XXVI - La noche terrible

EL REY SE HABÍA ACOSTADO. Su ayuda de cámara lo desnudó, lo cubrió con una larga camisa de noche y luego lo ayudó a meterse en cama; entonces, apagando las antorchas y no dejando más que una mariposa encendida, se retiró de puntillas.

Hacía una hora que el rey estaba acostado, pero aún no se dormía. Meditaba. Y en aquel ser enfermizo, nervioso en extremo, la meditación tomaba naturalmente la forma más poética y tal vez la más fecunda, es decir, la forma imaginativa.

A su espíritu no se presentaban razonamientos, sino imágenes. Contemplaba la multitud tumultuosa de los hugonotes, aquellos rostros transformados por el furor, aquellas espadas que se agitaban en la calle de Bethisy, y luego la calma en cuanto prometió vengar al almirante. Oía de nuevo el gran entusiasmo de los caballeros de la Reforma, cuando lo acompañaron al Louvre. Nunca había oído Carlos vítores tan sinceros y vibrantes, pues, desde hacía algunos meses, únicamente oía gritar:

«¡Viva la misa!».

«¡Viva Guisa!».

Y la ovación del día le inspiraba tanto agradecimiento como orgullo. Luego veía nuevamente a Coligny pálido, en la cama, y rechazaba la idea de que aquel rostro severo, pero leal, pudiera ser traidor. Casi enseguida, llamadas unas imágenes por las otras, se le apareció a la imaginación su propia madre. Y si se había sentido tranquilizado por la imagen de Guisa, se estremecía ante la de su madre, evitando el preguntarse por qué.

Guisa se le aparecía luego, lleno de orgullo, viril, magnífico, sonriente y vigoroso, en tanto que él, pobre rey, era de corta estatura, débil y enfermizo.

«Ciertamente, Guisa sería mejor rey que yo», —y lleno de furor al contemplar la imagen que su imaginación evocaba, se incorporó con los puños apretados de rabia.

«¡Cómo! ¿Enrique de Guisa en la catedral de Reims a punto de ser consagrado?».

Luego se tranquilizaba llamando en su ayuda el cuadro del ejército que partía hacia la guerra desfilaba ante él, Coligny, los hugonotes, y Conde, Guisa, y todos, todos los que temía, hasta su hermano Anjou íbanse a lejanos países, de los que tal vez no volverían. Ésta era su política. Y. Entonces, a su alrededor, reinaría la paz, la tranquilidad y el amor de María Touchet.

Carlos cerró los ojos y sonrió dulcemente. A la sazón se le aparecía un apacible rincón de París, una casa tranquila de la calle de los listados y la joven que le rodeaba el cuello con sus brazos, mirándolo con ternura y besando dulcemente sus ojos, murmurando:

«Mi querido Carlos».

Entonces lo invadió el sueño.

Así sucedía todas las noches; los ensueños que preceden al sueño de todo hombre que se duerme, conducen fatalmente al punto central de sus inquietudes diarias. En Carlos, después de varias sinuosidades, el ensueño concluía siempre en María Touchet.

Carlos estaba, pues, a punto de dormirse, cuando un ruido semejante a un gato que arañara una puerta, lo despertó e incorporándose escuchó atentamente.

Había tres puertas. Una grande de dos batientes por la que entraban los cortesanos en el momento de levantarse el rey y luego otras dos pequeñas. Una de éstas daba a un gabinete particular, por donde el rey podía llegar a su comedor. La otra daba a un corredor largo y estrecho, por el que podían transitar solamente dos personas; su madre y él. A esta última es a la que estaban arañando.

La misma seña se hizo oír de nuevo, mucho más fuerte y casi imperiosa. Carlos saltó de su cama, fue hacia la puerta y preguntó:

—¿Sois vos, señora?

—Sí, señor; es preciso que os hable ahora mismo.

El rey no se había engañado: era, en efecto, la reina Catalina de Médicis que lo había despertado.

