VIII - Panigarola

DURANTE TODO este período el reverendo Panigarola, que ya se había señalado por la violencia de sus ataques contra los hugonotes, no reapareció en el púlpito. Había renunciado a su cargo de ir por la noche a solicitar de las gentes oraciones por los difuntos y vivía retirado en un convento de la montaña de Santa Genoveva.

Dos días después de los funerales regios que se hicieron por Juana de Albret, una litera de apariencia burguesa se detuvo ante el convento de los carmelitas.

Bajaron de ella dos mujeres y entraron en el locutorio. Iban cubiertas con negro velo.

El hermano portero les preguntó qué querían y la más joven contestó que deseaban hablar con el abad en persona. El fraile contestó, levantando los brazos al cielo, que no era posible hablar al reverendísimo abad del convento y que, por otra parte, las mujeres no tenían derecho a entrar en el santo monasterio. Entonces la más entrada en años o que, por lo menos, lo parecía, sacó una carta del seno y la entregó al portero.

—Llevad esto al señor abad —dijo— y apresuraos si no queréis ser castigado.

Aquella mujer habló con tan autoritario tono, que el fraile se apresuró a obedecer.

Sin duda era mujer de alta alcurnia, porque apenas el abad hubo leído la carta palideció y se dirigió inmediatamente al locutorio, cosa extraordinaria, porque el abad del convento era un alto personaje y ningún monje había visto que se molestara así por nadie.

¿Cuál sería el asombro del hermano portero cuando vio que su abad se inclinaba humildemente ante la mujer cubierta con un velo negro?

Y su asombro se convirtió en estupefacción cuando el abad, después de algunas palabras cambiadas en voz baja, introdujo a la dama en el convento y la guio a través de los largos corredores desiertos.

La más joven se quedó en el locutorio, mientras el abad, seguido por la otra, se detuvo por fin ante una celda; la del reverendo Panigarola.

Las puertas de las celdas estaban siempre abiertas.

—Es aquí —dijo el abad retirándose.

La mujer entró, y Panigarola, al verla, se levantó.

Y como ésta se descubriera, Panigarola exclamó al reconocerla:

—¡La reina!

En efecto, era Catalina de Médicis.

—Buenos días, querido marqués —dijo Catalina sonriendo—. Ha sido necesario que yo viniera a buscaros en este monasterio, sin contar que para entrar me ha sido preciso descubrirme a vuestro abad, de modo que dentro de diez minutos toda la comunidad sabrá que la madre del rey está aquí.

—Tranquilizaos, señora —contestó Panigarola—. El venerable abad es incapaz de descubrir un incógnito de semejante importancia. Había un medio para evitaros toda inquietud y era llamarme al Louvre.

—¿Hubierais ido? —preguntó Catalina.

—Por deber, pues un hombre de Dios no miente.

—Sí, pero yo he conocido a cierto marqués de Panigarola que hacía siempre lo que se le antojaba.

—El hombre de que habláis ha muerto, señora. Pero en todo caso, si yo fuera aún el marqués de Panigarola, tendría poderosas razones para no mentir, porque ahora la mentira me la prohíbe únicamente mi superior, en tanto que entonces me la prohibía yo mismo.

—Sí —murmuró Catalina—. Sois descendiente de una raza orgullosa que siempre ha desdeñado la mentira a pesar de que ésta es, en ciertos casos, muy conveniente. Pero dejemos este asunto.

Catalina miró a su alrededor como buscando un asiento y Panigarola le acercó el único escabel que había en la celda.

—No —dijo Catalina riendo—, es muy duro, y como todavía no he pronunciado votos…

Y se sentó en una esquina de la cama del monje.

Aquella cama se componía, sencillamente, de algunos tablones yuxtapuestos junto al muro y cubiertos por un colchón y un cobertor de lana.

—Sentaos, marqués —dijo la reina señalando el escabel.

Panigarola rehusó haciendo un movimiento de cabeza que indicaba su respeto por la jerarquía y etiqueta, aun cuando la reina, por su singular actitud, trataba de hacerle olvidar su jerarquía.

—Marqués —dijo—, he de advertiros una cosa. En este momento no soy la reina, sino una amiga sincera y verdadera. ¡Cómo habéis cambiado, querido Pani! Estáis pálido, adelgazado, casi descarnado. ¿Qué os ha reducido a tal estado? Habladme francamente, tal vez hay remedio para vos.

