X - Entrevista de Damville y Pardaillán

LLEVAREMOS AHORA a nuestros lectores al hotel de Montmorency. Era una cálida tarde de los primeros días de agosto y Pardaillán, en la habitación que ocupaba en el hotel, acababa de vestirse y armarse, silbando, al mismo tiempo, un aire de caza.

Esto es decir que se ponía la casaca de cuero, ceñía su larga espada, no sin asegurarse que la punta se hallaba en buen estado. Además, se proveía de una corta daga, regalo de Montmorency, que llevaba la marca de las fábricas de Milán.

—¡Por Barrabás! —dijo gruñendo—. Me ahogo dentro de esta coraza, más espero que dentro de poco podré quitármela.

Eran entonces las nueve de la noche y las sombras habían invadido ya París.

Cuando estuvo pronto, el aventurero se dejó caer en un sillón y cruzando las piernas se puso a reflexionar:

—¿Avisaré al caballero? Sí. No, a fe mía, querría ir conmigo, y como siempre hace lo que quiere… prefiero ir solo a tratar este asunto.

—Puede suceder una de estas dos cosas: o mi antiguo señor estará sólo como me ha asegurado este animal de Gilito, y entonces no tengo necesidad de ayuda alguna, o bien caigo en una emboscada y es inútil que el caballero muera conmigo. Bueno, ¿y si me matan? Me gustaría ver antes a mi hijo. Pero bien pensado, ¿para qué?

Pardaillán continuó reflexionando hasta que dieron las diez.

Entonces bajó sin hacer ruido, se dio a conocer al suizo y salió del hotel diciéndole que volvería a hora muy avanzada de la noche, porque lo esperaba su amante, a la que no había visto desde mucho tiempo atrás y era fácil que lo retuviera bastante rato; que si no volvía aquella noche ni al día siguiente, sería que habría emprendido un viaje.

Pardaillán se alejó entonces. Bajó sin apresurarse hasta el Sena, y después de haberlo atravesado se dirigió hacia el Temple, y cerca de las once llegó por último al hotel de Mesmes.

A juzgar por la fachada, los habitantes del hotel dormían, sin duda alguna, pues ninguna luz se filtraba a través de las ventanas.

Pardaillán dio la vuelta al hotel. En la parte posterior, como ya saben nuestros lectores, había un jardín cercado por un muro, cosa que daba entonces alta idea de la riqueza de su dueño, porque los jardines de aquella época estaban cercados tan sólo por setos vivos.

El aventurero escaló el muro con aquella agilidad que era la admiración de su hijo, y una vez que hubo llegado a la puerta de la cocina que daba al jardín, trató de abrir los cerrojos con su daga. Realizó este trabajo sin ruido, y al cabo de una hora, o sea a las doce, Pardaillán pudo abrir la puerta.

Un instante después se hallaba en el interior del hotel. Mientras vivió en él, había tenido ocasión de estudiar el terreno, de modo que podía aventurarse por allí con los ojos cerrados. Atravesó el vestíbulo de la cocina, se aventuró por el corredor en que estaba la puerta de la bodega, de desagradable memoria, y sonrió al recordar la batalla sostenida allí.

Llegando a la parte anterior del hotel, empezó a subir una larga escalera y llegó al primer piso. Luego, siguiendo el corredor, se detuvo ante una puerta: allí empezaban las habitaciones particulares del duque de Damville.

—¿Estará ahí? ¿Estará solo?

El aventurero se hizo estas preguntas con la mayor tranquilidad, aun cuando comprendía que su vida pendía entonces de un hilo.

—Bueno —dijo—, ya lo veremos.

Y alargó la mano para ver si la puerta estaba cerrada.

En aquel mismo instante se abrió y apareció el mariscal de Damville con una antorcha en la mano.

—¡Caramba! —Dijo tranquilamente el mariscal—, ¡mi querido señor de Pardaillán! ¿Me buscáis? Servíos entrar. Yo también quería hablaros.

Pardaillán estaba aterrado, pues por dueño de sí mismo que sea un hombre, siente gran sobresalto al ser sorprendido por el enemigo que quería sorprender.

Sin embargo, gracias a un enérgico esfuerzo de voluntad, el aventurero se repuso prontamente; dirigió rápida mirada al interior de la estancia para asegurarse de que el mariscal estaba solo y saludando graciosamente, contestó:

—A fe mía, monseñor, acepto con gusto esta invitación, pues tengo cosas urgentes que deciros.

