61. El árbol habla a la piedra; la piedra habla al agua (Enero - febrero de 1817)

CUANDO el señor Norrell destruyó el libro de Strange, en Inglaterra, la opinión pública se puso en contra de él y a favor del señor Strange. Se hacían comparaciones entre uno y otro mago, tanto en público como en privado. Strange era franco, valeroso y enérgico, mientras que el signo del carácter de Norrell parecía ser el secretismo. Tampoco se había olvidado que, estando Strange en la Península al servicio de su país, Norrell había comprado todos los libros de magia de la biblioteca del duque de Roxburghe, para que nadie más que él pudiera leerlos. Pero a mediados de enero, los periódicos se llenaron de noticias sobre la locura de Strange, de descripciones de la Torre Negra y de especulaciones acerca de la magia que lo mantenía dentro de ella. Un inglés llamado Lister estaba en Mestre, ciudad de la costa italiana, el día en que Strange se trasladó a Padua. El señor Lister fue testigo del paso del Pilar de Oscuridad por el mar y envió a Inglaterra una descripción del portento; tres semanas después, en varios diarios de Londres aparecían relatos de cómo aquella negrura se deslizaba silenciosamente sobre la superficie de las aguas. En pocos meses, Strange se había convertido para sus compatriotas en símbolo del horror, en una criatura maldita, casi inhumana..

Pero la repentina caída en desgracia de Strange en nada benefició a Norrell, que dejó de recibir encargos del gobierno y, aún peor, le fueron anulados pedidos de otros clientes. A primeros de enero, el deán de la catedral de San Pablo le había preguntado si podría descubrir dónde se hallaba la sepultura de cierta joven. El hermano de la difunta pensaba construir un monumento funerario para todos los miembros de su familia, y deseaba disponer el traslado de los restos de la mujer. El deán y el cabildo descubrieron entonces, consternados, que un error en el registro impedía localizar la tumba. Norrell aseguró al deán que él no tendría dificultad en encontrarla. Tan pronto le dieran el nombre de la joven y dos o tres detalles más, realizaría el acto de magia que les indicaría su paradero. Pero en lugar de comunicarle el nombre de la joven, el deán le envió una carta redactada en términos ambiguos en la que, entre alambicadas fórmulas de disculpa, le confiaba que, de pronto, había comprendido que sería poco apropiado que la Iglesia utilizara los servicios de un mago.

Lascelles y Norrell estaban preocupados por la situación.

—Será difícil seguir adelante con el proyecto de restaurar la magia inglesa sin practicarla —dijo Lascelles—. En esta crisis, es indispensable que el público tenga presentes en todo momento su nombre y sus gestas.

Lascelles escribía artículos en diarios, atacaba a Strange en todas las publicaciones de magia y no perdía ocasión de recordar los sortilegios que el señor Norrell había realizado durante los diez últimos años y proponer otros aún mejores. Decidió que debían ir a Brighton a ver la muralla de hechizos que Norrell y Strange habían levantado en torno a las costas de Inglaterra. Aquella muralla había ocupado la mayor parte del tiempo de Norrell durante los dos últimos años y había costado mucho dinero al gobierno.

Así pues, un día de febrero con un viento glacial, los dos hombres se hallaban en Brighton contemplando una gran extensión de un monótono mar gris.

—La muralla es invisible —dijo Lascelles.

—Invisible, sí —afirmó Norrell con vehemencia—. Pero no por ello menos eficaz. Protege las rocas de la erosión, las casas de las tormentas, el ganado de ser arrastrado por la marea, y hará zozobrar a cualquier enemigo que intente desembarcar en Inglaterra.

—¿Y no podría haber puesto señales a intervalos, para recordar a la gente que la muralla mágica está ahí? ¿Antorchas que flotaran misteriosamente sobre las aguas? ¿Columnas de agua de mar? Algo por el estilo...

—Oh, podría crear la ilusión de cualquiera de esas cosas. No sería dificil, pero no tendría más valor que el puramente ornamental. No fortalecería la magia. No tendría efecto práctico alguno.

