IV - Se desarrolla la tempestad

COSA DE VEINTE DÍAS después de la entrada del rey en París, tuvieron lugar los esponsales de Enrique de Bearn y Margarita, hermana de Carlos IX. Con tal motivo se dio una suntuosa fiesta en el Louvre, como no se había visto desde los tiempos de Francisco I y Enrique II. Hubo bailes en que las damas hugonotes fueron parejas de los señores católicos; hubo banquetes y mascaradas… Margot, de la que Enrique se manifestaba enamorado, apareció disfrazada de hamadríada[2], con un vestido de maravillosa impudencia en el que las guirnaldas de follaje constituían el principal adorno; pero no anticipemos, porque es necesario seguir aquella fiesta memorable y fastuosa, casi hora por hora. El Louvre resplandecía de luz, gran ruido de carcajadas salía de aquel horno y en cada una de las salas en que se desplegaban tales magnificencias, se desarrollaba un drama.

Fuera, la multitud difícilmente contenida por los arqueros de servicio, auxiliados por algunas compañías de arcabuceros, se congregaba alrededor del Louvre, como un mar de olas negruzcas que muge en torno de potente roca. Aquella multitud no estaba atraída tan sólo por la curiosidad, pues a pesar de los edictos pregonados en diversas ocasiones, la mayor parte de los burgueses iban armados de partesanas y cubiertos con una coraza. De uno a otro grupo iban agentes que parecían dar una consigna y de vez en cuando y de diversos puntos salían fuertes gritos de ¡Viva la misa!, o ¡Mueran los hugonotes!

Al principio de la fiesta y cuando ya la noche se cernía sobre París, Catalina de Médicis y su hijo, Carlos IX, estaban solos en una habitación, cuyo balcón dominaba la orilla izquierda del Sena.

Vestido de negro, como de costumbre, y más pálido que nunca, con las delgadas manos marfileñas incrustadas en la balaustrada de hierro, Carlos IX miraba a lo lejos un gran resplandor rojo, y cerca de él, a un paso de distancia, Catalina sonreía enigmática y cruelmente.

—¿Para qué me habéis traído aquí, señora? —preguntó el rey.

—Para mostraros esa hoguera, señor.

—Me gusta ver cómo mis buenos parisienses se regocijan.

—No, señor. Los parisienses han quemado una casa en la que han sorprendido una reunión de hugonotes. Y mirad, allí se eleva otra hoguera… allí a la izquierda. ¡Por Nuestra Señora! Si esto continúa, arderá París entero.

Una oleada de sangre subió a las pálidas mejillas de Carlos IX, que masculló una blasfemia.

—Quiera Dios —dijo Catalina— que no les venga la idea de incendiar el Louvre.

—¡Por la sangre de Cristo! Voy a dar orden de que carguen contra los incendiarios.

Y volviéndose, el rey gritó:

—¡Hola, Cosseins!

—¿Estáis loco, Carlos? —Dijo Catalina cogiendo la mano de su hijo—. ¿Queréis provocar un motín? ¿Estáis ciego? ¿No veis que la corona vacila en vuestras sienes y que muy pronto, si no tenéis cuidado, tendréis al reino entero contra vos?

—¿Qué decís, señora?

—La verdad. Habéis soñado la fusión de los católicos y los hugonotes, y Dios sabe cuánto he sufrido, porque veía el abismo a que os ibais a precipitar. ¿Acaso no habéis oído los murmullos del pueblo y los gritos de los señores cuando disteis la Rochela, Montauban, Cognac y La Charité a los hugonotes? ¿No habéis observado los rostros amenazadores que os rodean, desde que Juana de Albret, Enrique de Bearn, Condé y Coligny están aquí? ¡Ciego, ciego y sordo a las advertencias del Cielo! ¡Mirad, hijo mío!

