XXXIII - Dos rostros asomados a las tinieblas
HACIA LAS DOS DE LA MADRUGADA, Ruggieri salió del nuevo palacio de la reina y con tranquilo paso tomó el camino de la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois, adonde no tardó en llegar. Dirigióse a la puertecita por la que habían entrado el lunes anterior Marillac y Alicia de Lux y ante ella halló un hombre que lo esperaba. Era el campanero que, entregando a Ruggieri la llave del campanario, le dijo:
—¿No queréis que os ayude?
Ruggieri movió negativamente la cabeza.
—Es que la «Guisarda» es pesada de mover. A mí mismo me cuesta mucho.
—¿La «Guisarda»? —preguntó Ruggieri.
—Sí, o, lo que es igual, la partidaria de Guisa. Es el nombre que he dado a la campana mayor.
—Bueno, retírate, y silencio.
El hombre hizo un gesto de indiferencia y se marchó. Ruggieri entró en la iglesia, cerró la puerta y empezó a subir la escalera del campanario. Llegó así a una especie de estancia abierta por todos lados, cuyo techo estaba lleno de agujeros por los que descendían las cuerdas de las campanas. Una de estas cuerdas era un verdadero cable. Correspondía a la campana mayor, que raras veces tocaba. Cuando se hacía, el campanero, a pesar de ser vigoroso, se veía obligado a pedir ayuda, pues de lo contrario, érale imposible balancearla.
Ruggieri cogió el cable y lo sacudió levantando la cabeza. Una docena de búhos espantados empezaron a revolotear de un sitio a otro.
—¿Quiénes sois? —exclamó el astrólogo dirigiéndoles la palabra—. ¿Sois las almas de los reyes cuyas estatuas he visto en los pórticos de la iglesia? ¿Por qué venís del fondo de las regiones tenebrosas? ¿Venís a ayudarme? Sí; es necesario que esta noche el aire esté lleno de espíritus y que innumerable multitud de cuerpos astrales hagan imposible la fuga del de mi hijo.
Apoyóse en el muro de piedra y dirigió una mirada a los tejados de las viejas casas que habían crecido alrededor de la iglesia. Frente a él elevábase la pesada masa del Louvre, mudo y sombrío. Todo estaba silencioso y rodeado de tinieblas.
No obstante, el astrólogo parecía ver y oír cosas misteriosas. Glacial sudor corría por su semblante, y sus ojos, desmesuradamente abiertos, despedían llamas.
—Ha llegado la hora —dijo con voz temblorosa—. Ha llegado la hora en que voy a congregar los espíritus diseminados. Voy a doblar a muerto por el conde de Marillac.
Dirigióse entonces hacia la cuerda gruesa y exclamó:
—Dobla, bronce enorme. Dobla a muerto. Dobla millares de muertos y la reencarnación del hijo de la reina.
Profiriendo estas insensatas palabras, se colgó de la cuerda de la campana, la cual empezó a balancearse cada vez con más fuerza, hasta que, por último, el badajo golpeó el bronce y la primera campanada vibró en el silencio de la noche como prolongado mugido.
* * * * *
En la fachada del Louvre que miraba a Saint-Germain-L’Auxerrois, habíase abierto un balcón, el de una vasta sala sumida en la oscuridad. Cerca del balcón dos sombras algo inclinadas hacia delante, sin atreverse a mostrarse, esperaban angustiosamente.
Eran Catalina de Médicis, vestida de negro, y su amado hijo, Enrique, duque de Anjou.
Habíanse cogido de la mano y los dos estaban pálidos. El duque de Anjou temblaba y los ojos de ambos estaban fijos en la iglesia.
Esa especie de sobreexcitación nerviosa que se experimenta cuando se espera la explosión, una vez los mineros han encendido la mecha, dejábales apenas la facultad de respirar.
De pronto ante ellos, la voz grave, profunda y mugiente del bronce dio la primera campanada.
El duque de Anjou se desprendió de pronto de su madre y retrocedió hasta que, encontrando a su espalda un sillón, se dejó caer en él tapándose los oídos y cerrando los ojos.
Catalina, como atraída por invencible fuerza, salió al balcón y se inclinó sobre la barandilla mientras la campana de Saint-Germain-L’Auxerrois resonaba sonoramente, con precipitadas campanadas.
Cerca de Saint-Germain, otra campana empezó a doblar y luego, a lo lejos, todas las campanas de París llenaron el aire de la ciudad con sus vibraciones.
Por las calles, numerosas sombras corrían, tropezaban y vociferaban; brillaban los fulgores de los aceros alumbrados por centenares y millares de antorchas, hasta el punto de semejar un incendio.
En el Louvre resonó entonces un pistoletazo que en breve fue seguido por otros en gran número y de pronto se hubiera dicho que disparaban un castillo de fuegos artificiales, si los gemidos que los acompañaban no hubieran dado a entender su verdadera naturaleza.
La gran carnicería hugonote, la gran hecatombe humana, había empezado.
* * * * *
Al primer toque de rebato estallaron rumores en todos los puntos de París, y masas de sombras alumbradas por antorchas se pusieron en movimiento.
El duque de Guisa gritó al oírlo:
—¡Por fin!
Y por todas partes, en todas las iglesias los sacerdotes, los monjes y los obispos, y, en una palabra, todos los que iban a salvar la Iglesia Católica, exclamaron:
—¡Por fin!
Y todos empezaron a moverse.
Guisa hizo una señal y al frente de sus caballeros se precipitó hacia el palacio de Coligny.
Crucé, Pezou, Kervier, Tavannes, Aumale, Montpensier, Nevers y todos los asesinos se lanzaron al ataque desde todos los puntos de París.
Damville, con un rugido de alegría y de odio profundos, levantó su espada gritando:
—¡A casa de Montmorency! ¡Sus, sus! La res es nuestra.