VII - Gilito
HAY EN ESTE RELATO un personaje que va a representar un papel de cierta importancia, y, por lo tanto, nos vemos obligados a seguirlo en sus hechos y actos, para llegar por fin a la situación en que lo hemos dejado.
Retrocediendo, reanudaremos conocimiento con el interesante Gilito en el momento en que su tío le había cortado las dos orejas. El desgraciado quedó tendido sin conocimiento sobre el suelo húmedo del hotel de Mesmes. Ya se recordará que Gil preguntó a Damville señalando a la víctima:
—¿Qué haremos de este imbécil? ¿Le damos muerte?
—No, porque puede servirnos —contestó el mariscal.
Gil siguió, por consiguiente, a Damville, sin inquietarse por su sobrino, el cual estaba desvanecido, pero no tardó en volver en sí.
Su primer movimiento fue llevar las dos manos a las orejas, con la esperanza de que todo lo sucedido hubiera sido un sueño, pero sus manos, en vez de topar con los apéndices que, según Pardaillán, hacía mal en conservar, no hallaron más que las compresas empapadas en vino y aceite que su tío le había colocado alrededor de la cabeza.
Gilito dio un gemido.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Ya no tengo orejas! La gente se burlará de mí, sin contar que no voy a oír nada… Pero calla…, me parece que oigo mis propias palabras. Más, en fin, aunque oiga, estoy deshonrado.
Habiendo llorado de este modo sus perdidas orejas, Gilito se puso en pie y observó que, aparte del violento dolor que sentía en los dos lados de la cabeza, se encontraba perfectamente, como si no hubiera sufrido ninguna mutilación.
Cobró ánimo, y aunque estaba bastante debilitado por el dolor, preparóse a subir la escalera, cuando en lo alto divisó a su tío Gil, que, después de haber tenido una larga conversación con el mariscal, volvía a ver a su sobrino.
«Viene a matarme», —pensó tristemente Gilito—. «Sin duda el mariscal le ha dado orden de exterminarme. ¡Ay de mí! Sin duda no sobreviviré a mis orejas».
Con gran estupefacción suya, el tío se le acercó sonriendo tan amablemente como si nada hubiera ocurrido.
—¿Y qué? ¿Cómo estás, querido sobrino? —preguntó.
—Muy mal, tío.
—Valor, hombre, te cuidaremos y te curarás.
—¿Sois vos el que decís esto?
—Sin duda, ¿por qué te asombra?
—¿Entonces no queréis matarme?
—¿Y por qué, imbécil?
—¡Caramba! Monseñor es tan severo…
—Monseñor te perdona, y no contento con ello quiere darte medios para que te ganes una fortuna.
—¿Qué? —exclamó Gilito con gran asombro.
—Sí, imbécil, con la condición de que le obedezcas para hacer olvidar tu vergonzosa traición.
—¡Ah, tío! Me arrepiento de veras, os lo aseguro.
—Tanto mejor, porque si eres sincero podrás ser rico. Has visto mi cofre, ¿verdad?
—Todavía estoy deslumbrado.
—Pues todo lo que encierra es tuyo si estamos contentos de ti; es decir, si lo está monseñor.
Gilito sintió tan gran alegría que estuvo a punto de desmayarse de nuevo.
Ya se recordará, sin duda, que la avaricia era el pecado dominante de maese Gilito, y que este mismo pecado fue su perdición.
—Hablad, tío —dijo con voz temblorosa de emoción—. Estoy pronto a obedecer; ¿qué ordena monseñor?
—Ante todo, curarte.
—Bueno, ¿y qué más?
—Luego, ya veremos. Ven.
Y sosteniendo a su sobrino, Gil lo condujo a su habitación, lo hizo acostar en su propia cama y empezó a prodigarle toda clase de cuidados.
Gilito entonces vio que no le sería tan fácil como pensaba el curarse, porque apenas estuvo en la cama cuando se declaró una fiebre violenta. Deliró durante dos días, es decir, que los pasó suplicando a su tío que le devolviera las orejas y por fin éste, impacientado, acabó por amenazarlo con la mordaza.
