14. La granja del Desengaño (Enero de 1808)
UNOS treinta años antes de que el señor Norrell llegara a Londres con el plan de asombrar al mundo revivificando la magia inglesa, un caballero llamado Laurence Strange entró en posesión de su herencia, la cual se componía de una casa en estado casi ruinoso, unas tierras yermas y un montón de deudas e hipotecas. Eran éstos sin duda grandes males, pero, según Laurence Strange, nada que la adquisición de una buena suma de dinero no pudiera remediar; por consiguiente, al igual que han hecho y harán otros muchos caballeros, procuraba mostrarse especialmente agradable con todas las herederas que se cruzaban en su camino, y como era apuesto, distinguido e ingenioso, al poco tiempo había conquistado a una tal señorita Erquistoune, una joven escocesa que poseía una renta de novecientas libras al año.
Con el dinero de la tal señorita, Laurence Strange reparó su casa, mejoró sus tierras y pagó sus deudas. Pronto empezó a ganar dinero en lugar de deberlo. Ampliaba sus propiedades y hacía préstamos al quince por ciento. En estos y similares menesteres ocupaba todas sus horas de vigilia. Ya no se preocupaba de dedicar gran atención a su esposa. Es más, no le ocultaba que lo aburrían su compañía y su conversación, y ella, la pobre, languidecía. La finca de Laurence Strange estaba situada en los confines de Shropshire, cerca de la frontera galesa. La señora Strange no conocía allí a nadie. Ella estaba acostumbrada a la vida de la ciudad, a los bailes de Edimburgo, las tiendas de Edimburgo y la culta conversación de sus amigos de Edimburgo. La vista de las altas y sombrías colinas, siempre regadas por la lluvia de Gales, le resultaba desalentadora. Durante cinco años soportó esa retirada existencia, y luego murió de una pulmonía que contrajo durante un paseo solitario que había dado por aquellas mismas colinas durante una tormenta.
Los señores Strange tuvieron un único hijo, que a la muerte de su madre aún no había cumplido los cinco años. La señora Strange no llevaba más que unos días bajo tierra cuando el niño ya era objeto de una violenta disputa entre Laurence Strange y la familia de su difunta esposa. Los Erquistoune sostenían que, de acuerdo con las condiciones del contrato matrimonial, buena parte de la fortuna de la fallecida debía depositarse aparte para su hijo, que al cumplir los dieciocho años podría disponer de ella. Laurence Strange declaró —sin gran sorpresa para nadie— que hasta el último penique del dinero de su esposa le pertenecía y que podía hacer con él lo que se le antojara. Una y otra parte consultaron a abogados, y se abrieron dos procesos judiciales, uno en la audiencia de Londres y el otro en los tribunales escoceses. Los dos litigios, Strange contra Erquistoune y Erquistoune contra Strange, se prolongaron años y años, durante los cuales la sola vista de su hijo llegó a ser desagradable para Laurence Strange. Le parecía que el niño era como un campo enlodado o un bosquecillo de árboles enfermos: sobre el papel tenía un valor, pero no rendía beneficios. Si las leyes inglesas lo hubieran permitido, es probable que hubiese vendido a su hijo para comprar otro mejor1
Entretanto, los Erquistoune habían comprendido que Laurence Strange era capaz de amargar la vida de su hijo como había amargado la de su esposa, por lo que el hermano de ésta le escribió urgentemente para sugerirle que el niño pasara una parte del año en casa de sus tíos, en Edimburgo. Para sorpresa del señor Erquistoune, su cuñado no puso objeción alguna2 .
Así pues, durante su niñez, Jonathan Strange vivía la mitad del año en casa del señor Erquistoune, en Charlotte Square de Edimburgo, donde es de suponer que no se formó muy buena opinión de su padre. Allí recibió sus primeras enseñanzas, en compañía de sus primas Margaret, Maria y Georgiana Erquistoune3 . Edimburgo es sin duda una de las ciudades más civilizadas del mundo y sus habitantes son tan cultos y amantes de las diversiones como los de Londres. Los señores Erquistoune se esforzaban por hacer feliz al niño mientras estaba con ellos, para compensarlo del abandono y la frialdad que sufría en casa de su padre. Por tanto, no es de extrañar que Jonathan creciera un poco mimado, un poco testarudo y un poco presuntuoso.
