66. Jonathan Strange y el señor Norrell (Mediados de febrero de 1817)
EL señor Norrell se giró a mirar hacia el corredor que en otro tiempo conducía de la biblioteca al resto de la casa. Si hubiera podido creer que lo llevaría junto a Lascelles y los criados, habría retrocedido por allí. Pero estaba seguro de que la magia de Strange lo haría volver al lugar en que ahora se encontraba.
Se oyó un sonido en la biblioteca y tuvo un sobresalto de terror. Esperó, pero no aparecía nadie. Al cabo de un momento recordó qué producía aquel sonido. Lo había oído mil veces: era una exclamación de impaciencia en la voz de Strange, provocada por algo que acababa de leer en un libro. Era un sonido tan familiar y tan asociado a la época más feliz de su vida que Norrell se sintió con fuerzas para abrir la puerta y entrar.
Ante todo, le llamó la atención el gran número de velas. La habitación estaba llena de luz. Strange no se había molestado en buscar candelabros, sino que había adherido las velas a las mesas, a los anaqueles y hasta a los rimeros de libros. La biblioteca se hallaba en grave peligro de incendio. En todas partes había libros: esparcidos encima de las mesas y caídos en el suelo. Muchos estaban abiertos boca abajo, por la página que interesaba.
Strange se hallaba de pie en el extremo más alejado de la habitación. Estaba mucho más delgado de como el señor Norrell lo recordaba. Se había afeitado, aunque sin gran esmero, e iba despeinado. No levantó la cabeza cuando se acercó Norrell.
—En Norwich, en mil ciento veinticuatro, siete personas —leyó el libro que tenía en la mano—. En Aysgarth, Yorkshire, en la Navidad de mil ciento cincuenta y uno, cuatro. En Exeter, en mil doscientos uno, veintitrés. En Hathersage, Derbyshire, en mil doscientos cuarenta y tres, una. Todas, encantadas y llevadas a Tierra de Duendes. Es un problema que él no llegó a resolver.
Hablaba con calma, y Norrell, que esperaba ser fulminado de un momento a otro por una descarga de magia, miró en derredor para ver si había alguien más en la habitación.
—¿Cómo dice? —preguntó.
—John Uskglass —dijo Strange, aún sin molestarse en mirarlo—. No podía impedir que los duendes raptasen a cristianos. ¿Por qué he de creer que yo seré capaz de hacer lo que él no pudo hacer? —Siguió leyendo—. Me gusta su laberinto —añadió en tono coloquial—. ¿Usó a Hickman?
—¿Cómo? No. De Chepe.
—¡De Chepe! ¿En serio? —Miró a su maestro por primera vez—. Siempre supuse que De Chepe era un estudioso de poca monta, sin una sola idea original en la cabeza.
—No era muy del agrado de las personas amigas de la magia espectacular —dijo Norrell nerviosamente, sin saber cuánto podía durar aquella urbanidad de Strange—. Le interesaban los laberintos, los senderos mágicos, los hechizos que pueden realizarse siguiendo determinados pasos y vueltas... esas cosas. Belasis hace una extensa descripción de su magia en Instrucciones... —Hizo una pausa—. Pero usted no las ha leído. El único ejemplar está aquí, en el tercer estante, al lado de la ventana. —Señaló el sitio, en una balda vacía—. Oh, puede que esté en el suelo —apuntó—. En ese montón.
—Enseguida lo miro —le aseguró Strange.
—Su propio laberinto también es bueno. He pasado media noche tratando de salir de él.
—Oh, he hecho lo que acostumbro en estos casos —dijo con indiferencia—. Copiarlo a usted y añadir algún refinamiento. ¿Cuánto hace?
—¿Cómo?
—¿Cuánto tiempo hace que estoy en la oscuridad?
—Desde primeros de diciembre.
—¿Y en qué mes estamos?
—En febrero.
—¡Tres meses! —exclamó—. ¡Tres meses! ¡Creía que eran años!
Norrell había imaginado muchas veces esta conversación. En ella, Strange siempre aparecía colérico y vengativo, mientras él justificaba su conducta con argumentos poderosos. Por fin se encontraban cara a cara, pero la indiferencia de Strange era desconcertante. Los lejanos remordimientos que Norrell había sentido en su alma pequeña y reseca se despertaron. Ahora tenían garras que laceraban. Empezaron a temblarle las manos.