—De haber sabido que me buscabais —repuso Damville— os habría evitado el trabajo de descerrajar mis puertas. Siento que os hayáis molestado tanto.

—Sois muy amable, monseñor. Os aseguro que no me ha costado ningún trabajo.

—Claro, la costumbre.

—¿Qué queréis, señor? Se descerraja lo que se puede, unos cerraduras y otros corazones humanos.

—Entrad, os lo suplico. Dejadme cumplir con vos los deberes de la hospitalidad.

Pardaillán no vaciló y entró.

El mariscal, acto seguido, cerró la puerta.

Halláronse entonces en una vasta antecámara en la que se abrían dos puertas: una de ellas daba a una especie de salón que no era el de honor del hotel, sino una salita íntima reservada a los amigos del mariscal. Este hizo entrar allí a Pardaillán, y después de haber dejado la antorcha en la chimenea, señaló un sillón a su extraordinaria visita y se sentó a su vez.

—¿Así, pues —dijo Pardaillán sentándose—, me esperabais, monseñor?

—Señor de Pardaillán, os esperaba sin esperaros. Siempre se espera a un hombre como vos. En la situación que ocupamos uno con respecto a otro, no he cesado de pensar que tendríais, tarde o temprano, el deseo de verme.

—Confesadme, monseñor, que os habían anunciado mi visita —dijo Pardaillán pensando en Gilito.

—Es verdad —contestó Damville.

—Ya que sois franco, ¿no podríais indicarme quién os ha avisado?

—No hay inconveniente. Uno de mis oficiales a quien conocéis bien y por el que profesáis viva amistad. El buen Orthés.

—¿El señor vizconde de Aspremont?

—El mismo. Si le profesáis amistad, él, en cambio, siente por vos tal afecto, que busca todas las ocasiones para veros, aunque sólo sea un instante. Creo que tiene algo muy interesante que deciros.

—Lo escucharé gustoso, monseñor. Hay, en efecto, una conversación entablada entre este digno gentilhombre y yo, y será necesario decidir cuál de los dos dice la última palabra. Pero dignaos continuar, monseñor. Decíais…

—Os decía, mi querido señor, que vuestro excelente amigo Orthés, con la esperanza de estrecharos entre sus brazos, no deja de rondar por el hotel de Montmorency.

«¡Ah!». —Pensó Pardaillán—. «No es Gilito».

—Esta noche, pues, os ha seguido, y como vio que escalabais la cerca del jardín, mientras os entreteníais en descerrajar la puerta de la cocina, él entró por la puerta principal y me avisó vuestra visita. Yo estaba a punto de acostarme, pero para tener el placer de veros, resolví dejarlo para más tarde, y realmente he tenido el honor de recibir vuestra visita.

—Sí ya estoy aquí —dijo Pardaillán—, pero ya que lleváis vuestra condescendencia hasta tal punto, monseñor, quisiera tratar con vos de una cuestión. ¿Me lo permitís?

—¡Cómo no! Diez cuestiones si queréis, pues tenéis derecho incluso a la cuestión del tormento.

El aventurero palideció. ¿Acaso iba a entregarlo al verdugo? Eso parecía desprenderse de la irónica contestación de Damville, pero poniendo buena cara, añadió:

—Sólo quería preguntaros, monseñor, si estáis solo y puedo hablar con vos con el corazón en la mano.

—Señor de Pardaillán, podéis decirme lo que queráis y descargar vuestro corazón. En cuanto a estar solo, ya comprendéis que tal cosa sería injuriaros. Nunca habrá a mi alrededor bastantes valientes oficiales para honrar a un hombre como vos. Por otra parte, ved vos mismo.

Diciendo estas palabras, el mariscal se levantó. En aquella sala se abrían tres puertas: una por la cual había entrado Pardaillán; la segunda que daba al dormitorio, y la tercera a un gabinete de armas.

Damville abrió la primera y Pardaillán divisó doce guardias en dos filas y armados de alabardas.

El aventurero meneó la cabeza y Damville cerró la puerta. Luego dirigióse tranquilamente a la segunda, que también abrió, y entonces aparecieron a Pardaillán una quincena de gentilhombres, todos espada en mano.

