10

10

La mayoría de la gente cree que un guerrero de constitución débil no sirve de mucho en una pelea, donde la habilidad para imponer y recibir un castigo suele ser primordial. La baja estatura y la falta de masa de todo guerrero pequeño son claras desventajas en la lucha. Si quiere sobrevivir, un guerrero de tales características debe ser rápido y hábil. Maeve lo era, especialmente hábil.

Habíamos vuelto a Outreach y fue al girar una esquina de la calle Herrara de Harlech cuando vi a Maeve enfrentándose a alguien, supuestamente el agresor, que ahora estaba en el suelo. Debía de haberlo tumbado, pero iba acompañado por cuatro amigos. La carcajada de borracho que había oído al acercarme fue disminuyendo hasta convertirse en un silencio incómodo.

—Maldita mequetrefe —gruñó uno de ellos.

—Lo estaba pidiendo —oía que ella decía—. ¿Por qué no os lo lleváis a casa y dejáis que duerma la mona?

—Los librenacidos ya no recibimos órdenes de gente como tú —hablaba arrastrando las palabras, pero se movía con bastante rapidez.

Maeve esquivó el puñetazo, pero su contragolpe no tuvo ningún efecto. O el hombre estaba demasiado borracho para sentir el dolor o su enorme constitución absorbía toda la energía que ella pudiera generar con su desacertado puntapié. El hombre se giró hacia ella y ésta tuvo que apresurarse para no recibir el impacto. Uno de los compañeros del matón hizo un corte a Maeve en la oreja cuando ésta intentaba apartarse. Vi que le salía sangre.

Corrí hacia ellos.

Los cuatro rodeaban a Maeve, pero estaban demasiado borrachos o demasiado absortos para oírme llegar. Maeve, sin embargo, sí me oyó. Entendió mi estrategia y se aprovechó de ella. En cuanto me acerqué, ésta arremetió contra el más grande abalanzándose sobre él. Ajeno a mi presencia, el hombre intentó forcejear con ella.

Ataqué al contrincante agarrándolo por la parte de atrás de las rodillas. Imaginé la sorpresa de su cara al ser golpeado, y deseé ver su expresión cuando chocamos. Caímos dando una voltereta, pero tuve tiempo suficiente para esquivar casi por completo el peso que se me venía encima. Intentando detenerlo, le doblé la rodilla con fuerza mientras me liberaba de la presión de sus piernas. Cuando me volví a incorporar, vi que no importaba, ya que estaba haciendo verdaderos esfuerzos para levantarse. No tendríamos que preocuparnos por él durante un rato.

Maeve había tirado al suelo a su contrincante, pero no se había librado de él. Por desgracia, éste también había conseguido hacerla caer. Sus atacantes la rodearon mientras intentaba ponerse en pie con las manos y las rodillas. Los matones me daban la espalda. Problema suyo. Fui hacia a ellos y di una patada a la mujer, que cayó al suelo quejándose, al tiempo que se unía al hombre corpulento para decorar la acera.

—Nos quedan dos —dije, convirtiéndome así en el nuevo objetivo de los librenacidos—. Dos contra dos. ¿Todavía queréis jugar?

Uno de ellos miró por encima del hombro, tal vez para ver si venían más conmigo, o tal vez para observar a sus compañeros. El ruido que hacían debió indicarle su estado. El otro seguía con la mirada fija en nosotros. La expresión de su cara ensangrentada era una muestra de que Maeve le había enseñado a tener cuidado con ella. Yo podría haber dejado ciego a su compañero curioso, pero les di la oportunidad de responder a mi pregunta.

El curioso tragó saliva y sacudió la cabeza. Ambos librenacidos salieron corriendo. Los dos que todavía se mantenían en pie ayudaron a levantar a los decoradores del suelo y entre todos consiguieron despertar a su líder y sujetarlo para que pudiera caminar. Desaparecieron en la oscuridad.

—Muy oportuno, amigo —dijo Maeve. Se apartó el cabello de los ojos y se fijó por primera vez en mí—. ¡Brian!

Me alegró ver que su expresión de alivio se transformaba en una de gozo.

—Parecía que necesitabas ayuda.

—Perdieron la primera oferta y subieron las apuestas. —Se encogió de hombros e hizo una mueca de dolor—. Estaban demasiado bebidos. No suponían una gran amenaza.

—El centro médico está al cabo de la calle. Yo iba hacia allí de todos modos.

—No necesito un médico —dijo mientras se frotaba la sien. Se sorprendió al ver sangre en sus dedos—. Habría podido con ellos.

—Claro, claro. —Le alcancé el botiquín de mi cinturón.

