ELEGÍA A MARINA TSVETAEVA-EFRON
Pérdidas en el Todo, las estrellas que caen, Marina,
y no lo acrecentemos, pues no importa
dónde nos arrojamos: a qué estrella.
En el Todo las cuentas ya están hechas
y tampoco quien cae disminuye su número sagrado.
Cada renunciante caída se precipita en el origen y así sana.
¿Es todo entonces fuego, alternancia de lo mismo,
desplazamiento? ¿Nunca un nombre y casi en ningún sitio
ganancia de lo propio? ¡Olas, Marina, nosotros somos mar!
¡Profundidades, Marina, nosotros somos cielo!
Tierra, Marina, nosotros somos tierra,
miles de primaveras como alondras
lanzadas dentro de lo invisible por el estallido de una canción.
Con júbilo empezamos a entonarla y ya nos sobrepasa por completo.
Mas nuestro peso comba la canción
al nivel del lamento. ¿Pero por qué lamento?
¿No podría tratarse de un júbilo más joven e inferior?
Pues incluso los dioses de abajo desean alabanzas.
Tan inocentes son los dioses, Marina:
esperan la alabanza como niños de escuela.
Alabar, mi querida, prodiguemos la alabanza.
Nada nos pertenece. Colocamos un poco la mano
alrededor de cuellos de flores intactas.
Yo lo he visto a la orilla del Nilo en Kôm-Ombo.
Renunciando a sí mismos, Marina, así ofrecen los reyes sacrificios.
Igual que andan los ángeles —van marcando las puertas de quienes
van a salvarse— así vamos tocando esto y aquello, en apariencia tiernos.
¡Oh ya qué distanciado, qué disperso, Marina,
hasta bajo el pretexto más ferviente! Hacedores de signos: nada más.
Esta tarea discreta en la que uno de nosotros, colmada la paciencia,
se decide a actuar, se venga y mata. Pues de que tiene poder de matar
ya en su reserva nos apercibimos,
en su propia ternura, y en esa extraña fuerza que nos torna
de vivientes en supervivientes. No-ser.
Ya sabes cuántas veces una ordenanza ciega
nos condujo a través del vestíbulo helado
de un nuevo nacimiento: nos condujo… ¿a nosotros?
Un cuerpo hecho de ojos que rehúsan
bajo incontables párpados. Condujo
a ese corazón arrojado en el fondo de nosotros,
corazón de toda una raza.
Condujo a nuestro grupo a una meta de aves migratorias,
la imagen de nuestra metamorfosis flotante.
No deberían, no deben los amantes, Marina, saber tanto del declive:
deben estar nuevos. Envejece tan sólo su tumba,
sólo ella recuerda y oscurece bajo el árbol lloroso,
sólo ella considera el «desde siempre»; solamente su tumba se derrumba,
mas ellos son flexibles como cañas, aquello que las dobla con violencia
las redondea hasta hacerlas una rica corona.
Y cómo se dispersan en el viento de mayo.
Desde el centro del siempre en que tú conjeturas y respiras
los excluye el momento. (Oh cómo te comprendo, femenina
flor del mismo y eterno matorral. Con qué energía me esparzo
en el viento nocturno que te va a rozar pronto.)
Temprano aprendieron los dioses a similar mitades.
Nosotros, instalados en la órbita,
nos llenamos hacia el Todo como el disco de la luna,
tanto en menguante como
durante las semanas de su transformación.
Nada podrá ayudarnos a volver a ser plenos
que no sea nuestra marcha solitaria sobre el paisaje insomne.
Muzot, junio de 1926