No sabemos decir si esta amenaza hizo efecto o si la fiebre cedió un poco. El caso es que Gilito no volvió a hablar de las orejas. Al cabo de seis días la fiebre cesó. Cuatro días después las heridas estaban cicatrizadas y Gilito pudo levantarse.
Su primer cuidado fue comprar algunos gorros capaces de cubrirle enteramente la cabeza, desde la frente a la nuca, y sobre ellos se ponía el que ordinariamente llevaba.
Se miró entonces en un espejo y observó con satisfacción que aún presentaba bastante buen aspecto.
Aquel día Gilito tuvo con su tío una conversación muy larga, y a consecuencia de ella se vistió con el traje del domingo y el tío añadió:
—Ve ahora acompañado de mi bendición.
—Me gustarían más algunos escudos a cuenta —dijo Gilito.
Gil hizo una mueca, pero se los dio.
—¿Conseguirás entrar, por lo menos? —preguntó con tono muy lisonjero para su sobrino.
—Respondo de ello —dijo Gilito—; tengo un medio infalible.
—¿Cuál?
—Mis orejas.
Y dejando que su tío meditara sobre esta respuesta, Gilito se alejó.
Nuestros lectores ya han visto cómo entró en el hotel de Montmorency.
Es necesario figurarse un hotel de aquella época como una fortaleza.
Doscientos señores tenían en sus casas de París una guarnición, es decir, que en su hotel tenían cierto número de reitres[3] o de suizos. Además, sucedía a menudo que el señor alojaba a sus gentilhombres, compañeros de armas y de placeres, que lo seguían por todas partes y constituían una corte en la paz y una escolta en sus expediciones. Así era el hotel de Montmorency, el de Mesmes, en el que ya hemos introducido a nuestros lectores: el de Guisa, el de Bouillon y muchos otros que, defendidos por su guarnición, eran capaces de sostener un sitio.
El viejo Pardaillán se había alojado en el hotel del mariscal de Montmorency, y si bien sin formar parte de la guarnición de la casa, llegó a ser el alma de sus defensores.
El mariscal le dijo un día:
—Señor Pardaillán, sed nuestro gobernador general y la plaza será inexpugnable.
—Acepto, monseñor —contestó el aventurero—, y os prometo perecer bajo las ruinas de la plaza antes que rendirla.
Se ve por estas palabras cuál era el estado de ánimo de los habitantes del hotel, pero más adelante ya trataremos de eso. Por el momento sigamos a Gilito, introducido en el hotel por Pardaillán.
Al llegar a su habitación, éste se sentó a horcajadas en una silla, alargó las piernas y apoyó los codos sobre el respaldo y así examinó a Gilito, que tomó actitud digna y modesta.
—De modo —dijo Pardaillán— que crees poder sernos útil.
—Sí, señor.
—¿Y has venido a ofrecernos tus servicios?
—Sí, señor.
—Muy bien, Gilito, vamos a ver lo que se podrá hacer de ti, pero antes debo prevenirte una cosa.
—¿Cuál, señor?
—Si alguna vez descubro en ti el menor indicio de traición…
—¡Oh!
—Si te sorprendo escuchando en las puertas…
—¡Oh, no!
—Y, en una palabra, si en tus actos no hay la transparencia del cristal, te cortaré la lengua.
Gilito quedó un momento asustado por esta perspectiva, pues el desgraciado se figuraba estar a cubierto de toda mutilación ulterior. E indignado por semejante amenaza, exclamó:
—¡Pero, caballero! ¿Por qué tenéis tantas ganas de descuartizarme vivo?
—¿Qué quieres? Es mi sistema, y según parece también el de tu tío, porque por su causa te ves obligado a llevar este gorro tan feo. Pero volviendo a tu lengua, ten la seguridad de que si en alguna ocasión descubro que has contado a nadie lo que pasa aquí, te la cortaré y luego te obligaré a comértela bien frita.
Esta amenaza puso a Gilito la carne de gallina y se preguntó si no sería mejor irse enseguida, pero tuvo en cuenta que la cólera de su tío sería terrible, y, por otra parte, la visión del cofre repleto de oro que en aquel momento atravesó por su mente, le infundió ánimo bastante y resolvió arriesgarse a que le cortaran la lengua.
