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El Lobo estaba en lo cierto; no hubo Juicio de Agravio. Kantov desapareció de su cuartel y, una semana después, las fuentes del coronel Blake le informaron de que había escapado en una Nave de Salto en dirección a la Confederación de Capela. Kantov había encontrado un nuevo emplazamiento entre los Guardianes de Olson, un regimiento mercenario al que no importaba demasiado la presencia de un antiguo Dragón, aunque fuese uno caído en desgracia. Por lo que oí en el salón público, Kantov podía subir la moral de los Guardianes. Algunos de sus simpatizantes también abandonaron Outreach. La mayoría se dirigió al espacio capelense con Kantov, pero algunos se unieron a la primera unidad que quiso acogerlos. En dos semanas, ninguna de las personas que aparecía en mi lista de despidos se encontraba ya en Outreach.

Estaba contento, no sólo porque aquello reducía el número de despidos en mis archivos, sino también porque los Dragones se habían desecho de ellos. Sin embargo, todavía teníamos que solucionar la cuestión del legado de Kantov.

Al principio, el Lobo se tomó bien su exilio del combate. Se sumergió en el trabajo que decía que era necesario hacer. La sentencia de la comisión no le impidió intervenir en las operaciones de negocios de los Dragones. Cuando no se ocupaba de ellas, revisaba las instalaciones de entrenamiento, regulaba las estrategias de clase y seguía el progreso de casi todos los que eran instruidos en Outreach, desde los esferoides eventuales hasta los sibkos de entrenamiento. También pasaba buena parte del tiempo con los científicos y los profesores.

Yo me dedicaba casi por completo a las solicitudes y las propuestas. Aunque intentaba convencerme de que todo aquello tenía su importancia, debo confesar que prestaba más atención a los comunicados de Blackwell. Yo era un Mech Warrior joven, y la Blackwell Corporation era ahora nuestra principal suministradora de armamento. Después de todo, las nuevas tecnologías son mucho más interesantes que las transferencias de personal, las evaluaciones de grados y las solicitudes de piezas de recambio. No entendía muchas de las especificaciones técnicas para las nuevas fábricas, pero valoraba los avances de algunas de las modernas máquinas que saldrían de esas fábricas. Ya que no podía luchar, al menos podía estar a la última en tecnología.

El Lobo tampoco trabajaba, aunque los Dragones sí. Tenían que hacerlo. La pena de la comisión implicaba tener que negociar muchos más contratos para mantener el flujo de ingresos que Jaime Wolf exigía. Este pasaba mucho tiempo entre las paredes revestidas de mármol de la Sala de Contratos. Yo entendía la atención que prestaba a la organización de los contratos de los Dragones. Tener unidades de combate esparcidas por toda la Esfera Interior hacía que la coordinación fuera vital. Lo que no entendía era por qué dedicaba tantas horas al control incondicional de los mercenarios no afiliados que llegaban a Outreach.

La motivación de éstos era más obvia. Querían el sello de aprobación de los Dragones para sus unidades. A pesar del veredicto de la comisión, éste no había conseguido disminuir la reputación de los Dragones entre los soldados asalariados de la Esfera Interior. Lo cierto es que nuestra reputación mejoraba. Quizás así nos veían más humanos. Seguro que se daban cuenta de que estábamos dispuestos a reconocer y enmendar nuestros errores. Fueran cuales fueren sus motivos, los mercenarios iban llegando y Jaime Wolf les pasaba revista.

Los que aceptaba eran incorporados temporalmente a las filas recomendadas de los Dragones como subcontratistas de la Brigada Negra y los Caballeros de Carter. A veces tenía la sensación de que el Lobo no era tan exigente en cuanto al honor de esos mercenarios como debería haber sido. Intenté ser comprensivo; después de todo, no eran Dragones. Pero mi preocupación por aquellas unidades no era nada comparada con la repugnancia que sentía por algunas colecciones de reliquias de MechWarriors que guarnecían la tienda a la salida del salón. Se trataba de gente como Kantov, que se servía del atractivo de la contratación organizada para ofrecer gangas a futuros clientes. No entendía por qué el Lobo permitía aquello en el planeta. Sólo conseguía que tanto los clientes como aquellos patrocinados por los Dragones se desentendiesen de nuestra operación.

