LA MUERTE DE MOISÉS
No quería ninguno: sólo el ángel
caído, el oscuro; tomó armas,
se dirigió a su empresa mortal, al designado.
Pero ya ascendía
en su vuelo, chirriando el acero,
y otra vez volvía atrás; gritó al cielo: ¡No puedo!
Pues sereno, tras el matorral de las cejas,
Moisés lo había advertido y había continuado escribiendo:
palabras de bendición y el infinito Nombre.
Y eran puros sus ojos hasta el último fondo de sus fuerzas.
Entonces, el Señor, arrastrando con él la mitad de los cielos,
irrumpió desde arriba y fue él mismo quien hizo
de la montaña un lecho en donde puso
el cuerpo del viejo y desde la morada
tan bien ordenada llamó al alma; subió ésta y se puso a referir
aquello que les era común: una infinita amistad.
Mas claudicó al final. El alma ya cumplida
admitió que al fin era suficiente.
Entonces lentamente el viejo Dios se inclinó sobre el rostro del viejo:
con un beso lo trajo hasta su edad: la más vieja edad.
Y con las manos de la creación cerró otra vez del todo la montaña,
para que ésta fuese solamente, creada otra vez desde el principio,
una montaña más entre las otras,
para los hombres irreconocible.
París, verano de 1914
Ámbito de las Elegías de Duino