Hizo un gesto de impaciencia y miró a la cama, pero pensó que tal vez lo amenazaba algún peligro. Entonces se vistió de prisa, se armó con una daga y abrió.

Catalina de Médicis entró, diciendo:

—Hijo mío, en este momento el señor canciller Birague, el señor Gondi, el señor duque de Nevers, el mariscal de Tavannes y vuestro hermano Enrique de Anjou, se han reunido en mi oratorio, para tomar las decisiones conducentes a vuestra salvación y a la del Estado, y ahora esperan al rey para someterle el resultado de su deliberación.

Carlos IX se quedó un instante estupefacto.

—Señora —dijo por fin—, si no conociera toda vuestra fortaleza de alma y firmeza de espíritu me figuraría que una visión ha turbado vuestra sangre fría y que no gozáis de vuestro buen sentido. ¡Cómo señora! ¿Venís a decirme que estos señores deliberan? ¿Con qué derecho? ¿Quién les ha convocado? ¿Qué peligro amenaza al Estado y a mí mismo? ¿Acaso los españoles han invadido Francia, sabedores de que quiero atacarles en Flandes con un ejército, al mando de mi amigo el señor almirante? ¿Acaso la peste ha entrado en París?

»¿De modo que el señor Gondi delibera? ¡El hijo del mayordomo de mi padre, el hijo de un faquín, que se quiere inmiscuir en lo que no le Importa! ¡Qué se meta en la cocina! ¿Nevers delibera? Hermosa bestia que ha perjudicado más al reino con su banda de soldados, so pretexto de ayudarnos, que un ejército enemigo a copia de devastaciones. ¿El señor de Birague delibera? Un ambicioso que sólo sueña matanzas esperando pescar en la sangre algún nuevo título. ¿Tavannes delibera? Un soldado violento que a veces me lanza extrañas miradas y de quien sospecho que… pero no quiero decir más. Nada digo tampoco de mi hermano, y no porque no tenga mucho que decir, señora. ¿De modo que estos señores deliberan? Pues bien; que lo hagan y me dejen dormir en paz. ¡Buenas noches, señora!

Y Carlos IX, volviendo la espalda a su madre, empezó a soltar las agujetas de su jubón negro.

—¡Carlos! —dijo fríamente Catalina—. No os desnudéis, porque de hacerlo, sería la última vez.

El rey se volvió a ella con viveza, Sus ojos tomaron la expresión de terror y sus mejillas la palidez extraña que lo invadía antes de darle un ataque. Catalina comprendió que su hijo estaba en su poder.

Como siempre, el espanto era el que se lo entregaba cuando discutían.

—¿Qué pasa, pues? —balbució Carlos IX.

—Que, afortunadamente, tenéis amigos que velan por vos. Pasa que, dentro de cuarenta y ocho horas, el Louvre será invadido, el rey asesinado y yo desterrada. Pasa que los valientes servidores que acabo de nombraros han venido a advertirme lo que a mi vez os advierto. Ahora, señor, acostaos si os place. Voy a decir a esos amigos leales que su deliberación es inútil y que el rey quiere dormir en paz.

—¡El Louvre invadido! ¡El rey asesinado! —repetía Carlos pasándose las manos por la frente—. ¡Yo sueño! ¡Es una pesadilla!

Catalina lo cogió por un brazo y le dijo con voz sombría:

—Carlos, lo que es un sueño es que desconfiéis de vuestra madre, de vuestro hermano y de todos los que os aman y cuyo interés, a falta de cariño, os garantizaría su fidelidad. La pesadilla está en que os entreguéis atado de pies y manos a esos malditos herejes que tienen horror por nuestra religión y que han jurado hacer triunfar sus detestables doctrinas y que, para conseguir sus fines, se verán obligados a matar al hijo mayor de la Iglesia. ¿Qué habéis hecho, Carlos? Habéis colmado a esas gentes de pruebas de vuestro afecto, hasta el punto de que la cristiandad católica del reino está reducida a la desesperación; hasta el punto de que tres mil señores católicos, al mando de Guisa, han tomado la resolución de salvar el reino y la Iglesia a pesar vuestro.