Mientras Catalina hablaba de esta suerte y trataba de hacer olvidar su rango, el monje acentuó la rigidez de su actitud. Habíase echado el capuchón sobre los ojos, los brazos estaban cruzados y las manos desaparecían bajo las anchas mangas, de modo que de su persona, solamente se divisaba la parte inferior de su semblante.

—Señora —dijo con voz grave—, me pedís franqueza y voy a usar de ella. Cuando llegué a la corte de Francia os figurasteis que yo era un emisario de las repúblicas italianas y que venía para conspirar con el mariscal de Montmorency. Os figurasteis que era portador de graves secretos, y para arrancármelos lanzasteis sobre mí una de vuestras espías. Aquella mujer no tardó en convencerse de que yo no pensaba en conspirar y desde entonces os tranquilizasteis y aun os dignasteis hacerme ofertas que me vi obligado a rechazar. Me propusisteis convertirme en hombre de partido, cuando lleno de juventud y desbordando de vida y pasión, no pensaba más que en gozar de la vida amando. A pesar de mi negativa, Vuestra Majestad se dignó honrarme con su amistad, tal vez esperando que si un día alguna catástrofe desviaba mi vida, sería en vuestras manos un instrumento político más complaciente. Dígnese Vuestra Majestad disculpar mi franqueza.

—No me molesta, «mío caro», —dijo Catalina acentuando su sonrisa—. Me pregunto solamente cómo supisteis que había sospechado en vos un emisario de los príncipes italianos.

—De un modo muy sencillo, señora: la mujer que me mandasteis cayó enferma.

—A consecuencia del parto, ya lo sé, y también que sois padre, mi querido marqués.

—Es verdad —contestó el monje—. Aquella mujer fue madre. Una noche me robó mis papeles para entregároslos y así supe que era una de vuestras espías. Al ser madre, se puso enferma y en su delirio dijo todo lo que habíais meditado contra mí. Entonces le hice escribir aquella carta en que se acusaba a sí misma de haber matado a su hijo, y para vengarme, conociendo el uso que de él haríais, os entregué aquel papel.

—De modo que habíais pensado que yo haría juzgar a Alicia y que el verdugo sería el encargado de llevar a cabo vuestra venganza. Os felicito, amigo.

—No, señora, porque aun cuando yo fuera un aturdido, era muy observador y os conocía. Esto es deciros que os suponía incapaz de un acto tan mezquino y tan poco útil como matar a una mujer de un golpe. Pensé que, armada con esta carta, obligaríais a Alicia a ser vuestra esclava; pensé que llegaría un día en que ella amaría y sabía que vos no tendríais la generosidad de olvidar su pasado y, por lo tanto, aquel día mi venganza sería perfecta, pues ella sufriría todo lo que yo había sufrido. Me pedisteis franqueza, señora…

—No puede negarse que habéis sido franco, pero no por esto os quiero mal. Sois un hombre superior, marqués, y aun cuando me odiéis, creo que me haréis la justicia de creer que soy capaz de olvidar una ofensa cuando puedo sacar partido del que me ofende.

—¡Ah, señora! Bendeciría el minuto en que, por haberos ofendido, me entregarais al verdugo, porque así me libraría de esta existencia que no tengo el valor de destruir por mi mano. En cuanto a sacar partido de mí…, miradme, señora, ya no soy más que un resto de hombre; el mundo no existe para mí. Hace algún tiempo tuve la esperanza de que, a fuerza de quererlo, llegaría a creer en Dios…

—¿Y no creéis en Él?

—No, señora.

—Pues os compadezco.

—He hecho cuanto me ha sido posible; mis sermones furiosos contra los herejes, la audacia de mis ataques contra vuestro hijo, acabó por exaltarme, pero luego he recaído en mi sopor.

—¿Por qué? —preguntó la reina.

—Porque hallé aquella mujer y porque el amor que creía ya apagado se ha despertado más violento que nunca.

Los ojos de Catalina lanzaron un rayo.

«Ya es mío», —pensó.

Transcurrieron algunos minutos en silencio, durante los cuales Catalina se abstuvo de hacer el menor gesto, pues comprendía que Panigarola estaba muy lejos y que la imagen de Alicia llenaba todo su ser.