—¡Yo he sido enemigo suyo! —estalló—. Destruí su libro, todos los ejemplares menos el mío. ¡Lo he calumniado, he conspirado contra usted! Lascelles y Drawlight han ido diciendo por ahí que usted asesinó a su esposa! Yo he dejado que la gente lo creyera.
—Sí.
—¡Pero son crímenes horribles! ¿Por qué no está furioso?
Strange pareció conceder que la pregunta era razonable. Meditó un momento antes de responder.
—Será porque desde la última vez que nos vimos, he sido muchas cosas. He sido árboles, y ríos, y montes, y piedras. He hablado a las estrellas, a la tierra y al viento. Uno no puede ser el canal por el que fluye toda magia inglesa y seguir siendo el mismo. ¿Dice usted que debería estar furioso?
Norrell asintió.
Strange esbozó su antigua sonrisa irónica.
—¡Pues tranquilícese! Creo que algún día volveré a estarlo. Con el tiempo.
—¿Y todo esto lo ha hecho sólo para combatirme?
—¿Combatirlo a usted? —dijo con asombro—. ¡No! ¡He hecho esto para salvar a mi esposa!
Hubo un silencio corto, durante el cual Norrell no fue capaz de mirarlo a los ojos.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó al fin en voz baja.
—Sólo lo que he querido siempre: su ayuda.
—¿Para romper el encantamiento?
—Sí.
Norrell reflexionó un instante.
—Generalmente, el momento más favorable es el centenario del hechizo. Existen varios ritos y procedimientos...
—Muchas gracias —cortó Strange con algo más que un resto de su antiguo sarcasmo—; pero yo esperaba algo que tuviera un efecto más inmediato.
—La muerte del encantador pone fin a todos esos contratos y encantamientos, pero...
—¡Ah, sí, desde luego! —dijo con vehemencia—. ¡La muerte del encantador! En Venecia pensé mucho en eso. Con toda la magia inglesa a mi disposición, habría podido matarlo de muchas maneras. Arrojarlo desde las alturas. Abrasarlo con el rayo. Levantar montañas que lo aplastaran. De haberse tratado de mi libertad, lo habría intentado. Pero no era mi libertad, sino la de Arabella, y si yo hubiera fracasado, si hubiera muerto, su destino habría quedado trazado irremisiblemente. Así que seguí pensando. Y pensé que había un hombre en el mundo, en todos los mundos que han sido, que sabría cómo derrotar a mi enemigo. Un hombre que podría aconsejarme sobre lo que debo hacer. Comprendí que había llegado el momento de hablarle.
Norrell pareció muy alarmado.
—¡Oh! Pero debe usted saber que ya no me considero su superior. He leído mucho más que usted, cierto, y le prestaré cuanta ayuda me sea posible, pero no puedo asegurarle que sea más eficaz que usted.
Strange frunció el entrecejo.
—¿Cómo? ¿Qué dice? ¡No me refiero a usted! Me refiero a John Uskglass. Quiero que me ayude a llamar a John Uskglass.
Norrell respiró hondo. Hasta el mismo aire parecía estremecerse, como si se hubiera pulsado una nota grave. Percibía de forma intensa, casi dolorosa, la oscuridad que los rodeaba, las estrellas nuevas que brillaban en lo alto y el silencio de los relojes parados. Era un gran momento negro que se prolongaba infinitamente, envolviéndolo, asfixiándolo. Y en aquel momento no había que hacer un gran esfuerzo para imaginar que John Uskglass estaba cerca, a la distancia de un simple hechizo; las oscuras sombras de los ángulos de la habitación eran los pliegues de su túnica, el humo de las velas que chisporroteaban, el negro lambrequín de su yelmo.
Pero Strange parecía libre de semejantes temores sobrenaturales. Se inclinó con una media sonrisa incitante.
—Vamos, señor Norrell —susurró—. Trabajar para lord Liverpool es muy aburrido. ¿No cree? Que otros magos se encarguen de lanzar hechizos de protección sobre las rocas y las playas. ¡Muy pronto serán muchos los que puedan hacerlo! ¡Hagamos algo extraordinario usted y yo!
