XXXII - La mecanica
DESPUÉS DE LA REPENTINA y afortunada intervención de María Touchet en la cámara de tortura, los dos Pardaillán fueron reintegrados a su calabozo. A la sazón la esperanza llenaba sus corazones, si bien aquellos dos hombres de temple excepcional evitaron demostrarse mutuamente la alegría que sentían. Tan sólo el aventurero exclamó cuando, de nuevo, se vieron encerrados:
—He de convenir, caballero, aunque sólo sea por una vez, en que no hiciste mal en salvar a tan agradecida mujer. ¡Por Barrabás! ¿Será posible que por fin haya visto una mujer con buenos sentimientos?
—Podéis añadir un hombre —observó el caballero.
—¿Quién? ¿Montmorency, que nos deja morir en este sepulcro, cuando debiera haber incendiado París para libertarnos?
—En tal caso, habríamos muerto achicharrados también —exclamó burlonamente el caballero—. Pero no quería hablar de él, sino de Ramus. ¿No recordáis que el digno sabio nos sacó de un mal paso en la calle de Montmartre?
—¡Es verdad, pardiez! ¿A ver si, al fin, tendré que reconciliarme con la humanidad?
Los dos intrépidos aventureros bromeaban y hablaban alegremente una hora después de haber escapado a la muerte. Poco a poco su conversación versó sobre aquella hermosa y valiente mujer que se les apareciera en la cámara de tortura como ángel de salvación y acabaron diciéndose que su situación había mejorado notablemente y que, sin duda, María Touchet los haría poner en libertad.
Así pasó el día, y ya la noche había invadido su calabozo cuando en el exterior era aún de día, y de pronto se abrió la puerta.
Debemos confesar que sus corazones latieron con violencia. ¿Acaso aquello era la libertad?
Era Ruggieri. Entró solo, linterna en mano, mientras los arcabuceros que lo habían acompañado se alineaban en el corredor, dispuestos a hacer fuego a la menor tentativa de evasión.
Ruggieri levantó la linterna para examinar a los prisioneros y se dirigió en línea recta hacia el caballero.
—¿Me reconocéis? —preguntó.
—«¿Quién será este pájaro de mal agüero?» —pensó el viejo Pardaillán al observar su aparición.
El caballero examinó un momento al astrólogo, mientras su semblante tomaba aquella expresión insolente y burlona que le era peculiar.
—Os reconozco —dijo—, aunque estáis muy cambiado. Fuisteis a verme a mi alojamiento, que se sintió muy honrado con vuestra visita. Vos sois quien me dirigió preguntas extrañas, tales como en qué año nací y sí era libre. Vos sois el que me disteis aquel hermoso talego que contenía doscientos escudos de seis libras parisíes. Vos sois el que me abristeis la puerta de la casa del Puente de Madera, a la que me habíais citado.
»Padre mío —añadió dirigiéndose al aventurero—, saludad a este hombre. Es uno de los más odiosos bribones con que se pueda topar. Saludad a éste admirable tipo de traidor y de felón. ¿Sabéis por qué me dio doscientos ducados que, entre paréntesis, me bebí hasta el último dinero? ¿Sabéis por qué me llevó ante la ilustre y generosa Catalina de todos los diablos? Para rogarme que asesinara a mi amigo y huésped el conde de Marillac.
El astrólogo oyó estas palabras enfurecido. Por primera vez, desde que se apoderara del cadáver de su hijo, un sentimiento humano hizo vibrar las fibras de su alma, turbada por la tenebrosa y devorante rebusca de lo imposible. Sus ojos se hincharon como si fuera a llorar, pero, soltando, por el contrario, una carcajada aguda y estridente, exclamó:
—¡Yo, yo! ¿Matar a Diosdado? ¡Loco, loco! ¡Oh! ¡Así Diosdado no estuviera muerto y yo no hubiera podido encerrar su cuerpo astral en el círculo mágico!…
Y no pudo terminar porque, el caballero cogiéndole por un brazo, lo sacudió violentamente.
—¿Decís —exclamó— que el conde ha muerto?
—¡Muerto! —exclamó Ruggieri animado por cierta expresión de locura—. ¡Muerto! Felizmente tengo en mi poder los dos cuerpos, el material y el astral, y por esto he venido, joven. Mostradme vuestra mano, os lo ruego.