Substrayéndose a sus pensamientos, el monje fijó sobre la reina una mirada interrogativa.

—¿Queréis saber lo que he venido a hacer? —preguntó Catalina.

—Tengo el deber de escuchar a Vuestra Majestad, pero no el derecho de interrogar.

—Pues bien, os contestaré como si me hubierais preguntado. Marqués, me trae un caso de conciencia. Tranquilizaos, no vengo a confesarme, sin contar que, por otra parte, acabáis de declararme vuestra falta de creencias con una franqueza que os mandaría derechito a la hoguera si yo no fuera Catalina de Médicis.

El monje permanecía impasible.

—Quiero exponeros un caso de conciencia y creo que, como yo, estáis interesado en su solución. Decidme, marques, ¿no creéis que os habéis vengado bastante y que Alicia ha sufrido ya suficientemente?

La mirada del monje, que estaba fija en el suelo, se levantó lentamente para mirar con asombro a la reina.

Catalina sonrió, observando que tenía cogido al monje.

—Me hablabais de una carta —continuó—, una carta que escribió al dictado y que me fue entregada por vos. Quiero devolverla a la pobre muchacha, porque creo que ya basta. ¿Y vos qué opináis?

—Soy de la misma opinión que Vuestra Majestad —dijo Panigarola con voz opaca.

«¡Ah!». —Pensó la reina—. «¿Acaso no me dice lo que siente? Pero no, creo que es sincero».

Y en voz alta, añadió:

—Me satisface mucho lo que decís, porque… ya he devuelto la carta a Alicia.

Panigarola dijo entonces con voz que a Catalina la pareció demasiado tranquila:

—¿De modo que ya está libre? Quiero decir, libre de vos, señora.

—Y de vos, reverendo padre.

—Nunca le he dirigido la menor amenaza.

—Vamos, marqués, sois un niño. ¿Es necesario deciros que asistí a la escena de la confesión de Alicia en Saint-Germain-L’Auxerrois, así como a la entrevista que tuvisteis con ella en su casa? Lo he visto y oído todo, y si no por mis ojos y mis oídos, por lo menos valiéndome de los de gentes que me pertenecen. Sé que amáis a Alicia y que renunciasteis a vuestra noble elegancia por el bajo oficio de impetrar oraciones por los difuntos a fin de ir a rondar por las noches alrededor de su casa. Os digo que la adoráis todavía, y todo lo que se os ha ocurrido para vengar vuestra pasión humillada ha sido encerraros en esta celda abominable y enterraros bajo un hábito.

—¿Acaso os he dicho que no la amaba? —Exclamó el monje—. ¡La amo! —continuó—. Y, no obstante, a pesar de adorarla, siento a veces profunda lástima por aquella mujer que se burló de mí y que me hizo sufrir, pero que también ha sufrido y que tal vez sufre más que yo.

—Os felicito, marqués —dijo la reina levantándose—. Alicia será feliz, puesto que le tenéis lástima. Y no deberá temerme tampoco, pues no tengo el menor interés en atormentarla. Será feliz, pues compartirá su dicha con el hombre que ama.

Panigarola pareció haber recibido una descarga eléctrica.

«Parece que esto le ha hecho impresión» —se dijo Catalina.

—¡El hombre que ama! —murmuró Panigarola.

—Sí, el señor conde de Marillac, amigo fiel del rey de Navarra. Este digno hugonote se casará con Alicia en cuanto se haya celebrado la boda del Bearnés y luego se la llevará a su país. Como católicos y hugonotes se habrán jurado paz y amistad y habrá tranquilidad en el reino, nada turbará la perfecta felicidad de los jóvenes esposos.

Panigarola sufrió horrorosamente al oír las palabras de Catalina, pues si bien había sentido lástima de Alicia y deseo de perdonarla, en cambio, impulsado por los celos, odiaba mortalmente al conde de Marillac.

—¿También tenéis lástima de él? —Preguntó Catalina—. Os aseguro que él no la tendría de vos.

Panigarola, entonces, sintió que tenía necesidad de matar a Marillac, pues Alicia no debía ser de nadie.

—Bueno —dijo Catalina—. ¿Qué queréis hacer contra él?

—Nada —dijo el monje rechinando los dientes—. Pero vos lo podéis todo.

