17
17
—¡Eh, Homi-kun! ¿Estás ahí?
El japonés levantó la vista del libro que tenía entre las manos. Llevaba un parche negro en un ojo. El otro, en cambio, brillaba bajo la tenue luz del cuartel.
—Mosul, llámame Homitsu o no me hables.
Mosul dio un paso atrás moviendo las manos en un gesto conciliador.
—Controla esos nervios, amigo. Sólo intentaba ser cordial.
—Se supone que los guardaespaldas del Coordinador son guerreros, no cortesanos. El guerrero Izanagi es elegido por sus habilidades, no por su personalidad.
—Eso no es cierto —replicó Mosul—. Mira, ¿quieres participar en la apuesta de cuánto tardará el Lobo en rechazar el desafío de Takashi? Todavía quedan participaciones en la octava semana. Tienes las de ganar.
—Prefiero no jugar.
El japonés cerró el libro y se puso de pie, dando la espalda a Mosul para guardar el volumen en su armario. Finalizada la tarea, se irguió y volvió a mirar alrededor. Era una suerte que Mosul hubiese vuelto con los suyos. Homitsu recogió la chaqueta del uniforme del gancho que había junto a la cama, se la puso por encima de los hombros y caminó hacia la puerta. Necesitaba aire.
Los expertos de los cuarteles creían que Jaime Wolf no haría caso del desafío del Coordinador. Después de todo, era un mercenario deshonroso. ¿Cómo se puede esperar que la escoria mercenaria entienda el honor?
Homitsu no tenía el menor interés en apostar sobre cuándo llegaría la respuesta de Wolf. Con su experiencia con Jaime Wolf, creía que las tropas estaban equivocadas. Si tuviese que apostar por algo, sería por la aceptación del desafío por parte de Wolf, no por su rechazo. Los especialistas en apuestas le darían muchas ventajas, y un negocio así sería un buen incentivo para las escasas reservas económicas que había acumulado durante tanto tiempo. Pero apostar a favor de Wolf sólo llamaría la atención, y eso era lo último que ahora quería o necesitaba. De todos modos, el dinero pronto dejaría de importar.
Muy pronto, si estaba en lo cierto con respecto al Lobo.
Karma.
Se detuvo un momento fuera del edificio de almacenamiento para asegurarse de que nadie lo observaba. Satisfecho, se dispuso a entrar. A pesar de que sus ojos estaban adaptados a la oscuridad, aquel lugar era oscuro. Se dirigió al lugar de ocultación casi instintivamente y abrió el compartimiento. Sacó lo que había dentro, encendió una lámpara de poca potencia y se puso a trabajar. La luz era tenue; no se vería desde fuera. Los sonidos eran débiles; no llamarían la atención de ningún transeúnte.
Poco después, elevó la hoja de la espada. Parecía estar bien, equilibrada en todos sus puntos. La espada no era una katana, la espada samurai. No sería apropiada. Sostuvo la hoja delante de él, la levantó y pasó una mano por encima. Abrió la otra mano y dejó caer la pluma que había guardado tan celosamente. En el aire inmóvil de la oscura estancia, la pluma se balanceó suavemente hacia abajo hasta alcanzar, con cierta renuencia, el brillante metal de la cuchilla que la partió en dos. En otra ocasión, Homitsu habría sonreído por la precisión del filo que él mismo había trabajado. Hoy, su expresión infundía serenidad.
Una espada era una herramienta.
Una herramienta como él.
Fría y dura.