XXVIII - El mesías de la Santa Inquisición

LA REINA, AL SALIR DEL TEMPLE, entró secretamente en el Louvre donde la esperaban algunos señores a quienes ella misma citara para las ocho. La orden de suspender el interrogatorio de los Pardaillán fue para ella una gran contrariedad, pues había esperado sorprender por fin la prueba de la traición de Guisa y de antemano había preparado un golpe teatral que debía poner a este último a su entera disposición.

Aplazando para más tarde los proyectos y apartando de su espíritu metódico toda preocupación de este género, llegó al Louvre sin que nada en su rostro, o en su actitud, revelara que acababa de experimentar terrible contrariedad. Pasando por el corredor secreto llegó a su oratorio, en donde la esperaba su camarera florentina.

—¿Quién está ahí? —preguntó la reina señalando la puerta de su gabinete.

—Monseñor el duque de Anjou, el duque de Guisa, el duque de Aumale, el señor Birague, el señor Gondi, el mariscal Tavannes, el mariscal Damville el duque de Nevers y el duque de Montpensier.

—¿Dónde está Nancey?

—En su puesto, con los cien guardias.

—¿Qué hace el rey?

—Su Majestad ha salido esta mañana temprano. Lo he sabido por Loriot, que vigila la poterna, pero todo el mundo en el Louvre cree que el rey duerme.

Catalina levantó una colgadura y vio a Nancey, su capitán, empuñando la espada desnuda. Hizo un gesto de satisfacción y sentándose ante la mesita que soportaba un pesado misal, se aseguró de que su puñal estaba al alcance de su mano y dijo:

—Avisad al señor duque de Guisa que lo espero.

Dos minutos más tarde entraba el duque suntuosamente vestido, como de costumbre, y se inclinaba ante la reina con aquella gracia altanera y algo burlona que afectaba ante Catalina de Médicis.

La reina se armó con su sonrisa más encantadora y designó una silla al duque, el cual, sin hacerse rogar más, se sentó, apoyó un puño en el costado y miró fijamente a la reina, como de igual a igual.

Transcurrió un minuto de silencio durante el cual la reina trató de hacer bajar los ojos al duque, más no pudo conseguirlo.

«Seguramente ya se cree rey» —pensó.

Enrique era un hombre muy hermoso, el verdadero retrato de su madre Ana d’Este, duquesa de Nemours. Era muy joven aún para ser malo, pero ya la astucia brillaba a veces en su mirada, destruyendo la armonía de fuerza y violencia que a la sazón parecía ser la base de su carácter. Vestía magníficamente y sostenía una casa más fastuosa que la del rey, llevaba triple collar de perlas de inestimable valor y la guarda de su espada estaba llena de brillantes. Su vestido componíase de sedas y terciopelos de elegantísimos colores. Inclinaba la cabeza atrás, cerrando a medias los ojos, cuando hablaba a las gentes, como si hubiera querido dejar caer sus palabras desde mayor altura. Todas sus actitudes respiraban confianza, fuerza y orgullo, y para decirlo todo, tenía en aquella época la certeza absoluta de subir al trono de Francia. Viendo la reina que no podía hacer bajar la mirada a su interlocutor, resolvió, por lo menos enfriar sus esperanzas.

—Señor duque —dijo con voz glacial—, sin duda os habéis ya enterado de que el rey, vuestro señor, está decidido a limpiar el reino de los herejes que por él pululan.

—En efecto, señora, conozco esta resolución, que me contenta mucho, aun cuando sea un poco tardía.

—El rey es dueño de escoger la hora que mejor le plazca, pues con mejores títulos que los intrigantes y conspiradores, conoce la hora propicia para herir a los enemigos de la Iglesia y del trono.

Guisa no pestañeó y continuó sonriendo.

—Ahora, decidme —continuó la reina—. ¿Puede el rey contar con vuestro concurso?

—Ya lo sabéis, señora. Mi padre y yo hemos hecho bastantes sacrificios por la Religión para que no se pueda sospechar que voy a retroceder en el último instante.

—Bien, caballero. ¿De qué queréis encargaros?

—De Coligny —dijo fríamente Guisa—. Quiero mandar su cabeza a mi hermano el cardenal.

Catalina palideció. Ella había prometido enviarla a los inquisidores y Guisa se la quitaba. No obstante, no dejó traslucir ninguna de sus impresiones y contestó:

—Sea. Obraréis al oír la señal convenida. El toque de rebato de Saint-Germain-L’Auxerrois.