Otro silencio.
—Tiene miedo —dijo Strange retrocediendo con desagrado.
—¡Miedo! —estalló Norrell—. ¡Claro que tengo miedo! ¡Sería de locos no tenerlo! Pero no es eso lo que me detiene. Es que su plan no dará resultado. No sé qué espera conseguir, pero, sea lo que sea, no podrá. Aunque lográramos que acudiera, y creo que entre los dos lo conseguiríamos, él no lo ayudaría de la forma que usted imagina. Los reyes no satisfacen la curiosidad vana, y este rey menos que ninguno.
—¿Lo llama curiosidad vana...?
—¡No, no! —protestó apresuradamente—. Yo no. Sólo trato de exponer cómo lo verá él. ¿Qué le importará que se hayan perdido dos mujeres?
Usted piensa en John Uskglass como si fuera un hombre corriente. Quiero decir un hombre como usted y como yo. Él se crió y se educó en Tierra de Duendes. Para él los usos del brugh eran algo natural, y en la mayoría de los brughs había cristianos cautivos; él mismo fue uno de ellos. No le parecerá algo extraordinario. No lo comprenderá.
—Pues yo se lo explicaré. Señor Norrell, para salvar a mi esposa yo he cambiado Inglaterra. He cambiado el mundo. No voy a retroceder ahora ni renunciar a llamar a un hombre, por imponente que sea. ¡Vamos, señor Norrell! De nada sirve discutir. Lo primero es hacer que venga. ¿Cómo empezamos?
El maestro suspiró.
—No es como invocar a cualquiera. Toda magia relacionada con John Uskglass presenta dificultades muy peculiares.
—¿Por ejemplo?
—Pues, para empezar, no sabemos qué nombre darle. Los hechizos de invocación exigen del mago una gran precisión en los nombres. Ninguno de los nombres por los que nosotros conocemos a John Uskglass es verdadero. Según cuenta la historia, lo raptaron antes de ser bautizado por lo tanto, en el brugh, era el niño sin nombre. El Esclavo sin Nombre, se llamaba a sí mismo, entre otras cosas. Sí, los duendes le dieron un nombre, pero renegó de él cuando regresó a Inglaterra. En cuanto a sus otros títulos, Rey Cuervo, Rey Negro, Rey del Norte, así era como lo denominaba la gente, no como él se llamaba a sí mismo.
—¡Sí, sí! —dijo Strange con impaciencia—. ¡Todo eso ya lo sé! Pero no era John Uskglass su verdadero nombre?
—¡Oh, en absoluto! Ése era el nombre de un joven aristócrata normando que murió en el verano de mil noventa y siete, creo. El Rey, es decir, «nuestro» John Uskglass, declaró que aquel hombre era su padre, pero son muchos los que han puesto en duda que tuvieran parentesco alguno. Y no creo que esa diversidad de falsos nombres y títulos fuera fortuita. El Rey sabía que siempre atraería las miradas de otros magos, y se protegió del incordio de su magia desviando deliberadamente sus conjuros.
—¿Y qué debo hacer entonces? —Strange chasqueó los dedos—. ¡Aconséjeme!
Norrell parpadeó. No estaba acostumbrado a pensar con tanta premura.
—Si utilizamos un hechizo de invocación inglés corriente, y así lo recomiendo, ya que no los hay mejores, podemos hacer que los elementos del hechizo realicen la identificación por nosotros. Necesitamos un emisario, un sendero y un presente1 . Si elegimos instrumentos que ya conozcan al Rey, y que lo conozcan bien, no importará que no lo nombremos correctamente; ellos lo encontrarán, lo guiarán y lo obligarán a acudir. ¿Comprende? —A pesar de su terror, se iba animando ante la perspectiva de obrar magia (y magia nueva) con el señor Strange.
—No. No comprendo.
