XVII - El escuadrón volante de la reina
ACABABAN DE DAR las diez de la noche, En el Louvre terminaba alegremente el primer día de las fiestas dadas en celebración del matrimonio de Enrique de Bearn y Margarita de Francia.
A consecuencia tal vez de un capricho, o en cumplimiento de alguna consigna, o quizá también a causa de lo tempestuoso del tiempo, los parisienses regresaron a sus moradas. A la hora dicha, nadie transitaba por las negras calles de la ciudad; no se oían vociferaciones en torno del Louvre y en las salas llenas de luz, los señores católicos alternaban cordialmente con los hugonotes nobles.
En el exterior todo era silencio y tinieblas. El Cielo puro y radiante por la mañana, habíase cubierto después del mediodía. Cayeron sobre parís algunos chaparrones que cesaron por la tarde; pero, entonces empezaron a levantarse tempestuosas ráfagas de vientos de vez en cuando un relámpago iluminaba el horizonte con su cárdena luz.
A las diez de la noche, la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois estaba, sumida en profunda oscuridad.
No obstante una de las capillas laterales estaba débilmente alumbrada por cuatro cirios que ardían en el altar. En aquel rincón de la iglesia, un observador que hubiera podido, penetrar allí cosa muy difícil, porque las puertas estaban cerradas y en el exterior cuatro hombres ocultos en la sombra montaban la guardia, el observador, repetimos, habría podido contemplar un extraño espectáculo… Los guardias tenían orden de no mostrarse. Si alguien llegaba llamando de un modo convenido, deberían abrir la puerta. Y además tenían la misión de apoderarse de toda otra persona que se acercara sin hacer la seña convenida. Dentro y cerca de cada puerta, dos mujeres esperaban a las personas que debían llegar. En la capilla lateral que acabamos de citar, estaban reunidas unas cincuenta mujeres. Formaban, sentadas en cinco o seis filas, un semicírculo alrededor del altar y hablaban entre ellas en voz baja, de lo que resultaba un murmullo confuso en nada parecido al de las oraciones.
A veces, una carcajada ahogada se destacaba de aquel murmullo y otras una voz dominaba de pronto las conversaciones. Aquellas mujeres eran todas de extremada juventud. La mayor no tenía veinte años. Iban ricamente vestidas y todas eran hermosas.
Florecían allí todos los géneros de belleza, pero ninguna de ellas tenía en su rostro esa timidez graciosa y natural propia de las jóvenes inocentes. Tenían todas la mirada atrevida, altiva y hasta dura sus facciones, a pesar del poderoso encanto de la juventud, ofrecían algo indefinible pero ajado.
Tales como eran, no obstante, más de una era soberanamente hermosa, con esa belleza que inspira trágicos amores. Hablaban entre ellas como si se hubieran encontrado en algún espectáculo o fiesta; pero el respeto al lugar en que se hallaban hacía que de vez en cuando reinaran unos instantes de silencio.
Todas aquellas jóvenes llevaban en sus corpiños una daga y dichas armas procedían evidentemente del mismo armero, porque tenían idénticas vainas de terciopelo negro. Eran armas sólidas; no juguetes de mujer, sino puñales verdaderos. También el mango de todas las dagas era igual y formaba una cruz cuyo único adorno era un hermoso rubí. En las sombras, aquellos cincuenta rubíes incrustados en la cruz de los puñales, despedían rojos resplandores. Era un espectáculo fantástico. De pronto dieron las diez y las conversaciones femeninas cesaron en el acto.
Al mismo tiempo se oyó un débil ruido y las jóvenes volvieron la cabeza hacia el altar mayor.
—¡La reina! —dijeron todas en voz baja.
Se levantaron entonces y se inclinaron respetuosamente y con cierto temor ante su soberana.
Catalina avanzó despacio desde el fondo de la iglesia, saliendo probablemente de la sacristía.
Iba enteramente vestida de negro, y el largo velo de las viudas la envolvía ocultando su semblante.
Sobre su cabeza, una corona real de oro viejo, brillaba débilmente.
Atravesó las filas y se arrodilló al pie del altar, ejemplo que fue seguido por todas las jóvenes. Luego se levantó y subió las tres gradas de aquél. Entonces, levantando el velo que cubría su cara, se volvió hacia las jóvenes que, en pie a la sazón, mudas y hondamente impresionadas, la miraban con supersticioso temor.
