IX - En que todo el mundo es feliz

HA LLEGADO EL MOMENTO en que, a semejanza del viajero que sube una cuesta muy empinada, debemos rogar al lector que recobre el aliento con nosotros y examine desde lo alto el conjunto de la situación. Podríamos compararnos también a un ajedrecista que en el momento de poner en movimiento a los peones u otras piezas que le harán ganar o perder la partida, examina cuidadosamente la posición de cada una de ellas.

Así, pues, se precisa dirigir una mirada general sobre la situación de nuestros personajes, pero antes nos permitiremos hacer una observación a los lectores.

Este relato está íntimamente ligado a una catástrofe histórica: hemos usado de nuestros derechos de imaginar, no para inventar, sino para reconstruir los hechos y los personajes por los datos que acerca de ellos nos ofrecen los documentos de la época.

Dicho esto, volvamos a la cima de nuestra montaña y examinemos la situación a vista de pájaro. Empecemos por Catalina de Médicis, que es la verdadera protagonista de este drama. La reina, gracias a una lenta maniobra, se halla en vísperas de que ocurra un doble suceso que debe, según ella, acarrear la exterminación de los hugonotes y la muerte de su hijo Diosdado.

Catalina no preparó durante mucho tiempo esta matanza, pues, como ya hemos visto, era en el fondo escéptica en religión y nada le hubiera importado oír la misa en francés, pero habíase desarrollado una terrible rivalidad entre ella y Juana de Albret. Hasta la muerte de esta última, Catalina creyó firmemente que ambicionaba el trono de Francia. Se sirvió de los odios religiosos, pero casi no intervino en provocarlos. Al principio no pensó más que en desembarazarse de su rival, pero en cuanto los hugonotes estuvieron en París y ella los tuvo en su poder, se preguntó si no había llegado la ocasión de exterminarlos de una vez.

Se preparaba, pues, la destrucción sin que estuviera definitivamente resuelta. Catalina temía que los hugonotes fuesen capaces de sostener las pretensiones que se figuraba tenía Enrique de Bearn.

Temía a los Guisa, a quienes creía también ambiciosos del poderío real.

Y por fin, estando en correspondencia constante con Roma, sufría, tal vez sin darse cuenta, la presión del Santo Oficio Inquisitorial.

Hacer exterminar a los hugonotes por los Guisa y a éstos por los hugonotes, asegurar la desaparición de su hijo, el conde de Marillac, y obtener para siempre el decidido apoyo de Roma, tal era su proyecto, en líneas generales. El resultado de la victoria era colocar en el trono al duque de Anjou, pues daba por descontada la muerte de Carlos IX, y entonces podría gobernar en realidad, en nombre de su hijo preferido.

Estaba a punto de recoger los frutos de tan laboriosa combinación: por Alicia y Panigarola, tenía sujeto a Marillac; Carlos IX, asustado, tembloroso y persuadido de que los hugonotes conspiraban para darle muerte, se convertía en dócil instrumento de los planes de su madre; por su parte, los Guisa estaban dispuestos a echarse a la calle empuñando la antorcha y la espada.

Por estas razones, Catalina estaba más tranquila y era más feliz que nunca. Sus impaciencias habían cesado y esperaba tranquilamente la llegada de la ocasión deseada.

Si de la reina pasamos al conde de Marillac, vemos que éste acaba de recibir el doble golpe de una felicidad imprevista. El pobre joven se figuraba haber conmovido, por fin, el corazón de su madre, y Catalina lo distraía con la semiconfesión de su maternidad. Por otra parte, el conde había recobrado todo su tranquilo amor para Alicia. Las sospechas vagas e imprecisas que pudo concebir, se desvanecieron al soplo de Catalina. No cesó un momento en adorar a Alicia de Lux, pero ahora estaba seguro de ella, y, además, se acercaba la fecha de su casamiento. ¿Qué haría Luego? ¿Se quedaría en la corte de Francia como deseaba? ¿O bien se marcharía al extranjero como lo pedía su prometida? No lo sabía aún. Lo cierto es que Alicia era pura, que lo amaba, y ante la felicidad, el resto importaba poco. No obstante, un gran pesar vino a turbar su felicidad: la muerte de Juana de Albret, es decir, la persona a quien hasta entonces había venerado, pero aun este pesar se mitigaba notablemente cuando Marillac pensaba que había hallado una madre y una prometida.

