XXXVII - «Aqui se mata».
GUISA NO HABÍA PERDIDO TIEMPO. Saliendo a las tres de su palacio, acababa de llegar al de Coligny. Dio varios rodeos; de vez en cuando, se detenía para escuchar y parecía esperar. Por el camino, y a fin de entretener a sus hombres, hacía matar a todos aquéllos que no gritaban «¡Viva la misa!» y que no llevaban una cruz blanca en el sombrero. ¿Qué esperaba? Tal vez se figuraba poder marchar contra el Louvre. Una de las veces que se detuvo, llegó un hombre al galope de su caballo, fue a colocarse a su lado y le dijo en voz baja:
—No hay nada que hacer, monseñor. El preboste ocupa la Casa de la Villa con importantes fuerzas y las tropas de la reina están en camino.
Guisa exclamó a media voz y con sorda irritación:
—¡Maldición! A ver si habré sacado las castañas del fuego para ese miserable Carlos. Vamos, continuemos.
E hizo tomar el trote a su caballo. Seguido de sus caballeros, pasó como una exhalación, mientras a su alrededor se oían gritos, diciendo:
—¡Viva Guisa! ¡Viva el sostén de la Iglesia!
En la calle de Bethisy estaban llenas de hugonotes las casas vecinas del palacio de Coligny, pero allí el trabajo estaba ya hecho, porque tres de aquéllas ardían ya y doscientos cadáveres estaban diseminados por el arroyo. Guisa y sus soldados llegaron al trote y, por fin, se detuvieron en la puerta del palacio, sobre la cual alguien había trazado con yeso:
«Aquí se mata».
—¿Ves? —dijo Guisa dirigiéndose a un coloso que estaba a su lado, que no era otro que Bemia.
—Sí —contestó éste.
En aquel momento llegó el duque de Aumale, escoltado por Sarlabous, gobernador del Havre, y cien caballeros más.
—¿Está ya? —preguntó Aumale.
—Va a hacerse —contestó Guisa.
Todos echaron pie a tierra y el duque de Guisa, con el pomo de su espada, llamó a la puerta, que se abrió enseguida. Cosseins apareció rodeado por sus guardias que el rey dejara para proteger a Coligny.
—Monseñor —dijo Cosseins—. ¿Es preciso empezar?
—Sí —contestó Guisa.
Inmediatamente los guardias, confundidos con los hombres de Guisa, se lanzaron al palacio llevando la espada desnuda en una mano y una antorcha encendida en la otra. Bemia, seguido por unos diez guardias, dirigióse a las habitaciones del almirante.
Entonces se oyeron los gritos de los servidores a quienes se daba muerte. Durante algunos minutos resonaron en el palacio gritos de agonía, más luego reinó un extraordinario silencio. Bemia y los suyos, entre los cuales estaba Attin, de la casa de Aumale, llegaron ante la cámara del almirante. Tras ellos iba Cosseins, el capitán de guardias del rey. La tropa se detuvo un momento, pues ante la puerta, y espada en mano, los esperaba Teligny, yerno de Coligny.
—¿A quién buscáis? —preguntó con tranquila voz.
—Al Anticristo —contestó Bemia.
Teligny se precipitó sobre él, pero antes que pudiera dar dos pasos, cayó herido por diez puñaladas.
—¡Está muerto! —dijo Cosseins inclinándose sobre él.
Teligny no estaba muerto, pero agonizaba. Abriéronse sus ojos y fijándose en Cosseins, que lo miraba, hizo un esfuerzo para exclamar:
—¡Traidor!
Y al mismo tiempo escupió a la cara del capitán y luego expiró. Cosseins se incorporó y retrocediendo se limpió el rostro.
Entre tanto, Bemia abrió la puerta de un empujón y entró.
Coligny estaba en la cama y la habitación en que se hallaba la iluminaban dos grandes candelabros.
Medio incorporado sobre la almohada, el almirante estaba tan tranquilo y majestuoso, que los asesinos sintieron cierta vacilación. A su lado, el pastor Merlin leía un libro de oraciones y Coligny, a pesar de que hacía ya una hora que oía el espantoso tumulto y había comprendido la terrible verdad, a pesar de ello, repetimos, no trató de huir, pues Cosseins había apostado guardias en todas partes.
Cuando vio entrar a Bemia, volvióse hacia el pastor y le dijo con voz en extremo tranquila:
—Creo que ya es tiempo de recitar las preces por los difuntos.