—¿En qué piensas? —preguntó Pardaillán, que lo observaba atentamente.
Gilito, a pesar de la resignación que de antemano trataba de adquirir, no pensaba sin amargura en el singular destino que amenazaba hacer de él un ser fenomenal a fuerza de verse mutilado, y contestó:
—Pienso, señor, en lo que podría deciros para convenceros de mi buena fe. Ahora que todavía tengo la lengua, quisiera poder expresaros con ella mi obediencia y fidelidad.
Pardaillán se echó a reír.
—No veo, señor —contestó Gilito ofendido—, lo que pueda haber de risible en las amenazas que me habéis hecho el honor de dirigirme. Ya no tengo orejas. Si me cortáis la lengua, ¿qué me quedará?
—Pero, imbécil, ¿no te he dicho que si me eres fiel no te sucederá nada?
—Es verdad —contestó Gilito.
—Ahora, veamos. ¿Qué servicios puedes prestarme? Habla sin ambages.
—Pues bien, señor. No he dejado de observar que estáis un tanto enemistado con monseñor de Damville y creo que, si pudierais matarlo, no vacilaríais en hacerlo. En cambio, puedo afirmar que si caíais en manos de mi antiguo señor, no pasarían cinco minutos sin que os balancearais en el extremo de una cuerda, cosa que yo sentiría en el alma.
—Continúa, Gilito, pues me gusta oírte.
—Gracias, señor. Supongo, pues, que os gustará estar al corriente de los hechos de monseñor de Damville, así como conocer sus intenciones.
—Veo que eres menos bestia de lo que pareces, Gilito.
—¿Mi oferta os conviene?
—¿De modo que tú te ofreces a informarme de lo que pasa en el hotel de Mesmes?
—Precisamente, señor.
—Pero supongo que después de lo sucedido no podrás volver allí.
—Es cierto. Tal cosa quizá me costaría la vida, porque monseñor y mi tío, no contentos con haberme mutilado, me amenazaron con ahorcarme si reaparecía en su presencia.
—¿Cómo te las vas a arreglar entonces?
—Supongo, señor, que sabréis que cuando una mujer anda de por medio en un asunto, consigue lo que se propone.
—Es verdad.
—Pues bien, hay una joven en el hotel de Mesmes llamada Juanita.
—¡Ah, ya! —exclamó Pardaillán recordando el relato de su hijo.
—Y esta Juanita me ama y en breve debemos casarnos.
—¿Te ama? Es imposible.
—¿Y por qué, señor? —preguntó Gilito asombrado.
—Porque Juanita, a juzgar por lo que sé, es una muchacha muy lista.
—¿Y me encontráis demasiado insignificante para ser amado de ella, verdad? Os doy las gracias, señor, pues éste es el mejor elogio que han dirigido a mi prometida.
—A fe mía, Gilito, estaba engañado acerca de ti. Me figuraba que eras tonto y veo que no.
«Cuidado, Gilito», —se dijo éste—. «Procura que no desconfíe».
—Sea como fuere, señor, Juanita me ama y puedo conseguir que haga lo que yo quiera. Y como es una chica muy lista, averiguará todo lo que se dice, se hace y se piensa en el hotel de Mesmes, y cuando me lo haya dicho, os lo transmitiré.
—Admirablemente, Gilito; te proclamo tan astuto como el propio Ulises.
—¿Os convienen, pues, mis proposiciones? —preguntó Gilito con cierta inquietud.
—Sí. ¿Y qué pides en cambio?
—Ya os lo he dicho; que me ayudéis a vengarme de mi tío, que me cortó las orejas.
—Bueno, te prometo entregártelo atado de pies y manos. ¿Y qué le harás?
—Lo mismo que él a mí —contestó ferozmente Gilito.
—¡Bravo! ¿Y cuándo quieres entrar en campaña?
—Inmediatamente.
—Bueno. Ahora fíjate en que si estoy contento de ti, no solamente te vengarás de tu tío, sino que te daré más escudos de los que puedas desear.
