PRESENTACIÓN

La cantidad (y calidad) de la obra poética completa de Rilke es inmensa: sólo comparable acaso en el ámbito hispánico a la de Juan Ramón Jiménez. Esto es, hablamos de un caudal poético de dimensiones verdaderamente desusadas para un poeta del siglo XX. Sin embargo, entre 1909 y 1926 Rainer Maria Rilke entregará a imprenta solamente cuatro títulos: Réquiem (1909), La vida de María (1913) y nada más hasta la publicación en 1923 del milagro de las Elegías de Duino y Los Sonetos a Orfeo. De ello podemos deducir que estas cuatro obras no representan más que una pequeña parte del corpus producido entre esos años. Hablar de todo «el resto» de la producción rilkeana en unas cuantas páginas resulta difícil por la diversidad enorme de tonos y textos que se traducen en una apasionante discordancia de voces y hasta de poéticas, que, como veremos, se agudizará en los últimos años de vida del poeta, hasta el punto —pienso— de que no sería absolutamente descabellado hablar de un cierto «teatro de gentes» rilkeano.

Canónicamente suele distribuirse la producción rilkeana en dos etapas, a saber: una primera, de juventud, tardorromántica, simbolista y de intención objetivadora («Ding-Gedicht», «Poema-cosa»), y una segunda, de madurez, en que se incrementa notablemente la preocupación metafísica sin que, no obstante, de ninguna forma se llegue a romper totalmente con ninguno de los caminos propuestos previamente: la demostración de ese fenómeno de continuidad, de crecimiento sobre lo anterior e incluso de supervivencia de los primeros tonos, revisitados con la maestría de los años hasta concurrir en una polifonía de voces, que pudo llegar a castigar psíquicamente al autor, es uno de los rasgos que pone de relieve esta edición.

Después de más de una década de productividad ininterrumpida, Rilke fue sumergiéndose enfermizamente en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), obra cuya conclusión marca el tránsito de una etapa a la otra en medio de un período de creciente enajenación. Mientras que la redacción de versos le resultaba algo natural, pues, como suele decirse de él, pensaba de forma métrica, la escritura del Malte lo obligaba a la creación de una prosa depurada e inteligente, algo que lo torturó especialmente en la última fase de su creación. En un terreno de crecientes dudas y conflictos personales, Rilke sufrió el nacimiento de una conciencia de crisis creativa que no le habría de abandonar durante casi quince años, hasta que puso fin a las Elegías. Sabemos por su correspondencia y por testimonios cercanos que, tras la publicación en 1910 de su trabajo en prosa, se encontró a sí mismo perdido y existencialmente exhausto. La sensación de desarraigo existencial, la autoexigida soledad y el sentimiento de disolución del propio yo —con o sin la aspiración de llegada a un énfasis creativo que lo igualara a su ángel— de los Poemas a la noche, habían de verse subrayados por una constante en su vida: la incapacidad de mantener una relación amorosa duradera o en «cercanía» de la persona amada. A partir de 1910 la distancia hacia su esposa Clara Westhoff, capaz de atemperar un tanto la tendencia autodestructiva del carácter de Rilke, fue creciendo hasta consumarse en separación en 1913. Una y otra vez las numerosas amantes y enamoradas del poeta son rechazadas cuando éste, tras unos breves días de idilio, las coloca en el papel de protectoras de su propia soledad. En realidad, sólo mujeres lejanas por edad al poeta, como la princesa Marie von Thurn und Taxis, o que explícitamente habían optado por la amistad con él tras un episodio amoroso, como Lou Andreas-Salomé, podrán asumir ese rol.

Pero lo más importante es que la infelicidad había de acompañarle aún largo tiempo, asociada a la antes citada crisis creativa, que sólo fue tal ocasionalmente y que aún así debe ser admitida con reservas. Por ejemplo, el viaje de meses a Egipto no fue nada prolífico, si bien la evocación de experiencias vividas entonces aparece en un texto de su último año, como la «Elegía a Marina Tsvetaeva», y es muy probable que ese cierto vértigo que provocan en el lector las Elegías no sería posible tal vez sin experiencias tan liminares como la del desierto. Aparte de eso, excluyendo algunos períodos muy acotados y verdaderamente pobres, como el viaje a África o algunos años inmediatamente anteriores a la explosión final de las Elegías en 1922, especialmente los que van de 19x5 a 1920, Rilke continuó escribiendo poemas que, agrupados, suman la nada despreciable cantidad de unos quinientos textos.