—Su efecto sería el de servir de constante recordatorio a todo el que lo contemplara de las grandes obras realizadas por el insigne señor Norrell. El de decir al pueblo inglés que usted sigue siendo el defensor de la nación, el que permanece siempre vigilante, el que los protege para que ellos puedan ocuparse de sus quehaceres. Eso sería más eficaz que diez, que veinte artículos en las revistas.

—¿Usted cree? —repuso Norrell, y prometió que en adelante procuraría no olvidar la conveniencia de obrar la magia de manera que estimulase la imaginación del público.

Aquella noche durmieron en la taberna El Viejo Barco y regresaron a Londres por la mañana. Norrell aborrecía los viajes largos. Aunque su coche era una excelente muestra de la habilidad de los fabricantes de carruajes y estaba provisto de buenos muelles, de hierro y mullidos asientos, él era sensible a todos los baches y resaltes del camino. Por regla general, a la media hora de trayecto, le dolían la espalda y la cabeza y tenía el estómago revuelto. Pero aquella mañana apenas se acordaba de la espalda ni del estómago. Desde el momento en que salió de El Viejo Barco estaba nervioso, preocupado por pensamientos extraños y presa de temores indefinidos.

Por la ventanilla del coche veía grandes bandadas de pájaros negros, no sabía si cuervos o cornejas. Su instinto de mago le decía que aquellas aves debían tener un significado. Sus alas se recortaban en el cielo pálido de la mañana como manos negras. Al girar en el aire, eran la viva imagen del cuervo volante, la enseña de John Uskglass. Le preguntó a Lascelles si no le parecía que los pájaros eran más numerosos que de costumbre, a lo que éste respondió que no lo sabía. Después de eso, llamaron su atención los grandes charcos que se habían formado en los campos. Al paso del coche, cada charco se convertía en un frío espejo de plata que reflejaba el cielo invernal. Para un mago, es poca la diferencia que existe entre un espejo y una puerta. Se le antojaba que Inglaterra se hacía impalpable ante sus ojos. Tenía la sensación de que, cruzando cualquiera de aquellas puertasespejo, se encontraría en uno de los otros mundos que antaño limitaban con Inglaterra. Aún peor, empezaba a pensar que también otras personas podían cruzarlas. El paisaje de Sussex comenzaba a parecerse de modo inquietante a la Inglaterra que describe la vieja balada:

Llana y yerma esta tierra es,
en el cielo escrito está,
y tiembla como la lluvia al viento
cuando el Rey Cuervo cabalgando va1 .

Por primera vez en su vida, Norrell se dijo que quizá había demasiada magia en Inglaterra.

Al llegar a Hanover Square, fueron inmediatamente a la biblioteca. Allí encontraron a Childermass, sentado a un escritorio. Tenía delante varias cartas y leía una de ellas. Cuando entró Norrell, levantó la cabeza.

—Ya ha vuelto. ¡Bien! Lea esto.

—¿Por qué? ¿Qué es?

—La envía un tal Traquair. Un joven de Nottinghamshire salvó la vida de una niña por arte de magia y Traquair lo presenció.

—¡Vamos, señor Childermass! —resopló Lascelles—. A estas alturas ya debería saber que no hay por qué importunar al señor Norrell con esas tonterías. —Miró el montón de sobres abiertos; uno tenía impreso un escudo de armas. Tardó unos instantes en reconocerlo y entonces lo tomó bruscamente—. ¡Señor Norrell! —exclamó—. ¡Carta de lord Liverpool!

—¡Por fin! —exclamó—. ¿Qué dice?

Lascelles respondió después de leerla.

—Sólo que nos ruega que vayamos a Fife House para un asunto de la máxima urgencia. —Pensó rápidamente—. Será por los johannites. Liverpool debería haberle pedido ayuda hace tres años para poner coto a los desmanes de esa gente. Me alegro de que al fin se haya dado cuenta. En cuanto a usted —añadió mirando a Childermass—, ¿se ha vuelto loco? ¿O se trae algo entre manos? ¡Se pone a parlotear sobre falsos actos de magia y se calla que ha llegado una carta del primer ministro de Inglaterra!