—Buenas noches, señores —dijo el aventurero saludando.

Los gentilhombres permanecieron inmóviles y mudos.

Inmediatamente desapareció la segunda visión porque el mariscal cerró también la puerta. Fue entonces a abrir la tercera y aquella vez aparecieron seis arcabuceros prontos a disparar sus armas, y detrás de ellos Orthés dispuesto a ordenar la descarga.

Una vez cerrada la tercera puerta, el mariscal fue a sentarse a su sillón.

«Me han cogido», —se dijo Pardaillán estremeciéndose.

Pero tal vez entonces atravesó su cerebro una idea luminosa, porque el mariscal, al sentarse, lo vio sonreír. Y aquella sonrisa disgustó a Damville, que esperaba ver a su enemigo pálido y tembloroso.

—Hablemos ahora —dijo el mariscal frunciendo las cejas—. Mi querido señor, veníais con la intención de asesinarme.

—De ningún modo, monseñor. Vine a mataros, es verdad, pero en un combate leal. Creía haberos encontrado dormido. Entonces os habría despertado y rogado que os vistierais, diciéndoos:

«Monseñor, molestáis extraordinariamente a algunas personas honradas que no desean más que vivir felices y tranquilas y a quienes habéis jurado matar. Ya habéis hecho bastante mal en vuestra vida. Y quiero haceros un señalado servicio impidiéndoos que sigáis perjudicando a nadie. Tenéis vuestra espada y yo la mía. Defendeos bien, porque tengo la pretensión de no salir de aquí sin haberos muerto».

He aquí lo que os hubiera dicho, monseñor, y lo que estoy pronto a repetir. Abriréis estas tres puertas y así habrá numerosos testigos para afirmar que monseñor Enrique de Montmorency, mariscal, duque de Damville, no ha sido asesinado, sino muerto legalmente por la gracia de Dios y de mi espada.

El mariscal era una fiera, pero tenía el culto del valor. La actitud apacible y burlona de Pardaillán; la sonrisa que animaba su rostro y su perfecta tranquilidad en circunstancia tan terrible, hicieron sobre él impresión profunda y no pudo menos que dirigir una mirada de admiración hacia el hombre que, rodeado de espadas, alabardas y arcabuces, osaba emplear aquel lenguaje.

—Señor de Pardaillán —dijo—, no habéis previsto el caso en que yo os diera muerte.

—Era imposible, monseñor, porque yo tenía todas las ventajas. No os diré que vuestra causa es mala y la mía justa, porque, en este momento, soy la prueba viviente de que las buenas causas no triunfan siempre, pero sí diré que en el oficio de las armas, el más audaz es el que obtiene la victoria y estoy seguro de ser más audaz que vos.

—Sea, pero tampoco habéis previsto el caso de yo me negara a concederos el honor de batirme con vos.

—Sobre esto ya nos explicamos en Pont-de-Cé, monseñor; creo haberos demostrado que mi espada vale, por lo menos, tanto como la vuestra.

El mariscal se levantó pensativo y dio algunos pasos por la sala no sin vigilar con el rabillo del ojo las manos de su adversario.

Pero Pardaillán, tranquilamente sentado en el sillón, lo miraba con aire bonachón, que pareció al mariscal exceso de intrepidez. Se apoyó en la alta chimenea y dijo lentamente:

—Señor de Pardaillán: siempre he tenido por vos gran estima, como os he probado en diversas ocasiones y os lo pruebo ahora todavía con mi moderación. Si yo hiciera una seña, caeríais muerto en el acto, pues ya habéis visto que mis hombres están ahí esperando. Podría hacer más: podría haceros prender y transportar a la Bastilla, que, como sabéis, está a cargo de uno de mis amigos, el cual, obedeciendo a mi recomendación, os mataría tan seguramente como podrían hacerlo las alabardas y los arcabuces, con la única diferencia de que moriríais torturado y vuestra agonía podría durar muchas horas y aún muchos días. Estaría, por consiguiente, en mi derecho si daba la orden de entregaros al verdugo, pues para mí sois un enemigo. Hace años me traicionasteis en Margency; hicimos un trato en Pont-de-Cé; os perdoné vuestra traición y os admití en mi casa; formabais parte de mis amigos; pero de nuevo me hicisteis traición, como ya sabéis. Por milagro escapasteis a mi justa venganza y luego os pasasteis al campo enemigo. Os colmé de beneficios; no conocíais a mi hermano, pero a pesar de ello, lo servís ahora y en cambio queréis asesinarme. ¿Qué contestáis?

