XI - El convento del milagro
EN EL AÑO 1290 hubo en París un milagro que relataremos para hacer comprender los acontecimientos que siguen. En aquella época, habitaba, no lejos de Notre Dame, entre otros descreídos, un judío llamado Jonathás.
Es necesario decir que maese Jonathás poseía una casa muy hermosa rodeada de grandes jardines. Añadamos que, para su desgracia, era vecino de cierto convento que miraba con envidia aquellos jardines.
Aquel judío —según las informaciones de sus buenos vecinos los monjes— juró cometer contra la religión un espantoso sacrilegio.
¿Qué hizo? El domingo de Pascua del año 1290 mandó a comulgar en Notredame a una mujer a la que había dado instrucciones. La mujer recibió la hostia y en vez de tragársela la llevó intacta al judío Jonathás.
Éste, impulsado por el furor, dio a la hostia con la punta de su daga. ¿Y qué sucedió? Que la hostia empezó a despedir sangre por la herida.
En cuanto la mujer vio aquel milagro, se sintió sobrecogida de espanto y remordimiento y fue a echarse a los pies de los buenos monjes, como lo atestiguaron los padres y hermanos de la comunidad.
En cuanto al judío, la vista de la sangre, lejos de calmar su frenesí, no hizo más que exasperarlo.
Tomó un martillo y un clavo, y como antaño se hiciera para crucificar a Jesús, hundió el clavo en la hostia y entonces se realizó un nuevo milagro al producirse nueva efusión de sangre.
El judío, lleno de furor, arrojó la hostia al fuego, pero ésta empezó a dar vueltas sobre las brasas, más sin arder. Ante estas señales evidentes del poder celestial, Jonathás, no sabiendo ya cómo destruir la hostia, puso en el fuego una gran caldera y la llenó de agua, y cuando ésta empezó a hervir, echó dentro la hostia; pero lejos de disolverse, permaneció intacta, blanca y pura. Únicamente, como de la hostia había salido sangre, el agua de la caldera se metamorfoseó en sangre hirviente.
No se sabe qué nuevos sacrilegios hubiera cometido Jonathás de no haber sido detenido en aquel instante… Nunca quiso confesar sus crímenes, cosa que mostraba cuán grande era su maldad. Los monjes, indignados, lo pusieron vivo sobre un montón de leña a la cual prendieron fuego.
Cuando el judío estuvo reducido a cenizas, los dignos frailes purificaron sus propiedades anexionándolas a su convento. Para completar la expiación, un burgués llamado Regnier-Flaming hizo construir una capilla que se llamó la Casa de los Milagros y aquel lugar fue conocido en adelante por convento en que Dios fue hervido.
Ignoramos si realmente el judío Jonathás tiró la hostia dentro del caldero, pero es absolutamente cierto que Jonathás fue quemado vivo y que sus hermosos jardines pasaron a ser propiedad de los monjes.
Desde el año 1290 hasta el 1572 y más tarde, tuvieron lugar en aquel sitio otros varios milagros. De vez en cuando el caldero en que había hervido la hostia convertía en sangre el agua que se echaba en él. Generalmente aquellos milagros eran considerados como una orden del cielo a los parisienses: orden de quemar vivos a cierto número de herejes.
Uno de estos milagros se produjo el 17 de agosto de 1572. Era domingo y la víspera del día en que se celebró el casamiento de Enrique de Bearn con Margarita de Francia. Sobre las cinco de la tarde, y cuando había mucha gente en la calle, se abrió la puerta de pronto y aparecieron dos monjes gesticulando y gritando:
—¡Milagro, milagro!
Uno de los dos monjes es un antiguo conocido nuestro: El hermano Teobaldo, más gordo y majestuoso que nunca, y el otro su inseparable hermano Lubin.
Éste, como se recordará, sin duda, había obtenido permiso durante algún tiempo para dejar su convento e ir a servir a la hostería de la «La Adivinadora» en calidad de mozo, pero desde aquella misma mañana había vuelto a su celda porque en la hostería ya no era de ninguna utilidad, toda vez que allí no se reunían los amigos de Guisa. Y el reverendo prior dijo a Lubin:
—Hermano: Ha terminado vuestra misión laica. En vuestra larga estancia entre los filisteos, ciertamente habéis ganado gloria, pero como la carne es débil, es probable que más de una vez hayáis sucumbido al demonio de la gula; en razón de la santa gloria que habéis obtenido en vuestro servicio laico en «La Adivinadora», os destinamos a guardar el caldero, lo que es un inmenso honor para vos y para el hermano Teobaldo, que será vuestro acólito; pero, en penitencia de los pecados que no habréis dejado de cometer entre los filisteos, tendréis cuidado de aplicaros la disciplina todas las noches; además, os abstendréis de carne, legumbres y vino durante quince días.
