamente que era Childermass, su hombre de confianza.

Honeyfoot y Segundus no en vano eran magos, por lo que no necesitaban que nadie les dijese que la biblioteca de Hurtfew Abbey era para su dueño el más preciado de sus bienes, y no les sorprendió observar que el señor Norrell había construido un bello joyero para contener su mayor tesoro. Los muebles-librería que cubrían las paredes, de maderas inglesas, tenían forma de arcos góticos profusamente labrados. Había tallas de hojas (secas y retorcidas, como si el artista se hubiese propuesto representar el otoño), de raíces y ramas entrelazadas, de bayas y hiedra, todas bellamente reproducidas. Pero la maravilla del continente no era nada comparada con la maravilla del contenido.

Lo primero que aprende el estudioso de la magia es que hay libros sobre magia y libros de magia. Y lo segundo, que en una buena librería puede conseguir un ejemplar perfectamente respetable de los primeros por dos o tres guineas, mientras que los últimos son más preciosos que los rubíes5 La colección de la Sociedad de York se consideraba bastante buena, casi notable: entre sus muchos tomos había cinco obras escritas entre 1550 y 1700 que podían en justicia ser consideradas libros de magia (aunque uno de ellos sólo tenía un par de hojas muy deterioradas). Los libros de magia son escasos y ni Segundus ni Honeyfoot habían visto en bibliotecas particulares más de dos o tres. En la de Hurtfew, todas las paredes estaban cubiertas de estanterías y todos los estantes estaban llenos de libros. Y los libros eran todos, o casi todos, antiguos; libros de magia. Sí, desde luego, muchos tenían tapas limpias y modernas, pero era evidente que el señor Norrell los había hecho encuadernar (al parecer, sentía predilección por el cuero liso y los títulos estampados en mayúsculas plateadas). Pero muchos tenían tapas viejas, viejas, viejas, con lomos y cantos que se desmenuzaban. El señor Segundus miró el lomo de los volúmenes de una estantería cercana; el primer título que leyó rezaba: Cómo preguntar a la oscuridad y entender sus respuestas.

—Un libro necio —dijo Norrell.

Segundus dio un respingo; no había notado que su anfitrión estaba tan cerca.

—No le recomendaría que desperdiciara en él ni un momento —añadió. Así pues, Segundus miró el siguiente: Instrucciones, de Belasis.

—¿Conoce a Belasis? —preguntó Norrell.

—Sólo de oídas. Se dice que tenía la clave de muchas cosas, pero también he oído decir, es más, en eso coinciden los mayores estudiosos, que todos los ejemplares de sus Instrucciones fueron destruidos hace tiempo. Sin embargo, aquí está. ¡Extraordinario, caballero! ¡Prodigioso!

—Espera usted mucho de Belasis —observó Norrell—. Hubo un tiempo en que yo era de su mismo parecer. Recuerdo que, durante muchos meses, dediqué ocho horas de cada veinticuatro al estudio de su obra, deferencia que no he tenido para con ningún otro autor. Pero, en el fondo, es decepcionante. Es místico donde debería ser inteligible... e inteligible donde debería ser oscuro. Hay cosas que no deberían ponerse en los libros, donde puede leerlas cualquiera. Por mi parte, ya no tengo una gran opinión de Belasis.

—Tiene usted aquí un volumen del que nunca he oído hablar Excelencias de la magia judeo-cristiana. ¿Qué puede decirme de él?

—¡Ja! Data del siglo diecisiete, pero no me merece gran respeto. Su autor era un embustero, borracho, adúltero y bribón. Me alegro de que se le haya olvidado por completo.

Al parecer, el señor Norrell no juzgaba con severidad sólo a los magos vivos, sino que había sometido a examen también a los muertos y los había encontrado deficientes.

Entretanto, Honeyfoot iba rápidamente de estantería en estantería con las manos levantadas, como un metodista alabando a Dios; apenas acababa de leer el título de un libro cuando su mirada buscaba el de otro situado en el extremo opuesto.

—¡Oh, cuántos libros, señor Norrell! —exclamó—. ¡Sin duda aquí encontraremos respuesta a todas nuestras preguntas!

—Lo dudo, caballero —respondió el otro secamente.

Su hombre de confianza soltó una breve carcajada, una carcajada provocada sin duda por el señor Honeyfoot, pero que Norrell no censuró con una palabra ni con una mirada siquiera, y Segundus se preguntó qué asuntos podía confiar Norrell a semejante persona. Con sus greñas largas y desflecadas como la lluvia y tenebrosas como el trueno, el tal Childermass parecía salido de una novela de la señora Radcliffe y habría estado en su elemento en un páramo azotado por el viento o acechando en un oscuro callejón.

Segundus tomó las Instrucciones de Jacques Belasis y su mirada tropezó enseguida con dos pasajes que, pese a la pobre opinión expresada por el señor Norrell, le parecieron extraordinarios6 .

Luego, consciente de que el tiempo pasaba y sintiendo la mirada curiosa de los oscuros ojos del hombre de confianza, abrió Excelencias de la magia judeocristiana. No era, como él suponía, un libro impreso, sino un manuscrito anotado apresuradamente en el dorso de toda clase de papeles, la mayoría viejas cuentas de cervecería. Allí leyó la narración de maravillosas aventuras. Aquel mago del siglo XVII se había servido de sus parvas artes para enfrentarse a poderosos enemigos: batallas que un mago humano nunca debería haber intentado librar. Había garabateado la historia de sus varias victorias cuando sus enemigos ya lo tenían cercado. Mientras escribía, el autor sabía que el tiempo se le acababa y que lo mejor que podía esperar era la muerte.

La habitación se oscurecía y la vieja escritura palidecía en el papel. Entraron dos lacayos que, bajo la mirada del siniestro Childermass, cerraron las cortinas de las ventanas y echaron más carbón al fuego. Segundus creyó oportuno recordarle a su amigo que aún no le habían expuesto al señor Norrell el motivo de su visita.

Cuando salían de la biblioteca, Segundus observó algo que le pareció extraño. Cerca del fuego había una silla y una mesita en la que descansaban las tapas de piel de un libro muy viejo, unas tijeras y un enorme cuchillo de aspecto fiero, como el que usaría un jardinero para la poda. Pero las hojas no se veían por parte alguna. «Quizá las ha dado a encuadernar de nuevo», pensó. No obstante, las viejas tapas aún parecían bastante sólidas, ¿y por qué habría de molestarse el señor Norrell en separar las hojas, a riesgo de dañarlas? Para esa operación, la persona más apta era un buen encuadernador.

Cuando estuvieron sentados en el salón, Honeyfoot le dijo al anfitrión:

—Lo que hoy he visto aquí me ha convencido de que usted, caballero, es la persona indicada para ayudarnos. El señor Segundus y yo opinamos que los magos modernos andan por mal camino; desperdician sus energías en trivialidades. ¿No le parece?

—Oh, desde luego.

—Nuestra pregunta es por qué, en nuestra gran nación, la magia ha decaído desde el lugar preeminente que ocupaba. Nuestra pregunta, caballero, es por qué ya no se practica la magia en Inglaterra.

Los ojillos azules de Norrell se tornaron más agudos y brillantes y sus labios se contrajeron, como si tratara de reprimir un secreto gozo interior. «Es como si hubiera esperado mucho tiempo a que alguien le preguntara esto y tuviese la respuesta preparada desde hace años», pensó Segundus.

—No puedo responder a su pregunta, señor mío —dijo Norrell—, porque no la entiendo. Es una pregunta equivocada. En Inglaterra no se ha acabado la magia. Yo mismo soy un mago practicante bastante aceptable.