—Lord Liverpool puede esperar —le dijo Childermass a Norrell—. ¡Créame, debe prestar atención al contenido de esta carta!

Lascelles lanzó un bufido de exasperación.

Norrell miraba a uno y otro. Estaba indeciso. Hacía años que se había acostumbrado a confiar en ambos, y sus peleas (que ahora eran más frecuentes que nunca) lo ponían nervioso. Se habría quedado allí indefinidamente, sin saber por quién decidirse, si Childermass no hubiera resuelto el dilema agarrándolo del brazo y empujándolo hacia una pequeña recámara de paredes revestidas de madera, aneja a la biblioteca. Childermass cerró la puerta con un golpe y se apoyó contra ella.

—Escuche bien. Este acto de magia tuvo lugar en una gran mansión de Nottinghamshire. Los mayores hablaban en el salón, los criados estaban ocupados y una niña salió al jardín, trepó a la tapia del huerto y se puso a andar por el borde. Pero estaba cubierta de hielo y la niña resbaló y cayó a un invernadero a través del tejado de cristal. La pequeña tenía astillas de vidrio clavadas en varias partes del cuerpo. Un criado la oyó gritar. El médico más cercano estaba a diez millas. Uno de los que se hallaban en la casa, un joven llamado Joseph Abney, la salvó por arte de magia. Le extrajo las astillas de vidrio y le curó los huesos rotos con el hechizo de restauración y rectificación de Martin Pale 2 , y contuvo la hemorragia utilizando un conjuro que dijo era el Mano de Teilo 3 .

—¡Imposible! —exclamó Norrell—. El Mano de Teilo se perdió hace siglos y la restauración y rectificación de Pale es un procedimiento muy difícil. Ese joven tendría que haber estudiado durante años y años antes de poder ejecutarlo.

—Lo sé... y él reconoce que no ha estudiado en absoluto. Apenas conocía el nombre de los hechizos, por no hablar de su ejecución. A pesar de todo, Traquair dice que los realizó con soltura y sin vacilaciones. Traquair y las otras personas presentes le preguntaban qué hacía; el padre de la niña estaba muy alarmado al ver que Abney practicaba la magia con su hija, pero él no parecía oírlos. Después estaba como el que acaba de despertarse de un sueño. Y sólo decía: «El árbol habla a la piedra; la piedra habla al agua.» Al parecer, pensaba que los árboles y el cielo le habían dicho lo que debía hacer.

—¡Bobadas místicas!

—Quizá. Pero no lo creo. Desde que vinimos a Londres, he leído cientos de cartas de personas que creen poseer dotes mágicas y están equivocadas. Pero esto es distinto. Esto es verdad. Apostaría a que sí. Y hay otras cartas de personas que han probado hechizos y han funcionado. Lo que no entiendo es...

Pero en ese momento la puerta contra la que estaba apoyado empezó a temblar con fuertes sacudidas y se abrió violentamente, lanzándolo contra Norrell. En el umbral estaba Lucas y, detrás de él, Davey, el cochero.

—Oh, perdón, señor —dijo Lucas, sorprendido—. No sabía que estaba usted aquí. El señor Lascelles ha dicho que la puerta estaba atascada, y Davey y yo tratábamos de abrirla. El coche está listo, señor, para llevarlo a casa de lord Liverpool.

—¡Vamos, señor Norrell! —gritó Lascelles desde la biblioteca—. Lord Liverpool nos espera.

El mago lanzó una atribulada mirada a Childermass y se fue.

El trayecto hasta Fife House no fue muy agradable: Lascelles estaba resentido con Childermass y no tardó en manifestarlo.