»Heos aquí, pues, entre esas dos fuerzas igualmente temibles. Los hugonotes llenos de orgullo y extraordinariamente audaces, no tienen freno y están resueltos a imponernos la Reforma; los católicos, desesperados y acorralados, están dispuestos a rebelarse. El momento es grave, señor, tanto, que considerando posible el perder el honor y la corona, me pregunto si no haríamos mejor en salvar nuestra vida huyendo. Vuestra actitud de hoy, ha sido una chispa en un barril de pólvora. Jurando públicamente y en plena calle vengar un desgraciado arcabuzazo que ha herido al almirante, habéis irritado a un pueblo entero, advertido por dos milagros sucesivos de la voluntad divina.

»El preboste Le Charron ha venido a decirme que ya no es dueño de los de barrio y que, por todas partes, la multitud se aglomera alrededor de las iglesias. Al publicar el edicto desarmando a los burgueses habéis dado la razón al rumor que corre, de que queréis hacer matar a los parisienses por los hugonotes. Haciéndoos escoltar por los herejes, habéis significado a los caballeros católicos que no les teníais ningún aprecio y que, en breve, les sería necesario dejar el paso franco a los hugonotes. He aquí lo que habéis hecho, señor. Yo ya sé perfectamente que sólo queréis la paz y que tenéis intención de deshaceros de los hugonotes mandándolos a los Países Bajos y que seguís siendo el rey católico y amado de Roma.

»¿Pero quién querrá creer a una madre cuyo cariño es sobrado conocido y que, por lo tanto, es sospechosa de parcialidad? Os lo repito, Carlos, apenas nos quedan algunas horas para tomar una resolución suprema. ¡Oh, Dios mío! —añadió de pronto elevando los, brazos—. Iluminad al rey y decidle, ya que desconfía de su madre, decidle que ha llegado la hora de morir o de matar.

—¡Matar! —exclamó Carlos—. ¡Siempre matar!

¿A quién se ha de matar? Veamos.

—A Coligny.

—¡Nunca!

Carlos se irguió lívido como un cadáver. Las palabras de su madre le daban vértigo y extraordinario temor habíase apoderado de él al pensar en el proceso en que sería necesario envolver al almirante pues así se figuraba que su madre pretendía obrar y la idea de condenar a muerte a aquel hombre que era su huésped y a quien había acabado por amar, le horrorizaba.

Era cierto que hubo una ocasión en que creyó a su madre, figurándose que el almirante conspiraba contra él, pero las pruebas de inocencia del anciano jefe habían se acumulado en tal número y con tal evidencia en el espíritu del rey, que se vio obligado a rendirse a la evidencia.

—Me habías dicho —continuó— que tendría pruebas de la traición de Coligny y de los hugonotes. ¿Dónde están esas pruebas?

—¿Pruebas queréis? —dijo Catalina—. Las tendréis.

—¿Cuándo?

—Mañana por la mañana. Escuchad, he conseguido hacer detener a dos aventureros que sorprendieron muchos secretos y que saben muchas cosas sobre Guisa Montmorency y Coligny, Uno de ellos es aquel joven: el caballero Pardaillán, que vino al Louvre en compañía del mariscal y tuvo tan extraña conducta. El otro es su padre, y tengo a los dos en mi poder. Mañana por la mañana serán interrogados en el Temple, en donde se hallan prisioneros. Os traeré el acta del interrogatorio y ya veréis como Coligny ha venido a París con malas intenciones respecto a vos.

La reina hablaba con tal fuerza de convicción, que Carlos aterrorizado, se sintió convencido. No obstante, no quiso demostrar que cedía y dijo con firmeza aparente:

—Perfectamente, señora, mañana leeré el interrogatorio de los Pardaillán.