—¿Esto es todo, señora?

—Sí —contestó Catalina—. No obstante, como vos sois uno de los apoyos del trono y el hijo amado de la Iglesia, quiero daros cuenta de las precauciones que he tomado para el caso de que el Louvre sea atacado… por los condenados hugonotes. ¡Nancey!

En el acto compareció el capitán de guardias de la reina.

—Nancey —preguntó la reina—. ¿Cuántos arcabuceros tenemos actualmente en el Louvre?

—Mil doscientos, señora.

Guisa sonrió.

—¿Y además…? —preguntó Catalina mirando al duque de soslayo.

—Luego —continuó Nancey—, tenemos dos mil suizos, cuatrocientos ballesteros y mil caballeros alojados como nos ha sido posible.

Al, oírlo, el rostro de Guisa expresó cierta preocupación.

—¿Y además…? —continuó la reina—. Ya podéis decirlo todo ante el señor duque, que es un fiel servidor del rey.

—Además —continuó Nancey—, tenemos doce cañones.

—¿Las bombardas para las salvas? —insistió Catalina.

—No, señora. Doce cañones de batalla que han entrado secretamente en el Louvre la noche última.

Guisa palideció. Ya no sonreía. Instintivamente se levantó y tomó una actitud en la que no hubiera sido difícil advertir una sombra de respeto.

—Acabad de tranquilizar al duque —exclamó Catalina—. ¿Qué nos han anunciado los mensajeros llegados hace tres días?

—Sencillamente —dijo Nancey asombrado— que las órdenes del rey se están cumpliendo y que todos los gobernadores mandan tropas a París.

—¿De modo que…?

—De modo que la llegada de seis mil jinetes ha sido señalada para hoy. Esta noche o mañana deben llegar de ocho a diez mil infantes y, en una palabra, dentro de tres días habrá en París o en sus alrededores, un ejército de veinticinco mil combatientes.

Aquella vez Enrique de Guisa quedó aterrado.

«He perdido la partida» —se dijo.

Y se inclinó ante la reina con un respeto que nunca le había testimoniado.

—Ya que hablamos de esas cosas, señora —continuó Nancey— ¿queréis tener la bondad de decirme quién debe tomar el mando de las tropas del Louvre? ¿El señor de Cosseins acaso?

El duque de Guisa se estremeció lleno de esperanza, pues Cosseins le pertenecía en cuerpo y alma.

—El señor de Cosseins —dijo Catalina— ha obtenido del rey la misión de guardar la casa del almirante. Que se quede allí. Vos tomaréis el mando de las fuerzas. Ya sé que sois fiel.

Nancey dobló una rodilla y contestó:

—Hasta la muerte, Majestad.

—Lo sé. Haced, pues, al caer la noche, cargar los arcabuces y distribuid vuestros hombres en las puertas. Haced cargar los cañones y apuntarlos en todas direcciones. Los jinetes, que estén montados en el gran patio, prestos a dar una carga. Poned cuatrocientos suizos alrededor del rey, y si veis que van contra el Louvre, haced fuego, Nancey. Disparad los arcabuces y los cañones contra quien sea, villanos, burgueses, sacerdotes, nobles, hugonotes o católicos. Matad a todos los que se os pongan por delante.

—Así lo haré —exclamó Nancey levantándose—, pero, señora, y para guardaros ¿qué fuerza debo destinar?

Catalina se levantó, tendió su brazo hacia el Cristo de plata y con voz firme contestó:

—¿Para guardarme? Nadie. Tengo a Dios.

—Señora —dijo Guisa con alterada voz cuando Nancey hubo salido—. Vuestra Majestad ya sabe que puede emplear mis servicios en defensa del rey y de la Religión.

—Lo sé, señor duque. Por lo tanto, tened la certeza de que si no hubierais elegido vos mismo vuestro cometido en la gran obra que se prepara, os hubiera rogado tomar el mando de las fuerzas del Louvre.

Guisa se mordió los labios comprendiendo que él mismo se había metido en la trampa.

—Señora —continuó—, no me queda más que pediros un favor; el de recibir al hombre a quien he dado órdenes para la noche próxima, el cual tiene ciertos escrúpulos y sólo quiere obrar por orden expresa de Vuestra Majestad.

—¡Qué venga! —dijo Catalina.