A lo lejos, el incendio progresaba extendiendo su roja corona de llamas que ondulaban en la noche. Torbellinos de humo salían de aquel horno, cubriendo medio París.

—He aquí la respuesta de los parisienses a los esponsales de esta tarde —continuó Catalina—. Invocabais al Cielo, señor. Mirad, ya no es posible verlo; las estrellas desaparecen.

Con los ojos fuera de las órbitas y las mandíbulas contraídas, Carlos IX miraba.

—Hijo mío —añadió la reina—, escuchadme. Ya sabéis con qué alegría he llevado las negociaciones que debían traernos la paz. Sabéis que he llegado a humillarme ante la orgullosa Juana de Albret. Sabéis que el casamiento de vuestra hermana con Enrique de Bearn es idea mía, y es que yo también estaba ciega. Creía entonces que era posible la paz entre católicos y hugonotes. Pero éste era un sueño insensato. Es preciso que la herejía o la Iglesia mueran. No hay en el mundo sitio para estas dos fuerzas, señor. Una de las dos debe desaparecer, y como es imposible que la Iglesia sucumba, y que Roma se aniquile y que Dios muera, es necesario matar a la herejía. ¡Desgraciados de los que la sostengan, porque perecerán con ella!

—¡Señora, me asustáis! Es imposible que las cosas sean como vos decís porque yo haya tenido horror de la sangre que se vertía.

—¿Imposible? ¿No habéis leído las cartas que nos traen los embajadores de todos los Estados? ¿Qué nos dice el rey de España? Que prepara un ejército para restablecer el reino de Dios, comprometido con nuestra debilidad.

—Haré la guerra contra España —dijo Carlos muy irritado.

—¡Insensato! ¿Qué nos dice Venecia? ¿Qué nos dicen Parma y Mantua? ¿Qué los Estados del Imperio? Todos, todos, de norte a sur y de levante a poniente, nos dirigen reproches y nos amenazan.

—Pues si es necesario, me opondré a Europa entera —dijo Carlos secando el sudor de su frente.

—¿Iréis contra el soberano pontífice? —Preguntó Catalina—. ¿Os libraréis de la excomunión con que os amenaza?

—¡Por todos los diablos, señora! El papa es el papa y yo el rey de Francia.

Y agarrándose a la balaustrada, Carlos se irguió más todavía.

—¡Silencio! —dijo—. No quiero que se me contradiga. He decidido tener paz y ¡voto a Dios que la tendré en mi reino! ¡Si es necesario hacer la guerra a España, al imperio y al mismo papa, la haré!

—¿Con qué? —preguntó Catalina.

—Con mis ejércitos, con mi nobleza y con mi pueblo.

—¿Con vuestro pueblo? Venid, señor, y oiréis lo que quiere. El poderío real está comprometido por nuestros ensueños de paz, pero el pueblo tiene una voluntad.

Y al mismo tiempo la reina cogió la mano de su hijo con irresistible autoridad y arrastrándolo hacia ella, le hizo atravesar diversas habitaciones. Oíase debajo el ruido de la fiesta y los acordes de los violines marcando la cadencia de los bailes lentos.

Catalina se detuvo en una gran sala que daba al lado del Louvre opuesto al Sena.

—Habláis de vuestra nobleza. ¿Con quién contáis? ¿Con Guisa, que fomenta no sé qué cosas en la sombra? ¿Con un Montmorency que se encierra en su hotel para albergar a los rebeldes?

—Por Dios, señora, ¿de qué rebeldes habláis?

—De aquellos dos aventureros que en pleno París resistieron a vuestros gentilhombres y a vuestros guardias y que, en pleno Louvre, os insultaron a vos y a mí. Me refiero a los dos Pardaillán, espadachines y truhanes sin vergüenza que se rebelan contra el rey de Francia, el cual no puede hacerlos prender.

—¿Y decís que Montmorency les da asilo?

—Sí, señor, y toda vuestra nobleza se ha rebelado igualmente contra vos. En cuanto al pueblo, escuchad.