—Esto no es todo —continuó Catalina con mayor energía—. Ya os he dicho que Tavannes está en mi oratorio y vos parece que desconfiáis del mariscal. Pues bien; a mí tampoco me inspira confianza, pero yo no me contento con suponer, sino que trato de saber la verdad y ya la conozco.

—¿De modo que hay algo de verdad en lo de Tavannes? —exclamó Carlos dejándose caer sobre un sillón.

—Una verdad horrible. ¿Sabéis por qué el mariscal de Tavannes está en el Louvre? Enrique de Guisa lo ha mandado. Así, este hombre que manda en las tres cuartas partes de la guarnición de París y que, con un gesto, puede hacer marchar cuatro mil soldados contra el Louvre, este hombre pertenece a Guisa. ¿Y qué viene a hacer en nuestro consejo?… Asegurarse que vos sois verdaderamente el rey y que vais a tomar las medidas necesarias para salvar el trono, vuestra vida y la Iglesia. Si no lo hacéis, Guisa tomará sus medidas, pero no salvará más que a la Iglesia. En cuanto a vuestro trono y a vuestra vida, tendréis que pedírselos. ¡Ah, Carlos, hijo y rey mío! ¡Tened valor, por la sangre de Cristo! ¡Ved los hugonotes que se preparan para un golpe decisivo; ved a Guisa que espera un momento de debilidad de vos para hacerse elegir capitán general y marchar contra el Louvre, contra el rey amigo de los herejes!

—¡Por el infierno! —exclamó Carlos levantándose—. No vacilaré acerca de ellos dos. Tenía ya sospechas de su traición y quiero que ahora mismo se prenda a Guisa en su palacio y a Tavannes en vuestro oratorio. ¡Hola!

—¡Señor, señor! —gritó Catalina tratando de tapar con su mano la boca del rey para que no diera la orden.

—¡Eh, señora! ¿Sois su cómplice? —preguntó Carlos desembarazándose de su madre.

—Carlos, ¿qué vais a hacer? ¿Dónde están vuestros guardias para detener a Guisa? ¿No sabéis que París entero se levantará para defenderlo? No tan sólo son necesarios el valor y la energía, sino también la prudencia. Dejad que Guisa duerma tranquilo y, tarde o temprano, nos apoderaremos de él.

Lo esencial es que no pueda hacer nada esta noche y mañana y, para eso, es preciso que sepa por medio de Tavannes, que estáis decidido a salvar la Iglesia.

Venid, Carlos, venid, hijo mío. Vamos a jugar juntos la partida suprema que ha de afirmar sobre vuestra cabeza esta corona vacilante que tantas miradas curiosas ven próxima a caer.

La reina parecía transfigurada por el entusiasmo. Nunca la había visto el rey tan fuerte, tan valiente y tan decidida, y él a su lado, débil y enfermizo, lleno de espanto, se sentía pequeño como un niño. Ella lo cogió por la mano y lo arrastró con irresistible vigor. Llegó a su oratorio, abrió repentinamente la puerta, y cedió el paso a Carlos IX.

—¡El rey! —exclamó Tavannes.

Los demás se levantaron, y permanecieron inclinados.

Carlos había conseguido dominarse para aparecer tranquilo. Cubrió su rostro con aquella falsa dignidad que sirve a los grandes para ocultar sus pensamientos, y dijo:

—Señores, sentaos y deliberaremos sobre las cuestiones presentes. Hablad, señor canciller.

—Señor —contestó Birague; hoy he hecho pregonar el edicto que prohíbe a los parisienses salir armados a la calle. A medida que ha sido conocido, las calles de París se han visto llenas de gentes armadas, Los capitanes de barrio han reunido sus hombres y a la hora actual, hay en todas las casas soldados prontos a ocupar las encrucijadas. Estimo, señor, que nos es imposible resistir a semejante fuerza. Las circunstancias son tales, que espero que Vuestra Majestad me perdone por hablar sin ambages. Si el señor de Coligny vive todavía veinticuatro horas, no quedará en París piedra sobre piedra.

