EL COFRE ENVENENADO
I - En que un minuto de alegría hace más que diecisiete años de dolor
AL CABO DE DIECISIETE AÑOS el mariscal de Montmorency encontró a su esposa, Juana de Piennes, de la que lo separara la felonía de su hermano menor, el mariscal de Damville.
Volvía a ver, como en sueños, la escena en que Damville mintió al confesarle que había sido el amante de Juana…; su duelo con él, en que creyó haberle dado muerte…, y la desaparición de la condesa de Piennes, duquesa de Montmorency.
Recordaba su divorcio, su casamiento con otra mujer, a la que nunca había amado, pues la imagen de la primera llenaba por completo su corazón. Luego su carácter sombrío lo alejó de la corte, en donde, por el contrario, su execrado hermano gozaba cada día de mayor favor.
Transcurrieron los años y de pronto un joven, un héroe, el caballero de Pardaillán, le entregaba una carta de aquélla a quien Montmorency había creído desaparecida para siempre.
Por tal documento, Francisco se enteró con inefable alegría de que Juana de Piennes estaba viva y de que nunca le había hecho traición.
En su carta, la pobre mujer apelaba a su antiguo señor y esposo y clamaba contra la felonía de Damville, pidiendo perdón y socorro para su hija.
Una nueva existencia empezó entonces para el duque; apeló inútilmente a la justicia del rey, contra su hermano, y en vano provocó a éste sabiendo que tenía en su poder a Juana y a Luisa; y también sin resultado buscó por todo París a su esposa y a su hija, y, ya perdidas las esperanzas de hallarlas, iba a caer nuevamente en la tristeza, cuando el caballero de Pardaillán se presentó a él.
Aquel joven, aquel héroe de remotas edades, habíalo conducido de la mano a la vivienda misteriosa en donde se ocultaba todo lo que había amado en el mundo y lo puso en presencia de Juana de Piennes, primera duquesa de Montmorency.
Por fin llegó la hora tan esperada después de diecisiete años de lágrimas. Por último hallaba de nuevo a las personas que habían constituido sus amores; pero ¡ay!, así como la savia demasiado abundante resquebraja el árbol, así la felicidad resquebrajó el cerebro de su adorada.
* * * * *
Juana de Piennes, durante los últimos días de su martirio, en que se sentía mortalmente herida, sólo tenía un pensamiento:
—Quiero vivir hasta haber asegurado la felicidad de mi hija. ¿Y qué dicha podrá haber para ella mientras no tenga el amparo de su padre? Sí, debo ir en busca de Francisco, y aun cuando me crea culpable, dejar a mi hija en sus brazos; entonces podré morir.
Al interrogar al caballero de Pardaillán, y cuando éste dijo que no podía darle cuenta de lo que pensaba el mariscal acerca de la carta recibida, Juana tuvo la convicción íntima de que Francisco había leído la carta y de que sabía la verdad. Por lo tanto, esperó.
Por esta razón, cuando el viejo Pardaillán le anunció que el mariscal de Montmorency estaba en la casa vecina, no se sorprendió ni sintió tampoco emoción, pero se dijo:
«Ahora voy a morir».
Y tal idea no la abandonó. Hay que decir que ni deseaba ni temía la muerte. Era como los obreros de los campos a quienes el rudo trabajo ha tenido encorvados desde el alba, y por la noche no piensan ya más que en el sueño para poder descansar.
Estrechó convulsivamente a su hija entre sus brazos y murmuró a su oído algunas palabras que produjeron gran impresión a la joven, pues en vano se esforzó por contestar e hizo un esfuerzo inútil para seguir a su madre.
Quedose como clavada en su sitio, desfallecida y sostenida por el viejo Pardaillán.
Era tal la inmensa lasitud de Juana y la mórbida fijeza de su pensamiento, que no se percató del desmayo de Luisa, sino que se puso en marcha pensando:
—Por fin veré reunidos a mi esposo y a mi hija y podré morir en sus brazos, porque me muero, estoy segura de que me muero.
Abrió la puerta que le había indicado Pardaillán y vio a Francisco de Montmorency.
En el mismo instante quiso echarse en sus brazos, pero no pudo decir nada y enseguida perdió la noción de sí misma.
Su pensamiento se anuló en la locura.
Aquella mujer, que había soportado tantos dolores, que resistiera tantas catástrofes y que durante su vida entera vivió únicamente con el deseo de salvar a su hija, se abandonó y perdió su energía moral al verla salvada, y la locura, que, sin duda, la acechaba desde hacía muchos años, se apoderó de ella.
Diecisiete años de desgracias no habían podido derribarla y, en cambio, un segundo de alegría le arrebató la razón.
Por una consoladora misericordia de la fatalidad que se encarnizaba en ella, la locura de Juana la transportó a los primeros años de su radiante juventud, de su amor puro, a sus queridos paisajes de Margency, en donde tanto amó.
* * * * *
Cuando el mariscal de Montmorency recobró el sentido, se apoyó sobre una rodilla, y dirigiendo a través de la sala la asombrada mirada del hombre que cree salir de un sueño, vio a Juana sentada en un sillón, sonriente y feliz, pero ¡ay!, con la mirada extraviada.
Una joven arrodillada ante ella sollozaba silenciosamente, y Juana, con movimiento maquinal, acariciaba los dorados cabellos de la joven.
Francisco se levantó acercándose con vacilación a aquel grupo tan gracioso y melancólico. Inclinose hacia la joven y la tocó ligeramente.
Luisa levantó la cabeza, y el mariscal, cogiéndole las manos, la puso en pie sin que su madre tratara de impedirlo.
La reconoció enseguida, y aun cuando el dolor de Luisa no le hubiera demostrado que era su hija, la habría descubierto entre mil, pues era el vivo retrato de su madre.
—Hija mía —exclamó.
Luisa, sacudida por los sollozos, se abandonó en brazos del mariscal, y, por primera vez en su vida pronunció dos palabras a las que sus labios no estaban acostumbrados:
—¡Padre mío!
Entonces sus lágrimas se confundieron.
El mariscal se sentó cerca de Juana, una de cuyas manos tomó, y sentando a su hija en sus rodillas, como si hubiera sido muy pequeña, le dijo:
—¡Hija mía! No tienes madre, pero al perderla has encontrado a tu padre.
Así fue como se reunieron aquellos tres seres.
Cuando el mariscal y su hija se hubieron tranquilizado un poco a fuerza de repetirse que los dos conseguirían salvar la razón de Juana, cuando sus lágrimas se hubieron apaciguado, empezaron las preguntas de una y otra parte.
Y así supo Francisco, por boca de su hija, cuál había sido la existencia de la que llevara su nombre. A su vez relató su vida a partir del drama de Margency, y una vez terminadas estas largas confesiones, se dieron cuenta, con sorpresa, de que eran casi las doce de la noche y que habían transcurrido en tierna y triste conversación más de quince horas desde la llegada del mariscal.