Entre estos textos encontramos poemas completos de gran equilibrio y solidez, que en su categoría de textos independientes son a veces reconocidos por la crítica como obras maestras del autor: así «La trilogía española», «Al ángel», «Resurrección de Lázaro» o «A Lou Andreas-Salomé». Pero no menos interés tienen otros poemas fragmentarios, esbozos, anotaciones geniales, breves revelaciones, ingeniosos aforismos, incursiones en el subconsciente y extractos visionarios, que han sido injustamente relegados por la crítica tradicional a un cajón de sastre multiusos, cuando no directamente al olvido: «Ahora y siempre», «Llegada», «Oh curvas de mi anhelo», «Oh dolor, mi madre me derriba», «Mientras prendes aquello»…

En realidad, tanto unos como otros, aunque con matices, pues los segundos incluso han llegado a ser excluidos en ocasiones de la obra completa, han sido más o menos regateados inexplicablemente por la recepción de la obra de Rilke y creo que hoy se puede decir que, si esto es así, se debe fundamentalmente a razones bastante peregrinas y muy relacionadas con la ineficacia de ciertas maneras o vicios de la crítica rilkeana, bien que, en España, dos grandes traductores de Rilke como Federico Bermúdez-Cañete o José María Valverde han reclamado en repetidas ocasiones la necesidad de un acercamiento serio a estos textos, habiendo traducido incluso algunos de ellos. Si Rilke se hubiera decidido a reunir algunos de estos textos menos dubitativamente en un solo volumen, es posible que hoy estuviésemos hablando de un monumento más de la lírica europea del siglo XX.

¿Pero a qué se debe ese largo olvido y qué justifica la actitud de Rilke, que, aunque en efecto reunió en dos ocasiones dos volúmenes con estos textos, nunca se sintió verdaderamente apegado a ellos?

Una de las causas estriba desde luego en que no sólo la cantidad y calidad de la poesía dispersa[1] es asombrosa: también lo es su variedad, su heterogeneidad. No obstante, la clave del problema ya la he apuntado anteriormente. Si nos acercamos a cualquier manual y leemos lo referido a las circunstancias que rodean los años de redacción de los poemas del libro que el lector tiene entre sus manos —1906 a 1926—, en general será imposible zafarse de la palabra crisis.

Ahora bien, hay dos conceptos que fluctúan más o menos en torno a esa palabra crisis. Por una parte, nos encontramos con el obrar defectuoso de la crítica rilkeana a la hora de abordar un material muy heterogéneo, asaz inasible, verdaderamente difícil para quienes de un modo u otro estamos acostumbrados al Rilke de los libros publicados. Considero que esa actitud acude al marchamo de poemas de crisis y se esconde detrás de esta definición para facilitarse la labor de abordar el verdadero universo a veces laberíntico de la obra completa de Rilke. De hecho, la edición más difundida de la poesía entera del poeta, al cuidado de Ernst Zinn, acude a una compartimentación un tanto injustificada de todo este corpus poético disperso, dividiéndolo entre poemas completos (Vollendetes) y dedicatorias (Widmungen), y eludiendo significativamente buena parte de los textos fragmentarios, los cuales, ocasionalmente y aun dentro de su fragmentariedad, pueden llegar a tener en mi opinión mucho más valor que algunos de los textos concluidos. Así no es extraño, pues, que la palabra crisis haya resultado un bálsamo a los exhaustos estudiosos de Rilke que simplemente han eludido muchos de estos poemas con la misma actitud del colegial que no se estudia la lección explicada el día antes del examen, pues al fin y al cabo «no va a caer». De un modo u otro, la crítica se ha creído demasiado las palabras del genio, sin saber establecer la justa distancia que debe existir siempre entre lo que el poeta dice de su obra y lo que el poeta hace en su obra: me refiero a la difícil «familiaridad» del poeta respecto de su escritura, a la que hacía alusión nuestro don Claudio, tan rilkeano a veces, en una intervención en la Residencia de Estudiantes (Claudio Rodríguez, La voz de Claudio Rodríguez: poesía en la Residencia, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2003).

Porque, ¿qué ocurre cuando el propio Rilke habla de crisis? Durante estos años nos encontramos con el estado de conciencia perpetua y asfixiante del poeta respecto a su creatividad. Ciertamente, en Rilke, como en otros muchos autores del siglo XX, hallamos a veces lo que podríamos contemplar como incoherente distancia entre una de las trayectorias más lúcidas del pensamiento occidental y un puñado considerable de creencias y actitudes supersticiosas y casi pueriles, referidas o no al acto creador. Sin embargo, Rilke no miente respecto a su incapacidad de escribir poesía, sino que las más de las veces pone de manifiesto con énfasis y dramatismo su incapacidad de escribir el poema que quiere escribir y para el que se siente llamado. Es decir, más que una declaración equívoca de la existencia de una crisis creativa, que a veces sí existe, ante lo que nos encontramos es ante el rigor desmedido de un autor que se ha propuesto una meta titánica y que, por otra parte —considero—, se encuentra en el resbaladizo terreno de un arte que se le va de las manos en un proceso de creciente abstracción e irracionalismo (los cuales, pese a la abominación que el autor siente hacia ellos, están empezando a salir de su pluma). Seguramente, poemas como «He asustado las grises serpientes», «Ahora despertamos junto con los recuerdos» o «Mausoleo», todos ellos de un tono se diría expresionista, no debieron ser demasiado caros a Rilke, pues en ningún momento intentó su edición, como sí es el caso de otros poemas que aquí publicamos. Sin embargo, estos mismos poemas pueden ser tal vez más del gusto de algunos lectores actuales que hasta fragmentos de las propias Elegías.

