NUESTRA EDICIÓN
Nuestra edición propone una generosa muestra antológica de la poesía dispersa de Rilke. Como a veces resulta imposible adjudicar a tal o cual tendencia un poema concreto y, además, constituiría una deturpación indeseable de la voluntad del poeta y de la libertad del lector, en la presente edición se ha optado por el orden cronológico para el grueso de los textos, con la excepción de los Poemas a la noche para los que Rilke en su cuaderno entregado a Rudolf Kassner escogió un orden distinto al cronológico que consideramos oportuno respetar. Algunas ediciones hablan de poemas del «ámbito de losPoemas a la noche». En nuestra edición hemos preferido omitir asimismo esta distinción, pues ello no responde a la voluntad del autor, sino a la selección de poemas elegida por ediciones contemporáneas que se centran en la tematización de la noche. Algo bien distinto ocurre con los «ámbitos de las Elegías y Los Sonetos»: para una justificación de esta clasificación, el lector puede acudir al resto de la presentación y a las anotaciones que aparecen al final del volumen.
Episodio aparte merece nuestra propuesta de traducción. Considero que en algún momento el lector puede sentirse desorientado y extrañado por la no correspondencia entre el número de versos de los poemas en alemán y los poemas vertidos al castellano y hasta tal vez por la osadía de nuestra opción. En absoluto quisiera extenderme demasiado ni convertir este espacio en una declaración programática de mis ideas sobre traducción de poesía, pero sí me gustaría dejar claras algunas de mis razones.
Debo reconocer que en todo momento he recordado el viejo principio de que la traducción poética procura producir un efecto semejante al del texto original con medios diferentes a los del texto original. Sin embargo, siempre tuve presente que en ese principio, que presupone la existencia de una «esencia» común, susceptible de ser trasvasada a otro código, está bien enraizado uno de los cánceres del pensamiento occidental, siempre dual, y éste no es otro que el de la creencia de que forma y fondo pueden ser separados en la operación de la traducción, como si trasplantáramos una maceta o un órgano, y de que no hay nada de significado en la sola disposición de las palabras. Muy al contrario, considero que fondo y forma, aunque ya sólo el hecho de hacer uso de esos términos me parece sospechoso, están íntimamente imbricados. Es decir, soy consciente de que la traducción, especialmente de poesía, es imposible, del mismo modo que soy absolutamente consciente de que la traducción, especialmente de poesía, es necesaria. Nos movemos dentro de esa necesidad y de esa imposibilidad: ése es nuestro elemento vital: en realidad, tanto el de los traductores como el de los poetas.
No obstante, creo que el hecho de que el caballo de la contingencia haya rebasado en la carrera al caballo de lo absoluto y de la esencia no deja necesariamente al traductor totalmente desvalido. Al contrario, puede haber una cierta ganancia en la pérdida. El saber que está sin asideros puede estimular su osadía y su creatividad, pues nada distinto a una creación es la traducción de literatura. Otra consecuencia de este imperio de la contingencia, y hago referencia a él pues me ha sido muy útil y he nadado mucho en sus aguas, es el hecho de que el sujeto lírico es cada vez más concebido como una ficción y sin duda es más fácil vestir los atributos de una ficción que intentar penetrar la dura piel de un yo-individuum irrepetible. En buena medida, mi opción como traductor ha sido la de intentar comportarme en castellano como Rilke lo habría hecho de haber tenido la ocasión: insertarme en su lógica en una operación no sólo cerebral, sino, como la propia poesía, integral. No he ignorado las valiosísimas palabras que mi inefable y querido Luis Javier Moreno, hablando de Evelyn Waugh, ha pronunciado y escrito al respecto de su espléndida traducción de Robert Lowell en una reciente publicación del Círculo de Bellas Artes coordinada por Jordi Doce (Poesía en traducción, ed. Jordi Doce, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2007, pp. 182,183):
El traductor, si es poeta, como suele ocurrir, desearía hacer escrito (y de algún modo escribe al traducirlo) lo ajeno, transformándolo al tiempo que se lo apropia.
Y tampoco he ignorado su magnífica referencia a una declaración del siempre preclaro Juan Ramón:
El traductor ideal es aquel que anhela haber sido el autor de cuanto pretende traducir pero que, no pudiendo serlo, se conforma reformulándolo con sus propias palabras, haciéndose así la ilusión de que la versión que realiza en su idioma es una creación original suya.
En fin, no me interesa desde luego el proyecto megalómano y estúpido de creerme un pequeño Rilke (algo a todas luces imposible y ni siquiera deseable), sino esa idea de la apropiación que «reformula» lo escrito, de la que habla Juan Ramón, o de la «transformación» que debe operar el traductor en el texto que traduce, como postula Luis Javier Moreno. Quiero decir que mi mayor estímulo y el reto de mi proyecto lo constituía el hecho de que los poemas que estaba traduciendo «funcionasen» en mi lengua y fueran advertidos como «poemas» (vuelvo a las palabras de Luis Javier Moreno) y no como traducciones exclusivamente.
La cuestión, por tanto, era hacer «funcionar» a Rilke en castellano y, para ello, era esencial por lo menos ofrecer una base métrica válida en la que Rilke fluyera. Mi opción fue la de hacer uso de una manera más o menos decidida, según el poema y su carácter propio, de aquellas cláusulas métricas derivadas de la silva blanca (heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos y en menor medida otros versos impares de acentuación en sílaba par), por considerar que era el molde métrico más eufónico y más aceptado por la tradición poética española y que de este modo podía salvarse por una parte la musicalidad normalmente métrica de la poesía de Rilke, así como suplirse la inexistencia de la rima en «mis poemas», un rasgo que sí aparece en buena parte de los textos de Rilke y que en general la poesía moderna alemana (y también la posmoderna, a veces) ha tendido a conservar más que la española, quizás porque desde sus orígenes en los poemas épicos las literaturas germánicas han atendido más al fenómeno de la aliteración que la española, hasta el punto de que, si el rasgo de «literariedad» o poeticidad de un poema en castellano suele ser el ritmo, un poema en alemán ha tendido a decantarse hasta hace muy poco por la rima.
Pues bien, este trasvase de Rilke, y de una lengua en general más compacta, más concisa y más aglutinante que la castellana, en versos de siete y once ha favorecido el que mis traducciones excedan en versos, generalmente, a los poemas alemanes. Por otra parte, también me ha parecido oportuno cambiar la disposición versal del original allí donde este cambio pudiese favorecer que el poema resonase y sonase mejor en nuestra lengua. Estoy del todo convencido de que es precisamente a partir del uso de ciertas libertades y «traiciones» como el traductor accede a una interpretación verdaderamente fiel de las claves de escritura del poeta al que, como un actor, ha decidido encarnar.
JUAN ANDRÉS GARCÍA ROMÁN,
Kiel, enero de 2008