—Esta casa fue construida en las tierras del Rey, con piedras de la abadía del Rey. Un río pasa cerca, a menos de doscientas yardas de esta habitación, un río por el que el Rey navegó a menudo en su esquife real. En mi huerto hay un peral y un manzano que son descendientes directos de las pepitas que el Rey escupió una tarde de verano en el huerto del abad. Que las viejas piedras de la abadía sean nuestro emisario; que el río sea nuestro sendero; que las manzanas y las peras que esos árboles den el año próximo sean nuestro obsequio. Entonces bastará con que digamos, simplemente:«El Rey.» Las piedras, el río y los árboles no conocen a otro rey.
—Está bien. ¿Y qué conjuro recomienda? ¿Belasis tiene alguno?
—Sí; tres.
—¿Vale la pena probarlos?
—En realidad no. —Abrió un cajón y sacó un papel—. Es el mejor que conozco. Yo no acostumbro a utilizar hechizos de invocación; pero, llegado el caso, usaría éste. —Le dio el papel. Estaba cubierto con su letra pequeña y meticulosa. Arriba había escrito: «Hechizo de invocación del señor Strange»—. Es el que empleó usted para invocar a Maria Absalom2 —explicó—. He hecho algunas modificaciones. He omitido el florilegium que usted copió textualmente de Ormskirk. Como sabe, no tengo muy buena opinión de los florilegia en general, y ése me parecía bastante insulso. Le agregué un epitome de preservación y liberación y un skimmer de súplica, aunque dudo que nos ayuden mucho en este caso3 .
—Ahora es tanto obra suya como mía —observó Strange, sin asomo de rivalidad ni resentimiento en la voz.
—No, no. Todo el tejido es suyo. Yo no hice más que repasar los bordes.
—¡Bien! Entonces, ¿preparados?
—Una cosa más.
—¿Qué cosa?
—Debemos tomar ciertas precauciones para garantizar la seguridad de la señora Strange.
Strange lo miró dando a entender que a buenas horas se preocupaba de la seguridad de Arabella, pero Norrell no lo advirtió porque se había acercado rápidamente a un estante y ya buceaba en un voluminoso tomo.
—El hechizo está en el Liber Novus de Chaston. ¡Ah, sí, aquí está! Hemos de construir un camino mágico y abrir una puerta, para que la señora Strange pueda salir de Tierra de Duendes sana y salva. Si no, podría quedar atrapada allí para siempre. Podríamos tardar siglos en encontrarla.
—¡Ah, eso ya está hecho! Y he puesto a una persona en la puerta para que la reciba al salir. Todo está listo.
Strange tomó un pequeño cabo de vela, lo puso en un candelabro y lo encendió4 . A continuación empezó a recitar el hechizo. Dio a las piedras de la abadía el título de emisario enviado a buscar al Rey. Dio al río el título de sendero por el que debía acudir el Rey. Dio a las manzanas y las peras de los árboles del señor Norrell del año siguiente el título de presente que debía recibir el Rey. Por último, dijo que cuando se apagara la llama, sería el momento en que debía aparecer el Rey.
La vela chisporroteó y se apagó...
... y en aquel momento...
... en aquel momento la habitación se llenó de cuervos. Sus alas negras se agitaban en el aire como manos que gesticularan, llenando el campo visual de Strange como tumultuosas llamas negras. Alas y garras lo atacaban por todas partes. Los graznidos eran ensordecedores. Las aves golpeaban las paredes, golpeaban las ventanas, golpeaban al propio Strange, que se cubrió la cabeza con las manos y cayó al suelo. El fragor y el aleteo continuaron durante cierto tiempo.
De pronto, en un abrir y cerrar de ojos, los cuervos desaparecieron y se hizo el silencio.
Todas las velas se habían apagado. Strange se puso boca arriba, pero por unos instantes no pudo hacer más que contemplar la oscuridad.
—¿Señor Norrell? —dijo al fin.
No hubo respuesta.
En la absoluta oscuridad, Strange se puso en pie. Consiguió encontrar una de las mesas de la biblioteca y tanteó hasta que su mano tropezó con una vela tumbada. Sacó la caja de yesca del bolsillo y la encendió.
Con la vela en alto, vio que la habitación era un caos. No quedaba ni un solo libro en los estantes. Las mesas y las escalerillas estaban volcadas. Varias de las hermosas sillas estaban reducidas a astillas. Una gruesa capa de plumas de cuervo lo cubría todo, como nieve negra.