—¿Opináis, pues, que debemos prender al señor almirante e instruirle un proceso?

—Mi opinión es que se debe ejecutar al señor de Colígny, inmediatamente y sin formación de causa.

El rey no demostró ninguna sorpresa. Únicamente se puso pálido y sus ojos parecieron más vidriosos que de costumbre.

—¿Y vos, señor de Nevers?

—Yo —contestó el interpelado— he visto esta noche bandas de hugonotes que en voz alta acusaban a Vuestra Majestad de jugar con dos barajas. He visto que los hugonotes, pálidos y asustados al saber que habían atentado contra la vida del almirante, se preparaban a huir. Luego, cuando han sabido la verdad, más insolentes que nunca han decidido exterminar a los católicos, temiendo ser exterminados por ellos; si se mata al señor de Colígny, se habrá conjurado el peligro, pero si el almirante vive todavía mañana por la noche, pienso como el señor canciller, que estamos perdidos.

Al ser interrogado Tavannes, contestó de un modo semejante.

El duque de Anjou aseguró que el mariscal de Montmorency a la cabeza de los «políticos», iba a reunirse a los hugonotes para apoderarse del rey y de París.

Gondi, encolerizado, dijo que estaba dispuesto a estrangular al almirante con sus propias manos.

Catalina no decía nada, limitándose a escuchar y sonreír. Cuando todos hubieron hablado y vio a Carlos pálido como un espectro, se volvió a él, diciendo:

—Señor, todos los aquí presentes y la cristiandad entera, esperamos la palabra que debe salvarnos.

—¿Queréis, pues, que el almirante muera? —murmuró Carlos.

—¡Qué muera! —dijeron todos.

El rey se levantó y empezó a recorrer nerviosamente el oratorio.

Catalina lo seguía con la mirada. Su mano, todavía hermosa, se crispó en el mango de la daga que siempre llevaba en la cintura.

¿Quién podría adivinar los pensamientos que atravesaban su cerebro?

¿Quién sabe si no soñó el asesinato de aquel hijo indigno de ella?

Carlos IX iba y venía murmurando palabras inconexas. La reina lo vio detenerse al pie del gran Cristo de plata maciza sobre la cruz de ébano. El rey levantó los ojos y Catalina, dando tres rápidos pasos, levantó los brazos hacia la cruz y con voz ronca, exclamó:

—¡Maldíceme, Señor, maldíceme por haber llevado en mi vientre a un hijo que desprecia tu ley, desobedece tus órdenes y bajo tu divina mirada, piensa en derribar tu templo!

Carlos, con los cabellos erizados, retrocedió diciendo:

—¡Blasfemáis, señora!

—Maldíceme, Señor —continuo Catalina fanatizada—. Maldíceme por no hallar palabras que convenzan al rey de Francia. ¡Ojalá me devoren los perros antes de ver cómo triunfa la herejía, gracias a la debilidad de mi hijo!

—¡Basta, señora! ¿Qué queréis?

—La muerte del Anticristo.

—¿La muerte de Coligny? —murmuró Carlos.

—Vos mismo lo nombráis —exclamó Catalina—. Sí, señor, sabéis, como todos nosotros, que el Anticristo es el hipócrita que nos ha matado más de seis mil valientes en tantas batallas, que nos ha hecho encarnizada guerra Y que, en París mismo, exalta el orgullo de sus demonios y fomenta la destrucción de la Santa Iglesia.

—Es mi huésped, señora. Señores, fijaos bien; es mi huésped y, si lo mato, quedo deshonrado.

—Y, en cambio, la destrucción nos espera si vive —rugió Catalina.

—Yo me vuelvo a Italia —dijo Gondi—. La salvación de mi alma ante todo.

—Señor —dijo el canciller Birague—, dígnese Vuestra Majestad permitirme que me retire a mis tierras.

—¡Rayos y truenos! —vociferó Tavannes haciendo caso omiso del respeto debido al soberano—. Voy a ofrecer mi espada al duque de Alba.