El caballero había cruzado los brazos y tenía la cabeza inclinada.
—¡Tan leal! —murmuraba—. ¡Tan valiente, tan joven y tan bueno! ¡Oh, pobre amigo mío! ¡Se han cumplido tus presentimientos! ¡Muerto! Sin duda te, han matado por aquella mujer. Padre mío, tenéis razón, el mundo está lleno de lobos.
—¡Pardiez! —exclamó el aventurero, que, lleno de curiosidad, daba vueltas alrededor de Ruggieri—. ¡Cuándo te lo digo, caballero! Hay muchos lobos, es verdad, y también muchos búhos, precisamente como este caballero. ¡Marchaos!
—Caballero —dijo Ruggieri tímidamente—, ¿queréis mostrarme vuestra mano?
Dijo estas palabras con tristeza tal, que el caballero desplegó los brazos y dijo:
—Quienquiera que seáis, creo que habéis llorado a mi amigo. He aquí mi mano.
Y Ruggieri la tomó con avidez, mientras que el aventurero se encogía de hombros y murmuraba:
«Siempre será el mismo. Nunca se corregirá. Lo que es yo le hubiera dado un par de patadas en la boca del estómago. ¿Para qué querrá la mano? ¿Para decir la buenaventura?».
En efecto, Ruggieri había cogido la mano del caballero, y proyectando sobre la palma la luz de la linterna, la estudiaba cuidadosamente. De pronto dio un grito de feroz alegría.
—¡He aquí la prueba! —gritó—. He aquí la línea de vida que va a perderse en una línea que he hallado en la mano de Diosdado. ¡Mirad, fijaos!…
Y sin duda habría revelado su monstruoso proyecto de reencarnación, pero el viejo Pardaillán, irritado, lo cogió por el cuello, y de un empujón lo mandó rodando a la puerta del calabozo.
Ruggieri se levantó lentamente y dirigió a Pardaillán una mirada tan extraña, que éste se estremeció; luego, abriendo la puerta, desapareció haciendo un gesto incomprensible, tal vez un conjuro.
—¿Has visto esa mirada? —preguntó el aventurero—. ¡Vaya una lechuza!
El caballero, violentamente emocionado por la nueva que acababa de saber, iba y venía por el calabozo con creciente cólera. Su padre nunca lo había visto en igual estado, y sin duda su irritación iba a estallar de algún modo, cuando se abrió la puerta de nuevo y aparecieron los mismos arcabuceros que habían conducido a Ruggieri. Entonces el sargento que los mandaba dijo sencillamente:
—Señores, servíos seguirme.
El aventurero sintió gran alegría, porque en aquel incidente veía la intervención de María Touchet. Si no los ponían inmediatamente en libertad, por lo menos los llevarían a un calabozo de mejores condiciones y se verían tratados, por fin, con ciertas consideraciones. Cogió el brazo del caballero y le dijo:
—Ven. En cuanto salgamos, ya pensaremos en vengar a tu amigo.
—Sí —contestó el caballero—. Por suerte, sé de dónde habrá venido el golpe.
Y se pusieron en marcha rodeados de los arcabuceros.
—Caballero —dijo el viejo Pardaillán al sargento—. ¿Nos conducís acaso a otra celda?
—Sí, señor.
—Perfectamente.
El sargento lo miró con expresión de asombro. Llegaron al extremo del corredor y empezaron a bajar por una escalera de caracol, semejante a la que habían bajado aquella mañana, si bien no era la misma.
—¡Caramba! —exclamó el aventurero—. Paréceme que hubiéramos debido subir.
El sargento sonrió. Pardaillán creyó que subirían luego otra escalera, porque ¡había tales laberintos en aquella prisión!
Contra lo que se figuraba, cada vez bajaban más. El aire era ya mefítico y las paredes estaban llenas de humedad. De vez en cuando, advertíanse fangosidades en el suelo. En otros lugares, las losas estaban cubiertas de minúsculos cristales. Era el salitre.
Llegaron así a un corredor cuyo largo sería unos veinte pasos.
—¡Diablo! —exclamó Pardaillán padre.
Pero se tranquilizó enseguida viendo al extremo del corredor una escalerilla que subía, y como no había otro camino que aquél, se dijo que iban a ascender por ella al camino que los conduciría al aire libre.