Norrell estaba medio echado en el suelo, con la espalda apoyada en una mesa. Tenía los ojos abiertos pero inexpresivos. Strange pasó la vela por delante de su cara.
—¿Señor Norrell? —repitió.
En un atónito susurro, éste dijo:
—Creo que podemos decir que hemos atraído su atención.
—Me parece que tiene razón, señor. ¿Sabe lo que ha sucedido?
Todavía en un susurro, respondió:
—Todos los libros se han convertido en cuervos. Yo estaba mirando La fuente del corazón de Hugh Pontifex y lo he visto transformarse. Él ha utilizado a menudo ese caos de los pájaros negros. Desde que era niño he leído los relatos. ¡Haber vivido para verlo, señor Strange! ¡Haber vivido! Tiene un nombre en lengua sidhe, la lengua de su infancia, pero se ha perdido5 . —Súbitamente, asió la mano de Strange—. ¿Los libros están a salvo?
Strange recogió uno del suelo. Sacudió las plumas y miró el título: Siete puertas y cuarenta y dos llaves, de Piers Russinol. Lo abrió y empezó a leer al azar...
—«... y allí encontrarás un país extraño, parecido a un tablero de ajedrez, donde se alternan la roca árida y los huertos feraces, los zarzales y los campos de maíz cargados de mazorcas, los prados húmedos y los desiertos. Y en este país, el dios de los magos, Hermes Trimegisto, tres veces grande, ha puesto un guardián en cada puerta y en cada puente: aquí un carnero, allá una serpiente...» ¿Esto le suena? —preguntó con escepticismo.
Norrell asintió. Sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió la sangre de la cara.
Los dos magos, sentados en el suelo entre libros y plumas, estuvieron un rato en silencio. El mundo se había reducido al círculo de luz de una vela.
Al fin Strange dijo:
—¿Cuán cerca de nosotros ha de estar para obrar toda esta magia?
—¿John Uskglass? Que yo sepa, él puede obrar esta magia a cien mundos de distancia... desde el corazón del infierno.
—A pesar de todo, merece la pena tratar de averiguarlo, ¿no?
—¿Merece la pena?
—Bien, por ejemplo, si descubriéramos que estaba cerca, podríamos...
—Strange reflexionó un momento—. Podríamos ir a él.
—Está bien —suspiró Norrell. Ni su voz ni su actitud denotaban confianza:
El primer y único requisito para los hechizos de localización es una fuente de plata con agua. En Hurtfew Abbey, Norrell tenía la fuente en una mesita, en un ángulo de la biblioteca, pero la mesa había sido destrozada por la violencia de los cuervos y la fuente no se veía por ninguna parte. Después de mucho buscar, la encontraron en la chimenea, boca abajo, entre plumas de cuervo y páginas arrancadas y húmedas.
—Necesitamos agua —dijo Norrell—. Siempre le pido a Lucas que me la traiga del río. Para la magia de localización no hay como el agua que viaja deprisa, y el río de Hurtfew baja rápido hasta en verano. Iré a buscarla.
Pero el mago no estaba habituado a hacer las cosas por sí mismo, y tardó bastante en salir de la casa. Desde el césped contempló las estrellas que nunca había visto. No tenía la sensación de estar dentro de un Pilar de Oscuridad en medio de Yorkshire, sino más bien la de que el resto del mundo se había alejado y él y Strange habían quedado solos en una isla o un promontorio desiertos. La idea lo apenaba mucho menos de lo que pueda suponerse. El mundo nunca le había importado demasiado, y sobrellevaba filosóficamente su pérdida.
Se arrodilló sobre la hierba helada de la margen del río para llenar de agua la fuente. Las estrellas desconocidas relucían en el agua. Cuando se levantó (un poco mareado tras un esfuerzo al que no estaba habituado), experimentó la abrumadora sensación de que lo envolvía una magia más densa que nunca. Si le hubieran pedido que describiera lo que ocurría, habría dicho que todo Yorkshire se convulsionaba. Durante un momento, no supo en qué dirección estaba la casa. Se volvió, tropezó y chocó con Strange, que, no se explicaba por qué, se hallaba justo detrás de él.