—Idos —dijo Catalina—, idos todos y que empiece el éxodo de los franceses. ¡Desgraciados de nosotros! Carlos, tu madre se quedará a tu lado y morirá ante ti cubriéndote con su cuerpo, antes de que te hieran los herejes.

Y acercándose a él, le dijo al oído.

—Antes de que Enrique de Guisa sea proclamado rey de Francia por haber librado el reino de hugonotes.

—¿Lo queréis, pues? —preguntó Carlos IX— ¿lo queréis todos? Pues bien, matadlo, matad al almirante, matad a mi huésped, matad al que he llamado padre, pero ¡por el diablo!, matad también a todos los hugonotes de Francia para que no quede uno que pueda reprocharme mi felonía; matadlos a todos, matad. ¡Ja, ja, ja!

Su rostro se puso convulso y aquella risa fúnebre, fantástica y terrible que a veces acudía a sus labios le sacudió con estremecimientos convulsivos.

—¡Por fin! —dijo Catalina con alegría.

—¡Por fin!, repitió el mariscal de Tavannes con Cierta contrariedad.

Catalina hizo entonces una seña y los arrastró a todos al gabinete contiguo al oratorio mientras el rey caía sobre un sillón luchando desesperadamente contra el ataque.

—¡Señor mariscal! —dijo entonces Catalina mirando fijamente a Tavannes—, os encargo advertir al señor de Guisa, que el rey está decidido a salvar la Iglesia y el reino. Contamos con él.

Tavannes se inclinó.

—Id, señores —continuó la reina— están dando las tres. Mañana venid a las ocho. Traedme al señor de Guisa, al señor de Aumale, al señor de Montpensier y al señor de Damville y no olvidéis tampoco al preboste Le Charron. Es preciso estar reunidos a las ocho en punto. Y aun el día nos resultará corto para preparar la batalla suprema que debe salvar la religión. Id, señores, y que Dios os asista.

—Dios proteja a la reina —dijeron al retirarse.

El duque de Anjou se quedó solo con su madre, la cual le cogió las manos, lo miró con profunda ternura y con voz muy dulce murmuró:

—Serás rey, hijo mío. Vete a dormir.

—A fe mía —dijo el futuro Enrique III bostezando—, lo necesito mucho, señora.

Y se retiró sin contestar al beso de su madre, cuyos brazos cayeron lentamente, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

La indiferencia del hijo preferido y adorado, era el tormento, el dolor secreto de aquel corazón de granito, tal vez el castigo.

Después de algunos minutos de ensimismamiento, Catalina abrió una puerta que dio paso a Ruggieri. Éste en tres días había envejecido diez años. Su espalda estaba encorvada y sus cabellos se habían vuelto grises.

—Ha llegado la ocasión —dijo la reina—. Avisa a Crucé, Kervier y Pezou.

—SI, señora. —Contestó Ruggieri.

—Es para la noche próxima. Encárgate de la señal. A las tres de la madrugada. Es buena hora, porque entonces es cuando todo el mundo está sumido en profundo sueño. Es necesario que pongas a alguien en el campanario de Saint-Germain L’Auxerrois.

Ruggieri hizo un gesto de horror.

—¿Estás loco? —dijo Catalina encogiéndose de hombros.

—Iré yo mismo —contestó Ruggieri—. Las campanas no han doblado aún por mi hijo muerto, y lo haré yo.

La reina hízose la desentendida y preguntó secamente:

—¿Qué has hecho de Laura?

—Ha muerto.

—¿Y Panigarola?

—No lo sé.

—Será necesario averiguarlo. Este hombre puede ser peligroso si sobrevive a su amante. Ahora, vete; he de trabajar.

Ruggieri desapareció silenciosamente y pálido como un fantasma.