Así fue. Los dos Pardaillán subieron por aquella escalerilla que giraba alrededor de sí misma y, lo que fue mejor, los arcabuceros hicieron alto en el corredor. Los prisioneros fueron invitados a tomar la delantera, cosa que hicieron seguidos por el sargento y los soldados.
El viejo Pardaillán que, lleno de esperanza, iba a la cabeza de todos, contó ocho escalones. Al noveno terminaba la escalera que conducía a una especie de puerta baja y estrecha. La atravesó maquinalmente y el caballero lo siguió: en el mismo instante oyeron a su espalda un ruido sonoro y metálico como el de una puerta de hierro que se cierra.
Halláronse entonces en un recinto en el que la oscuridad y el silencio eran absolutos.
—¿Estás ahí? —preguntó el viejo Pardaillán lleno de angustia.
—Sí —contestó el caballero.
Y no se dijeron nada más, sintiéndose sobrecogidos de ese asombro que es el primer indicio de terror. Efectivamente, sus voces resonaban de extraño modo despertando sonoros ecos.
Los dos hombres habían tendido instintivamente sus manos hacia adelante, y encontrándose, se las estrecharon mutuamente dando, al mismo tiempo, un paso para acercarse uno a otro. De pronto se detuvieron y la misma sensación de asombro los inmovilizó. Pero, a la sazón, el asombro se convirtió en terror porque al querer andar, observaron que el suelo no era horizontal, sino bastante inclinado.
El viejo Pardaillán se inclinó al suelo y lo tocó. La superficie era dura y ligeramente rugosa.
—¡Hierro! —exclamó levantándose.
Entonces los dos hombres retrocedieron remontando la pendiente de aquel pavimento de hierro. A los tres pasos fueron detenidos por el muro y, al tocarlo, observaron que era también de hierro.
Estaban en una habitación de ese metal. Contra el muro sus pies sentían la horizontalidad, pues el declive empezaba a medio paso de la pared.
—No te muevas de ahí —dijo el viejo Pardaillán—. No sé en qué trampa hemos caído, pero debe de ser espantosa. A pesar de todo, quiero darme cuenta exacta.
Entonces empezó a andar siguiendo el muro contando los pasos en voz alta a fin de permanecer en comunicación con el caballero. Iba alrededor de la extraña estancia siguiendo el sendero que bordeaba al pie de la pared, y una vez hubo dado la vuelta a la jaula, al reunirse con su hijo, había contado veinticuatro pasos; ocho por cada lado en el sentido de la anchura y cuatro de largo.
La jaula era, pues, de proporciones bastante grandes. El aventurero no había encontrado ni banco ni silla de ninguna clase, así como tampoco ninguno de los utensilios que, habitualmente, hay en un calabozo. Por todas partes las paredes estaban unidas y tenían la misma superficie ligeramente rugosa del hierro oxidado por la humedad.
Entonces recordaron las espantosas mazmorras de que, a veces, habían oído hablar. Creyeron, por consiguiente, que se les había encerrado allí, para hacerlos morir de hambre y sed.
Los dos se estremecieron de espanto, pero muy pronto cada uno de ellos pensó que no debía con su flaqueza aumentar los sufrimientos del otro y se cogieron las manos.
—Me parece —exclamó Pardaillán padre— que ha llegado el final de nuestra carrera.
—¡Quién sabe! —dijo el caballero con frialdad.
—¡Oh! No tengo el menor inconveniente en seguir viviendo, ¡pardiez!, pero quisiera saber por qué no hay nada en esta jaula de hierro y también la razón de que el suelo esté inclinado por todos los lados y en dirección al centro.
—Tal vez se habrá hundido por su propio peso.
—Tal vez sí. Esperemos.
—Esperemos, señor. En resumidas cuentas, ¿qué podemos temer? Morir de hambre. Convengo en que es un suplicio bastante desagradable, pero podemos substraernos a él en cuanto estemos convencidos de que debemos morir.
—Substraemos, ¿y cómo?
—Matándonos —dijo sencillamente el caballero.
—Claro, pero ¿de qué manera? No tenemos daga ni espada y no creo que quieras matarte arrojándote de cabeza contra la pared.
—No seríamos los primeros en hacerlo —dijo el caballero—, pero, en fin, tenemos un medio mejor.
—¿Cuál?
