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—¡Michi-sama!
El camino de regreso desde el borde del abismo era largo.
—¡Michi-sama!
Aquella voz conocida logró penetrar en la conciencia de Michi Noketsuna con su persistencia y exigencia. No hubo contacto físico. No podía haberlo. A pesar de su carencia de modales, el poseedor de aquella voz sabía qué debía hacer y qué no.
—¡Michi-sama!
Michi se apartó del frío abrazo de las tinieblas y abrió los ojos. Al tener la cabeza agachada, su mirada se centró de manera involuntaria en la espada del honor que yacía en el suelo ante él. El brillo de su hoja medio desenvainada era una promesa de liberación de aquella voz y de las cargas del mundo; sin embargo, por razones que aún desconocía, se había alejado un paso del abismo.
Levantó la cabeza y se arregló un poco antes de hacer una reverencia de disculpa ante la lápida. Pensó que iba a ver la otra espada, de las dos que empuñaba con fuerza un hombre negro y alto, pero la katana seguía allí donde la había dejado y la suave curva de su vaina negra y desgastada reposaba sobre la arena. No había allí ningún samurai, sólo la roca, dura y blanca. Michi se sintió sorprendido y aliviado al mismo tiempo, lo que le pareció absurdo.
Es tu hijo quien llama, Minobu-sensei, pero ¿es tu voz la que oigo?
—¿Michi-sama?
—Hai, Kiyomasa-san. Lo escucho.
—Temía haber llegado demasiado tarde —dijo Kiyomasa Tetsuhara, acercándose y dando la vuelta para colocarse enfrente de Michi. El joven iba ataviado con un uniforme de color gris oscuro de los MechWarriors de Kurita, hecho de un material recio que lo protegía del intenso frío de la caverna y le daba una apariencia rechoncha y torpe. A pesar del frío, su suave piel negra estaba cubierta de gotas de sudor—. Pensé que tomaría este camino y quería hablar con usted para convencerlo de lo contrario.
—¿Esperaba tener más suerte que la que yo tuve con su padre?
—En eso confiaba.
Una sonrisa asomó en el rostro de Kiyomasa. Era una sonrisa acogedora que, sin duda, lo había ayudado a conseguir muchos amigos. Michi miró más allá de ella, al niño que había conocido y, aún más allá, al padre desaparecido hacía tiempo. Las sonrisas de Minobu eran raras. Se desembarazó de los recuerdos y dijo:
—¿Creía que ellos serían de ayuda para sus argumentos?
Sorprendido, Kiyomasa desvió la mirada sobre el hombro de Michi hacia quienes lo habían acompañado. Los otros no le expresaron verbalmente su apoyo, pero Michi notó su inquietud.
Kiyomasa, nervioso, se humedeció los labios y respondió:
—Los he persuadido de que hay otras alternativas. Lo menos que usted puede hacer es darnos una oportunidad. Hable con nosotros. Si no podemos convencerlo de que éste no es el rumbo adecuado para usted, no intervendremos. Cualquiera de nosotros se sentiría honrado de ser su kaishaku-nin.
—Muy bien.
Michi recuperó la compostura, extrayendo energía de su ki con el fin de fortalecerse para esa última prueba. Se levantó y se volvió hacia el pequeño grupo de personas, que respiraban de forma agitada en el frío ambiente. Les hizo una reverencia.
—Konichiwa.
La respuesta del grupo fue incoherente, de acuerdo con su naturaleza. La mayoría de ellos vestían uniformes militares de Kurita, aunque había una amplia variedad de emblemas de unidades. Algunos llevaban uniformes de mercenarios, y uno el de un Guardia de ComStar. Los demás iban ataviados con piezas militares diversas sin antecedentes claros.
Eran de diversas edades. Algunos eran jóvenes, demasiado para haber participado en las antiguas batallas. Formaban parte de la generación de guerreros más reciente, educada con las narraciones del revitalizado ejército de Theodore. A otros los reconoció de su época en Dieron. Otros eran de la vieja Ryuken. Hizo una reverencia a uno de éstos.
—Kumban-san.
—Michi-sama —dijo el otro hombre, dando un paso adelante y devolviéndole la reverencia—. Vi la lápida para el anciano. ¿Usted?
—Hai.
—Él no puede agradecérselo, así que lo haré yo.
—Es innecesario. Fue un honor para mí.
Kumban se inclinó de nuevo y retrocedió un paso.