Parecíales que la reina había crecido. En la oscuridad, su rostro aparecía más lívido y únicamente sus ojos brillaban intensamente. Dirigió penetrante mirada a las jóvenes y se sintió satisfecha de lo que vio.
Aquellos cincuenta rostros vueltos hacia ella, estaban petrificados por la angustia. Y ella misma, por la profunda emoción que la hacía palpitar, comprendió todo el efecto que había producido.
Comediante prodigiosa, poetisa trágica, visionaria de dramas sangrientos, en que su ardiente imaginación evolucionaba a sus anchas, a veces se impresionaba con su propia ficción y admiraba el horror de aquella escena creada por su cerebro sobreexcitado. Entonces un recuerdo atravesó su espíritu. Vióse de nuevo en la acción de Jarnac, tres años antes, bailando al son de las violas en el campo de batalla con aquellas mismas jóvenes que estaban ante ella, oyó las carcajadas de sus damas cuando por azar pisaban a un herido o la cola de un vestido se arrastraba en un charco de sangre; en su imaginación los acordes de las violas se mezclaban al estampido de los cañonazos, pues mientras ella bailaba, bombardeaban a los hugonotes derrotados; luego la alegre banda chocó contra un montón de cadáveres al pie de una pequeña eminencia. Había allí trescientos hugonotes que se hicieron matar. Toda la familia del señor de Verne, el jefe, anciano de ochenta años, sus hijos, sus nietos, sus hermanos, sus primos, todos estaban allí, el más joven de dieciséis años. Todos yacían formando montón, inmóviles y ya rígidos, y alrededor de aquel montón de muertos, el escuadrón volante de la reina, organizó una zarabanda delirante.
El espíritu de Catalina estaba formado por estas antítesis extraordinarias y estos contrastes formidables.
En la iglesia estaban ante ella gran parte de las mujeres que componían su escuadrón volante; no todas, pues de las ciento cincuenta hijas de nobleza que lo componían, sólo había hecho ir a la iglesia a aquéllas que le merecían entera confianza: eran temperamentos fogosos, mujeres que no tenían de tales más que la hermosura del cuerpo, reitres femeninos capaces de manejar el puñal.
Éstas le eran sumisas y le pertenecían en cuerpo y alma. La reina era para ellas un dios y su admiración rayaba en idolatría.
Rameras, guerreras, espías, desquiciadas por las pasiones y los placeres de la orgía, en un convento hubieran sido poseídas y a la sazón lo eran en efecto, porque el alma de Catalina las dominaba.
Después de aquella misma batalla de Jarnac, por la noche, en la terrible melancolía del campo de batalla y entre las quejas de los heridos, se desparramaron cubiertas de antifaces para ofrecerse a los jefes que habían matado más enemigos.
La matanza era para ellas un placer como el amor.
Muy a menudo jugaban a los dados sobre quién se entregaría a determinado enemigo de la reina, al cual sus criados hallaban al día siguiente cosido a puñaladas.
Tal era el escuadrón volante de la reina, y después de una orgía, ya fuera de voluptuosidad o de sangre, la absolución del confesor de Catalina bastaba para tranquilizar su conciencia. Todas eran católicas a machamartillo y ni una sola hubiera dejado de creerse condenada faltando voluntariamente a la misa.
—Hijas mías —dijo Catalina— se acerca la hora en que vais a libertar el reino. Vais a echar a satanás. Vais a conseguir la suprema victoria. Quise hacer la paz con los herejes, pero Dios me ha castigado. He sido herida en lo que más quiero en el mundo, es decir, en vosotras, que sois mis verdaderas hijas del corazón.
Las oyentes se miraron con vago sentimiento que el acento, más bien que las palabras de la reina, les causaba. Esta continuó:
—Como sois toda mi alegría, todo mi consuelo y toda mi fuerza; como me ayudáis en la terrible lucha que he emprendido, pues sois las más implacables enemigas que Dios ha suscitado a los herejes, por todo ello han resuelto vuestra pérdida. En una misma noche debíais ser degolladas. Si tal desgracia ocurriera si la horrible hecatombe llegara a cumplirse, sería mí muerte, la pérdida del reino y el triunfo de Satanás. Todo está pronto, hijas mías. Cincuenta nobles, cincuenta monstruos, más bien dicho, cincuenta hugonotes, en una palabra, han decidido asesinar en la noche del sábado al domingo a las cincuenta fieles a la reina, atrayéndolas antes a una emboscada.
Las cincuenta jóvenes, todas a la vez, desenvainaron sus dagas, dirigiendo a su alrededor miradas furiosas. Estaban temblorosas de rabia y de espanto a un tiempo.
