L - La primavera en montmorency
TAL FUE LA MUERTE DE CARLOS IX. Aquel fin terrible, aquel sudor sangriento, aquel mal extraño y aquella alma atormentada por los remordimientos, ¿no constituye un epílogo a la matanza de San Bartolomé?
No hay nada de maravilloso en el fin trágico de Carlos IX, pero fue una verdadera expiación de sus crímenes.
Retrocediendo a veintiún meses antes de la muerte del rey Carlos IX, nos reuniremos con nuestros héroes en el mismo momento en que los dejamos, es decir, entrando en el castillo de Montmorency en el alba del 25 de agosto de 1572.
No se habrá olvidado que, después de su visita a Margency, en que pudo convencerse de la inocencia de Juana, el mariscal mandó a su intendente disponer un ala de su castillo para dos princesas que irían a alojarse en él. Sus órdenes fueron ejecutadas. Una parte del viejo castillo fue decorada y adornada con preciosos muebles. Una docena de criadas y camareras esperaban a las ilustres visitantes. Los armarios estaban llenos de ropa blanca y, en fin, todo había sido preparado para que las desconocidas princesas guardasen buen recuerdo de una hospitalidad suntuosa, tal como podía ofrecerla un Montmorency.
Juana de Piennes y Luisa fueron instaladas en aquella parte del castillo y allí pudieron, por fin, tomar el descanso de que tan necesitadas estaban las dos.
El mariscal se proponía devolver la razón a su adorada esposa, y para ello impresionar el espíritu de la pobre loca, llevándola un día a Margency.
Pero un deber más inmediato solicitó su atención. Aplazando, pues, para más tarde esta tentativa, organizó inmediatamente la resistencia a las órdenes salvajes llegadas de la corte. Apenas Juana y su hija estuvieron instaladas, hizo tocar a rebato la campana del castillo. Ordenó a su capitán de armas cerrar las puertas y los puentes levadizos e inundar de agua los fosos, precaución que no se tomaba en tiempo de paz. Ordenó, asimismo, hacer cargar los veinticuatro cañones; armar en pie de guerra a los cuatrocientos hombres de la guarnición y, en fin, prepararlo todo para sostener, en caso necesario, un largo sitio. Al mismo tiempo mandó correos a varios puntos.
Debemos decir aquí que desde que se tuvo la noticia de lo que pasaba en París, algunos señores del partido de los políticos se unieron a Montmorency con sus hombres de armas, suponiendo que el mariscal intentaría detener la matanza en la provincia.
Al mediodía Francisco de Montmorency celebró una conferencia con el caballero de Pardaillán y, de acuerdo con él, tomó las últimas resoluciones.
Sobre las tres había en el castillo casi dos mil cuatrocientos caballeros bien montados, bien armados y formados en aquella misma explanada desde la que Francisco partió hacia Thérouanne.
Aquel cuerpo de caballería fue dividido en dos brigadas de mil doscientos hombres cada una.
El mariscal tomó el mando de una y Pardaillán el de la otra. Luego cada uno de aquellos hombres emprendió diferente dirección. Y aun cuando dejaban tras sí todo lo que amaban en el mundo, después de haber escapado a tantos peligros, partieron sin pesar aparente, para cumplir un deber de humanidad.
El mariscal se lanzó hacia Pontoise. Recorrió teda la comarca, y por donde pasaba reunía a los que se hallaban en estado de empuñar las armas, les hablaba virilmente y, después de haberles referido los horrores de París, los decidía a oponerse con las armas en la mano a toda tentativa de asesinato.
Allí donde las órdenes de Catalina habían llegado ya y donde se procedía a la matanza, se echaba sobre los asesinos, encarcelaba a los más furiosos y decretaba que todo hombre sorprendido violentando, saqueando o matando, sería ahorcado sin formación de causa. Durante un mes recorrió la provincia pasando por ciudades, pueblos y aldeas, inspirando por todas partes saludable terror a los católicos demasiado fervientes.
Pardaillán obraba por su lado, pero con más fuego y rapidez. Durante casi dos meses no dejó un punto inexplorado en las comarcas que atravesó. Renunciamos a pintar la alegría delirante, las aclamaciones y lágrimas de gratitud de los desgraciados que temían ser víctimas de la matanza y que, de pronto, veían llegar el socorro libertador.
Gracias, pues, al mariscal de Montmorency y al caballero de Pardaillán, aquella provincia se vio exenta de los horrores que asolaron casi todo el resto del reino, pues muy pocos gobernadores siguieron tan noble ejemplo, oponiéndose, por la fuerza, a la ejecución de las órdenes llegadas de París.
Al cabo de tres meses habíase restablecido la tranquilidad, pero el mariscal continuó recorriendo el país con su ejército durante el mes siguiente para intimidar a los más exaltados.