—Es a usted a quien honramos, Michi-sama —dijo Kiyosama—. Conocemos su venganza y lo que hizo para preservar el honor de mi padre. El señor Takashi está muerto, lo que nos libera de nuestros juramentos. Antes de vincularnos a otro Kurita, decidimos presentarnos ante usted. Con su permiso, nos uniremos a usted. Es un hombre con gran honor; queremos que nos dirija en lo que significa ser unos guerreros honorables.
Michi contempló a los kuritanos allí reunidos. En sus ojos, vio esperanza, miedo y ganas de alcanzar la gloria. Sus sentidos aguzados le permitieron sentir el color de su ki. Eran guerreros, todos ellos, y estaban embarcados en un rumbo valiente y osado. Se habían fortalecido ante el desprecio de sus semejantes y habían corrido a unirse a un vagabundo medio loco, sin duda creyendo que era una especie de guerrero santo. Sin embargo, seguían estando impacientes e inquietos.
La gran caverna y sus ecos fantasmagóricos constituían un lugar sobrecogedor, pero eso no debía hacer temblar el ánimo de un auténtico guerrero. Pensó en la posibilidad de que él fuese la causa de su nerviosismo.
Comprendió que debía de tener un aspecto que concordaba con sus fantasías. Como un asceta que desafiase los elementos, iba vestido sólo con un kimono ligero para protegerse del frío, y era blanco, que era el color de la muerte. La túnica le quedaba holgada, abierta en el pecho y con mangas cortas que mostraban las cicatrices que había acumulado a lo largo de su vida. La órbita blanca y ciega de su ojo izquierdo hacía que muchos de los más jóvenes no pudieran sostener su mirada durante más de unos momentos. Incluso algunos que lo habían conocido en el pasado apartaban la mirada cuando él se volvía hacia ellos, uno tras otro.
No cabía duda que su aspecto físico los impresionaba, pero su nerviosismo no podía explicarse sólo por haber hecho realidad su sueño. Había algo más que les repugnaba. Michi desplegó sus sentidos en busca del origen de la inquietud, y descubrió que entre los presentes había algunos que representaban otro factor en los planes futuros de los kuritanos. La presencia de esos otros había sido ocultada a su ki mediante el nerviosismo de los kuritanos, del mismo modo que sus cuerpos habían bloqueado su visión. Una vez alertado de su presencia, a Michi sólo le cabía preguntarse cómo podía haberle pasado por alto todo eso. No eran kuritanos, pero eran fuertes. Reconoció la precisión del patrón.
—Puede pasar adelante, coronel Wolf —dijo.
Los kuritanos se separaron para que los tres Dragones pasaran entre ellos. A la derecha de Jaime Wolf iba Hans Vordel. Sus años como guardaespaldas habían labrado profundas arrugas en su rostro reservado y le habían blanqueado los cabellos, pero no habían debilitado su andar de guerrero. El Dragón de la izquierda parecía una imagen del pasado. Tenía el aspecto de ser William Cameron, especialista de comunicaciones de Wolf, pero no lo era. Cameron había muerto en Crossing. Debía de ser su hijo.
Wolf sonreía, como de alguna broma.
—¿Quién le ha dicho que yo estaba aquí?
—Su ki es fuerte.
La sonrisa de Wolf se esfumó y miró la lápida.
—Dijo lo mismo la primera vez que nos vimos. Si sigue así, acabará por convencerme de todo ese misticismo kuritano.
—Creerá lo que quiera, sin que importe lo que yo haga o diga.
—Es posible.
Michi levantó un brazo y lo movió abarcando las filas de lápidas. Todas eran de piedra blanca y lista y estaban grabadas con caracteres que indicaban el nombre y el rango del guerrero sepultado.
—Harumito Shumagawa es el responsable de esto. Era el oficial al mando de las fuerzas que quedaron aquí cuando el señor de la guerra Samsonov ordenó que desenterrasen a los muertos de los Dragones. Samsonov quería que los cadáveres fuesen abandonados a los elementos del planeta para borrar toda huella de su presencia. Dijo que la Ryuken había fracasado y no se debía ningún honor a sus muertos. Si hubiese confiado más en su poder, tal vez habría ordenado el mismo destino para sus cadáveres que para los Dragones, pero sólo ordenó que sus tumbas no tuviesen ninguna señal. Estas órdenes fueron unas de las últimas que dio antes de huir. Shumagawa había sobrevivido a la batalla; sólo había perdido una pierna. Sabía lo que había ocurrido.