—Deo gratias —murmuró Lubin inclinándose.
Luego un profundo suspiro hinchó su pecho y se dijo:
«Quince días a pan y agua. ¡Ah! Me moriré, con toda seguridad».
Triste y con el alma llena de amargura, el hermano Lubin se dirigió a su celda, en donde halló al hermano Teobaldo, que, avisado sin duda, lo esperaba y lo llevó a una sala vecina a la puerta de entrada.
Aquella sala, cuya disposición era semejante a una capilla, no contenía más que algunas sillas e imágenes de santos, pero en el fondo se levantaba una especie de altar rematado por un gran crucifijo. Sobre el primero estaba colocado el famoso caldero, ordinariamente recubierto de un paño negro, pero, algunas veces, cuando se admitían fieles a visitarlo, lo descubrían y entonces se podía ver que era una marmita de cobre, vulgar.
De vez en cuando se echaba agua, para observar si se cumplía el milagro, es decir, si se convertía en sangre.
El hermano Teobaldo llevó a Lubin hasta el caldero, ante el cual se hincó de rodillas.
—¿Por qué suspiráis así? —preguntó entonces.
—¡Ah, hermano mío! —Contestó desesperado Lubin—. Recuerdo mis comidas de «La Adivinadora». He perdido los ricos pasteles de la señora Rosa, que de vez en cuando podía saborear. ¡Ay! ¿Dónde estáis, jamones que regaba con los restos de las botellas que me dejaban? Había especialmente un cierto vino de Borgoña, dulce y capaz de reanimar a un muerto.
—Hacéis mal en recordar estas cosas, hermano —dijo Teobaldo relamiéndose.
—¿Qué queréis? Siento que pertenezco en cuerpo y alma al demonio de la gula, pues es así como el reverendo prior llama la divina felicidad de humedecerse la garganta con un buen vino después de que un manjar cargado de especias ha inflamado la garganta.
El hermano Teobaldo no pudo resistir más y exclamó:
—Se me hace la boca agua.
—¡Ah, hermano! No sé qué recompensa nos estará reservada en el paraíso, pero sí sé que en este mundo el paraíso es la hostería de «La Adivinadora».
—¿Recordáis las suculentas comidas que hicimos allí?
—¡Ya lo creo!
—En cambio hoy no podemos comer bien aun cuando luchemos para conseguirlo.
—¿A quién lo decís, querido hermano? Tal como me veis, he arriesgado muchas veces el ser ahorcado para acompañar a «La Adivinadora» al duque de…; pero chitón, porque no estáis iniciado en estos grandes secretos.
—Entre tanto he de ayunar como un novicio. ¿Qué digo novicio? Como un condenado a galeras.
Teobaldo guiñó el ojo y sonrió de un modo misterioso y elocuente.
Lubin, que conocía a fondo a Teobaldo, se estremeció de esperanza.
—¡Oh! —murmuró abriendo los ojos.
—¿Qué tenéis, hermano?
—Nada, nada. Habíame parecido…
—Chitón —contestó Teobaldo—; cerrad la puerta, hermano.
Lubin se apresuró a obedecer y con el corazón palpitante volvió a donde estaba su compañero.
—¿Así, pues —preguntó éste—, estáis condenado durante quince días a pan y agua?
—¡Ay! —gimió Lubin, cuya dulce esperanza se había desvanecido al observar la severa fisonomía de Teobaldo.
—Creo que no lo resistiréis —continuó éste.
Entonces sacó de un pequeño armario un pan negro y duro, una botella de agua turbia y dijo con severidad:
—He aquí vuestro alimento para dos días, hermano.
Lubin se cruzó de brazos, y dándose puñetazos en el pecho, dijo llorando:
—Valdría más que de una vez me condenaran a muerte. ¡Cómo, hermano Teobaldo! ¿Sois vos, con quien he hecho tan buenas comidas, el que me presenta este alimento horroroso y este líquido indigno? ¡Ah, hermano! Nunca hubiera creído que tuvierais un corazón tan duro, y cuando pienso en aquellos divinos pasteles…
—Paz, hermano mío —exclamó Teobaldo con brillante mirada.
—… En aquellos pollos que daban vueltas en el asador, mientras gota a gota caía la delicada grasa de su cuerpo…
—Hermano, me estáis tentando.