Laurence Strange se hacía más viejo y más rico, pero no mejor persona.
Unos días antes de la irrupción de Vinculus en casa del señor Norrell, un nuevo criado entró al servicio de Laurence Strange. Sus compañeros no regatearon consejos ni advertencias: le dijeron al nuevo que Strange era orgulloso y malvado, que todos lo odiaban, que amaba el dinero por encima de todo y que hacía años y años que él y su hijo no se hablaban. También le contaron que tenía un genio endiablado y que a toda costa debía evitar ofenderlo, o le pesaría.
El nuevo les dio las gracias por la información y prometió recordar lo que le habían dicho. Pero lo que no sabían los otros criados era que el recién llegado tenía tan mal genio como el propio Strange; que era sarcástico a veces, grosero con frecuencia y que estimaba en mucho sus propias cualidades y en muy poco las de los demás. Si no les habló a los otros sirvientes de sus defectos fue por la sencilla razón de que los ignoraba. Aunque a menudo reñía con amigos y vecinos, no acertaba a descubrir la causa de las diferencias, y siempre suponía que la culpa era del otro. Pero no imagine el lector que este capítulo va a tratar únicamente de personas desagradables porque, si bien el carácter de Laurence Strange era todo malicia, el de nuevo criado era un compuesto de luz y sombras más natural. Poseía mucho sentido común y desplegaba tanta energía en defender a otros de un ataque real como en vengar las afrentas imaginarias contra sí mismo.
Laurence Strange era viejo y dormía poco. En realidad, solía estas más despejado por la noche que durante el día y con frecuencia permanecía en vela, sentado a su mesa, escribiendo cartas y administrando sus negocios. Naturalmente, uno de los criados tenía que velar con él y, a pocos días de entrar a servir en la casa, le tocó quedarse al nuevo.
Todo fue bien hasta poco después de las dos, cuando Strange llamó al sirviente para pedir una copita de jerez. Aunque la petición parecía sencilla, al nuevo no le fue fácil cumplirla. Después de buscar en vano el jerez en los sitios habituales, tuvo que despertar primero a una criada, para preguntarle por el dormitorio del mayordomo, y después al mayordomo, para preguntar dónde se guardaba el jerez. Pero antes de recibir la respuesta, aún tuvo que esperar a que el mayordomo manifestara su sorpresa de que el señor quisiera jerez, ya que casi nunca lo tomaba. El hijo del señor, Jonathan Strange —como especificó para mejor información del nuevo—, sí bebía jerez, le gustaba mucho y solía tener una o dos botellas en su habitación.
Siguiendo las instrucciones del mayordomo, el sirviente fue a buscar el jerez a la bodega, misión que comportaba encender velas, recorrer largos pasillos fríos y oscuros, sacudirse telarañas de la ropa, golpearse la cabeza con aperos viejos y oxidados que colgaban de techos viejos y mohosos, y finalmente limpiarse la cara de sangre y tizne. El hombre llevó la copa de jerez al señor, que la vació de un trago y pidió otra.
El criado pensó que ya había tenido bastante bodega para una noche y, recordando lo que le había dicho el mayordomo, subió al vestidor del señor Jonathan Strange. Entró con cautela y encontró la habitación aparentemente desocupada, aunque con las velas encendidas. Eso no lo sorprendió, ya que sabía que entre los vicios de los jóvenes ricos y solteros destacaba el de malgastar velas. Empezó a abrir cajones y armarios, levantar orinales para mirar en su interior, buscar debajo de las mesas y las sillas e indagar en los floreros. (Y por si te sorprende que mirara en semejantes sitios, te diré que el hombre conocía a los caballeros ricos y solteros mejor que tú, y sabía que su proceder en materia de organización doméstica se caracterizaba por cierta excentricidad.) Como esperaba, encontró la botella de jerez en el interior de una de las botas de su amo, a modo de sacabotas.