—Minobu-sensei nos enseñó que es necesario honrar a un guerrero; sin importar su sexo, el color de su piel o el uniforme que luciera. Shumagawa se sintió deshonrado por la orden del señor de la guerra, pero, al ser un samurai, estaba obligado a obedecer. O, al menos, a aparentarlo. Ordenó a un grupo selecto de sus hombres que trasladase los restos de los muertos, fuesen Ryuken o Dragones, a esta caverna y les hizo jurar que guardarían secreto. Todos eran veteranos de la Ryuken y lo comprendieron.
»Aquel hombre no podía dejar que no quedase la memoria de su coraje y valor. Después de anunciar al señor de la guerra que había cumplido su misión, dimitió de su cargo. Sus veteranos se dispersaron entre la Infantería del Condominio Draconis, y él se vino a vivir a esta caverna y empezó a grabar estas lápidas. Necesitó veinte años para terminar la tarea. Murió aquí por su propia mano, como expiación por haber mentido a su superior. Su espíritu estará complacido de saber que usted ha visto este lugar —concluyó.
Wolf contempló las filas de lápidas y dijo:
—Hay algunos que no lo entenderían.
—¿Usted lo entiende, coronel?
—Me gustaría pensar que sí. —Wolf se volvió hacia Michi y añadió—: ¿Y usted?
La pregunta sorprendió a Michi. Para eludir el parpadeo de conmoción en su wa, dijo:
—¿Por qué ha venido aquí?
—Me lo pidieron quienes creen que yo puedo ayudar, tal vez incluso prevenir una pérdida innecesaria más en una historia trágica.
—Kiyomasa.
—Es un joven persuasivo —comentó Wolf, sonriendo.
—Ha oído otra voz en su llamada. No se resista a escuchar el pasado.
—Romper con las tradiciones es una de las cosas a las que me he acostumbrado —repuso Wolf con una súbita expresión de fatiga en sus ojos—. Sé que no resulta fácil a los que son como usted, pero su maestro no era exclusivamente un defensor a ultranza de la tradición.
—Sabía cuándo era importante preservarla.
—En la mayoría de los casos. Pero era humano. Creo que cometió un error cuando llegó a su final aquí, en Misery. Usted también lo creía, o no habría jurado vengarse. Y eso tampoco salió exactamente como había pensado. Piense en ello.
—Ya lo he hecho.
Wolf se inclinó, recogió la espada del honor y, con un ruido seco, volvió a guardarla en su vaina.
—Tal vez no haya pensado lo suficiente. Los muertos tienen muchas cosas que contar a los vivos, pero usted no puede limitarse a escuchar: tiene que hacer algo con lo que le digan.
Wolf se dirigió a la lápida de Minobu, recogió la katana y entregó ambas espadas a Kiyomasa.
—Estas eran sus espadas. ¿No dicen ustedes, los kuritanos, que no existe el futuro ni el pasado? Sólo el presente es real, y pueden pasar muchas cosas capaces de modificar las probabilidades más desagradables.
Kiyomasa parecía confuso. Michi notó que su confusión se reflejaba entre los kuritanos y los ayudantes de Wolf. Sin embargo, lo que Wolf había dicho no iba dirigido a ellos; era algo sólo entre Wolf y Michi.
—¿Cómo está usted ahora, en este mismo instante, Michi Noketsuna? ¿Vivo o muerto?
—Vivo.
—Piense también en ello. Una vez le ofrecí un puesto en los Dragones, y usted respondió que tenía otras cosas que hacer. Lo interpreté como «dígamelo más tarde». Me parece que todos los asuntos antiguos han concluido. Si realmente fuera a suicidarse al final, ya lo habría hecho. Así pues, ¿qué está buscando, Noketsuna? No es la muerte.
Michi comprendió que no, que no buscaba la muerte, pero no sabía qué era.
—Bueno, tengo cosas que hacer —declaró Wolf, en una repentina demostración de impaciencia—. No puedo vivir en el pasado.
Wolf dio media vuelta y se alejó. Sus Dragones hicieron ligeras reverencias a Michi y siguieron a su jefe.
Los kuritanos observaron cómo se alejaban y después se volvieron hacia Michi, esperando una respuesta.
—¿Michu-sama? —preguntó Kiyomasa en nombre de todos ellos.