Catalina arrastró al rey a una ventana abierta y Carlos, asomándose a ella, vio más allá de los fosos del Louvre al enorme gentío que se estrujaba gritando:

—¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes!

Pero estos gritos eran cubiertos por otros más numerosos que decían:

—¡Viva Guisa! ¡Viva nuestro capitán general!

Carlos volvióse rápidamente a su madre, preguntando:

—¿Qué significa esto? ¿Quién es este capitán general?

—Vuestro pueblo os lo dice, señor. Es Enrique de Guisa.

—¿Y de qué es capitán general?

—De las tropas católicas, señor.

—Pero, señora, ¿dónde están estas tropas? ¿Quién las ha instituido?

—Carlos —exclamó la reina—, paréceme que no estáis en vuestro sano juicio. Estas tropas son todo el reino. Son los señores que no quieren que los herejes sean tratados del mismo modo que los servidores leales. Son los burgueses, a quienes podéis ver desde aquí partesana en mano. Es vuestro pueblo, que se arma para salvar la antigua religión que redimió al mundo. Éste es el ejército, señor, que reclama un capitán general, ya que el rey no quiere mandarlo.

Carlos IX cerró violentamente la ventana y empezó a recorrer la sala.

—¿Qué hacer? —se decía.

—¡Por Nuestra Señora! Vuestro deber de rey, de hijo mayor de la Iglesia.

—¡Cómo! ¿Una traición contra el pobre Coligny, que llora de alegría cuando lo llamo padre? ¿Contra el pobre Enrique, que está tan contento y que me demuestra su amistad? Jamás, señora; haced lo que queráis; yo no quiero inmiscuirme.

Catalina reprimió un movimiento de alegría, pero aquella especie de autorización que le daba el rey no le bastaba. Acercóse a su hijo, le tomó la mano, fijó aguda mirada en sus ojos turbados, y en voz baja, como cuando se trata de un crimen, murmuró:

—Carlos, vuestro buen corazón os perderá. ¿No advertís, desgraciado, que habéis introducido el lobo en París? Hablas de la amistad de Enrique de Bearn. ¿Sabes dónde estaba Enrique cuando tú lo creías en el campo de la Rochela antes de tu salida hacia Blois? Interroga sobre esto a tu gran preboste.

—Hablad, señora.

—Pues bien, estaba en París con Condé, d’Andelot y Coligny. ¿Y sabes lo que venía a hacer? Tramaba tu muerte para apoderarse de la corona.

El rey se puso lívido y miró espantado a su alrededor.

Sin duda Catalina lo juzgó en el estado en que ella deseaba, y creyó prudente no tirar más de la cuerda para que no se rompiera, porque, inclinándose al oído de su hijo, añadió:

—Ni una palabra, señor, ni un gesto que de a entender a los malditos hugonotes que sabéis la verdad. Disimulad, señor, unos días más, pues, de lo contrario, estaríamos perdidos.

Dichas estas palabras se alejó, bajó una escalerilla de servicio y llegó a su oratorio.

—¡Paola! —llamó.

Apareció enseguida su camarera florentina.

—¿Están ahí? —preguntó la reina.

—Sí, Majestad. El uno aquí y el otro allá.

—Bueno, introduce antes al espadachín.

La camarera salió, y regresó a los pocos instantes seguida por un hombre que hizo una profunda reverencia.

—Buenos días, mi querido Maurevert —dijo la reina sonriendo graciosamente—. Veo que sois aún amigo nuestro. Siempre leal cuando tenemos necesidad de un hombre valiente, enérgico y fiel.

—Vuestra Majestad me lisonjea —dijo Maurevert.

—De ningún modo, mi querido señor de Maurevert; me gusta reconocer los méritos de los amigos de la corona. ¡Pobre corona! Se tiene con poca solidez en las sienes de mi hijo. ¡Hay tantas gentes que la envidian!