Gilito escuchó estas palabras con tal acento de alegría, que acabó de engañar completamente al aventurero. Es necesario añadir que Gilito, astuto como su tío, había representado admirablemente su papel, y Pardaillán, convencido de sus buenas intenciones, lo hizo instalar en el hotel, que desde entonces albergó un traidor.
Gilito no perdió tiempo. Pasó el resto del día en estudiar el plano del hotel de Montmorency y al día siguiente salió después de decir a Pardaillán que iba a visitar a Juanita. Dirigióse, en efecto, al hotel de Mesmes, deteniéndose de vez en cuando para asegurarse de que no lo seguían.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Gil.
—Que ya he entrado en la plaza, tío.
El intendente miró a su sobrino con cierta admiración. Luego fue en busca de papel, pluma y tinta, instaló a Gilito ante una mesa y le dijo:
—Explícate.
Gilito obedeció, es decir, que trazó el plano del hotel de Montmorency, y a pesar de no ser ninguna maravilla de dibujo, no por eso era menos claro.
Entre tanto Gil iba tomando notas.
—A la izquierda, tío, hay un gran edificio, destinado a los hombres de armas y a los caballos.
—¿Cuántos hombres hay?
—Veinticinco, tío, y bien armados con arcabuces.
—Bueno, continúa.
—Fijaos, tío —dijo Gilito—. Este otro edificio que os señalo detrás de la casilla del suizo.
—¿Y qué tiene?
—Sirve de habitación para unos diez gentilhombres amigos del mariscal que han venido a instalarse en el hotel para todo lo que pueda ocurrir.
—En conjunto son treinta y cinco hombres —observó Gil.
—Precisamente. Pero esto no es todo, o, mejor dicho, no es nada.
—¿Acaso hay otra guarnición?
—Hay el señor caballero y su padre —dijo Gilito.
—Bueno, ¿y qué?
—Pues que los dos Pardaillán valen por sí solos tanto como los treinta y cinco hombres de armas.
—Tal vez. ¿Y qué habitaciones ocupan?
—Esperad, tío. El segundo piso del edificio, reservado a los gentilhombres, está ocupado por unos quince lacayos. Ahora fijaos en que las cuadras y las habitaciones de los hombres de armas están separadas de las de los gentilhombres por este cuadrado que representa un patio, en el fondo del cual se levanta el edificio del hotel, es decir, la parte ocupada por el señor mariscal de Montmorency. Fijaos en que este edificio no toca con las dos construcciones restantes, de modo que el hotel está completamente aislado. Detrás hay un jardín.
—Ya lo veo. Ahora háblame del edificio aislado.
—Allí, como os digo, habita el mariscal, y en una de las habitaciones que dan al jardín están las dos damas, y, además, en la misma casa viven los dos Pardaillán.
Y como ya había acabado de dibujar el plano, Gilito lo entregó a su tío.
El mariscal de Damville conocía perfectamente el hotel de Montmorency, de modo que el trabajo de Gilito no le iba a servir para otra cosa que para estudiar la distribución de las fuerzas que custodiaban el edificio.
El intendente no regateó los elogios a su sobrino y añadió:
—Ahora es preciso estar al corriente de todo lo que sucede allí. Arréglate, pues, para venir cada dos o tres días, y cuando llegue la ocasión, ya te diré lo que debes hacer.
Gilito se marchó del hotel convencido de que su fortuna estaba hecha.
—¿Qué diré a Pardaillán? —se preguntó durante el camino.
Y de pronto una idea cruzó su cerebro.
—Toda vez que van a darme un tesoro por contar lo que sucede en el hotel de Montmorency, ¿por qué no he de relatar al señor de Pardaillán lo que se dice en el hotel de Mesmes?
Esta idea le pareció genial. Y se dijo a sí mismo que ya no era posible hallar mejor combinación que le permitiría obtener dos recompensas.
Por lo tanto, al entrar en el hotel de Montmorency, se apresuró a decir a Pardaillán:
—Tengo muchas nuevas que contaros, caballero. Acabo de ver a Juanita y estoy seguro de que mis noticias van a interesaros.
«Decididamente», —pensó Pardaillán— «este muchacho es una buena adquisición».