—Perdone que se lo diga, señor Norrell, pero la culpa es suya. A veces puede parecer aconsejable dar cierta independencia a un criado inteligente, pero al fin uno siempre tiene que arrepentirse. Ese bellaco se ha vuelto tan insolente que hasta se permite contradecirlo a usted e insultar a sus amigos. Mi padre los azotaba por menos, mucho menos que eso, se lo aseguro. Y me gustaría, ¡ah!, me gustaría... —Con un tic nervioso, se retorció las manos y se arrellanó en el asiento. En tono más sosegado, prosiguió—: Le ruego considere si lo necesita tanto como imagina. Me gustaría saber en qué medida ese individuo simpatiza con Strange. En definitiva, eso es lo que importa, ¿no cree? —Miró por la ventanilla los sombríos edificios grises—. Ya hemos llegado. Señor Norrell, le ruego que recuerde lo que le he dicho. Cualesquiera sean las dificultades de la magia que su señoría precise, no se extienda en consideraciones. Una larga explicación no las reducirá.

Encontraron a lord Liverpool en su estudio, de pie al lado de la mesa desde la que realizaba gran parte de su gestión de gobierno. Con él estaba lord Sidmouth, ministro del Interior. Ambos recibieron al señor Norrell con miradas solemnes.

Lord Liverpool dijo:

—Aquí tengo cartas de los lores lugartenientes de Lincolnshire, Yorkshire, Somerset, Cornualles, Warwickshire y Cumbria... —Lascelles casi no pudo reprimir un suspiro de satisfacción al pensar en toda la magia y el dinero que parecía haber en perspectiva— con quejas acerca de la magia que últimamente se ha realizado en estos condados.

Norrell parpadeó varias veces.

—¿Cómo dice?

Lascelles intervino rápidamente:

—El señor Norrell no sabe nada acerca de la magia que haya podido practicarse en esos lugares.

Lord Liverpool lo miró con frialdad, como si no lo creyera. Había un montón de papeles encima de la mesa, y tomó uno al azar.

—Hace cuatro días —dijo—, en la ciudad de Stamford, dos jóvenes muchachas cuáqueras estaban contándose secretos. Oyeron ruido y descubrieron a sus hermanos pequeños, que escuchaban en la puerta. Indignadas, los persiguieron hasta el jardín. Allí ambas se cogieron las manos y recitaron un encantamiento. A los niños se les desprendieron las orejas, que se fueron volando. Hasta que ellos juraron solemnemente no volver a hacer lo que habían hecho, no fue posible que las orejas abandonaran el desnudo rosal en que se habían posado y regresaran a las cabezas de los chicos.

Norrell estaba más asombrado que nunca.

—Siento mucho que esas jóvenes insensatas hayan estudiado magia. Que miembros del sexo femenino estudien magia es algo a lo que siempre me he opuesto. Pero no comprendo...

—Señor Norrell, esas muchachas tienen trece años. Sus padres declaran que nunca han visto siquiera un texto de magia. En Stamford no hay magos, ni libros mágicos de ninguna clase.

Norrell abrió la boca para decir algo, descubrió que no sabía qué y guardó silencio.

—Es muy extraño —dijo Lascelles—. ¿Qué explicación han dado las niñas?

—Las niñas dijeron a sus padres que al mirar al suelo vieron el hechizo escrito en el camino con piedras grises. Dijeron que las piedras les habían explicado cómo hacerlo. Otras personas han examinado el camino. Hay piedras grises, pero no forman símbolos ni fórmulas mágicas. Son vulgares piedras grises.

—¿Dice que ha habido más casos de magia en otros lugares, además de Stamford? —preguntó Norrell.

—Muchos más casos y muchos otros lugares; la mayoría, pero no todos, en el norte, y casi todos durante las dos últimas semanas. En Yorkshire se han abierto diecisiete caminos mágicos. Desde luego, existen desde el reinado del Rey Cuervo, pero hacía siglos que no llevaban a ninguna parte, y los habitantes del lugar habían dejado que se borraran. Ahora, de repente, vuelven a estar limpios. La maleza ha desaparecido y los aldeanos dicen que pueden distinguir, al extremo de los caminos, destinos extraños, lugares nunca vistos.

—¿Alguien...? —Norrell se humedeció los labios—. ¿Ha llegado alguien por esos caminos?