«¡Diablos!», —se dijo Maurevert palideciendo—. «¿Habrá oído algo?».

—Si se necesita mi vida para consolidar esta corona, no tenéis más que hablar, Majestad. Estoy dispuesto a todo.

En el fondo Maurevert temblaba, y dirigió a su alrededor rápida mirada para asegurarse de que estaba solo con la reina.

Maurevert era hombre de unos treinta años; esbelto, delgado, con los cabellos y la barba de un rubio subido, casi rojo, ojos grises con reflejos de acero, rostro regular, figura elegante; tenía los ligeros movimientos de un felino y su conjunto no carecía de cierta viveza. Era hombre hábil en toda suerte de ejercicios, vigoroso, y era reputado como notable esgrimidor, sin contar con su reconocida habilidad en el tiro de arcabuz y de pistola.

No tenía en la corte cargo fijo. Se ignoraba de dónde venía y cuál era su familia, pero había sido, al principio, muy protegido por el duque de Anjou, hermano del rey, a quien prestó los servicios propios de un buen espadachín a un príncipe. En recompensa, Enrique lo presentó a la reina Catalina diciendo:

—Señora y madre mía, el señor de Maurevert mataría a su padre si yo se lo ordenara.

Así, pues, Maurevert gozaba del favor de la corte, despreciado por unos, temido por otros y aceptado, o, mejor dicho, tolerado por la mayor parte, pues se sabía que gozaba de alta protección. Por otra parte Maurevert se había inmiscuido en las intrigas más secretas.

No amaba ni odiaba a nadie, pero era capaz de matar fríamente a cualquiera que le molestara; hablaba poco, escuchaba mucho, trataba de pasar inadvertido y de hacerse indispensable.

¿Cuáles eran sus ambiciones? Ante todo, el dinero, y luego un título que le permitiera poder figurar dignamente entre los nobles compañeros que aceptaban su trato.

Traicionaba secretamente al duque de Anjou en favor del duque de Guisa y estaba pronto a hacer lo mismo con éste en favor del rey Carlos. Sabía que el hermano del rey esperaba con impaciencia la muerte de Carlos IX, y tal vez Maurevert hubiera asesinado al rey de no temer que el duque de Anjou lo abandonara. Había descubierto la conspiración de Guisa y formaba parte de ella, como de todas las cosas y en todas partes.

En una palabra, no era el tipo de espadachín vulgar a pesar de serlo por su instinto. De momento, estaba emboscado en la corte, pero igualmente se habría puesto al acecho en un bosque, para desvalijar al viajero.

Cuando Catalina le dijo que abrigaba ciertos temores acerca de la corona, Maurevert imaginó de pronto que la reina tenía sospechas sobre la conspiración de Guisa.

«Si es así y me quiere hacer detener», —pensó— «salto sobre ella, la estrangulo y pruebo al rey que la reina madre quería matarlo para poner en el trono al duque de Anjou».

Y por esta razón contestó con un tono de amenaza que Catalina no podía comprender:

—Estoy dispuesto a todo.

—Ya lo sé, señor, ya lo sé. Y por esta razón, en las circunstancias difíciles que atravesamos, he pensado en vos. Tengo enemigos, o, mejor dicho, quien los tiene es mi hijo.

—¿De qué hijo me habla Vuestra Majestad en este momento? —preguntó Maurevert.

«¡Caramba!», —pensó la reina—. «Este hombre es más inteligente de lo que me figuraba».

—¿De qué hijo queréis que hable, sino del rey? ¡Pobre hijo mío, tan débil y tan enfermo!

—Como yo he sido y soy el más fiel servidor de monseñor Enrique, siempre me imagino que es el único hijo de la reina. Perdonadme, señora, por haber olvidado al rey.