—Mis espuelas, que no tienen estrella y que podrían pasar por puñales bastante presentables.
—¡Por Barrabás! Has tenido una buena idea, caballero.
Inmediatamente Pardaillán quitóse las espuelas, que consistían sencillamente en una barrita de acero bastante larga y puntiaguda. Dio una al aventurero y se guardó la otra para sí.
Cada uno de ellos empuñó aquella arma extraordinaria y a partir de entonces guardaron silencio. Adosados a la muralla de hierro estaban con los ojos abiertos y el oído atento, tratando de ver u oír algo, pero nada vino a impresionar sus sentidos. ¿Qué espacio de tiempo transcurrió así? No hubieran podido decirlo. De pronto el viejo Pardaillán murmuró:
—¿Has oído?
—SI. No nos movamos. Callémonos.
Un ligero ruido como el de una máquina que se pone en marcha, acababa de herir sus oídos. Aquel ruido procedía del techo y, en aquel mismo instante, una luz pálida invadió la estancia o, mejor dicho, la jaula de hierro. Luego aquella luz se reforzó como si se hubiera encendido otra luz misteriosa y fue aumentando en intensidad hasta el punto de alumbrar perfectamente todos los detalles de la espantosa mazmorra, porque los desgraciados figurábanse todavía que su encierro no era otra cosa que una mazmorra.
Primero, los dos Pardaillán no se vieron más que a sí mismos con los rostros llenos de terror ante lo desconocido.
—Van a atacarnos —exclamó el viejo.
—Así me lo figuro —prosiguió el joven—. Mantengámonos firmes.
—Así no nos van a matar por hambre, porque, de lo contrario, estas luces no tendrían razón de ser.
—Vamos a batimos.
—¡Viva la lucha! Porque la lucha es vida.
Y los dos respiraron profundamente.
No obstante, el ataque no llegaba. Con mirada rápida los dos presos examinaron su encierro y aquel asombro que antes señalamos convirtióse en terror al observar algunas particularidades de la jaula.
Por instinto habían buscado la puerta, el agujero por el cual entraran, y no les fue posible hallarlo; aquella puerta se cerraba sin duda herméticamente, pues en el muro no pudieron descubrir ninguna línea o solución de continuidad. Por todas partes veíase el muro de hierro unido y ningún utensilio ni objeto cualquiera.
Examinaron entonces aquel pavimento extraño que les pareciera inclinado y vieron que no se habían engañado. Alrededor de los muros corría un espacio horizontal a modo de reborde, de dos pies de ancho, y a partir del ángulo de aquel sendero, empezaba el declive bastante pronunciado. El suelo estaba así dividido en cuatro plafones, cada uno de los cuales descendía hacia el centro, lo que formaba una pirámide truncada e invertida perfectamente regular, y decimos truncada, porque los cuatro plafones, en vez de converger a una punta central, estaban cortados formando al extremo de aquella cubeta cuadrangular un rectángulo perfecto. Aquel rectángulo no era ni una placa de hierro, ni una losa, ni nada. Era el vacío.
No había nada. Aquel rectángulo era un agujero, algo como el orificio superior de una chimenea. Si en la noche se hubieran dejado deslizar por una de las cuatro pendientes, habrían llegado y caído en él.
¿Qué abismo sería? ¿Qué era aquel pozo?
Quisieron saberlo a toda costa y apoyándose uno en otro para no resbalar por la lisa pendiente, llegaron hasta el borde del agujero.
Entonces se estremecieron lívidos de espanto y el viejo Pardaillán exclamó:
—Tengo miedo, ¿y tú?
—Alejémonos dijo el caballero sin contestar a la terrible pregunta.
Y regresaron al reborde horizontal.
¿Qué cosa terrible habían visto? ¿Era acaso un pozo sin fondo?
No, una cosa mucho más sencilla, pero precisamente por eso, horrorosa.
Aquel agujero no era más que una fosa de hierro, cuyo fondo era del mismo metal y aparecía a cinco pies de la boca.
Sí, era una fosa, pero con extrañas particularidades. De un extremo a otro del fondo corría un canalito, el cual iba a salir por un orificio lateral que no se sabía adonde podía conducir.
¿Para qué servirían la fosa y el canalito? ¿Para qué, también, las cuatro pendientes rápidas?