Este también era feliz.

En cuanto a Alicia de Lux, la muerte de Juana de Albret le ahorró la más dolorosa preocupación, pues únicamente la reina de Navarra podía tener interés en separarla del conde y tan sólo ella podía denunciarla. Una vez la reina muerta, Alicia respiró.

La pobre también estaba persuadida de que, después de tantas tempestades, había llegado al puerto de felicidad conquistado con tanta pena.

Carlos IX esperaba sin impaciencia el gran suceso que le prometía su madre. No sabía exactamente lo que iba a suceder, pero creía que tal acontecimiento debía consolidar su trono. Imaginábase que ya no habría más intrigas, preocupaciones ni guerras; que podría correr por los bosques, dedicarse a la caza sin preguntarse a cada momento si uno de sus compañeros no lo mataría de un tiro; podría estudiar nuevos aires de caza, y en fin, vivir a su antojo.

Entonces se figuraba que las espantosas crisis que a la menor emoción lo sumían en delirios tan pronto furiosos como desesperados, no se renovarían más. Reinaría sin enemigos y emplearía el resto de su vida en rodearse de las comodidades que un pueblo entero podía ofrecerle en riquezas, genio, ciencia y arte. Rodeado de poetas porque le gustaban los versos buenos; de cinceladores y de orfebres, pues era aficionado a los trabajos sobre metales; de cazadores, pues era feliz corriendo al aire libre, descansaría de los hierros artísticos con la caza, de ésta escribiendo poesías, de la literatura tocando el cuerno, y así se prometía ser perfectamente feliz. Ya no habría más disputas de hugonotes o católicos; no lo rodearían hombres de armas y no habría más amenazas ni se derramaría más sangre.

Podría ir vestido de burgués y recorrer solo la ciudad de París; detenerse de vez en cuando en alguna hostería, y, por fin, irse a casa de María Touchet, a la que amaba sin apasionamiento, pero con profunda ternura. He aquí lo que soñaba aquel niño de veinte años; por lo demás, tenía sus consejeros, sus parlamentos, sus cancillerías y sus ministros que se ocuparían en la administración de su reino.

He aquí lo que le habían prometido y lo que esperaba, sin forjarse, no obstante, grandes ilusiones, pues creía que no era verdad tanta belleza. Pero, en fin, su madre era tan enérgica en sus promesas que no dudaba que hubiera realmente algún suceso próximo. El gran rey Carlos IX esperaba la felicidad.

Precisamente en aquel período estaba siempre sonriente. Sonreía a los católicos, a los hugonotes, a su madre, a su hermano d’Anjou, a quien detestaba, a Enrique de Bearn, a quien temía, a Coligny, que quería asesinarlo, según lo que Catalina le había dicho. Carlos era feliz por anticipado y sus sonrisas sinceras. Tenía buen semblante, es decir, que en vez de estar lívido como de costumbre, sólo estaba pálido.

Parecía que hubiera en sus ojos cierto orgullo que asombraba a sus cortesanos, inquietaba a Guisa y hacía reflexionar a Catalina. Todos, en el Louvre, se preguntaban por qué Carlos estaba tan orgulloso y por qué se atusaba el bigote con aire conquistador.

La causa de ello, era una circunstancia que toda la corte ignoraba.

María Touchet había dado a luz un robusto niño. Carlos IX era padre. Otro Valois había llegado al mundo, y el rey pensaba en el título que podría conferirle.

María Touchet, que amaba al rey y que no gustaba de grandezas, soñaba una existencia dulce y sencilla en que su Carlos no fuera rey, sino simplemente un burgués acomodado. Por esta razón suplicó a su real amante que ni hiciera la desgracia del niño marcándolo, por decirlo así, con un título que más tarde le daría a comprender su nacimiento, despertando en él funestas ambiciones, pero el rey sonrió. Quería que el hijo de su amor se aproximara lo más posible al pueblo. Quería ocuparse en aquel hijo, y para ello era preciso que se realizara por fin la era de paz profetizada por su madre.

Examinemos la vivienda de María Touchet. Ésta era una hija del pueblo con todas sus delicadezas. En la sombría tragedia que se desarrolló aquel año de gracia de 1572, es la única figura que el historiador puede evocar con gusto, pensando que la humanidad de aquella época no fue una excepción de espanto y horror, pues entre tales demonios se hallaban también ángeles como ella.