—Todavía no —dijo lord Liverpool—. Pero seguramente será sólo cuestión de tiempo.

Hacía un rato que lord Sidmouth parecía impaciente por hablar.

—¡Y eso es lo peor que podía ocurrir! —exclamó furioso—. Una cosa es cambiar España por medio de la magia, señor Norrell, ¡pero esto es Inglaterra! Y ahora, de pronto nos encontramos al lado de lugares insospechados, lugares de los que nadie ha oído hablar! Casi no puedo expresar lo que siento en este momento. No es exactamente traición... No creo que lo que ha hecho usted tenga nombre.

—¡Si no lo he hecho yo! —protestó el mago con desesperación—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¡Yo detesto los caminos encantados! Lo he dicho muchas veces. —Miró a lord Liverpool—. Ruego a su señoría que haga memoria. ¿Alguna vez le he dado motivos para creer que me gustan los duendes y su magia? ¿No los he reprobado y condenado en todo momento?

Al oír eso, por primera vez desde el comienzo de la entrevista el primer ministro pareció aplacarse. Inclinó un poco la cabeza.

—Si no es obra suya, ¿de quién, pues?

Por lo visto, la pregunta tocó una fibra especialmente sensible del alma de Norrell. Miraba al vacío y abría y cerraba la boca, sin poder contestar.

Lascelles, por el contrario, era totalmente dueño de sí. No tenía la menor idea de quién había obrado la magia, ni le importaba. Pero sabía bien cuál era la respuesta que más les convenía a él y a Norrell. Y la pronunció con frialdad:

—La malignidad de la magia pregona el nombre de su autor. Es Strange.

—¡Strange! —Lord Liverpool parpadeó—. ¡Pero si está en Venecia!

—El señor Norrell piensa que Strange ya no es dueño de sus actos. Ha cometido hechos perversos; ha tratado con criaturas que son enemigas de Gran Bretaña, de la cristiandad, ¡de la misma humanidad! Esta catástrofe puede ser debida a algún experimento que se le haya ido de las manos. O quizá la haya provocado deliberadamente. Creo que debo recordar a su señoría que el señor Norrell ha advertido al gobierno en varias ocasiones del gran peligro que representan para la nación los actuales estudios de Strange. Hemos enviado mensajes urgentes a su señoría, pero no hemos recibido respuesta. Afortunadamente para todos, el señor Norrell sigue estando, como siempre, firme, decidido y alerta. —Mientras hablaba, Lascelles miró al mago, en ese momento la estampa del desánimo, la derrota y la impotencia.

Lord Liverpool se dirigió a Norrell.

—¿Es ésa su opinión, caballero?

Norrell, ensimismado, repetía para sí:

—Es obra mía. Es obra mía. —Aunque lo decía en voz baja, todos los presentes lo oyeron.

Lascelles abrió los ojos con perplejidad, pero enseguida se dominó.

—Es natural que así lo crea ahora, señor —dijo rápidamente—, pero pronto comprenderá que nada más lejos de la realidad. Cuando instruía en la magia al señor Strange, no podía adivinar que acabaría así. Eso nadie podía saberlo.

Lord Liverpool pareció irritado por aquel intento de mostrar a Norrell como víctima. Durante muchos años, Norrell se había atribuido el honor de ser el primer mago de Inglaterra, por lo que, si en Inglaterra se obraba magia, lord Liverpool lo consideraba responsable, por lo menos en parte.

—Volveré a preguntárselo, señor Norrell. Responda sencillamente, por favor. ¿Opina que esto lo ha hecho Strange?

Norrell miró, uno a uno, a los presentes.

—Sí —respondió con voz asustada.

Lord Liverpool lo miró largamente con severidad.

—Este asunto no puede quedar así —dijo—. Pero tanto si ha sido Strange como si no, una cosa está clara: Gran Bretaña tiene un rey loco; un mago loco ya sería demasiado. Usted ha solicitado misiones más de una vez. Bien, voy a encomendarle una: ¡impida que su discípulo regrese a Inglaterra!

—Pero... —empezó Norrell. Entonces captó la mirada de Lascelles y calló.