Guisa fue a abrir la puerta de un corredor e hizo una seña. Entró entonces una especie de coloso de torpe rostro, con manos enormes, ojos redondos a flor de cabeza y con la frente baja.

Aquel hombre se llamaba Dianowitz, pero como era de origen bohemio, el duque de Guisa, siguiendo la costumbre que tenía de llamar a los criados por el nombre de su provincia, lo llamaba Bohemia y por contracción, Bemia.

La reina miró al gigante con exagerada admiración y éste, sonriendo, se acarició el mostacho.

—¿Te han encargado algo para esta noche?

—Sí, matar al Anticristo. Si Vuestra Majestad quiere, le corto la cabeza.

—Lo quiero —dijo la reina—. Ve y obedece a tu amo.

El gigante se balanceó sobre sus piernas, pero no se marchó.

—¿No has oído, Bemia? —dijo el duque.

—Sí, pero quiero poder salir tranquilamente de París con dos o tres buenos compañeros que me escoltarán hasta Roma. Ya sabéis, monseñor, que todas las puertas de París están cerradas.

Catalina se sentó y trazó rápidamente algunas líneas sobre un papel que firmó, sellándolo luego.

Bemia leyó atentamente. Contenía estas palabras:

Salvoconducto para cualquier puerta de París, valedero desde hoy 23 de agosto hasta dentro de tres días.

Permítase el paso del portador de la presente y personas que lo acompañan.

Servicio del Rey.

El gigante dobló el papel y se lo guardó en su jubón. Luego dio dos pasos hacia la puerta.

—¡Olvidas esto! —Dijo Catalina.

Y al mismo tiempo echó al suelo una bolsa llena de oro.

El gigante se inclinó y la cogió, saliendo convencido de que había producido sobre la reina extraordinaria impresión.

—¡Qué magnífica bestia! —exclamó la reina—. Os felicito, señor duque, por tener servidores semejantes. Ahora vamos a conferenciar con nuestros amigos.

La conferencia duró hasta las siete de la tarde.

Entre tanto hubo en el Louvre misteriosas idas y venidas. En diversas ocasiones, la reina mandó buscar al rey, pero éste jugaba a la pelota con los hugonotes y se negó siempre a acudir a la llamada de su madre. Tal vez esperaba que sin él no se atreverían a tomar decisiones terminantes o quizá quería aturdirse, pero lo cierto es que nunca, como aquella tarde, estuvo tan amable con sus huéspedes.

A las ocho de la noche, hubo en el palacio del duque de Guisa una reunión de todos aquéllos que habían depositado en él todas sus esperanzas y que ya lo consideraban como rey de Francia.

—Señores —les dijo Guisa—; esta noche salvamos la religión de la misa. Todos sabéis ya lo que debéis hacer.

Profundo silencio acogió tales palabras, sin duda porque se esperaban otras.

—En cuanto a nuestros proyectos —continuó Guisa— han sido aplazados. La reina sospecha. Señores, demostraremos esta noche que somos fieles súbditos y para el resto esperaremos. Id,. señores.

Así fue cómo Enrique de Guisa dio contraorden a los conjurados. Parecía turbado, inquieto y furioso. Nadie se atrevió a pedirle cuenta de aquel inesperado cambio que aplazaba para fecha desconocida la realización de tantas ambiciones. A partir de las nueve y hasta las once, el duque recibió a los curas de diversas parroquias y a los capitanes de barrio que se presentaron en grupos de ocho o diez. A cada grupo dirigió en breves términos el mismo discurso:

—Señores, la res ha caído en la trampa. Es necesario emborracharse con su sangre. El rey lo quiere.

—¡A muerte! —contestaban sacerdotes y capitanes.

Y a medida que cada grupo se retiraba les daba las últimas instrucciones. La señal sería dada por el toque de rebato de todas las iglesias. Los fieles servidores de la Iglesia llevarían un brazal blanco y los que no tuvieran tiempo de hacerlo se arrollarían al brazo un pañuelo.

—¡El rey lo quiere! —les repetía Guisa al despedirse, pues ya que se veía obligado a someterse y viendo que se le escapaba la realeza que había creído tener ya en sus manos, quería, por lo menos, que una parte de la responsabilidad de lo que iba a suceder, cayera sobre Carlos IX.

A medianoche profundo silencio pesaba sobre la ciudad, la noche era clara y en el cielo brillaban las constelaciones. La inmensidad apacible, serena y sembrada de diamantes, daba la profunda y conmovedora impresión de la inmutable belleza del Infinito.