—Que no os he hecho traición, monseñor. Que estaba decidido a ser vuestro auxiliar leal en una empresa grandiosa y no quise ser cómplice en una empresa infame. Yo era capaz de entrar en el Louvre y detener al rey con mis propias manos; capaz, si me lo hubierais ordenado, de apoderarme de la corona y traérosla; capaz de resistir en el campo de batalla al ejército real, si me hubierais confiado el mando del puñado de hombres de que disponéis. Pero no era ni soy capaz de ser verdugo de una mujer. Hubierais hecho mejor en preguntarme si estaba dispuesto a ello. Quisisteis hacer de mí el espía de mi hijo y el carcelero de la que ama y os equivocasteis. Por lo demás, ya sabéis que no os he hecho traición. Si lo hubiera querido y ganar al mismo tiempo una fortuna inmensa; si hubiera deseado mandaros a Montfaucon y ganar con mi ignominia vuestras propias riquezas, me bastaba presentarme al rey y decirle que queréis matarlo para coronar al duque de Guisa. Mi silencio en este asunto os prueba, monseñor, que por vuestra culpa os habéis separado de un hombre capaz de guardar un secreto importante, cosa que os aseguro no es muy corriente.

El mariscal había palidecido intensamente. Un temblor convulsivo agitó sus manos, y a pesar de tener en su poder al aventurero, le preguntó con voz suplicante:

—¿Así no habéis comunicado a nadie este asunto?

Pardaillán se encogió de hombros desdeñosamente.

—Comprendedme —continuó Damville—, sin querer decir precisamente que me hayáis denunciado, cosa indigna de vuestro carácter, habríais podido confiarlo a ciertas personas.

«¡Ah! He aquí el secreto de lo que llama su moderación», —pensó Pardaillán—. «Quiere saber si he hablado».

Y en voz alta añadió:

—¿A qué personas, monseñor?

—Pues… a personas que no tuvieran vuestra generosidad. Al señor de Montmorency, por ejemplo.

Y Damville esperó la respuesta con evidente angustia.

—Y aunque así fuera —contestó Pardaillán—. Hablabais de vuestros derechos. ¿No tengo yo, acaso, el de trataros como enemigo? ¿No es perfectamente lógico que yo haya dado esta arma a vuestro hermano? Es más que un derecho, casi un deber. ¡Cómo! Secuestráis a la hija del mariscal de Montmorency… ya no hablo de la desgraciada señora de Piennes ni tampoco de las desdichas que le habéis acarreado. Tomo las cosas en su estado presente: hacéis cerrar las puertas de París al mariscal; lo tenéis prisionero, así como a los suyos, y, por lo tanto, a nosotros. Es evidente que preparáis el último golpe que ha de aplastarnos a todos. Os lo declaro, monseñor, no tendré el valor de denunciaros, pero he pensado que debía revelarlo todo al mariscal, vuestro hermano, a fin de que pueda defenderse.

—¿Esto habéis hecho? —gritó Damville con acento de rabia y desesperación.

Pardaillán se encogió de hombros.

—Quería hacerlo, pero no lo he hecho. No me deis las gracias, porque me sabe muy mal haber guardado silencio. Mi hijo me impidió hablar. Aquel loco tiene extrañas ideas que lo perderán y me perderán al mismo tiempo. ¿Sabéis lo que me ha dicho?

«Antes que revelar un secreto confiado a nuestro honor y que no me pertenece, aunque lo haya sorprendido con peligro de mi vida, pues vos, padre mío, sois su depositario, antes que descender a tal infamia, me mataría ante vos. Si Damville quiere apoderarse de nosotros, que incendie París y en caso necesario moriremos sin que nadie en el mundo, ni un felón como él, pueda acusarnos de felonía».

He aquí lo que me dijo mi hijo y por esta razón me he callado, monseñor.

—¿Así que… —dijo Damville con voz ronca—. Montmorency no sabe nada?

—Nada, monseñor, ni él ni nadie.

