XLIV - Entre el cielo y la tierra

ENTRARON POR LA CALLEJUELA perseguidos por los acólitos de Orthés y la multitud, pero los Pardaillán, iban con la espada desenvainada, blandiéndola en todas direcciones y de vez en cuando, de entre los perseguidores, salía un grito de dolor.

Los Pardaillán iban, pues, avanzando de espaldas y de pronto, a veinte pasos de distancia, oyeron una detonación sorda, seguida por un ruido de una casa que se desplomaba. El aventurero dirigió rápida mirada hacia el lugar de donde partía la explosión y vio que la callejuela desembocaba en una calle más ancha, en la cual había otro grupo numerosísimo rodeando algo que parecía una fortaleza sitiada, la cual había saltado en parte por la fuerza de la explosión.

Ante ellos tenían, pues, la horda furiosa cuyo avance contenían paso a paso, y detrás otra multitud contra la cual iba a ser arrojados.

De pronto se produjo el choque. Los dos grupos se reunieron y los Pardaillán viéronse en medio de las gentes que asaltaban la fortaleza; la calle estaba llena de humo acre, de polvo, de vociferaciones y de disparos de arcabuz; hubo espantosa confusión de jinetes y peatones y se produjo un remolino vertiginoso que arrastró de una parte a otra a los Pardaillán. Repentinamente se abrió ante ellos una gran puerta y se hallaron en una escalera ancha, desmantelada, con las barandillas rotas y algunos escalones destrozados; en una palabra, una escalera que se sostenía por milagro. Empezaron a subir por ella sin saber adónde iban y sin que ninguno de los asaltantes se atreviera a ir en su persecución, porque la insegura escalera estaba a punto de caer.

Llegaron así al extremo superior, que era una estrecha plataforma que debía de ser el último tramo. No había allí nada más que una pared alta, a la cual se adosaba la escalera; un muro que la explosión no había demolido. De un salto, los Pardaillán se encaramaron en la cresta de la pared, que era gruesa, como entonces se construían. Sujetáronse allí sólidamente y en el mismo instante se oyó gran ruido detrás de ellos y los envolvió espesa nube de polvo. Era la escalera que acababa de derrumbarse.

Agarrados allí halláronse entonces aislados entre el cielo, por el que rodaban espesas columnas de humo, y la tierra, de donde subían inmensos clamores de muerte.

El caballero se inclinó mirando hacia abajo, no por la parte de la escalera derrumbada, sino por la otra vertiente del muro. Miró a través de los torbellinos de humo rojo tratando de ver lo que sucedía en el tumulto que a sus pies oía.

De pronto se echó a temblar. ¿Qué había visto? El patio de un palacio. Un patio lleno de escombros y cadáveres. Entre los escombros algunos hombres de armas que trataban de penetrar a través de la puerta desmantelada y en los escalones que conducían a la puerta del palacio tres hombres, espada en mano, que se defendían aún. A la cabeza de los asaltantes había uno más furioso y ardiente que los demás, y entre los tres defensores, un hombre de alta estatura que dirigía al cielo una suprema mirada, llena de imprecaciones. Pardaillán reconoció a los sitiadores y a los sitiados.

Enrique de Damville mandaba a los primeros, y Francisco iba a sucumbir.

Por fin los dos hermanos se hallaron cara a cara. Aquél era el epílogo del drama de Margency.

—¡Maldición! —rugió el caballero.

Y el viejo Pardaillán, divisando a Luisa desmelenada, al lado de su padre, recordó el rapto, y pensando en que lo que sucedía era por culpa suya, repitió:

—¡Maldición!