SEXTA Y BENDICIÓN
¿Es sólo que de pronto el rumor de la sangre
con más fuerza ha cruzado por el atento oído?
O es que han hecho su entrada las monjas
tras la reja del coro?
Aún no han comenzado.
Puede ser que no estén ahí todavía las que nadie vio nunca,
excepto las madonas sobre los tres altares.
De repente, lejano, un son se escapa y
se adentra en lo impreciso
como si fuera el último de todos.
Entonces, otra vez, como si uno estuviera equivocándose
y nadie lo escuchara,
el silencio se instala y los rumores
del avanzar en fila y del arrodillarse;
una puerta que bate en el umbral
tras alguien que se ha ido o que ha entrado;
como una señal, desde las lámparas
un destello de claridad que oscila.
Pero luego ya cantan y cantan,
cantan como desde hace muchas horas,
aguzándose más en cada nota, ligadas con sus bocas
—pobres bocas cansadas— al canto prolongado;
cantan como desde hace muchos años,
años que no tuvieron un final.
Están cantando como con el pelo,
como con lo escondido,
sus voces tienen rostros alumbrados,
rostros semiborrados, tal aquellos
que habrán de presentarse
al postrer juicio, féretro tras féretro.
De repente, de todas esas voces,
una voz se distingue elevándose sola,
pequeña, leve, pálida.
Se eleva hacia el milagro y hacia el bien,
sosteniendo como una caracola
a Dios en el oído.
Capri, marzo de 1907