Los dos Pardaillán, mudos y adosados contra la pared, miraban la fosa que se hallaba en el centro de la jaula. Hubieran sido capaces de luchar contra la misma muerte, pero el desconocido terror que les producía la extraña cárcel en que se hallaban, los tenía paralizados de horror.
Hemos dicho que la jaula estaba alumbrada gracias a cuatro lámparas que se hallaban en unas depresiones de la muralla al nivel del borde horizontal. Las lámparas estaban protegidas por tela metálica, y, sin duda alguna, alrededor de la jaula de hierro había un corredor, pues de otro modo, no hubieran podido encenderse las luces que estaban dispuestas de modo que pudieran iluminar al mismo tiempo el suelo y el techo, el cual era también de hierro.
Los Pardaillán levantaron hacia él sus ojos y lo examinaron. Y entonces sintieron mayor asombro, por no decir mayor terror.
Aquel techo en nada se parecía a un techo corriente. Estaba dispuesto también en forma de pirámide truncada y cada uno de sus plafones correspondía exactamente a los de la pirámide inferior, de modo que si hubiera caído aquel techo, habríase adaptado perfectamente al suelo, el cual era vaciado en tanto que el techo era en relieve.
En el centro de aquel techo, y precisamente encima de la fosa, sobresalía una masa de hierro perfectamente rectangular y de un largo de cinco pies, de modo que siguiendo la hipótesis de que el techo se cayera, dicha masa de hierro habría encajado exactamente en la fosa.
Todo ello formaba un conjunto aterrador, dejando presagiar a los pobres prisioneros monstruoso refinamiento de angustias.
El caballero de Pardaillán lo inspeccionó todo y confrontando lo que veía con el recuerdo de cosas que se contaban en voz baja, aunque sin creer mucho en ellas, comprendió en dónde se hallaba- Y moviendo apenas los labios exclamó:
—¡La Mecánica!
—¿Y qué, es esto? —preguntó su padre, que no sabía de lo que se trataba.
El caballero no tuvo tiempo de contestar, pues el ligero ruido que oyeran poco antes de encenderse las lámparas, se reprodujo en el silencio absoluto.
Casi al mismo tiempo oyeron a un lado de la jaula de hierro y en el exterior un rechinamiento de rueda mal engrasada que se pone en movimiento. En seguida un ruido sordo, comparable al que producen al bajarse las puertas de hierro ondulado de nuestros almacenes modernos, les hizo levantar los ojos al techo.
Entonces sus cabellos se erizaron al observar que el techo empezaba a descender. Bajaba todo de una vez con movimiento lento, pero continuo.
Pronto iban a sentir sobre sus cabezas la masa de metal formidable, y alocados tratarían de conseguir un minuto más de vida. ¿Cómo podrían conseguirlo? Descendiendo al foso. Pero entonces encajaría la masa rectangular, y serían aplastados por la espantosa presión.
El canalito serviría para recoger su sangre extravasada hasta la última gota.
El ruido de la máquina continuaba y el techo iba descendiendo.
Muy pronto se halló a un pie de distancia de la cabeza del viejo Pardaillán, que era algo más alto que su hijo. Paulatinamente fue bajando hasta hallarse a una pulgada, luego a una línea, y, por fin, le tocó los cabellos y el cráneo, obligando al aventurero a bajar la cabeza. Era necesario descender, descender cada vez más.
Con los ojos extraviados, las venas de sus sienes hinchadas con peligro de reventar, el viejo afirmó sus pies en el reborde de hierro e irguiéndose; con titánico esfuerzo, intentó lo imposible, lo absurdo, y quiso, con sus hombros, detener el descenso del techo de hierro.
Y lo imposible se realizó, pues el techo se detuvo.
Pero sólo duró algunos segundos; el viejo, derrengado por el esfuerzo, cayó de rodillas y el techo continuó bajando a los hombros del caballero, éste se apuntaló a su vez y detuvo también por algunos momentos el camino de la masa de hierro.
Mientras la detenía, dijo a su padre con voz ahogada por el esfuerzo:
—Padre, tenemos las espuelas y cuando caiga a vuestro lado, habrá llegado la ocasión.
Un segundo después la fuerza irresistible lo encorvó y lo hizo caer al lado de su padre.
Había llegado el instante supremo y los dos a la vez levantaron sus manos armadas para herirse.