El mariscal dio un profundo suspiro. Su terror había sido tal que no pensó en rechazar el calificativo de felón con que Pardaillán acababa de abofetearlo.

No ponía en duda la sinceridad de aquel rudo y leal adversario.

Al cabo de algunos instantes había recobrado toda su sangre fría. Y entonces la cólera empezó a invadirlo y dirigió al aventurero una mirada sombría en la cual éste pudo leer su condena de muerte.

Dio un paso como para dirigirse hacia la puerta tras la cual estaban Orthés y los arcabuceros, pero cambiando tal vez de idea, se volvió hacia Pardaillán.

—Veamos —dijo—. ¿Qué me contestaríais si os Ofrecía la paz?

—¿En qué condiciones, monseñor?

—Sencillamente, no molestarme en lo que voy a hacer. Vos y vuestro hijo saldréis del hotel de Montmorency, os iréis de París, al diablo si queréis. Os entregaré dos buenos caballos enjaezados y en la maleta de cada uno habrá dos mil escudos. Con semejante suma, con vuestra inteligencia y valentía podréis hacer fortuna dondequiera que vayáis.

Pardaillán, con la cabeza baja, parecía reflexionar profundamente.

—Reflexionad bien —continuó el mariscal—, me habéis desarmado por vuestra fidelidad en guardar un secreto que otros hubieran vendido, y, por lo tanto, estoy dispuesto a ser tan benévolo como pueda. Olvido vuestros insultos y borro vuestras pequeñas traiciones. Desearé para vos y para el caballero las mayores bienandanzas. Respetaré vuestras ideas particulares y no os propondré entrar a mi servicio. No recordaré que habéis entrado en mi hotel para matarme y os digo: Pardaillán, no seamos amigos ni enemigos. Seamos neutrales.

Pardaillán suspiró.

—Sois mi prisionero de guerra —prosiguió Damville— y a pesar de vuestra fuerza y bravura no podéis luchar contra los arcabuces, las alabardas y las espadas que os cercan; no hay escapatoria posible; estáis cogido, amigo. Pero si aceptáis lo que os propongo, sois libre.

—Y si aceptara, ¿cómo os lo arreglaríais, monseñor? Sé que sois desconfiado y con mi sola palabra no me abriríais las puertas del hotel.

Un rayo de alegría brilló en los ojos del mariscal, que contestó:

—Sólo tomaré las precauciones indispensables: escribiréis una carta al caballero, lo bastante urgente para que venga aquí a reunirse con vos. Uno de mis gentilhombres la llevará a su destino. En cuanto el caballero haya llegado y los dos me deis vuestra palabra de no volver a París hasta dentro de tres meses, os escoltaré yo mismo en unión de algunos amigos hasta la puerta de París que me señalaréis y os desearé entonces buen viaje.

—Eternamente os agradeceré tanto honor, monseñor.

—Aceptáis, ¿no es eso? —dijo Damville estremeciéndose de alegría.

—Ciertamente, monseñor, con alegría, con gratitud, y mientras viva no me cansaré de admirar vuestra generosidad.

—Escribid, pues —dijo el mariscal precipitándose a un mueble del que sacó papel, pluma y tinta.

Pardaillán no se movió y un nuevo suspiro hinchó su pecho.

—Acepto —repitió—; pero, desgraciadamente, sólo puedo aceptar por mí.

—No importa, yo me encargo de convencer al caballero —exclamó el mariscal incapaz de contener su impaciencia y odio.

—Esperad, monseñor. Conozco a mi hijo, no tenéis idea de lo desconfiado que es. Jamás he visto semejante desprecio para las promesas de los reyes, príncipes y mariscales. Desconfía hasta de mí mismo, desconfía de él y hasta de la sombra que sigue sus pasos. Siento mucho tener que confesarlo y muchas veces me he avergonzado de verlo tan desconfiado, cuando yo tengo un respeto sin límites y una fe inmensa en las palabras de un personaje como vos.

—¿Qué significa esto?

—Significa, monseñor, que al leer mi carta, mi hijo se echaría a reír exclamando:

«¡Cómo! ¡Mi padre es prisionero de Damville y pretende que me reúna con él so pretexto que ha hecho la paz con monseñor! ¡Vamos, padre, estáis loco! ¿No sabéis, acaso, que el señor de Damville es un traidor y un felón?».