—… En aquellas botellas cuyo rojo líquido caía armoniosamente dentro de los vasos…
Teobaldo pareció tomar una resolución heroica. Dirigió una mirada hacia la puerta y cogió la mano de Lubin.
—Pues bien, hermano, suponed que levanto el paño que cubre este caldero… y que de él saco…
Hablando así destapó, en efecto, el caldero de los milagros y hundió en él las dos manos.
—¿Y sacabais de él…? —interrogó Lubin fuera de sí.
—Ante todo, este pastelito dorado que viene en línea recta de «La Adivinadora».
Lubin dio una exclamación de alegría.
—Luego —continuó Teobaldo, dejando las vituallas encima del altar, a medida que las nombraba—, luego este pan tierno, además este pollo frito, las dos botellas de vino. Además, este jamón de carne sonrosada, y, por fin, estas cuatro botellas de Borgoña.
Lubin había unido las manos y miraba tembloroso la aparición de las vituallas.
Teobaldo, como si oficiara, iba y venía gravemente de una a otra parte del altar, y cuando las seis botellas estuvieron colocadas en buen orden a la derecha del caldero, mientras los comestibles estaban a la izquierda, se volvió con los brazos abiertos imitando el gesto de la bendición, y con los ojos medio cerrados, la boca formando círculo y la cara alegre mirando a su compañero, el cual había caído de rodillas.
Teobaldo bajó majestuosamente los dos escalones del altar y continuó:
—Pues bien, hermano mío, suponed que os diga que estas apetitosas vituallas no son en realidad más que pan negro y agua clara, ¿me creeréis?
—¡Claro!… —dijo Lubin.
—Pues bien, levantaos. Comed y bebed.
—O si no, comamos de este pan negro y bebamos el agua clara contenida en estas botellas. Sé que miento, pero es en interés de la Iglesia. No os molestéis en querer comprender, hermano.
Lubin, que se había levantado, no trató de explicarse por qué podía interesar a la Iglesia la mentira del hermano Teobaldo. De modo que, sin preocuparse, vertió en el caldero la botella de agua turbia que le estaba destinada, e hizo los preparativos para la comida, es decir, que dispuso dos sillas, una al lado de otra, y en ellas colocó las vituallas dejando las botellas modestamente en el suelo.
Los dos frailes se sentaron ante aquella mesa improvisada y empezaron a atacar la comida con un ardor que probaba su excelente apetito.
—¡Qué bueno es este pan negro! —dijo Teobaldo devorando una porción de pastel.
—Y esta agua tiene un aroma maravilloso —contestó Lubin bebiendo el vino por la misma botella, pues carecían de vaso.
Si el hermano Teobaldo comía mucho, es necesario añadir que se contentó con una botella de vino blanco, continencia heroica en él, pero, en Cambio, Lubin se bebió el resto.
Después de la primera botella, Lubin se puso melancólico. En cuanto se hubo bebido la segunda, se echó a reír fuera de razón. Al finalizar la tercera, entonó el «aleluya». A la cuarta lloró por sus pecados y para consolarse buscó la quinta y última, pero no la encontró, porque Teobaldo acababa de echar el rojo contenido en el caldero de los milagros.
Levantando los brazos al cielo llamó a Lubin.
—Hermano, hermano. Venid.
—¿Qué hay? —dijo Lubin.
—No sé si mi vista está turbada, pero me parece…
—¿Qué, hermano?
—Que el agua que habéis echado en el caldero…
—¿Qué?
—Pues que se ha convertido en sangre.
—¿Es posible? —Exclamó Lubin—. ¿Por qué no se habrá convertido en vino?
Teobaldo dirigió extraña mirada a su compadre y dijo:
—Mi querido hermano, no bromeéis con las cosas santas. Venid, os digo…
—¡Bah! Estáis borracho.
No obstante, hizo un esfuerzo y con inseguros pasos se dirigió hacia el caldero, cuyo fondo miró con incredulidad, pero enseguida palideció y empezó a gritar:
—¡Milagro, milagro! ¡El agua se ha enrojecido, y, no obstante, era agua pura! Yo la he echado dentro. ¡Ah, mi hermano! ¡Qué honor para la comunidad y para mí! La sangre de Jesús ha aparecido por mi mano. ¡Socorro! ¡Milagro!
Mientras Lubin caía de rodillas llorando, suspirando y vociferando, Teobaldo hacía desaparecer rápidamente en el armario, que cerró con llave, los restos de la comida y abría de par en par la puerta de la sala.
Al oír los gritos de Lubin, los monjes acudieron.