—Inevitable —contestó el Lobo cuando se lo pregunté—. Necesitamos una ciudad abierta al libre comercio. Dejarlos fuera sería discriminatorio y haría que perdiésemos nuestra reputación de justicia. Mientras paguen el alquiler se pueden quedar. Pero nunca verán el otro lado de la montaña.

«El otro lado de la montaña» era donde los Dragones entrenaban, el mayor continente de Outreach donde en una ocasión la vieja Liga Estelar había celebrado las Olimpiadas Marciales. También se conocía como el «Interior», en contraposición al «Mundo», el continente más pequeño del planeta en el que se llevaban a cabo las gestiones públicas. El Interior tenía otras finalidades que no detallaré ahora. Los extranjeros sólo podían acceder con escoltas, y hasta los vuelos orbitales tenían prohibida la entrada por miedo a un ataque. Si Outreach era nuestra casa, el otro lado de la montaña era nuestro emplazamiento privado.

Los miembros de la Lanza de Mando de Jaime Wolf teníamos acceso al otro lado de la montaña, aunque no el suficiente. La Lanza de Mando de Wolf era una lanza reforzada de seis BattleMechs que estaba preparada tanto para combate como para las funciones de escolta. Pero los escasos permisos de Wolf nos mantenían a todos al margen, a pesar de que de vez en cuando todos los miembros de los Dragones teníamos la oportunidad de perfeccionar nuestras técnicas de combate. Cada cierto tiempo cambiábamos la rutina del deber civil por los ejercicios de entrenamiento.

Estos ejercicios me permitieron acostumbrarme a mi nuevo Loki. Con sus sesenta y cinco toneladas, era el ’Mech más grande que jamás había pilotado. De haber tenido una estructura de combate normal, probablemente me habría adaptado enseguida. Era el equipo destinado a mis funciones de oficial general lo que complicaba la situación. Mi Loki contaba con una extensa red de comunicaciones y un equipo electrónico que lo hacía más funcional para el mando del regimiento en una batalla móvil que muchos centros de mando esferoide. Seguramente un oficial de comunicaciones esferoide se moriría de envidia si pudiese ver su fuerza y concisión.

A veces me preguntaba cómo habría pilotado la máquina el fundador William. Como uno de los Dragones originarios, debía entender más sobre OmniMechs que ninguno de los de mi generación o de los contratados. Los OmniMechs eran tecnología de los Clanes y, por lo tanto, eran nuevos para nosotros. Pero los Dragones tenían unos cuantos. Pilotar una de esas naves era un privilegio y un honor. Yo intentaba estar a la altura.

Puedo decir, sin preciarme por ello, que mis habilidades con el ’Mech mejoraban en cada sesión. Me habría gustado mostrar la misma seguridad fuera de la máquina. Como oficial de comunicaciones tenía que conocer gran cantidad de señales. Tardé semanas en distinguir los signos de llamada y las unidades a las que pertenecían. El hecho de que los Dragones cambiasen la composición y la organización estructural de las unidades casi a diario daba lugar a confusiones. Algunas de las reestructuraciones eran inevitables, pero había disposiciones que eran claramente experimentales. A veces tenía la sospecha de que el Lobo realizaba los cambios sólo para distraerse. O tal vez le divertía verme cometer errores.

Al menos conmigo tenía paciencia. Nunca me hacía trabajar horas extras más de dos veces al mes. Sin embargo, no todos los miembros del equipo tenían la misma suerte. A algunos los presionaba cada vez más y siempre encontraba fallos en lo que hacían. Quizá sus frustraciones se debían tanto a su inactividad como a cualquiera de los fallos por parte de sus subordinados. Siendo objetivo, a menudo pensaba que los empleados no merecían todas las reprimendas que recibían.