Cuando vertía el vino en la copa, por un espejo de la pared descubrió que la habitación no estaba vacía, como había creído. Jonathan Strange, sentado en un sillón de alto respaldo, observaba con gesto de asombro todo lo que hacía. Él no dio explicación alguna, porque ¿a qué explicación que pudiera dar prestaría oídos un caballero? Un criado lo habría comprendido al instante. El nuevo salió de la habitación.
Desde su llegada a la casa, el sirviente abrigaba la esperanza de escalar una posición de autoridad sobre los otros criados. Le parecía que su superior intelecto y su mayor experiencia del mundo lo facultaban para erigirse en mano derecha de los dos señores Strange para cualquier asunto difícil; ya le parecía oírlos decir: «Como sabes, Jeremy, éstas son cosas serias que no confiaría a nadie más que a ti.» No diré que el hombre abandonara inmediatamente esas expectativas, pero no se le ocultaba que Jonathan Strange no debía de sentirse muy complacido al ver a alguien husmeando en sus aposentos privados y aligerando vino de su reserva particular.
Por consiguiente, entró en el estudio de Laurence Strange con sus tiernas ambiciones frustradas y el ánimo peligrosamente irritado. Strange se bebió la segunda copa y dijo que gustoso se tomaría otra. A esto, el criado nuevo ahogó un grito, se mesó el cabello y exclamó:
—¡En el nombre de Dios! ¿Por qué no lo ha dicho desde el principio, viejo idiota? ¡Le hubiera traído la botella!
Strange lo miró con gesto de sorpresa y dijo suavemente que, desde luego, si era tanta molestia, no había necesidad de que le llevara otra copa.
El sirviente regresó a la cocina preguntándose si no habría estado un poco brusco. Minutos después, volvió a sonar la campanilla. El señor Strange estaba sentado a su escritorio con una carta en la mano, mirando por la ventana la noche negra y lluviosa.
—Jeremy, esta carta ha de ser entregada antes del amanecer a un hombre que vive en lo alto de esa colina de ahí enfrente.
«¡Vaya! —pensó el nuevo—, pronto empezamos. ¡Un negocio urgente que debe realizarse bajo la protección del manto de la noche! ¿Qué puede significar esto sino que ya prefiere mi ayuda a la de los otros criados?» Sintiéndose muy halagado, dijo que iría inmediatamente y tomó la carta, que no llevaba más señas que la enigmática palabra «Wyvern». Preguntó si la casa tenía nombre, para poder preguntar si se extraviaba.
El señor fue a responder que la casa no tenía nombre, pero se interrumpió riendo.
—Pregunta por Wyvern, de la granja del Desengaño —dijo.
Le explicó que debía dejar el camino real por un portillo roto situado delante de la taberna de Blackstock; del portillo partía un sendero que lo llevaría a la granja.
El sirviente sacó un caballo y, armado de un pesado farol, salió al camino real. Era una noche tétrica. El aire era una confusión de un vendaval ululante y una lluvia furiosa que penetraba por todos los resquicios de la ropa, de manera que enseguida estuvo helado.
El sendero que partía frente a la taberna de Blackstock y serpenteaba colina arriba estaba invadido por la hierba. En realidad, casi no podía llamarse sendero, porque en él crecían hasta pequeños árboles que el viento agitaba, fustigando con ellos al criado nuevo en su penosa ascensión. Cuando había recorrido media milla, se sentía como si hubiera peleado con varios forzudos, uno tras otro (y por ser un camorrista y estar siempre metiéndose en peleas en lugares públicos, conocía bien la sensación). Maldecía a Wyvern, aquel haragán que no era capaz ni de recortar sus setos. Hasta al cabo de una hora no llegó a un lugar que quizá en otro tiempo fuese un campo, pero ahora no era más que una maraña de escaramujo y zarzales. Le pesaba no haber cogido un hacha. Dejó el caballo atado a un árbol y trató de abrirse camino braceando. Las espinas eran muchas, largas y punzantes; tantas veces se encontró enredado en las matas de escaramujo y en posturas tan grotescas (aquí con un brazo levantado, allá con una pierna doblada a la espalda) que ya desesperaba de poder salir de allí. Le parecía extraño que alguien pudiera vivir detrás de semejante barrera de espino, y empezaba a pensar que no le sorprendería que Wyvern llevara cien años durmiendo. «En fin —pensó—, no me importaría, siempre que no tuviera que despertarlo con un beso.»