En fin, a lo que asistimos, aparte de a la colisión con un proyecto tan colosal como las Elegías, es a la propia poética de Rilke y su propia y muy rigurosa concepción del arte. Si Rilke no dio importancia a estos poemas, es por la misma razón que consideró que Paul Klee se apartaba del buen camino con sus avances en el universo de la abstracción o por la misma razón que el pintor Balthazar Klossowski, Balthus, tampoco tenía en buena consideración la obra de su hermano Pierre Klossowski y juzgaba su arte como un experimento casi contra natura. Aunque a decir verdad, después de haber leído y traducido estos poemas o la mayor parte de los de la ultimísima etapa de la vida de Rilke, los poemas del Rilke post-crisis, sospecho que muchas dudas acechaban la concepción del arte del genio y que, si éste no acabó de dar oficialmente el paso total al vacío hacia una poesía casi completamente irracional con un nuevo título, fue porque le faltó vida para hacerlo.

Pero todo esto ocurrió sólo al final. Antes, el poeta camina, aunque no se puede decir que firmemente, hacia el momento en que sea capaz de dar lugar a su obra magna, su contribución mayor. Entre los años 1912 y 1922 considera que su poesía tiene una misión: la de dar respuestas existenciales definitivas y hasta inventar una cosmogonía, crear elementos de una nueva religión. Poemas como «Llegada»[2] no se entienden sin este presupuesto.

Esta distancia respecto de las Elegías y Los Sonetos es sólo una de las vertientes de los poemas dispersos. Existe otra muy importante: estos esbozos también están «preparando el camino». Podría decirse que las Elegías de Duino no serían posibles sin la conciencia de crisis del propio yo, el desarraigo y disolución frente a la magnificencia «terrible» del ángel-Narciso y la expresión metapoética de su propia incapacidad de llegar al «decir», que son propias de los Poemas a la noche.

Hemos dicho antes que Rilke probablemente no tuvo en mucha consideración una buena parte de los poemas dispersos. Pero esto, anunciábamos, no siempre fue así, especialmente cuando nos acercamos a aquellos textos que son matriz o consecuencia del estado de conciencia propio de las Elegías. De hecho, algunas veces, estos poemas periféricos lo son sólo en la consideración crítica, pues Rilke llegó en 1918 a reunir, dedicados a su editor Anton Kippenberg y a Lou Salomé, treinta y dos textos que tenían la intención de conformar una especie de segunda parte o apostilla a las Elegías. No en vano designará a esta compilación con el sorprendente título de Elegías de Duino II. También nos da idea de la importancia que Rilke concedió a estos poemas el hecho de que, de los textos que querían arropar una segunda entrega de las Elegías, algunos ya habían sido incorporados en 1916 a otro proyecto de edición frustrado: el ciclo malogrado Poemas a la noche, que mandó encuadernar para su amigo dilecto Rudolf Kassner y que supone el principal foco de atención o quizás más bien el arranque del presente volumen.

Los poemas, muy generalmente inéditos en castellano, que hemos reunido en este libro, giran en torno a la temática nocturna, al ciclo Poemas a la noche, al volumen también malogrado de continuación o glosa de las Elegías de Duino, a sonetos que pertenecieron originariamente al proyecto completo de Los Sonetos a Orfeo y, finalmente, a otros tonos rilkeanos que por un motivo u otro no tuvieron la suerte de conformar poemario.

Nos atrevemos a aventurar la siguiente clasificación para la poesía dispersa de Rilke escrita desde 1906 hasta su muerte.

Un primer momento constituido por los poemas escritos en Capri. Como es sabido, las estancias en Capri del poeta coinciden con períodos de una sorprendente (incluso tratándose de Rilke) fecundidad creadora. Se habla de hecho de un tono determinado para designar esta época: la Capreser Lyrik. Aún así, los poemas allí escritos ya son de por sí variados y textualmente plantean dificultad para la clasificación, amén de presentar calidades bastante desiguales. Encontramos, aparte de textos célebres que Rilke destinó a sus Nuevos poemas (lógicamente no los incluimos aquí), otros textos breves que anuncian una tendencia muy recurrente de la poesía dispersa: el apunte de una sensación («Un viento de primavera») o la descripción seductora de una experiencia efímera que en esta fase primera siempre va ligada a la contemplación y la descripción de un paisaje. Por otra parte, asistimos también a la génesis de un tono que anuncia y sienta las bases del estilo agónico de los Poemas a la noche y las Elegías («Improvisaciones del invierno en Capri»).