—Es verdad. Pero ¿qué importa que Marillac se case con Alicia y sean los dos felices?

—¿Qué habéis venido a hacer? —Exclamó el monje—. Sois la reina más poderosa de la Cristiandad. Las instrucciones que he recibido de Roma os indican como la dueña absoluta de los destinos del catolicismo. Os he hablado sin respeto a pesar de ser vos reina, y como jefe de los católicos, os he dicho que no tengo fe ni creencia, ¿por qué no me hacéis prender para dar con mi muerte ejemplo a los herejes? ¿Por qué me escucháis con tanta paciencia? Señora, tenéis necesidad de mí para llevar a cabo una venganza que ignoro, pero, no importa, me entrego a vos y consiento en reaparecer en el mundo de los vivos por todo el tiempo que sea necesario y luego, cuando haya matado al hombre que Alicia ama, me podréis condenar a muerte.

—Por fin veo que sois el de siempre —dijo Catalina—. Consiento en olvidar todo lo que habéis dicho. He venido porque tengo necesidad de vos y de vuestra ayuda, porque conocía vuestro odio por Marillac.

—Hablad, hablad, señora. Si fuerais Satanás, os diría que prefiero condenar mi alma que sufrir la tortura de los celos. Libradme de ellos, señora, y tomad mi alma.

—La tomo —dijo Catalina con apacible tono.

Segura ya de haber conquistado al monje, continuó diciéndole tranquilamente:

—En una palabra, ¿qué queréis? ¿Qué Alicia no sea la mujer del único hombre que ha amado, verdad? Para ello queréis matar a este hombre sin que Alicia sepa que sois vos su matador porque amáis y esperáis todavía. Pues bien, todo esto es fácil Si queréis prestarme, en cambio, la ayuda que he venido a pediros.

—Estoy pronto —dijo Panigarola.

Entonces Catalina continuó en voz baja:

—Escuchad: por vuestra elocuencia vehemente y ruda, habéis llegado a ser el hombre capaz de trastornar París. Volved, pues, al púlpito, recorred las iglesias de París y hablad como lo hacíais antes.

—¿Qué me importan ahora los sermones?

—¿Olvidáis, acaso, que Marillac es hugonote?

—¿No habéis hecho la paz? ¿Acaso vuestra hija no se casa con Enrique de Bearn?

—Sí, pero al siguiente día Marillac se casa con Alicia.

Panigarola exhaló un profundo suspiro.

—La paz se ha hecho —continuó Catalina sonriendo— y espero que seguirá reinando. Pero entre tantos hugonotes, hay un centenar de malas cabezas que no podré dominar y, por lo tanto, será preciso hacerlos desaparecer. ¿Me comprendéis? Un proceso es imposible, porque el de cien hugonotes sería motivo para nuevas guerras. En cambio, si un día el pueblo monta en cólera y los mata, y el rey y yo desaprobamos tal matanza, la paz queda consolidada para siempre. ¿Pero qué hace falta? Sobreexcitar las pasiones o las supersticiones del pueblo; quitarle el bozal por un día y abriendo la puerta de tal fiera mostrarle sus víctimas. Esto puede conseguirlo vuestra terrible elocuencia. Si queréis, los odios mal apagados se reavivarán. Si habláis, Coligny, Teligny, Condé, Marillac y un centenar de hugonotes serán aplastados por la terrible fuerza del pueblo de París. Hablad, no escatiméis los ataques. Acusad atrevidamente al rey por su complacencia, y yo os cubro con mi protección. Y de esta suerte podréis libraros del amante de Alicia. Veamos, contestad. ¿Somos amigos? ¿Puedo contar con vuestra ayuda?

Él monje no contestó enseguida, pues la proposición que le hacían era, en suma, la de decretar la muerte de los hugonotes, desencadenar las pasiones de un pueblo devastador y hacer nacer a su paso los incendios y correr ríos de sangre. Entonces podría decir a Alicia:

—Mirad, París arde, se va a convertir en un montón de escombros, todo por haber querido desembarazarme del hombre que amáis. Para matar a Marillac he degollado a París entero.

Panigarola, delirante y trastornado, cogió la mano de Catalina.

—Mañana, señora, predicaré en Saint-Germain-L’Auxerrois.

Catalina ahogó un grito de feroz alegría.