Es mi hijo, el que habla, monseñor.

«¿Un ser lleno de astucia que quisiera apoderarse de los dos para matarnos juntos? Pero su astucia en este caso es demasiado burda, soy joven y quiero vivir. En cuanto a vos, padre, que ya habéis vivido bastante, morid solo, ya que fuisteis lo bastante tonto para haberos metido en la boca del lobo».

He aquí lo que diría el caballero al recibir mi carta. Me parece que lo oigo cómo se echa a reír. ¡Ah! La desconfianza, monseñor, es un feo defecto.

Y Pardaillán acabó este discurso dando un suspiro más profundo que los anteriores.

—¿De modo —dijo Damville— que no queréis escribir?

—No serviría de nada, monseñor, y, además, aun admitiendo que mi hijo se reuniera conmigo, ¿sabéis lo que resultaría?

—Veamos.

—El caballero no sólo es el hombre más desconfiado de la tierra, sino que también es casi tan testarudo como vos. Se ha metido en la cabeza librar de vuestras garras a Juana de Piennes y a su hija, así como a monseñor, vuestro hermano. Nada le hará desistir de su empeño. Yo acepto, reconocido, vuestra proposición, pero él ya me parece oírlo. ¿Sabéis lo que me diría?

—Veamos —repitió el mariscal impaciente.

Pardaillán se puso en pie ante Damville apoyando la mano izquierda en el puño de la espada.

—Nos diría lo siguiente, monseñor:

«¿Así, pues, padre mío, y vos, monseñor de Damville, osáis proponerme esta villanía? De ningún modo, señores. ¿Queréis que me deshonre a cambio de dos mil escudos y un caballo enjaezado? Aunque me dierais mil caballos con guarniciones de oro y me ofrecierais cuatro mil sacos conteniendo cada uno cuatro mil escudos, el insulto sería igualmente grande. ¡Ah, padre mío! ¡No podré resistir la ofensa que me hacéis! ¡Acordaos de lo que os debéis a vos mismo y dejad la vergüenza de estas proposiciones al señor duque de Damville, pues ya está acostumbrado a la felonía y a la traición!».

El aventurero, más erguido que nunca, extendió un dedo hacia el mariscal y casi lo tocó.

—¡Miserable! —rugió Damville.

—La última palabra, monseñor. Además de los defectos que acabo de señalaros, el caballero tiene el de amarme extraordinariamente tal como soy. Sabe que he venido aquí y si no me ve antes de que salga el día, es capaz de ir a contar al rey que le hacéis traición en beneficio de Guisa… Sí, impulsado por la desesperación es capaz de hacerlo y luego matarse por haberos delatado.

El mariscal, que ya se lanzaba a dar la orden de ataque, se detuvo, pálido de rabia.

Pardaillán sonrió murmurando:

«Para ésta, si puedes».

Pero el mariscal, irritado en demasía por las palabras del aventurero, sintió cómo el furor dominaba al espanto y dijo:

—Pues bien, ¡sea!; prefiero correr el riesgo de que tal haga. ¡A mí!

Pardaillán, con gesto rápido, sacó su daga y se echó sobre el mariscal.

—¡Tú morirás primero! —rugió.

Pero Damville adivinó el golpe. En el momento en que el puñal iba a herirlo se dejó caer al suelo. Pardaillán, llevado por su impulso, cayó y en el mismo instante la habitación se llenó de gente bien armada de alabardas y espadas.

El aventurero quiso entonces desenvainar su espada para morir matando, pero su tentativa fue vana, pues se vio cogido por todas partes, sujetado por veinte brazos, y en un instante quedó amordazado, desarmado y atado.

Entonces cerró los ojos y permaneció completamente inmóvil.

—Monseñor —dijo Orthés—. ¿Hay que ahorcar a este truhan?

—¿Ahorcarlo? —Dijo Damville con voz que todavía temblaba de cólera—. No penséis en ello. Ese truhan posee secretos que es útil arrancarle en interés de Su Majestad nuestro rey.

—¿Le aplicarán la cuestión del tormento? —preguntó Orthés.

Al oírlo, Pardaillán se estremeció.

—Sí —contestó Damville—. Haré avisar al verdugo y asistiré a la escena.

—¿A dónde lo llevamos?

—Al Temple —dijo el mariscal.