La reina se sentó ante su mesa y, aun cuando fueran las tres de la madrugada, no tenía sueño. Cogió la pluma y empezó a escribir, pero pronto se detuvo y la pluma cayó de sus manos. Su frente se inclinó y con voz apenas perceptible, murmuró suspirando:

«¡Era mi hijo!».

Carlos IX, presa de fiebre, salió del oratorio por el corredor reservado y regresó a su dormitorio. Se echó vestido en su cama, pero a los pocos minutos se levantó y empezó a pasear nerviosamente, mirando de vez en cuando a través de la ventana para ver si llegaba el día. Sus dos lebreles favoritos, «Nysus»» y «Euryalus», lo seguían en sus evoluciones.

—¿Qué podré hacer para no pensar en esto? —se preguntaba.

Encendió todos los candelabros de la habitación y acercándose al mueblecito, sacó un manuscrito.

—Voy a trabajar un poco en mi libro.

Éste era de puño y letra del rey y llevaba el título:

«Las cacerías reales».

El rey lo hojeó maquinalmente con sus manos temblorosas y llegó a las últimas líneas fijándose en la última frase que empezaba así:

«Cuando la res está próxima a caer…».

—¡Oh, el halalí! —exclamó el rey—. ¡Oh, el infernal halalí que se prepara!

Tiró furiosamente el manuscrito al fondo del mueble de que lo había sacado y oyó entonces un gemido.

—¿Quién va? —dijo Carlos volviéndose repentinamente.

Era «Nysus», uno de los dos perros, que solicitaba una caricia. Los dos animales estaban allí mirando al rey como interrogándolo.

—¡Ah! —dijo Carlos mirándolos y dando un suspiro—. Sois vosotros, ¿qué queréis? ¿Sois perros de caza? ¿Queréis acaso el encarne? ¡Atrás, atrás! ¡Es demasiada sangre!

Carlos vaciló sobre sus piernas, sus manos se extendieron para buscar un apoyo y cayó. Sus uñas se clavaron en la alfombra, puso los ojos en blanco; tenía la boca llena de espuma y sus crispados labios dejaron escapar confusas palabras que querían ser gritos, sin llegar a otra cosa que a un murmullo apenas perceptible.

—¡Socorro! ¡Guisa me asesina! ¡Asesino! ¿Quién va tras él? ¡Coligny! ¡Los hugonotes! ¡Matadlos, matadlos! ¡Ponedme a ese Pardaillán en el potro! ¡Contesta! ¿Qué sabes? ¡Coligny y Guisa quieren asesinarme! ¿Verdad? ¡Ya están aquí! ¡Socorro! ¡Cosseins, prended a mi madre! ¡Me muero! Permaneció algunos minutos jadeante y luego, incorporándose a medias, exclamó:

—¡Cuánta sangre…! ¡Señor! ¡Ahora yo sudo sangre! ¡Maese Ambrosio, salvadme…! ¡Horror!, ¡es sangre…!, ¡un mar de sangre…!, ¡me ahogo…!, ¡socorro! ¡Oh! ¡Me dejarán ahogar en sangre! ¡Cada vez sube más…! ¡La hay en todas partes! ¡Huyamos, María, huyamos…! ¡Vamos a las torres de Nuestra Señora…! ¡Huyamos, María…!… ¡La sangre sigue subiendo…! ¡Más alto!… ¡Hasta la torre…! ¡Oh!, ¡las campanas…! ¡Misericordia! ¡La sangre sube…! ¿Dónde está París…? ¡Ya no existe…! ¡Está sumergido en la sangre! Durante una hora, el rey fue víctima del ataque y tuvo horrorosas pesadillas. Luego fue apaciguándose por momentos y se durmió. Al despertarse era ya de día. Enorme fatiga le impedía levantarse de la alfombra sobre la que se había echado. Vio a sus dos perros tendidos a su lado, lamiéndole las manos. Los acarició lentamente y al cabo de algunos minutos consiguió levantarse.

Sus brazos se elevaron al cielo y con extraordinaria alegría, balbució:

—¡Señor, dulce Jesús mío, no era más que un sueño!