Cuando alumbró la ladera la luz de un amanecer triste y gris, el criado se halló frente a una casita que era más la estampa de la devastación que del desengaño. La pared del hogar se combaba hacia fuera y la chimenea parecía hacer equilibrios encima de ella. Las piedras y tejas desprendidas habían dejado boquetes en el tejado, por los que asomaba el costillar de las vigas. La casa estaba invadida de saúcos y arbustos de espino tan vigorosos que habían roto todas las ventanas y desquiciado las puertas.
El sirviente se quedó un rato contemplando aquella desolada escena bajo la lluvia. Al levantar la mirada, vio a alguien que bajaba por la ladera hacia él. Era una figura tocada con un extraño sombrero y con un cayado en la mano; parecía salida de un cuento de hadas. Cuando se acercó, el criado vio que era un granjero, un hombre de aspecto cabal cuya fantástica apariencia se debía únicamente a que llevaba en la cabeza una lona doblada, para protegerse de la lluvia.
El recién llegado lo saludó con estas palabras:
—¡Hombre! ¿Qué te ha pasado? Estás sangrando y tienes la ropa hecha jirones, y parece buena ropa.
El criado se miró y descubrió que el otro tenía razón. Explicó que el sendero estaba invadido por la hierba y los espinos.
El granjero lo miró con asombro.
—Pues a menos de un cuarto de milla al oeste hay un buen camino por el que podrías haber llegado en la mitad de tiempo. ¿Quién te ha dicho que vinieras por el viejo sendero?
En lugar de contestar, el criado le preguntó si sabía dónde podía encontrar al señor Wyvern de la granja del Desengaño.
—La casa de Wyvern es ésta, pero él murió hace cinco años. ¿La granja del Desengaño? ¿Quién te ha dicho que se llama así? Te han tomado el pelo. El sendero viejo, el desengaño... ¡vamos, hombre! Aunque no le va mal el nombre, no creas; aquí se llevó Wyvern un desengaño. El pobre tuvo la desgracia de ser dueño de unas tierras de las que se encaprichó un señor del valle, y cuando se negó a vendérselas, el señor envió una noche a unos rufianes que arrancaron todas las judías, las zanahorias y las coles que Wyvern tenía plantadas, y en vista de que eso no daba resultado, empezó a ponerle pleitos, y el pobre hombre, que no sabía nada de leyes, estaba desesperado.
El sirviente nuevo se quedó pensativo.
—Me parece que podría decirte cómo se llama el señor.
—¡Oh, eso lo sabe cualquiera! —dijo el granjero y lo miró más atentamente—. Estás más blanco que un budín de leche, y tiritas como si fueras a caerte a pedazos.
—Tengo frío.
Entonces el granjero (que dijo llamarse Bullbridge) lo invitó a acompañarlo a su casa, donde podría calentarse, comer y beber, y quizá descansar un rato. El criado le dio las gracias y aseguró que sólo tenía frío, nada más.
Así pues, Bullbridge lo llevó al camino (sin pasar por los zarzales) para que regresara a la casa del señor Strange.
Un sol triste y blanquecino apareció en un cielo triste y blanquecino, como una alegoría de la desesperación, y mientras cabalgaba, al criado le parecía que el sol era el pobre Wyvern y que el cielo era el infierno, y que Strange había enviado allí a Wyvern para que sufriera el tormento eterno.
Al verlo llegar, los otros sirvientes lo rodearon.
—¡Hombre! —exclamó el mayordomo, preocupado—. ¡Qué aspecto traes! ¿Ha sido por el jerez, Jeremy? ¿Incomodaste al señor con lo del jerez?