Así, pues, hasta la tarde del 29 de diciembre no regresó a su castillo, el cual no había sido objeto de ningún ataque.
Únicamente, a fines de agosto, apareció un numeroso grupo de caballeros realistas y católicos. Pero dos o tres cañonazos disparados desde el castillo, bastaron para demostrarles que sus habitantes estaban preparados para la defensa.
El 6 de enero el mariscal licenció a su ejército después de haber reunido a sus capitanes en un banquete que se celebró en la gran sala de honor.
Por indicación de Francisco, habíase fijado la boda de Pardaillán y Luisa para el mes de abril próximo.
Durante la campaña del mariscal y del caballero, acabó de restablecerse la salud de Juana de Piennes. Había recobrado completamente el esplendor de su belleza y en sus ojos y en sus labios brillaba una sonrisa de felicidad.
De todos modos, era muy triste observar aquella sonrisa dirigida a un Francisco imaginario, cuando el verdadero la contemplaba con lágrimas en los ojos tratando, en vano, de despertar su atención.
En cuanto a Luisa, tenía ya cicatrizada la herida que recibiera de Maurevert y no quedó más rastro de ella que una manchíta roja en la piel. También su salud había mejorado notablemente. Y aún tenía mejor semblante que en ninguna época de su vida.
Los colores de su rostro asombraron al mariscal y aun al mismo Pardaillán, que la había conocido antes.
También sé transformó el carácter de la joven, pues así como antes era un poco melancólica, habíase tomado alegre en extremo. Siempre reía o cantaba. Hablaba con animación y se exaltaba de un modo extraño, relatando los altos hechos de su prometido. Por la noche, durante la velada, en el gran comedor, referíalos en calurosos términos y los servidores que, según la costumbre de la época, tomaban asiento alrededor del hogar, creían oír un antiguo trovador recitando algún poema fabuloso de los tiempos de Carlomagno.
Únicamente cuando estaba sola cruzaba a veces sus manos sobre el pecho y murmuraba:
—Siento un fuego que me quema y consume lentamente.
El 25 de abril, ante todos los señores de la provincia, y mientras repicaban alegremente las campanas de Montmorency y los cañones disparaban salvas, se firmó el contrato de matrimonio en la gran sala de honor del castillo.
—Mi querido hijo —dijo el mariscal el día anterior a Pardaillán—. He aquí las cartas y documentos que os hacen dueño y señor del condado de Margency. Tomadlo como prenda de mi afecto y gratitud.
Pardaillán quedóse un momento pensativo y luego, fijando su clara mirada en el mariscal, contestó:
—Monseñor, os ruego que, de momento, me permitáis seguir llamándome el caballero de Pardaillán, en recuerdo del que me lo legó y fue mi maestro. Más tarde, monseñor, convendrá, tal vez, que tome el título de conde de Margency.
Esto fue dicho con tal dignidad y gracia, que el mariscal, que tenía gran corazón, comprendió los sentimientos del caballero. Lo estrechó en sus brazos y sin insistir guardó los pergaminos en el cofre.
Por esta razón, ante el baile que redactó el contrato y los señores que asistieron a la ceremonia, el joven fue denominado por su verdadero nombre: El caballero de Pardaillán.
A la ceremonia siguió uno de aquellos festines suntuosos que solamente podía ofrecer un Montmorency.
Por la noche los invitados se marcharon, porque el casamiento debía celebrarse en la capilla y en familia, a causa del luto del novio. Esta fue, por lo menos, la explicación que dio el mariscal a sus amigos y que éstos aceptaron como buena.
Llegó por fin el día 26 de abril, que pasó como un dulce ensueño de amor.
El mariscal, no obstante, pareció ser presa durante todo el día de tristes recuerdos. Aquella fecha, 26 de abril, estaba grabada para siempre jamás en su corazón. Veinte años antes, en la noche de tal día, habíase casado en la capilla de Margency con Juana de Piennes. Y aquella misma noche, también, partió para Thérouanne, para la guerra y para la desdicha.
Por último dieron las once de la noche.
El mariscal púsose un vestido parecido al que llevaba el 26 de abril de 1553. Dio la señal de partida porque la boda debía celebrarse en la capilla de Margency. Luisa y Juana subieron a un carruaje, en tanto que el mariscal y Pardaillán montaban a caballo. Partieron, siguiendo el camino a la luz de la luna y, por fin, se detuvieron ante una humilde capilla.
Ibase a celebrar una boda como veinte años antes.
Asistían casi los mismos personajes: algunos campesinos, y cerca del altar, una mujer muy vieja que lloraba: la nodriza de Juana.
El sacerdote dio principio a la ceremonia. Pardaillán y Luisa, uno al lado de otro, se daban la mano mirándose extasiados.