—No os inquietéis del resto —dijo—. Os aseguro que van a cumplirse milagros y el primero es que seréis amado.

—¡Yo! —dijo con inaudito asombro.

—Vos. Alicia os amará, la conozco. Si ahora desprecia vuestras lágrimas, luego apareceréis a sus ojos como un dios lleno de sangre y horror. Estad preparado. Echad el pueblo a la calle, nosotros estaremos dispuestos.

—¿De qué modo?

—Una noche serán marcadas las casas de los cien condenados y al día siguiente arderán dentro de sus madrigueras.

—¿Sabéis dónde habita él?

—Tranquilizaos. Su casa arderá antes que ninguna, pues Coligny será el primero en morir. Todo está previsto, hasta se ha fijado el día.

—¿Cuál?

—El domingo 24 de agosto, día consagrado a San Bartolomé.

—Id en paz, señora —contestó el monje—. Voy a meditar lo que diré al pueblo de París.

Era tal la expresión del rostro de Panigarola, que Catalina creyó innecesario hacerle nuevas recomendaciones. Se retiró, dijo algunas palabras al abad, que esperaba en el corredor, se reunió en el locutorio a la mujer que la había acompañado y con ella subió a la litera. Las cortinillas fueron cuidadosamente corridas y se dirigió, no al Louvre, sino hacia el nuevo hotel de la reina.

La joven que había acompañado a Catalina a aquella expedición, permanecía silenciosa.

—¿Qué? —Dijo de pronto la reina con alegre expresión—. ¿No me preguntas lo que ha pasado?

La joven dejó caer su velo y apareció el pálido semblante de Alicia de Lux.

—¡Señora! —murmuró—. ¿Cómo voy a atreverme a interrogar a Vuestra Majestad?

—¡Bah! Ya te lo permito. ¿No te atreves? Pues bien, voy a hacer como si me hubieras interrogado. Te perdona, Alicia.

Ésta se estremeció.

—Te repito que te perdona; todo está olvidado.

—Señora…

—¡Ah, sí! La carta. ¿No es eso? Pues bien, se la he entregado, pues quiere devolvértela personalmente; pero esto no es todo, quiere que seas completamente feliz. Verás a tu hijo, Alicia, y podrás llevártelo.

Alicia palideció intensamente.

—¡Ah, Dios mío! —Continuó la reina—. Ya no me acordaba de ello. Es necesario que el conde ignore la existencia de este niño. Pues bien, no podrás llevártelo.

Mientras Catalina atormentaba a la joven con la ferocidad que la distinguía, el monje atravesaba los corredores y las escaleras del convento para ir hacia los jardines. Y al verlo glacial e indiferente, hubiera sido imposible sospechar los pensamientos que cobijaba su cerebro.

Ya hemos dicho que Panigarola gozaba en el convento de la mayor libertad. Iba y venía a su antojo y generalmente todos huían de él, pues lo temían y lo suponían dotado de grandes poderes secretos.

Panigarola dirigióse a un rincón del jardín que era su habitual paseo y en donde había un banco de piedra.

Sentóse en él y apoyó la cabeza en una mano. En aquel momento era ya casi de noche. De pronto, Panigarola observó que alguien se sentaba a su lado. Era el abad del convento de los carmelitas, personaje considerable que gozaba de alta influencia y considerado como un santo, no sólo por la comunidad que dirigía, sino por la mayor parte de los sacerdotes de París.

—¿Trabajáis, hermano? —Preguntó el abad—. Permaneced sentado, no os levantéis.

—Monseñor —dijo Panigarola—, trabajaba, efectivamente. Preparo un sermón.

—Es todo lo que quería saber. Continuad, continuad, hermano, y yo avisaré a los curas y a sus vicarios para que vayan a oíros mañana a Saint-Germain-L’Auxerrois. Al mismo tiempo escribiré a Roma que los tiempos están cercanos. Dejad que os haga una recomendación, hermano.

—La escucharé con reconocimiento, monseñor.

—Os recomiendo que vuestro sermón de mañana sea claro. No tendréis a vuestros habituales oyentes, pues la iglesia estará llena de sacerdotes. Ya conocéis la escasa inteligencia de nuestros curas; se trata, por consiguiente, de explicarles con claridad su deber e inflamarlos de aquel mismo valor que los Macabeos ofrecieron al mundo como ejemplo. En una palabra, mi querido hijo, pensad que lleváis a cabo un acto meritorio.