—Creía que se había quedado en la biblioteca —dijo sorprendido.
Strange lo miraba furioso.
—¡Y allí me había quedado! Estaba leyendo El guardián de Apolo, de Goubert, y de pronto me he visto aquí.
—¿No me ha seguido?
—¡Claro que no! ¿Qué sucede? ¿Y por qué tardaba usted tanto?
—No encontraba el abrigo —dijo Norrell con humildad—. No sabía dónde lo guardaba Lucas.
Strange alzó una ceja, suspiró y dijo:
—Poco antes de ser desplazado hasta aquí, he percibido una sensación de vientos, aguas y llamas, todo mezclado. ¿No ha notado usted lo mismo?
—Sí.
—¿Y un aroma a hierbas silvestres y a campo?
—Sí.
—¿Magia de duende?
—¡Oh, sin duda! —dijo Norrell—. Forma parte del mismo hechizo que lo retiene a usted en la Oscuridad Eterna. —Miró en derredor—. ¿Qué extensión tiene?
—¿El qué?
—La oscuridad.
—Para mí es difícil de calcular, ya que se mueve conmigo. Pero otras personas me han dicho que tiene las dimensiones de la parroquia de Venecia en la que yo residía. Medio acre, aproximadamente.
—¡Medio acre! ¡No se mueva!
Norrell puso la bandeja de plata en el suelo helado y se alejó en dirección al puente. Pronto no se vio de él nada más que la peluca gris. A la luz de las estrellas, parecía una pequeña tortuga de piedra que se alejara caminando pesadamente.
El mundo se estremeció otra vez, y de pronto los dos magos estaban juntos en el puente, sobre el río de Hurtfew.
—¿Qué diablos...?
—¿Lo ve? —dijo Norrell tristemente—. El hechizo no nos permite alejarnos uno de otro. Ahora me ha apresado también a mí. Supongo que hubo una lamentable imprecisión en la magia del duende. Fue negligente y se refirió a usted con el nombre de mago inglés o término similar. Por tanto, el encantamiento, que estaba destinado sólo a usted, atrapará ahora a cualquier mago inglés que tropiece con él.
—¡Ah! —No dijo más. Al parecer, no había más que decir.
Norrell se volvió hacia la casa.
—¡Si otra cosa no, señor Strange, esto ilustra a la perfección la necesidad de extremar la precisión en los nombres al formular un hechizo!
Strange, que iba detrás de él, puso los ojos en blanco.
En la biblioteca, colocaron la fuente de plata con el agua encima de una mesa y se situaron uno a cada lado.
Era curioso, pero el hecho de encontrarse preso en la Oscuridad Eterna con Strange parecía haber puesto de buen humor a Norrell. Hablando animadamente, le recordó que aún no sabían qué nombre dar a John Uskglass, lo cual sería un gran obstáculo para localizarlo, tanto si utilizaban la magia como si trataban de servirse de cualquier otro medio.
Strange, con la cabeza apoyada en las manos, lo miraba con ojos sombríos.
—Pruebe con John Uskglass —dijo.
Norrell realizó el acto de magia, dando el nombre de John Uskglass a la persona a la que se buscaba. Dividió la superficie del agua en cuatro con líneas de luz clara. Dio a cada sección un nombre: cielo, infierno, tierra y Tierra de Duendes. Al momento, un punto de luz azulada brilló en la parte de la tierra.
—¡Ahí está! —dijo Strange poniéndose en pie triunfalmente—. ¡Ya lo ve, señor! Las cosas no siempre son tan difíciles como usted supone.
Norrell golpeó la superficie de aquel cuarto y las líneas divisorias desaparecieron. Volvió a trazarlas dándoles otros nombres: Inglaterra, Escocia, Irlanda, Otros Lugares. El punto luminoso apareció en Inglaterra. Tocó esa parte, volvió a dividir la superficie y examinó el resultado. Y siguió buscando, apurando la magia. El punto luminoso seguía brillando. Ahogó una exclamación.
—¿Qué hay? —preguntó Strange.
Con asombro, Norrell dijo:
—¡Me parece que lo hemos conseguido, después de todo! Señala que está aquí. ¡En Yorkshire!