—Señor de Maurevert —dijo Catalina—, amo por igual a mis hijos. Una buena madre, como yo, no podría hacer diferencia entre ellos. Cuando plazca a Dios llamar a mi pobre Carlos, seré feliz pensando que mi hijo Enrique tiene tan fieles servidores como vos. Pero la fidelidad que testimoniáis a mi hijo Enrique, ¿no podríais prestarla al rey, por algún tiempo?

—Señora —contestó Maurevert—. Lo que he dicho es para hacer comprender a Vuestra Majestad que pertenezco en cuerpo y alma a monseñor el duque de Anjou.

Los ojos de la reina brillaron alegremente. Maurevert observolo y continuó:

—Pero no hay que decir que sí el rey tiene necesidad de mis pobres servicios, le pertenezco por entero. Es mi deber de fiel vasallo.

Había tal diferencia entre el tono que el espadachín empleaba para hablar del duque de Anjou y del rey, que Catalina exclamó:

—Señor de Maurevert, sois un hombre honrado, y si queréis obedecerme, me encargo de vuestra fortuna.

Aquella mujer tan astuta y sutil, que adivinaba con tanta facilidad el pensamiento de sus interlocutores, se cegaba cuando la lisonjeaban en su amor para Enrique de Anjou.

Después de un minuto de reflexión, añadió:

—Ya que queréis servir al rey, voy a daros una prueba de amistad diciéndoos cuáles son sus enemigos.

—Escucho a Vuestra Majestad dispuesto a enterrar en mi corazón los secretos que se digne confiarme.

—Ya conozco vuestra discreción, pero ¿será un secreto para vos? ¿No sospecháis de qué enemigos quiero hablar?

—¿Se trata acaso del señor duque de Guisa?

—Guisa —dijo la reina—. ¡Oh, no! Está unido a nosotros por los lazos de la religión.

—Entonces Vuestra Majestad querrá hablar del mariscal Damville.

—Damville es uno de nuestros más fieles amigos.

—Entonces —dijo Maurevert— se tratará del llamado jefe de los «Políticos», que no es más que una agrupación de descontentos, malos servidores de la Iglesia, que bajo una apariencia de austeridad ocultan las ambiciones más bajas.

—Montmorency —dijo la reina—. Ahora señaláis, en efecto, a un enemigo, pero ya hablaremos de él más tarde.

—Entonces —dijo Maurevert— no comprendo…

—Pensad que el rey es el hijo mayor de la Iglesia.

—¿Acaso Vuestra Majestad quiere hablar de los hugonotes? —Exclamó el espadachín con sorpresa perfectamente fingida—. ¿No proclamó el rey la gran reconciliación? ¿Y vos misma, no estrechasteis la mano de la reina de Navarra?

—Es verdad, pero a pesar de nuestro empeño y de la sinceridad de nuestras ofertas, los hugonotes conspiran. Son insaciables. Acuden a París desde los rincones del reino y nos aplastan, nos hunden. El viejo La Garde vacía nuestros arsenales para armar las tropas del señor de Coligny, bajo pretexto de la guerra contra el duque de Alba, pero, en realidad, para llevar a cabo no sé qué proyectos ocultos. ¡Ah, Maurevert! Tiemblo por mi hijo.

—¿Por qué Vuestra majestad no hace prender al almirante? Una vez el ejército hugonote sin jefe…

—Es ya demasiado tarde, amigo Maurevert —dijo Catalina con una desesperación que no engañó al espadachín—. ¡Prender al almirante! ¿Quién se atreverá a hacerlo?

—Yo —contestó Maurevert.

—¡Vos!

—¿Por qué no? Si me dais una orden firmada por el rey, esta misma noche prendo a Coligny en plena fiesta.

—¡Qué escándalo! No, es imposible. ¡Ah! ¡Soy una reina muy desgraciada! ¡Ojalá el Cielo quisiera por una sola vez atender mi ruego! El rey se salvaría, y con él, el reino de la Iglesia, pero el Cielo es a veces Sordo o por lo menos quiere imponernos rudas pruebas, porque, de lo contrario, unas fiebres cuartanas, nos librarían de Coligny y así es seguro que no se produciría el menor escándalo.