Sonrió con timidez al tiempo que lo recogía.

—Pensaba que esta noche trabajabas.

—No había mucho movimiento —decidí mirar a otra parte mientras se curaba los cortes y los rasguños—. Te has defendido bien.

—Buenos reflejos —repuso encogiéndose de hombros. Al sonreír, el centelleo de sus ojos reflejó recuerdos de otros tiempos. Deseé haber formado parte de aquellos tiempos que parecía recordar con tanto placer. Luego desaparecieron los recuerdos y volvió al presente.

—Debería habérselo dicho, pero todo el mundo se cree mejor que los que lo intentaron antes.

Aquello no sonaba bien.

—¿Te han atacado antes? El Lobo debería saberlo.

Sacudió la cabeza.

—No es asunto suyo. Ese no es mi estilo. —Su risa no pudo esconder la preocupación de sus ojos—. Vamos, Brian. Tú no eres un esferoide. Tú creciste en los Dragones, como yo. ¿Has ido alguna vez corriendo a tus padres de sibko cuando otro sibko te atacaba por sorpresa detrás del cuartel?

—Por supuesto que no. No sería honroso.

—Ni inteligente. —Su expresión buscaba mi conformidad, así que asentí—. Eso es lo que ha ocurrido aquí. Unos cuantos librenacidos pensaron que eran mejores que yo sólo porque tienen padres de sangre. Sólo les estaba dando una lección.

—Pues no parecían entender la lección muy bien.

—Supongo que eran demasiados alumnos para un solo profesor. Me alegro de que pasases por aquí.

Me contagió su sonrisa.

—Yo también.

—¿Has dicho que ibas hacia el centro médico? ¿El Lobo ha pedido una nueva cosecha?

—No. No era eso. Era… Era que…

Me di cuenta de que quería explicarle la verdadera razón por la que iba al centro médico, pero su repentino comentario había rozado la verdad y sentí recelo. Quería decírselo, compartirlo con ella, pero tenía miedo. Intentaba convencerme de que su aroma en mi nariz y su proximidad eran los que me hacían estar tan inseguro de mí mismo. Quería creer que lo entendería, pero no podía saberlo con certeza. No conocía a nadie que lo entendiera, pero la verdad es que nadie que no fuera de mi sibko sabía lo que hacía, ni siquiera mis compañeros. James se habría burlado de mí. Podía ser que Maeve me desdeñase del mismo modo.

—¿Qué era?

Sus ojos fríos como el acero al arremeter contra aquellos que la atacaban se habían convertido en nubes de un gris pálido. Me hicieron creer que le importaba. Con el temor de haber interpretado mal su mirada, reuní todo mi coraje.

—Iba a ver los úteros.

Frunció el entrecejo por un instante, atónita. Yo me estremecí.

—¿Por qué? —preguntó con un hilo de voz.

—Es donde voy cuando tengo que pensar.

Ya estaba. Lo había dicho. Ahora podía burlarse. Habría sido mejor decírselo a James; al menos a él podría haberle pegado. Mientras esperaba su burla, advertí que había cerrado los ojos por miedo a sus crueles palabras. ¿Acaso un MechWarrior no reaccionaría con crueldad hacia alguien que seguía volviendo a su lugar de nacimiento cada vez que algo le preocupaba?

—Yo también.

La miré. Tenía la cara inexpresiva, relajada. Las pupilas de sus ojos daban una sensación de fría profundidad. Podría haberme ahogado en ellos. El calor de mi bochorno se fue apagando. Estaba demasiado contento para asentir cuando me preguntó si podía acompañarme. No estaba seguro de querer ir solo, y menos aún de dejar escapar la oportunidad de pasar mi tiempo libre en su compañía.

La mayor parte de las salas de úteros estaban a oscuras, todos los científicos se habrían retirado tras la jornada de trabajo. Había muy poco personal trabajando, y todos estaban frente a sus monitores, levantándose sólo para tomarse un descanso en el salón. Caminamos por los pasillos despreocupadamente. Sabía que nuestra cercanía al Lobo era suficiente autorización para estar allí, pero si alguien nos descubría, informaría de ello. Yo no quería eso y no necesitaba preguntar a Maeve si estaba de acuerdo con aquella incursión clandestina. Su sigiloso andar al acercarnos al edificio me había dado a entender que sabía el riesgo que corríamos con las visitas nocturnas a los úteros.

Caminamos hasta la galería de los invitados fuera de la cámara 17. Al otro lado del transpex había nacido yo. O eso había decidido. Nunca nos decían cuál de las cámaras de úteros había sido la nuestra. Si aquella galería significaba algo para Maeve, no me lo dijo.