Si penetramos en su casa, la hallaremos inclinada sobre la cuna de su hijo, pues no vive más que para él.

¡Qué calma en aquella casa, qué aseo y qué modestia no exenta de coquetería!

Los muebles del dormitorio eran de nogal y en la cunita estaba el pequeño duque de Angulema. Encima de su cuna se veía, colgado en la pared, un buen retrato de Carlos IX vestido de burgués. El rey sonreía en su cuadro y María le sonreía a él cuando, desviando la mirada de la cuna del niño, la dirigió al retrato del padre.

Panigarola, en su convento, meditaba la destrucción de los hugonotes y la muerte de su rival Marillac. El fraile incrédulo resulta un tipo extraño, pues impulsado por el odio y el amor, se había convertido en terrible instrumento de la Santa Inquisición.

Su fogosa elocuencia, decuplicada por la pasión que lo dominaba, lanzaba desde lo alto del púlpito oleadas de odio, y mientras tronaba contra los hugonotes, no pensaba más que en uno, en Marillac. Se acercaba la hora en que el rival sucumbiría y Alicia, por fin, le pertenecería purificada y regenerada por la sangre de una vasta hecatombe. Y pensando estas cosas era feliz.

El duque de Guisa se preparaba para el golpe de mano. Su plan era extraordinariamente sencillo: el rey parecía resistir al movimiento de fe apostólica y romana que quería salvar la Iglesia exterminando al mismo tiempo la Reforma. Tal movimiento debía originar alguna gigantesca batalla en las calles de París.

Entonces él, Guisa, acusaría formalmente a Carlos IX de connivencia con los hugonotes; se haría nombrar capitán general del ejército católico, y cuando los arroyos de las calles se transformaran en ríos de sangre, y cuando el pueblo estuviera desencadenado, marcharía contra el Louvre y destronaría al rey impopular, al rey de los hugonotes; el mariscal Tavannes estaba con él; Damville le ofrecía tres mil caballeros que se hallaban en camino y cuatro mil arcabuceros. Guitalens, gobernador de la Bastilla, preparaba ya su mazmorra más segura para encerrar a Carlos IX… y cuando el rey quisiera defenderse iría a detenerlo Cosseins.

Entonces Guisa haría cesar la matanza, con lo cual se granjearía el amor de los católicos a quienes habría azuzado y el de los hugonotes que se salvaran.

Y como Francia no podía vivir sin monarquía, y, por otra parte, su tío, el cardenal de Lorena, había establecido de un modo indudable la genealogía que lo haría descender de Carlomagno, Enrique de Guisa sería rey…

Todo estaba preparado; sólo faltaba esperar el momento propicio.

El mariscal de Damville se preparaba también. Del fondo de su gobierno hacía llegar tropas numerosas: cerca de siete mil hombres que ofreciera a Guisa para la deposición de Carlos IX, y gracias a su astucia tales tropas se habían puesto en camino por deseo expreso del rey.

Damville había solicitado y obtenido un puesto en el ejército que Coligny debía conducir a los Países Bajos, contra España, representada por el duque de Alba. Y el rey, al principio sincero, pero cuyas ideas fueron luego trastornadas por su madre, el rey, repetimos, que deseaba la muerte de Coligny, trataba de hacerle creer todavía que la expedición tendría lugar. Damville asistiría, pues, a la matanza en París y prestaría su ayuda a Enrique de Guisa.

Si éste hallaba la muerte, Damville trataría de reemplazarlo audazmente y soñaba con llegar al Louvre cubierto de sangre, arrancar a Carlos la corona y ceñirla en sus propias sienes.

Si, por el contrario, Guisa vivía y obtenía éxito, Damville se contentaría con ser el principal personaje del reino después del rey. Se le concedería un virreinato de todas las comarcas más allá del Loire y sería condestable y teniente general de todas las tropas. Además, le serían entregados dos millones de libras. Pero lo que sobre todo deseaba Damville era aniquilar a su hermano.

En efecto, Damville odiaba tanto a su hermano que hubiera dado todos sus honores y riquezas por verlo sufrir. Pero por fin iba a llegar la ocasión. Damville se había reservado el ataque del hotel de Montmorency, en que viviera su padre, e intentaba reducirlo a cenizas después de haber apresado a su hermano, a quien daría muerte con sus enemigos. Luego se llevaría a Juana de Piennes a su virreinato.