Maurevert escuchaba atentamente las palabras de la reina.

—¡Ay! —Continuó Catalina—. Nos veremos obligados a doblegarnos ante los herejes y a oír la misa en francés, porque no hay que esperar que el Cielo mande al almirante la fiebre que nos salvaría. Coligny está bueno y sano…, y a no ser un accidente…

La reina se detuvo en esta palabra dirigiendo a Maurevert significativa sonrisa. Pero éste quería oír órdenes positivas, pues hacía ya bastante rato que había comprendido los deseos de la soberana.

—¿Un accidente? —repitió maquinalmente.

—Sí —dijo la reina—. ¿No podría caer una teja sobre el almirante?

—¡Hum! Sería preciso que esta teja estuviera animada de cierta inteligencia y buena intención…

—Qué costaría cara, ¿no es verdad? Hablad sin temor, mi querido señor de Maurevert. ¿Qué sería necesario para dar inteligencia y buena intención a la teja de que se trata?

—Lo ignoro, señora. Pero en defecto de la teja, creo que un buen arcabuz colocado en manos de uno de mis amigos sería perfectamente capaz de la inteligencia y de la buena intención necesarias para producir el accidente de que se trata.

—Pues esto es lo que se necesita, no somos exigentes. Y el arcabuz que se encargara de salvar a la Iglesia, merecería el agradecimiento del rey.

—En tal caso, señora, abandonad todo temor; no tengo que decir más que una palabra a mi amigo.

—¿Y cómo se las compondría vuestro amigo?

—Del modo más sencillo y menos escandaloso posible. Esperaría al almirante en una esquina cualquiera, cosa fácil, pues el señor de Coligny, al salir del Louvre, pasa cada día por el mismo sitio. Desde aquí, señora, veo el lugar en que podría ocurrir la cosa. ¿Conoce Vuestra Majestad al reverendo Villemur?

—¿El canónigo de Saint-Germain-L’Auxerrois?

—El mismo. Pues bien, este digno canónigo, que es uno de los más ardientes defensores de la Iglesia, vive en el claustro de Saint-Germain-L’Auxerrois, que, cada día, atraviesa el almirante para ir a la calle de Bethisy. Da la casualidad de que las ventanas de la casa del canónigo están cubiertas en la planta baja por un enrejado de alambre, de suerte que desde la calle es imposible ver lo que pasa dentro de la casa.

—Muy bien, muy bien.

—Supongamos, pues, que mi amigo va a pedir hospitalidad al canónigo y se coloca cerca de la ventana jugando con el arcabuz. De pronto sale una bala que va a herir al señor almirante que, por casualidad, pasa entonces por allí. El almirante cae muerto y nadie es responsable de este accidente fatal, que Vuestra Majestad es la primera en deplorar. Creo, señora, que esto vale tanto como la teja o la fiebre.

—Ciertamente, y si tal accidente ocurriera, vuestro amigo sería recompensado de un modo regio. Veamos, ¿qué desea vuestro amigo?

—Si se tratara de mí, contestaría que mi mejor recompensa sería el haber servido a mi reina.

—Muy bien, pero no todo el mundo es tan desinteresado como vos, mi querido señor de Maurevert.

—Es una gran verdad, señora. Creo, pues, que el amigo de quien os hablo, y que es sumamente hábil en tirar con el arcabuz, podría no dar en el blanco si yo no le asegurara razonable paga, pero Vuestra Majestad no debe preocuparse por ello. Yo poseo unas cincuenta mil libras y con tal suma lo decidiré.

Catalina se irguió con altanería, pero enseguida cogió una hoja de papel y trazó en él algunas palabras.