A través del transpex pudimos ver los úteros de hierro en el interior de la cámara. Era el ciclo nocturno, pero no encendimos las luces. No lo necesitábamos, puesto que la cámara tenía luz suficiente para lo que queríamos hacer. La mayor parte de la tenue iluminación provenía de las líneas del suelo que separaban los pasillos con puntos de color ámbar. Los propios úteros eran estructuras de luciérnagas de monitores y luces de estado. No había luces rojas. Todo estaba en calma, tranquilo.

Permanecimos sentados durante un rato sin decir nada, contentos de absorber la paz del lugar. De repente, empezamos a hablar. Al principio hablamos sobre pequeños detalles relacionados con el trabajo, como volver a casa después de un contrato o los problemas para explicar a un tech por qué crees que tu ’Mech no va bien. Cuestiones sin importancia. Me explicó una divertida historia sobre cómo su compañero de sibko se había buscado un año más de trabajo extra, y eso nos llevó a hablar de cómo les iba a nuestros respectivos compañeros de sibko. Supongo que era casi inevitable, dado el lugar donde nos encontrábamos.

Era una delicia y yo esperaba no aburrirla. Estaba tomando conciencia de lo juntos que estábamos en aquel banco cuando me sorprendió con un cambio de tema repentino.

—Has dicho que vienes aquí cuando necesitas pensar. No creo que quisieras volver a vivir tu niñez. Es mejor cuando estás en otra parte o con tus compañeros de sibko. ¿Para qué venías aquí? —Se apresuró a hablar antes de que yo pudiera responder—. Puedes decirme que me calle. Si es algo de negocios y no puedes hablar de ello, lo entenderé.

—No, no importa. No es nada de negocios. O al menos no exactamente —era consciente de estar esbozando una sonrisa torcida, pero esperaba que inspirase seguridad—. Hoy he visto un viejo comunicado. Sobre la reserva genética.

—¿Tú conoces a tus padres?

Estaba entusiasmada, emocionada por la posibilidad de que fuera así. Era obvio que, tras nuestra charla, en su mente rondaba esa posibilidad. Ella me había contado que el suyo era un sibko anónimo, y parecía como si ahora hubiese transferido a mi situación las esperanzas de conocer sus orígenes. Vi en sus ojos una alegría genuina por lo que ella creía que iba a decirle. Tuve que decepcionarla.

—No, no es eso.

—¿No quieres saberlo? —insistió. Su voz hizo evidente su propio deseo.

Me sentí avergonzado.

—Yo siempre lo he sabido. Era del sibko de William Cameron.

—Es verdad, lo había olvidado. Tú no eres un anónimo como yo.

Su voz contenía un atisbo de dolor. Estiré los brazos para abrazarla, darle ese calor humano que ayuda a borrar la soledad. No se movió hasta que la toqué. Entonces reaccionó. Me tiré hacia atrás y giró el hombro hacia mí.

—Ganarás un Nombre de Honor —dije sin mucha convicción.

—Yo quiero el mío.

Era comprensible. En comparación con ella, tenía suerte. Yo conocía a mis padres, sabía que era la simiente de la línea de sangre de un Nombre de Honor. Aunque no hubiese conseguido el nombre, tenía la certeza de saber cuál era mi herencia. Pero había ganado un nombre. ¡Por la Unidad! Debí parecerle despectivo.

Bajé los brazos y miré hacia la ventana. Más allá del transpex, las filas de úteros de hierro se adentraban en la oscuridad en hileras inmóviles, con el calor interno escondido en el frío metal. En el corazón de esos úteros que parecían tan duros y carentes de vida se estaba generando vida nueva. Los niños que nacieran de ellos afrontarían vidas llenas de conflictos. Algunos conocerían a sus padres genéticos, como yo. Otros no tendrían ni idea de quién había donado el esperma y el óvulo del que provenían. Todos crecerían soñando con ganar un nombre. Algunos, muy pocos, lo conseguirían. Muchos otros morirían.

¿Y por qué?

Para llenar las filas de los Dragones de Wolf.

¿Y por qué?

Para estar preparados para el siguiente asalto de los Clanes.

Jaime Wolf había decidido que los Dragones estarían allí para oponerse al regreso de los Clanes en su trayectoria hacia la Tierra. Sus razones oficiales estaban registradas en los anales privados de los Dragones. Por los sibkos corrían rumores que remitían a razones secretas. Había oído conjeturas aún más fuertes cuando dejé el sibko para reunirme con los esferoides. Ciertas o no, las conjeturas no alteraban la verdad.