Una explosión de juramentos masculinos se dejó oír entonces en aquellas bocas femeninas, pero un gesto de la reina las calmó.
—He sido castigada por haber querido la paz y mucho más todavía por venir la traición de las personas en quienes más había confiado. Entre los hugonotes uno me inspiró verdadero afecto y entre vosotras había una a la que amaba más que a todas. Ésta me hizo traición y él, el hugonote, fue el que combinó la matanza que debía dejarme sola, sin apoyo, sin amigas, pues todas debíais ser degolladas.
La reina hablaba sin cólera y más bien como presa de tristeza.
Aquella vez las jóvenes se quedaron estupefactas de horror.
«¿Cuál de ellas era la traidora?».
—Aquella cuyos siniestros proyectos he sorprendido —continuó la reina— os señaló una por una. ¡Ah, no se había engañado! Escogió entre mis ciento cincuenta amigas, a las más resueltas; a las más fieles, a las más guerreras, todas las aquí presentes. ¡La traidora se llama Alicia de Lux!
—¿La hermosa bearnesa? —gritaron varias voces.
Y la tempestad se desencadenó: tempestad de vociferaciones y de amenazas en aquellas bocas; brazos levantados, manos frenéticas agitando los puñales mientras Catalina, inmóvil, las contemplaba como pudiera hacerlo el genio del mal.
—El hombre que por indicaciones de la bearnesa combinó la matanza, es un hugonote hipócrita que supo inspirarme verdadera amistad: el conde de Marillac. Paciencia, hijas mías, paciencia y silencio. Ya sabéis que vuestra reina vela por vosotras. He aquí lo que he resuelto: A partir de esta noche, y en cuanto salgáis de aquí, iréis a alojaros, hasta el domingo, a mi nuevo palacio. Que ni una de vosotras se atreva a salir, porque sería muerta sin remedio.
»El domingo ya no habrá peligro. Ya veréis a lo que se atreve una reina como yo cuando se trata de salvar una religión amenazada y fieles amigas como vosotras veréis, pues salvadas, pero esto no es todo.
»Dentro de Una hora Alicia de Lux y Marillac estarán aquí. Os los entrego —prosiguió Catalina—, pero escuchadme antes. También debe venir un santo hombre que está al corriente de la traición y se ha encargado de castigar a los dos traidores. Heridos por él, lo serán por la mano de Dios y valdrá más que sea así. Yo lo quiero y Dios también.
El odio que animaba a las mujeres, hízolas prorrumpir en protestas al saber que no serían ellas las encargadas de llevar a cabo la venganza, pero las últimas palabras de la reina las hicieron enmudecer.
—El reverendo Panigarola, instrumento del Señor, va a vengarse. Durante la ejecución, os colocaréis al lado de la puerta principal de la iglesia y permaneceréis invisibles. Así os lo mando, pero…
Llenas de ansiedad las cincuenta jóvenes escuchaban atentamente.
—Pero si Panigarola vacila… si su mano tiembla… y si la bella bearnesa Y Marillac se defienden demasiado bien, entonces hijas mías, obedeciendo a una seña que os haría, acudiréis y haréis el resto.
La señal…
Catalina desenvainó su daga y la levantó como si hubiera sido una cruz.
—La señal es ésta —dijo con voz terrible— y gritaré: «¡Dios lo quiere!».
Las cincuenta jóvenes, sugestionadas por el gesto de la reina, gritaron también:
—¡Dios lo quiere!
Catalina, con los brazos levantados hacia el cielo, exclamó:
—Señor, mira estas armas que se desenvainan para tu servicio. Señor, perdóname que en este momento ocupe el lugar de tus representantes. Hijas mías, vuestros puñales son cruces, ¡los bendigo!
Llenas de superstición, las jóvenes inclinaron la cabeza. La oscuridad se hizo de repente, pues se apagaron los cirios del altar. Cuando las jóvenes levantaron la cabeza, vieron a Catalina que, después de haber apagado los cirios del altar, bajaba sus escalones. La reina se hundió en las tinieblas de la iglesia y desapareció a lo lejos por el altar mayor, sobre el cual ardía una lámpara de aceite, semejante a una estrella que iluminara tristemente un sepulcro.
En aquella dirección se alejó la reina Catalina, mientras las cincuenta mujeres, animadas por horror supersticioso y deseo de venganza, se deslizaron al lugar que les había sido designado y puñal en mano esperaron.