… Y Señor de Maurevert —dijo—, no consentiré en tal sacrificio. Guardaos vuestras cincuenta mil libras. En cuanto a vuestro amigo, he aquí, para él, un bono de veinticinco mil libras contra el Tesoro.

Maurevert leyó el papel, lo dobló y se lo guardó.

—El resto, después del accidente. Ya veis que no regateo cuando se trata de recompensar a vuestros amigos, y espero que se me agradecerá. Avisad a vuestro amigo de que tendré necesidad de él.

—¿Contra quién, señora?

—Voy a decíroslo, pero no se trata ni del rey ni de la Iglesia. Se trata… de dos hombres que me han ofendido mortalmente. Sin ellos, o, mejor dicho, a no ser por uno de ellos, la cosa no habría llegado a este punto. No habría ejército hugonote, ni esta noche esponsales en el Louvre. Gracias a este hombre se han desmoronado planes concienzudamente elaborados. Al salvar a Juana de Albret, nos amenazó al rey y a mí con una ruina que mis recursos apenas podrán conjurar. Pero esto no es todo. El miserable trata de proteger a alguien que es para mí terrible obstáculo. Como si todo ello fuera poco, por dos veces se ha burlado de mí y por estas razones odio a él y a su padre. Al revelaros mi odio, os doy la prueba más grande de estimación que he dado a nadie en el mundo. Matadme a esos dos hombres y os hago conde.

Maurevert se estremeció.

—Hallaré un condado para vuestra talla, y, además, por cada una de estas dos cabezas hay cien mil libras, que constituirán la dotación del condado.

—¿Son, pues, muy poderosos personajes, señora?

—Al contrario, son dos miserables aventureros, pero tened cuidado, porque son de hierro. Cuando todo el mundo cree que han muerto, reaparecen. Cuando se cree haberlos achicharrado en una casa, huyen por la contigua. Los rodean, veinte espadas se alzan contra ellos… ¡Pero si estabais vos allí, Maurevert! ¡Estuvisteis en el incendio de la taberna, en el sitio de la calle de Montmartre y aquí mismo cuando nos insultó al rey y a mí!

—¡Habláis de los Pardaillán, señora! —dijo Maurevert con sombría expresión de odio.

—En efecto, ellos son y ahora están…

En el hotel de Montmorency. Lo sé, señora, porque hace tiempo que sigo a estos hombres paso a paso, y ahora, señora, os diré algo que tal vez os asombre: Por la vida de estos dos hombres no quiero ni el condado ni las doscientas mil libras, pues daría hasta la última gota de mi sangre para poder estrangularlos con mis manos.

—¡Ah, caramba! —Dijo Catalina—. Parece que los odiáis de veras, querido Maurevert.

Éste señaló con el dedo su mejilla derecha, sobre la, que aparecía una gran cicatriz, medio oculta por una capa de cosmético.

—¡Bonito latigazo! —dijo la reina con la mayor; tranquilidad—. Estaréis señalado para toda la vida.

—Sí, señora y ya he matado a tres hombres por haber mirado sonriendo esta cicatriz, producida, no por un latigazo, sino por un golpe de plano con una espada.

—¡Ca! Es un latigazo. Es imposible que esto haya sido hecho con una espada.

Maurevert rechinó los dientes, pero, reponiéndose enseguida, se inclinó.

—¿Vuestra Majestad me da permiso para retirarme?

—Idos, caballero, y pensad que si estoy bien servida, podéis pedirme lo que queráis sin miedo de pedir demasiado.

Maurevert se alejó.

«Bueno», —pensó la reina—, «ya he arreglado lo necesario para Coligny y los Pardaillán. Sólo me falta Juana de Albret».

Se sentó en un gran sillón que había en el oratorio, y poco a poco su rostro tomó melancólica expresión. Cogió el espejito para examinarse y cuando vio que su rostro tomaba la expresión deseada, echóse sobre los hombros un velo negro que cubría su cabeza y que formaba un marco adecuado a su actitud y a su aspecto melancólico. Entonces llamó a la camarera y le hizo una seña.