Dicen que un buen oficial de comunicaciones es invisible, un filtro transparente para su jefe. Tal vez. Sé que a veces me sentía como una máquina más en el centro de mando. A medida que pasaban los meses, tenía la sensación de que para él no era más que una extensión de los enlaces de comunicación por radio, láser, fibra óptica e hiperondas que cubrían la distancia entre él y sus tropas. Con la intención de convertirme en un buen oficial de comunicaciones, me repetía que no debía preocuparme, que me tomara ese tipo de trato como un cumplido. Me repetía que no me importaba y, de hecho, lo creí hasta la primera vez que me llamó William.

Me quedé petrificado. ¿Acaso el Lobo no podía soportar tanta tensión? Había oído que a veces la gente mayor vivía en el pasado, veía lo que lo rodeaba como si estuviera en otro tiempo y en otro lugar y hablaba con aquellos que habían muerto hacía tiempo. ¿Acaso el Lobo era tan mayor como para caer presa de tal debilidad de la carne? Se había vuelto irascible, otro rasgo común a los veteranos. No sabía qué pensar. Los guerreros no suelen tener una esperanza de vida muy larga y yo tenía poca experiencia con gente mayor.

Busqué a Stanford Blake, con el que me había mantenido en contacto durante nuestro servicio a Jaime Wolf. El veterano oficial de inteligencia me había ayudado en tantas ocasiones que ya había perdido la cuenta. Acudía a él cada vez que estaba confuso. Aunque era mucho mayor que yo, me parecía un buen compañero. Era de trato afable y me hacía llamarlo Stan siempre que no hubiera clientes delante.

Aquel día lo encontré estudiando los informes del despliegue del regimiento Alfa en su asalto a Brighton, en la Comunidad de Saint Ivés. Los capelenses habían ofrecido una prima de contrato, por la que se comprometían a pagar los servicios del regimiento entero cuando en realidad la misión no requería más que un batallón reforzado. Stan me había dicho que sospechaba que los capelenses habían falseado la situación. El regimiento Epsilon actuaba de guarnición en Relevow, un sistema que se encontraba a sólo un salto de distancia. Los capelenses eran famosos por su picardía, y yo sospechaba, por los comunicados que me habían ordenado hacer llegar a su consola, que Stan intentaba encontrar algún indicio de que los capelenses estaban preparando un golpe descabellado.

—¿Has encontrado alguna pista? —pregunté mientras golpeaba el separador que había entre su despacho y la planta principal de operaciones. A pesar de mi estado de agitación, debía mostrarme respetuoso con las preocupaciones de mi superior.

—Todavía no —murmuró despreocupadamente. Me indicó que entrase sin desviar la vista de la pantalla de datos. Esperé, reticente a interrumpir sus pensamientos. Después de escanear unos cuantos documentos, detuvo la pantalla, se echó hacia atrás y me sonrió—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Tú has estado con el Lobo desde el principio, ¿no?

—Sí. —Stan me observó pensativo—. ¿Qué pasa ahora?

La facilidad con la que advirtió mi estado de agitación me molestaba, aunque tal vez no tuviera motivos para estarlo. Noté el tono defensivo de mi voz al hablar.

—¿Quién ha dicho que pase algo?

—Tú —repuso Stan con demasiada ligereza—. Siempre que pasa algo que no entiendes, empiezas con alguna frase del tipo «desde el principio». ¿Por qué no te sientas y me cuentas lo ocurrido?

Me senté.

—¿Se trata de Jaime? —preguntó.

—No exactamente. El Lobo…

—Deja de llamarlo el «Lobo».

Me eché hacia atrás, sorprendido.

—Así es como lo llaman en todos los sibkos.

—Bueno, ellos tampoco deberían hacerlo. Pero no podemos dictar una orden para que no lo hagan. Por aquí, donde él pueda oírte, llámalo coronel Wolf o sólo coronel. William solía llamarlo así.

—¡Pero yo no soy William!

Mi repentina vehemencia lo sorprendió.

—Así que se trata de eso.

—¿Qué?

—Esperaba que esto ocurriera. —Stan sacudió lentamente la cabeza, con una triste sonrisa en la cara—. De algún modo, me sorprende que no haya ocurrido antes.