—¿Qué sucede? —preguntó severamente el prior.
—No lo sé, mi reverendo padre —contestó Teobaldo—. Creo que nuestro hermano Lubin se ha vuelto loco. Acaba de vaciar su botella de agua en el caldero y ahora está gritando como un poseído por el diablo.
—¡Milagro! —Gritaba con mayor fuerza el hermano Lubin—. El agua se ha convertido en sangre. ¡Mirad, mirad!
Los monjes, y el prior antes que ninguno, se precipitaron hacia el caldero.
—¡Milagro! —exclamó el prior cayendo de rodillas.
—¡Milagro! —repitieron los monjes imitándolo.
Y la comunidad entonó el «Magníficat», que hizo temblar los muros del convento. Luego el prior, con los ojos llenos de lágrimas, abrazó al hermano Lubin. Los padres se aproximaron a él y lo llamaron santo, mientras los novicios tocaban el extremo de su hábito.
Luego tomaron el caldero.
—Hermanos —dijo el prior—. Llevémoslo a la capilla en procesión y entonemos el «Te Deum». Hermano portero, abrid la puerta principal a fin de que el pueblo participe de nuestra felicidad.
El hermano portero se apresuró a obedecer.
Los monjes se dirigieron procesionalmente hacia la capilla, pero al pasar ante la puerta del convento, que estaba abierta de par en par, el hermano Lubin, impulsado por el demonio del orgullo, empuñó el caldero y lo llevó a la calle escoltado por su inseparable Teobaldo.
Allí, gritando más que nunca y apoyado por su compañero, proclamó el milagro.
—¡Yo he echado el agua! —vociferaba Lubin.
—¡Mirad, mirad, es sangre! —decía Teobaldo.
Y detrás, la comunidad entera entonaba el «Te Deum».
En algunos instantes se congregó enorme multitud alrededor del caldero. Por una coincidencia que debemos señalar, tan sólo en las primeras filas de aquella multitud había una veintena de gentilhombres de Catalina de Médicis, y entre ellos Maurevert.
Estos fueron los primeros en gritar:
—¡Es realmente sangre! ¡Milagro!
Algunas mujeres del pueblo pudieron acercarse lo bastante para mirar. Dos de ellas se desvanecieron de emoción y las otras cayeron de rodillas.
Entonces todos los espectadores se arrodillaron y el pueblo empezó a gritar:
—¡Milagro! ¡Milagro!
En aquel momento dos vigorosos monjes cogieron el caldero y se lo llevaron al interior del convento, adonde Teobaldo arrastró asimismo a Lubin.
La puerta fue cerrada, pero el pueblo, oyendo el «Te Deum» y las campanas que repicaban alegremente, continuó gritando:
—¡Milagro! ¡Milagro!
—¡Viva la misa! —exclamó una voz que consiguió dominar el tumulto.
—¡Mueran los herejes! —Vociferaron los gentilhombres.
—¡Mueran los hugonotes! ¡Viva Guisa! ¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes!
—¡Aquí hay uno! —gritó la voz que fue la primera en gritar «¡Viva la misa!».
—¡De rodillas, de rodillas!
—Son dos.
—¡Matadlos!
La multitud, amenazadora, rodeó a dos jóvenes que avanzaban y que Maurevert señalaba con el dedo. En un instante se desencadenó alrededor de aquellos dos hombres una tempestad de amenazas; los brazos se levantaron sobre ellos, y las espadas y dagas salían de sus vainas.
Estaban perdidos.
En aquel momento se abrió de nuevo la puerta del convento.
Impulsado por su borrachera, el hermano Lubin se desprendió de los monjes que trataban de retenerlo y apareció a la multitud bendiciendo, murmurando incoherentes palabras y con los ojos llenos de lágrimas. Al ver al santo, por cuya virtud se había cambiado el agua en sangre, la multitud dobló la rodilla gritando:
—¡Milagro! ¡Milagro!
Lubin divisó entonces a los dos gentilhombres, que aprovechaban la libertad relativa que gozaban por un segundo para desenvainar sus espadas.
Entonces nuevas lágrimas inundaron el semblante de Lubin. Avanzó titubeando con los brazos abiertos, mientras que, respetuosamente, todos se apartaban para dejarle paso. Lubin, con la mirada vaga y sonriendo a través de sus lágrimas, murmuraba:
—¡Cómo!… ¡Es el querido señor de Pardaillán!… que me ha hecho beber… tan buen vino… en «La Adivinadora»… quiero abrazarlo. ¡Viva Baco!
—¡Milagro! ¡Milagro! —gritaban las gentes.