Paola penetró en una pieza vecina e introdujo Un nuevo personaje, tras de lo cual se eclipsó sin hacer ruido.

En cuanto a Maurevert, había vuelto a las inmensas salas por las que transcurrían diez mil invitados. Sin que la fiesta hubiera llegado a su apogeo, empezaba ya a reinar en aquella multitud una alegría indicadora de que se había roto el hielo.

Maurevert recorrió los salones en busca de alguien y por fin divisó un numeroso grupo de señores que parecían rodear a un personaje, el cual, por la actitud y el número de cortesanos, no podía ser más que el rey en persona.

Pero no era sino Enrique, duque de Guisa.

Llevaba con altanera gracia un traje que era una maravilla de magnificencia y buen gusto. La guarda de su espada de gala estaba cuajada de diamantes; cada una de las cintas de su jubón llevaba una gruesa perla, y un broche de rubíes y esmeraldas sujetaba las blancas plumas de su toca.

Aquella exhibición de joyas, que hoy haría sonreír, era considerada entonces como la prueba visible de la riqueza. Hoy los señores van vestidos con traje negro y se contentan con exponer sus riquezas sobre los hombros de sus mujeres.

Enrique de Lorena, duque de Guisa, feliz, sonriente y lleno de juventud, podía aquella noche pasar por el más cumplido caballero de la corte de Francia y en compañía de sus cortesanos se reía de los señores hugonotes que pasaban con trajes más severos.

De pronto, atravesó su espíritu la idea de una broma excelente y se echó a reír con más alegría que nunca; Teligny, yerno del almirante, acababa de aparecer dando la mano a su mujer, Luisa de Coligny, que estaba entonces en todo el esplendor de su belleza.

Guisa lo vio de lejos, y, dando un suspiro, palideció ligeramente. Luego, echándose a reír como ya hemos dicho, exclamó:

—Señores, acercaos, que voy a proponeros una broma excelente.

El círculo de cortesanos se estrechó dispuestos de antemano a la risa. En aquel momento, un caballero tocó el brazo de Enrique de Guisa, y éste, volviéndose, vio a Maurevert.

—Esperadme, señores —dijo—, vuelvo enseguida y combinaremos una mascarada que se hará célebre. ¡Vive Dios! Es preciso divertir un poco a los señores hugonotes.

Entonces se retiró seguido por Maurevert y fue a refugiarse en el hueco de una ventana, cuyos cortinajes lo ocultaban a medias.

—Bien —dijo—, ¿qué quería?

—Darme la orden de matar a Coligny —respondió descaradamente Maurevert.

—Quiere tomarnos la delantera —dijo en voz baja al duque—, pero no importa; tanto da empezar por el almirante. ¡Ah, Coligny! Caro pagarás el no haberme concedido a tu hija. ¿Qué has prometido? —preguntó luego a Maurevert.

—Disparar sobre Coligny.

El duque vaciló un momento y luego dijo:

—Perfectamente, pero espera hasta que yo te de la orden, ¿comprendes?

—Sí, monseñor.

—Y, además, el día en que le dispares un arcabuzazo, quiero que hieras gravemente al almirante, pero que no lo mates enseguida.

—Perfectamente, monseñor.

Estas palabras fueron cambiadas sonriendo, como si se tratara de algún asunto agradable, de modo que Maurevert fue considerado enseguida como favorito del duque y más de uno sintió celos.

Luego los dos hombres se separaron y Guisa volvió a reunirse a los cortesanos, a los que empezó a explicar su idea, que debía ser muy divertida a juzgar por las risas y los aplausos con que fue acogida.

En cuanto a Maurevert, se perdió entre la multitud y luego salió del Louvre y desapareció entre las calles negras de la ciudad.