Un segundo momento, que va de 1910 a 1914 y al que debemos la inmensa mayoría de los textos A la noche, los poemas españoles y otros textos relacionados («Arrojado a su suerte en las montañas del corazón»). La coincidencia de la redacción de estos poemas con la de las dos primeras Elegías y algunos fragmentos de las siguientes prueba la consanguinidad de estos textos con la obra más osada de Rilke. Además de eso, aunque ya lo anunciaban poemas anteriores, es propio tanto de esta fase como de la siguiente el nacimiento, en el espacio imantado entre lo que serán las Elegías y Los Sonetos, de un tipo de poema, en el mejor sentido de la palabra, de «ocasión». Se trata de la expresión de instantes de inundación o arrebato ante un estímulo externo, de sobrecogimiento ante el advenimiento de una emoción o una memoria, de detenimiento ante el rápido relumbrón de una idea o la contemplación de un paisaje, el acceso de una instantánea amargura o la conciencia de un deseo reprimido. Tales poemas tienden a ser ágiles, a veces precipitados; téngase en cuenta que muchos de ellos son puras anotaciones en un cuaderno y que a menudo parecen componerse ante los ojos. A estos poemas les es común el mismo espíritu de ausencia de desarrollo, de ulterior premeditación o aspiración metafísica. Lo genial de su ejecución es la capacidad total de evocación, la precisión con que, a partir de materiales diversos, Rilke logra su objetivo de decir lo que siente o conquista la total corporeidad de un relámpago de tiempo. Entre estos poemas se encuentran «Contémplalos: amantes», «Se siente nueva en cada cosa el alba», «De una primavera», «Haï-Kai» o «Mira ese leve insecto», a pesar del extrañamiento que ya lleva consigo este poema y que anuncia la abstracción última.

Tras el cierto parón en la producción rilkeana entre 1916 y 1920, sobreviene el período más interesante, que es el que rodea la redacción de las dos obras magnas del Rilke maduro y sobre todo el que se sucede desde la redacción de tales obras hasta la muerte del poeta en diciembre de 1926. Es en esta época, aunque anunciada por poemas como «He asustado las grises serpientes» o «Oh dolor, mi madre me derriba», cuando tiene su efervescencia una poética nueva que rompe definitivamente toda relación entre las palabras y las cosas y renuncia a todo el lastre realista, simbolista y hasta metafísico, para instaurar un universo poético puro, inaccesible y único. Estamos hablando de la «Elegía a Marina Tsvetaeva», «Pintura en un jarrón», «Mausoleo», «Gong», «Ídolo». Tal revolución poética crea un nuevo espacio de conciencia completamente abstracto, con textos sin contenido o mensaje alguno. Se trata de una poesía absoluta para la que se han usado diferentes designaciones. Se ha subrayado lo que tiene esta etapa de «magia lingüística», se ha aludido al psicoanálisis, se ha hablado de un nuevo tipo de tropo más allá del símbolo o la imagen y se ha hablado de mística, creo que desacertadamente en tanto en cuanto que, si existe mística en estos textos, es la misma mística sin trascendencia de la poesía de Paul Celan. En realidad, ante lo que nos hallamos no es sino ante el último eslabón en la trayectoria de uno de los líricos más importantes de la historia de Occidente. Si desemboca en una suerte de mística, no lo hace por una tendencia a la comunicación con un ente que esté más allá y para el que hace falta una lengua «otra», sino, al menos en estos casos, por el acendramiento en torno a lo que supone el núcleo, el corazón o la característica fundamental del género lírico en la Modernidad, que no es otro que la de desnaturalizar y problematizar la relación entre las cosas y las palabras que las dicen, hasta alcanzar casi una autonomía de las segundas respecto de las primeras. Esta problematización y esta desnaturalización, claro está, coinciden con la mística en el hecho de que comparten con ella el medio —el lenguaje y «la cortedad del decir»—, pero no así el fin, pues en ellos no hay deseo de elevación o espiritualidad, no hay anhelo de un «allí», pues precisamente las palabras nunca fueron tan físicas, nunca estuvieron tan «aquí» como esas copas que se atraviesan chirriantes en el poema «Pintura en un jarrón».

Las «jerarquías de los ángeles» no asustan más, no son más «terribles» que esta poesía, esta obra finalmente conseguida.

Poemas a la noche
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