Merlin hizo un signo de aprobación y volvió algunas páginas de su libro. En el mismo momento Attin le hundió el puñal en el cuello y el pastor cayó muerto sin proferir una queja.
Bemia se acercó riendo ferozmente al lecho del almirante. Tenía una daga en su mano izquierda y una jabalina[5] de caza en la derecha.
—Quien a hierro mata, a hierro muere —dijo Coligny mirando a Attin, que acababa de matar al pastor.
Entonces Bemia levantó la jabalina, y como pareciera vacilar en herir al anciano, cuyo aspecto era tan tranquilo y majestuoso, éste le dijo:
—Hiere, verdugo. No me quitas mucha vida.
—¡Mata, mata! —gritaron los asesinos que estaban en la habitación.
Bemia arrojó su arma y la jabalina atravesó el cuello del almirante. Salió un chorro de sangre y entonces el miserable, ya ebrio, empezó a herir el cadáver repetidas veces, mientras sus compañeros pillaban lo que podían.
—¡Bemia! —gritó desde abajo la voz de Guisa—. ¿Has terminado?
Bemia se encarnizaba con el cadáver, cuya cabeza estaba casi desprendida del tronco.
—¡Bemia, Bemia! —repitió Enrique de Guisa—. ¿Está ya hecho?
Bemia entonces se detuvo y su rostro bestial expresó satisfacción al contemplar su obra. Cogió el cadáver de aquel hombre justo y bueno que acababa de ser su víctima, lo sacó de su cama y lo llevó precipitadamente a la ventana, cuya vidriera había sido destrozada.
—Ya está —gritó Bemia asomándose.
Y apareció a la confusa luz de las antorchas, al nacer el día, en aquella mezcla de extraña luz diurna, de luz roja y de humo, con el cadáver ensangrentado en sus brazos.
Salvaje aclamación proferida por las gentes del patio saludó su aparición. Durante algunos minutos no se oyeron más que los alaridos furiosos de las gentes allí congregadas.
Con los cabellos erizados de horror y figurándose sufrir una pesadilla, el caballero de Pardaillán y el viejo aventurero oyeron gritar:
—¡Viva la misa! ¡Viva el defensor de la Iglesia!
Cuando el silencio se hubo restablecido, oyóse la voz del noble Enrique de Lorena, duque de Guisa, que gritaba a Bemia:
—Está bien. Échalo para que lo veamos.
Bemia obedeció. El cadáver cayó sobre las losas del patio. Guisa, Aumale, Montpensier y otros veinte se inclinaron.
—Es él —dijo Guisa—. Ya sabía que un día u otro mí linaje pondría su pie sobre tu cabeza. ¡Toma, toma!
El tacón dio dos golpes sobre la frente del cadáver.
—¡Miserable! —exclamó una voz.
Y en el segundo de silencio y estupefacción que siguió a tal apostrofe, Pardaillán avanzó hacia el duque y añadió:
—Tu padre se llamaba «el Acuchillado». Tú te llamarás «el Abofeteado».
Su mano se levantó y cayó con fuerza sobre la mejilla de Guisa, y el bofetón resonó como un trueno.
Inmediatamente se oyeron terribles gritos y centenares de puñales y espadas se levantaron para castigar al agresor.
Pardaillán se había puesto en guardia dispuesto a morir, pero no tuvo tiempo de dar el primer golpe y los brazos levantados contra él no pudieron herirlo. El caballero, en el preciso instante en que resonaba el bofetón, se sintió llevado hacia un agujero negro y oyó un choque violento y sonoro.
Aquel agujero era una puerta abierta y la fuerza que cogiera al caballero, como la ráfaga puede coger a una hoja, era el aventurero. El choque sonoro era una puerta que el viejo Pardaillán empujó con el pie en el instante en que los perseguidores, tropezando unos con otros, iban a apoderarse de los dos Pardaillán.
Inmediatamente, los perseguidores asestaron terribles golpes contra la puerta, que no podría resistir más de dos minutos.
—Siempre serás el mismo —dijo el aventurero subiendo los escalones que se presentaban ante él y obligando a su hijo a que lo siguiera.
En el patio, Enrique de Guisa gritó:
—Cincuenta hombres para registrar el palacio. Quiero tener las cabezas de esos dos hugonotes dentro de una hora. Los demás, que me sigan a Montfaucon.