El mariscal, con intensa angustia, observaba en el rostro de Juana el efecto de aquella escena. ¿Recobraría la memoria?
Cambiáronse las sortijas y el sacerdote pronunció las palabras sacramentales.
Luisa y Pardaillán estaban unidos.
Entonces, del mismo modo como antaño Juana y Francisco se volvieron al señor de Piennes para pedirle su bendición, los jóvenes esposos volviéronse hacia la pobre loca y doblaron la rodilla ante ella.
Durante el trayecto de Montmorency a Margency, Juana de Piennes había permanecido indiferente, lejos de este mundo; distraída por los pensamientos oscuros que atravesaban su perturbado espíritu.
Ante la vieja iglesia de Margency, ante los castaños seculares, a cuya sombra había transcurrido su feliz infancia, ante la antigua vivienda de su padre, entrevista a la pálida claridad de la luna, dirigió a su alrededor miradas de asombro, pero luego volvió a su indiferencia, y Francisco, cuyo corazón había palpitado de esperanza, la condujo tristemente a la iglesia.
Durante la ceremonia, Juana miraba tan pronto al sacerdote como a la anciana nodriza, que lloraba no lejos de ella. De pronto se pasó la mano por la frente… En su pobre cerebro operábase un trabajo prodigioso y ella, entre tanto, se esforzaba en recordar…
De pronto vio a Luisa y al caballero que se arrodillaban ante ella.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—¡Juana, Juana! —exclamó Francisco con ardiente voz.
—¡Madre! —gritó Luisa fijando en ella su hermosa mirada llena de lágrimas.
La loca se levantó. Durante dos segundos, que fueron largos como otras tantas horas, en el silencio que reinaba en la iglesia, contempló todo lo que la rodeaba.
Entonces exclamó con voz clara y firme:
—¡La iglesia de Margency!… ¡el altar!… ¿Quién está ahí? ¿Mi hija?… ¡Oh!… ¿Eres tú Francisco?… ¿No sueño?… Pero no… estoy muerta y veo estas cosas desde el fondo de la tumba.
—¡Juana!
—¡Madre!
Estos gritos sonaron en la iglesia desgarradores, terribles y llenos de espanto.
Juana repitió:
—¡Muerta!
Y al mismo tiempo que lo decía, cayó de espaldas en su sillón como el señor de Piennes veinte años atrás. Por un instante, sus brazos se movieron como para bendecir a sus hijos que lloraban a sus pies. Luego sus ojos se dirigieron amorosamente hacia Francisco… Y esto fue todo.
Francisco, sollozando terriblemente, la cogió en sus brazos, pero la cabeza de Juana cayó con suavidad sobre el hombro del mariscal…
Entonces la voz grave del anciano sacerdote que acababa de santificar la unión de Luisa y Pardaillán, se elevó solemne y temblorosa:
—¡Dios mío! ¡Recibid en vuestro seno a la que llega a Vos muerta de amor!
* * * * *
Una hermosa tarde de mayo, Francisco de Montmorency, vestido de luto y lleno de tristeza, se paseaba por el jardín del castillo. Se sentó en un banco de piedra al que daba sombra un arbusto.
Por una avenida lejana vio pasar lentamente una pareja entre las flores, rodeada de los perfumes de la tarde en la augusta serenidad de aquel hermoso crepúsculo.
Pardaillán y Luisa se detuvieron abrazados. Cambiaron un largo beso y su amor parecía infinito, suave y perfumado, como la radiante y serena naturaleza que los rodeaba con sus caricias.
Los ojos del mariscal se llenaron de lágrimas. Apoyó la cabeza entre sus manos y murmuró:
—¡Oh, hijos míos! ¡Amaos! ¡Sed felices! ¿Por qué Luisa estará febril desde hace algunos días? ¿Por qué sus ojos tendrán tan extraño brillo? ¿Acaso no me ha perseguido bastante la desgracia? ¿Me estarán reservados más sufrimientos? ¡Oh no, no! ¡Queridos hijos míos! Después de tanto infortunio y tristeza, sed felices, para que el exceso de vuestra dicha dé, siquiera, un poco de consuelo al pobre corazón que late todavía en mi pecho.
Levantó la cabeza y vio a lo lejos a los dos enamorados que proseguían su camino. Luego desaparecieron tras un macizo de rosas y entonces una sonrisa consoladora se dibujó en los labios de Francisco de Montmorency.
Levantóse para verlos de nuevo, y murmuró las palabras que resumen toda la duda y la esperanza de los hombres:
—¿Quién sabe? ¡Tal vez!
FIN
Las aventuras de Pardaillán continúan en el siguiente libro:
El tomo titulado: FAUSTA
Episodio 8 - «La sala de las ejecuciones».