—Vuestra reverencia puede tranquilizarse —contestó Panigarola—. Haré cuanto pueda.

—Si así lo hacéis —dijo el abad levantándose— se cumplirán grandes cosas, porque nuestros clérigos y amigos están inflamados por el deseo de combatir noblemente; bastaría la orden en el campo para que todos corrieran a las armas. Y vos, hijo mío, sois el designado para darla. Recibid mi bendición.

Panigarola se inclinó y al erguirse advirtió que el abad se marchaba.

Entonces se encaminó hacia una parte del convento en que se alojaban cierto número de empleados laicos y que estaba separada del monasterio propiamente dicho por un muro provisto de una puerta. El monje la franqueó, atravesó un patio, entró en una construcción aislada, y, por fin, en una pequeña estancia en que dormía el niño.

Entonces se inclinó sobre la camita y contempló al niño durante largo rato. Por fin se dejó caer de rodillas y ocultando la cara entre las manos, murmuró a través de los sollozos:

—¡Oh, hijo mío! ¡Si por lo menos ella te amara! ¡Si pudieras conquistarme su amor!

El pequeño Jacobo Clemente dormía con inocente sueño; y su respiración regular salía por entre sus labios, que entreabría una sonrisa.

* * * * *

Al día siguiente, por la tarde, el reverendo Panigarola predicó en Saint-Germain-L’Auxerrois. Asistieron a aquel sermón el arzobispo de París, los obispos Vigor y Sorbin de Sainte Foi, predicador ordinario del rey, el canónigo Villemur presidiendo el capítulo de su iglesia, los curas, decanos y vicarios de todas las parroquias, de modo que casi tres mil sacerdotes llenaban la vasta nave. Las puertas habían sido cerradas y sólo se admitieron una veintena de laicos entre los cuales estaban el duque de Guisa, el mariscal de Tavannes, el canciller de Birague, el duque de Nevers, el mariscal de Damville, el preboste Charron, Crucé el orfebre, el librero Kervier, el carnicero Pezou y el poeta Dorat.

Además, algunos capitanes de milicias burguesas estaban al lado de las puertas y pudieron oír el sermón.

El discurso del reverendo fue escuchado con el mayor silencio.

Únicamente cuando lo hubo terminado, un estremecimiento recorrió aquella asamblea, sobre todo entre los curas. Luego todo el mundo salió al exterior.

Entonces, una mujer que había permanecido oculta en un confesonario y que lo había visto y oído todo, se levantó a su vez y salió. En la puerta halló algunos gentilhombres que escoltaron su litera hasta el hotel de la reina, pues, en efecto, era Catalina de Médicis.

Ésta, al terminar el sermón, dirigió una mirada al duque de Guisa, murmurando:

«Señores de Lorena, exterminadme a los hugonotes. No tendría nada de particular que durante el tumulto algunos buenos arcabuceros hugonotes u otros me desembarazaran de vosotros al mismo tiempo. El reino purificado de los hugonotes por los Guisa y de éstos por los hugonotes. He aquí el mejor hecho de mi vida. En cuanto al rey», —se dijo sonriendo— «no hay necesidad de matarlo, porque se muere. ¡Oh, Enrique mío! Reinarás sin disputa bajo la égida de tu buena madre».

Al día siguiente de aquella tarde memorable, estallaron simultáneamente furiosas predicaciones en todas las iglesias de París, y a consecuencia de ellas, el pueblo se echó a la calle profiriendo amenazas e imprecaciones contra los hugonotes.

Estos concibieron alguna inquietud al observar cómo retoñaban los odios que creían muertos, pero como cada día el rey los invitaba a su juego de pelota y parecía no poder pasarse sin la compañía de Coligny, y, en una palabra, iba siempre rodeado de hugonotes, tales inquietudes acabaron por atenuarse.

Por otra parte, todos los ánimos estaban preocupados por la próxima celebración del casamiento entre Enrique de Bearn y Margarita.

Únicamente algunos, un poco desconfiados, quisieron ver una misteriosa relación entre la muerte repentina de Juana de Albret y los sentimientos de hostilidad que se desencadenaban en el pueblo de París.