El nuevo se dejó caer del caballo, agarró al mayordomo por las solapas y le suplicó que le diera una caña de pescar, que la necesitaba, explicó, para sacar al pobre Wyvern del infierno.
De estas frases y otras de coherencia similar, los demás dedujeron rápidamente que se había resfriado y tenía fiebre. Lo acostaron y enviaron a un hombre a buscar al médico. Pero Laurence Strange, al enterarse, mandó un segundo emisario al médico con el mensaje de que ya no lo necesitaban. Luego dijo que quería unas gachas y que se las sirviera el criado nuevo. Eso motivó que el mayordomo fuese en busca de Jonathan Strange para rogarle que intercediera, pero, al parecer, el joven había madrugado para ir a Shrewsbury y no se le esperaba hasta el día siguiente. Así pues, los sirvientes tuvieron que sacar de la cama al nuevo, vestirlo, ponerle en las flojas manos la bandeja con las gachas y sacarlo por la puerta con un ligero empujón. Durante todo el día, el señor Strange no paró de solicitar pequeños servicios, todos los cuales —y en eso insistía— debían serle prestados por el nuevo.
Al anochecer, el hombre estaba tan caliente al tacto como un puchero de hierro y decía cosas incoherentes acerca de unos barriles de ostras. Pero el señor manifestó la intención de velar también aquella noche y dijo que el criado nuevo debería permanecer a su disposición en el estudio.
El mayordomo, valerosamente, suplicó a su amo que le permitiera quedarse en su lugar.
—Ah, es que tú no podrías imaginar cuánto me agrada ese muchacho—dijo Strange con un brillo de aversión en los ojos— ni el placer que me produce su compañía. ¿Te parece que no tiene buen semblante? Pues yo creo que lo único que necesita es aire puro.
Y al decir eso, abrió la ventana situada encima del escritorio, por la que entraron a raudales copos de nieve, impulsados por un viento que heló la habitación. El mayordomo suspiró, apoyó más firmemente contra la pared al nuevo (que ya empezaba a desmoronarse) y, con disimulo, le metió unos calientamanos en los bolsillos.
A medianoche entró en el estudio la doncella, con unas gachas para el amo. Al volver a la cocina, dijo que el señor había encontrado los calientamanos y los había puesto encima de la mesa. Los criados se acostaron entristecidos, seguros de que por la mañana el nuevo ya habría muerto.
Llegó la mañana. La puerta del estudio del señor estaba cerrada. Dieron las siete, nadie llamó y nadie acudió. Dieron las ocho. Las nueve. Las diez. Los sirvientes se retorcían las manos de desesperación.
Pero ellos habían olvidado —y también Laurence Strange— que el criado nuevo era joven y robusto y Laurence Strange era viejo, y había tenido que soportar los mismos sufrimientos que había impuesto al criado. A las diez y siete minutos, el mayordomo y el cochero se aventuraron en el estudio y encontraron al nuevo en el suelo, profundamente dormido y sin fiebre. En el extremo opuesto de la habitación, sentado al escritorio, estaba Laurence Strange, muerto de frío.
Cuando trascendieron los hechos de aquellas dos noches, se despertó gran curiosidad por ver al criado nuevo, como la que suscitaría el héroe que hubiera matado a un dragón o derribado a un gigante. Por supuesto, el hombre estaba encantado de que lo creyeran un ser extraordinario, y tras contar y volver a contar la historia, se convenció de que lo que realmente le había dicho a Strange cuando éste le pidió la tercera copa de jerez fue: «¡Oh, viejo malvado que gozas abusando de los hombres honrados y matándolos a trabajar, llegará el día, y no ha de tardar, en que tengas que pagar todos los suspiros que has arrancado de su pecho honrado y todas las lágrimas que has hecho derramar a su viuda!» Así también, pronto se supo en toda la región que cuando el señor Strange abrió la ventana con la sana intención de que el criado nuevo muriese de frío, éste gritó: «¡Primero hielo, Laurence Strange, pero después fuego! ¡Primero hielo, después fuego!», en profética alusión al actual paradero de Strange.