Ambos regresaron a Hanover Square. Norrell fue inmediatamente a la biblioteca. Childermass estaba sentado a la mesa, trabajando como antes.

—¡Pronto! —gritó el mago—. ¡Necesito un hechizo que ya no funcione!

Childermass se encogió de hombros.

—Los hay a miles. El Chauntlucet 4 , el Rosa de Dédalo 5 , el Damas Desnudas 6 , el vitrificación de Stokesey 7 ...

—¡El Vitrificación de Stokesey! ¡Sí, tengo la fórmula!

Fue deprisa a un estante y sacó un libro. Buscó la página y, cuando la hubo encontrado, lanzó una ojeada rápida en derredor. En una mesa cerca de la chimenea había un jarrón con muérdago, hiedra, acebo y ramas de un arbusto que florece en invierno. Mirando fijamente el ramo, Norrell empezó a murmurar entre dientes.

Las sombras de la habitación hicieron algo extraño, algo difícil de describir o explicar. Fue como si se dieran la vuelta y apuntaran hacia otro lado. Incluso cuando volvieron a quedarse quietas, ni Childermass ni Lascelles hubieran podido decir si estaban igual que antes o no.

Del jarrón cayó algo que se hizo pedazos en la mesa con un tintineo.

Lascelles se acercó y miró qué era. Una rama de acebo se había convertido en cristal. El peso del cristal la había hecho caer. En la rama quedaban dos o tres hojas de acebo enteras.

—Este hechizo no funcionaba desde hacía al menos cuatrocientos años —dijo Norrell—. Watershippe lo menciona en Un bosque encantado se marchita y dice que en su adolescencia actuaba, pero ya había perdido su efectividad cuando él cumplió veinte años.

—Su superior habilidad... —empezó Lascelles.

—¡Mi superior habilidad no tiene nada que ver! —cortó secamente—. Yo no puedo obrar magia si la magia no existe. La magia vuelve a Inglaterra. Strange ha encontrado la manera de traerla.

—Entonces yo tenía razón, ¿no es verdad? Y nuestra primera tarea ha de ser impedir que Strange regrese. Consígalo, y lord Liverpool le perdonará muchas cosas.

Norrell reflexionó.

—Puedo impedir que regrese por mar —dijo.

—¡Excelente! —exclamó Lascelles. Entonces reparó en la entonación que Norrell había dado a sus palabras—. No creo que pueda regresar por otra vía. ¡No puede volar! —Soltó una breve carcajada ante la idea. Entonces lo asaltó otro pensamiento—. ¿Verdad que no?

Childermass se encogió de hombros.

—No sé de lo que Strange puede ser capaz en este momento —dijo Norrell—. Pero no estaba pensando en eso. Pensaba en los Caminos del Rey.

—Creía que los Caminos del Rey llevaban a Tierra de Duendes.

—Sí; pero no sólo allí. Llevan a todas partes. Al cielo. Al infierno. Al Parlamento... Los creó la magia. Cada espejo, cada charco de agua, cada sombra, es una puerta de esos senderos. No puedo cerrarlos todos. Nadie puede. ¡Sería una tarea tremenda! Si Strange viene por ahí, no conozco la manera de impedir su llegada.

—Pero... —empezó Lascelles.

—¡No puedo impedir su llegada! —gritó Norrell retorciéndose las manos—. ¡No me pregunte más! Pero... —Hizo un esfuerzo para calmarse—. Puedo estar preparado para recibirlo. El mago más grande de nuestro tiempo. Bien, eso pronto se verá.

—Si viene a Inglaterra, ¿adónde irá primero? —preguntó Lascelles.

—A Hurtfew Abbey —dijo Childermass—. ¿Adónde si no?

Norrell y Lascelles iban a decir algo, pero en se momento entró Lucas con una carta en una bandeja de plata. Se la presentó a Lascelles, que rompió el sello y leyó con rapidez.

—Drawlight ha vuelto —dijo—. Espérenme aquí. Volveré dentro de veinticuatro horas.