Los Dragones eran renegados de los Clanes, los que habían creado los úteros de hierro. La mayoría de los veteranos, Dragones que habían estado entre los Clanes, eran librenacidos. Provenían de padres humanos, y algunos incluso habían crecido en familias de verdad. Ese origen, despectivamente conocido como librenacido, los había convertido en ciudadanos de segunda clase, vigilados por los llamados biennacidos, que habían sido gestados en los úteros de hierro y habían crecido en sibkos. La ironía me revolvía las tripas. En Outreach, los Dragones habían adoptado los úteros de hierro para salvarse como grupo, como habían hecho los seguidores de Nicholas Kerensky, fundador de los Clanes. Los llamados renegados seguían el camino de aquellos a los que se habían enfrentado. Los sibkos servían para completar las filas y convertir a los Dragones en guerreros de elite de la Esfera Interior. Como los guerreros de los Clanes, los niños del sibko llegarían a ser soldados de Wolf. Serían educados y entrenados desde su nacimiento para ser los mejores. Soldados sin padres, la élite de los Dragones de Wolf.

Como yo. Como Maeve.

Los niños nacidos de los úteros eran nuestros hermanos y hermanas, incluso aquellos con los que no compartíamos ninguna herencia genética. Todos éramos una familia. Si el plan de Wolf funcionaba, estaríamos más unidos, seríamos mejor entrenados y tendríamos más cohesión que cuando los Dragones llegaron a la Esfera Interior, después de haber recibido el entrenamiento de los Clanes.

—¿Brian?

Gruñí algo. Muy elocuente.

—Lo siento —dijo.

—No tienes por qué disculparte.

—Sé que intentabas ayudarme.

—Yo…

—¿Podemos olvidar el tema?

—Claro —dije. ¿Qué más podía decir?

—Estabas contándome por qué venías aquí esta noche.

—En el sibko nos decían que los Dragones tienen que cuidar de sí mismos.

—Unidad de mente, unidad de propósito —citó.

—El comunicado que he visto iba dirigido a los científicos. Era como una adición a los bancos de genes.

—¿Una nueva línea de Nombre de Honor?

—No. Nuevos genes.

Los ojos de Maeve se agrandaron.

—¿Qué quieres decir?

—¿Recuerdas cuando los líderes de toda la Esfera Interior llegaron a Outreach? Se supone que el Lobo les advirtió de la amenaza de los Clanes. Les habló de nuestro origen en los Clanes y nuestro repudio a aquella lealtad. Les ofreció entrenamiento e inteligencia en contra de los Clanes. Incluso dejó que trajesen a sus herederos para que la nueva generación estuviese preparada para combatir a los Clanes. Los líderes de las Casas obtuvieron entrenamiento e información, pero pagaron por ello de un modo que nunca sabrán.

—Has hablado de nuevos genes.

—Exacto. El Lobo ordenó recoger muestras genéticas de todos los herederos mientras realizaban evaluaciones médicas completas. Esas revisiones se llevaban a cabo mientras los niños de los Señores de las Casas dormían. Espero que tuvieran plácidos sueños, porque mientras dormían dejaban algo de ellos mismos tras de sí. Está todo en los bancos de genes.

—¿El Lobo añadió genes esferoides a la reserva?

No sabía si estaba perpleja o simplemente asombrada. Asentí.

—¿Y genes de Kurita?

—Af.

Permaneció en silencio.

—Pero lo mantuvo en secreto.

Af. Un comandante debe guardar ciertos secretos. No es sólo una parte de la mística, sino también una herramienta necesaria para mantener la impredecibilidad. El secreto es tan importante en la guerra como los cañones de proyección de partículas y la sangre. Mucho de lo que el Lobo hace es secreto. Tiene una cara en público y otra en el centro de mando.

—Como cualquier buen oficial.

Esperaba que todo se quedase ahí.

—Es más que eso. Ojalá lo supiera.

—Tal vez tenga miedo de que los adoptados no aprueben su decisión —dijo pensativa—. A ellos no les gustan los sibkos. Creo que piensan que no somos bastante humanos.

—Puede que tengan razón.

—Tú lo sabrás mejor —dijo, acariciándome la cara.

Su forma de hablar me recordó a Lydia. Mi hermana de sibko siempre tenía una palabra reconfortante cuando no me había ido bien una prueba, con la diferencia de que Lydia apenas ofrecía consuelo físico. Noté el calor de la palma de Maeve en mi mejilla. Intenté no hacer caso del contacto, pero aquella sensación me llegaba hasta el cerebro.

—¿En serio? —susurré.

Giró mi cara hacia la suya y me miró fijamente a los ojos. Colocó la otra mano entre mis piernas.

—Tú eres lo bastante humano para mí —dijo.

Y ella también era humana.