Véase, pues, que Montmorency estaba comprendido en la matanza a pesar de no ser hugonote, si bien, en cambio, era sospechoso.

El partido moderado que quería la paz, lo consideraba su jefe natural, y, además, ¿había necesidad de ser hugonote para verse condenado? ¿Acaso no era digna de ser quemada cualquier casa en la que se pudiera robar algo?

La historia nos dice que Montmorency fue comprendido en la matanza, porque era jefe de los Políticos, pero la historia es una charlatana muy frívola y superficial. Nosotros afirmamos que Montmorency fue condenado porque debía satisfacerse en él un odio. Damville, pues, en aquel período que trataremos de historiar, esperaba que su odio y su amor recibirían satisfacción del mismo golpe. Entre tanto no descuidaba ninguna precaución y por medio de Gilito consiguió introducirse en el hotel de Montmorency y sabía de este modo lo que hacía y pensaba su hermano, cosa que le permitía tomar las medidas convenientes.

Gilito espiaba activamente, pero había una cosa de la que no podía informar a su tío por la razón de que no la había averiguado. Y aquella cosa que tal vez hubiera trastornado completamente los planes de Damville, era que la desgraciada Juana estaba loca.

Penetremos ahora en el hotel de Montmorency.

Allí están cinco personajes que nos interesan y que esperamos también interesen al lector.

Por de pronto, nuestros dos héroes enamorados: el caballero de Pardaillán y Luisa de Piennes de Montmorency.

Después de haberse confesado su amor, apenas se hablaban. ¿Acaso había necesidad de ello? No había un solo pensamiento del caballero que no estuviera consagrado a Luisa y ni un latido del corazón de ésta que no fuese para el caballero. Los dos lo comprendían así, y aun cuando se dijeran cosas insignificantes, todo proclamaba su amor. Ni uno ni otro parecían darse cuenta de la espantosa tempestad que se cernía sobre sus cabezas. En cuanto a Luisa, moriría sin percatarse de ello mientras él estuviera a su lado. ¿Y qué peligro podía existir estando él allí? La joven no tenía confianza, sino que era la confianza personificada.

En cuanto al caballero, seguro del amor de Luisa no creía deber temer nada de la fortuna adversa, pero, sin embargo, no estaba aún seguro de poder casarse con ella. El mariscal de Montmorency había declarado que la joven estaba destinada al conde de Margency. El caballero de Pardaillán no conocía a este conde, pero haría lo posible para encontrarlo y disputarle su prometida, espada en mano.

Entre tanto vivía feliz, si bien constantemente alerta… Cuando pensaba en ello, hallaba muy natural que Luisa lo amara; las cosas debían ser así… En otros momentos, por el contrario, se asombraba de ser amado por la joven.

Todo ello no le impedía buscar activamente dos cosas. La primera, el medio de salvar definitivamente a Luisa, es decir, sacarla de París; y la segunda, saber quién era el conde de Margency, destinado por el mariscal a esposo de Luisa.

Mientras tanto el viejo Pardaillán estaba al acecho. Hacía maniobrar a Gilito y formaba un plan que no tardaremos en ver desarrollado ante nosotros. El viejo zorro estaba inquieto, pues olfateaba vagamente algún peligro. En el fondo confiaba en su astucia, pero ya lo veremos en la acción.

La pobre Juana estaba loca y era tal vez la más feliz de todos, pues su locura la transportó a los hermosos días de su primera juventud. Se figuraba estar en Margency. Por un fenómeno bastante raro, se había restablecido enteramente su salud física. Los ataques de ahogo habían desaparecido; el corazón latía con normalidad.

El mariscal de Montmorency, alejado de los hugonotes por haber renunciado a asociarse a la empresa de Enrique de Bearn cuando la paz no estaba hecha, era, por otra parte, odiado de la corte, que lo acusaba de benevolencia hacia los hugonotes: los partidos políticos no comprendían la independencia de un hombre influyente, pues era preciso poner tal influencia al servicio de uno u otro.

Pero Francisco de Montmorency no buscaba la estima ni la admiración de sus conciudadanos, por la sencilla razón de que no los estimaba ni los admiraba. Había visto demasiadas ambiciones alrededor del trono, demasiados pensamientos criminales, hipocresías y sentimientos de ferocidad: no soñaba más que en retirarse a su castillo.

He aquí, pues, de un modo general, cuál era la posición de todos los personajes principales.