Por lo que pude deducir, él también estaba preocupado por el Lobo. Mis temores eran justificados. El Lobo era viejo, mayor de setenta años, tal vez se acercara a los ochenta. Era más viejo que cualquier otro comandante en jefe de los Dragones y ahora parecía que finalmente sucumbía a los irrefrenables efectos de la edad. No sabía lo que aquello presagiaba. Si el Lobo decaía, ¿qué ocurriría con los Dragones? La mayoría de la gente parecía tener claro que su hijo de sangre MacKenzie se haría cargo de los Dragones. Pero MacKenzie Wolf no era su padre. Le faltaba… algo.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté con un hilo de voz.

Stan se encogió de hombros.

—No tengo ni idea.

Estaba perplejo. La despreocupada actitud de Stan era tan molesta o más que la decadencia de Wolf.

—¿Cómo es posible?

—Pasará. Tú estás haciendo el trabajo de William casi mejor de lo que él lo hizo jamás. Con eso bastaría. Pero tu parecido con él hace que sea casi inevitable confundirte. Me sorprende que yo mismo no lo haya hecho. No te preocupes, pronto dejarás tu propia huella.

—¿Mi qué?

Enrojecí. No había entendido la explicación de Stan. Mientras yo me preocupaba por la senilidad del hombre que todavía estaba al mando de los Dragones, moldeándolos como un ceramista trabaja el barro, Stan había visto la realidad. Había sido demasiado bueno siguiendo los pasos del fundador. Mi único fallo había sido interpretar una confusión de la lengua como una manifestación de una mente confundida.

Como los mayores solían recordarme, todavía era joven.

—Lo superarás, Brian. Todos crecemos teniendo que luchar contra el pasado de otra gente; tenemos que ser nosotros mismos en lugar de una imagen de perfección impuesta o, incluso, la imagen de nuestros padres de sangre. ¿No sabías a lo que te exponías cuando participaste en la competición de Nombre de Honor?

—Supongo que no.

—Pero lo estás aprendiendo ahora, ¿no? —dijo Stan. Asentí con la cabeza—. No tengas miedo de crecer. Es el único camino para llegar a ser tú mismo en lugar de la idea que alguien tiene sobre quién deberías ser. —Su seria expresión se mezcló con una sonrisa. Se echó a reír y agregó—: Dejémonos ahora de filosofías si no queremos que nos expulsen de los guerreros. No estoy preparado para ello. ¿Has recibido ya alguna señal del mando de Beta?

La repentina pregunta de Stan me recordó que yo también era un guerrero. Aparté a un lado mis sentimientos y mis preocupaciones y me incorporé en la silla.

—Se dirige hacia tu plataforma de comunicaciones a las 1130. La coronel Fancher informa de que no ha habido cambios en el planeta desde la escaramuza inicial con la milicia planetaria. Espera que se complete la defensa de la cabeza de puente hacia el amanecer local. Será entonces cuando aumente la patrulla.

—¿Hay noticias de la actividad kuritana en el continente?

—Neg.

—Cuesta creer que las Serpientes no se hayan lanzado todavía sobre Beta —repuso Stan, ceñudo.

—Las señales interceptadas del Condominio indican actividad aeroespacial detrás de la luna más cercana. He adjuntado el informe de inteligencia al informe de la coronel Fancher.

Dejó de fruncir el entrecejo para esbozar una sonrisa.

—Se supone que soy yo el que me encargo de la interpretación.

—No se trata de una interpretación, Stan. Sólo he informado de las señales y los códigos de procedencia.

—Si vuelven a formar en la luna, es posible que estén planeando un contraataque. Alerta a Fancher.

—¿Además de la retransmisión de la interceptación?

—No, no creo que haga falta. Alicia llegará a la misma conclusión que yo. —Stan soltó una carcajada—. William habría enviado primero la retransmisión.

Aunque lo hacía desenfadadamente, seguía comparándome con el fundador. Opté por la formalidad.

—Soy yo el que me encargo de facilitar el trabajo de mando, señor.

Volvió a reír.

—Y lo haces bien. Gracias, Brian.

Su buen humor era contagioso. De repente, mis sentimientos por recibir el nombre del fundador William me parecieron infantiles. Estaba haciendo mi trabajo. Mi trabajo. Y lo hacía bien. Aunque el elogio no procediera de Wolf, sino de Stan, me sentía mejor.