XXXIX - Memorables palabras de bemia

BEMIA HABÍASE QUEDADO en el patio del palacio de Coligny con los hombres de armas que Guisa dejó para hallar a los locos y audaces que lo habían insultado. En algunos minutos hundieron la puerta que habían cerrado y los soldados penetraron en la misma escalera que antes habían subido los Pardaillán. Bemia oyó gritos en el piso alto.

—«Ya los tienen», —pensó riendo—. «He aquí dos hombres cuya piel no vale un ducado, en tanto que esta cabeza vale mil ducados de oro. Hermosa cabeza, a fe mía. Será necesario limpiarla».

Entró en una habitación de la planta baja que había debido servir de cuerpo de guardia y pronto salió de ella provisto de un cubo lleno de agua. Tranquilamente dio principió a su horrible tarea, entonando una alegre canción.

A su alrededor el palacio, cuyas puertas estaban desmanteladas, con el patio lleno de muebles preciosos que habían arrojado de lo alto, parecía una fortaleza saqueada por los asaltantes. A lo alto, oía las voces furiosas de las gentes lanzadas en persecución de los Pardaillán. En París oíanse grandes gritos y en los aires vibraba rumor enorme.

Bemia ocupábase tranquilamente en limpiar la cabeza de Coligny. De pronto vio entrar en el patio un hombre, que con gran ansiedad empezó a mirar a su alrededor.

—«¡Caramba! El señor de Maurevert», —se dijo.

El recién llegado se volvió hacia el rincón en que estaba ocupado el siniestro personaje.

—Parece que buscáis un tesoro —exclamó Bemia riendo—. Vaya una carnicería de hugonotes, ¿eh?

—Busco —contestó Maurevert con la voz ronca y los ojos inyectados de sangre—, busco precisamente a dos hugonotes. Los he visto salir del Temple y he perdido su pista, pero estoy seguro de que han venido aquí.

—¡Ah, ya! Uno viejo, delgado, con bigote y ojos grises.

—Sí, sí.

—Y el otro más joven, pero muy parecido al viejo.

—Precisamente.

—Están allí. Ahora los cazan. Tenéis buen olfato.

Maurevert se lanzó a la escalera que le señalaba Bemia y desapareció dando un grito de alegría. Bemia se echó a reír, repitiendo:

—¡Qué carnicería, Dios mío!

Mientras estas cosas pasaban en el patio, los dos Pardaillán habían subido la escalera. El edificio en el cual se hallaban, formaba el ala derecha del palacio y estaba aislado de las otras dos, cuyo conjunto trazaba el rectángulo del patio.

De piso en piso, los Pardaillán fueron convenciéndose de que no había salida posible.

Al llegar al granero oyeron gritos abajo. La puerta acababa de ceder y los soldados penetraban en la escalera.

—¡Ah, caramba! —dijo el aventurero—. ¡Van a cogernos como zorros!

—Fijaos, padre —contestó el caballero—, en que hace menos de dos horas estábamos en una jaula de hierro en que íbamos a morir aplastados y ahora, en comparación, estamos en el paraíso.

Hablando así, corrieron a la única ventana del granero, enfrente de la cual se abría otra que pertenecía al edificio central, es decir, al palacio propiamente dicho. La vivienda del almirante estaba compuesta como sigue: El patio, y en el fondo de éste el edificio; a derecha y a izquierda, avanzando hacia la calle, dos pabellones separados del central por un paso estrecho que permitía ganar los jardines situados en la parte posterior. Resultaba de esta disposición que las últimas ventanas de cada edificio estaban enfrente de la cara izquierda y de la cara derecha, respectivamente, del edificio central.

Los Pardaillán se hallaban en el pabellón de la izquierda.

—He aquí el camino —exclamó el aventurero divisando la ventana que hemos señalado.

—Un tablón. De prisa, un tablón.

Buscáronlo con la mirada. No había en el granero ni el menor tablón, ni mueble capaz de formar un puente o una cuerda que tal vez se hubiera podido utilizar.

Bajar era imposible, porque los hombres de armas subían registrando todos los pisos.

Entonces los Pardaillán se miraron con el rostro cubierto de palidez. De pronto oyeron gritos inmediatamente debajo de donde estaban y comprendieron que pocos minutos después el granero sería invadido.

—Saltemos —dijo el caballero—. Hay menos de seis pies de una ventana a otra.

—Es imposible —contestó el aventurero mirando a su hijo.

En efecto, saltar era imposible, pues faltaba el punto de apoyo para tomar impulso; la ventana del edificio de enfrente era estrecha y hubiera sido un prodigio lanzarse al vacío e ir a caer precisamente en aquel estrecho espacio.

Saltar era, pues, suicidarse, pero más valía correr aquel riesgo que caer en manos de los cincuenta soldados que subían llenos de rabia. La muerte no importaba nada a nuestros dos héroes, sino los suplicios de que los harían víctimas.

—Saltemos —dijo el viejo Pardaillán—. Espera, yo pasaré primero.

Y enseguida se puso en pie sobre el antepecho de la ventana.

En aquel mismo instante el caballero, con angustia extraordinaria y la frente llena de sudor, vio cómo su padre se dejaba caer hacia delante.

El aventurero no saltaba, sino que se dejaba caer: La tentativa era prodigiosa, inaudita, una de aquellas ideas que sólo ocurren en los momentos de desesperación.

Con el cuerpo envarado y rígido, los brazos musculosos y tendidos con esfuerzo formidable y los pies en el antepecho de la ventana, el viejo Pardaillán se dejó caer hacia delante como si fuera de una sola pieza, sin doblar las rodillas ni los codos. Su cuerpo describió un arco de círculo en el vacío.

El caballero dio un grito, al cual contestó la voz de su padre:

—He aquí el tablón. Pasa, caballero.

La loca tentativa había tenido éxito. Las manos del viejo Pardaillán habíanse agarrado al reborde de la ventana de enfrente, mientras que los pies estaban apoyados en la ventana del granero. Y así quedó suspendido sobre el vacío formando un puente vivo de una a otra ventana.

Pronto, como un relámpago, el caballero saltó, puso el pie en el centro del puente vivo y fue a caer en el centro de la pieza de la casa contigua.

Inmediatamente el aventurero, que se había cogido cuidadosamente con las manos, dejó caer los pies y se izó a fuerza de puños adonde estaba su hijo.

Tal había sido su esfuerzo, que durante algunos momentos permanecieron mudos. El granero que acababan de dejar, se llenó de gritos de furor y luego reinó un silencio relativo.

Los dos Pardaillán, echados al suelo, escuchaban atentamente prestos a saltar.

—Ya sé por dónde han huido —exclamó una voz—. Ved, capitán. Han saltado al pasaje por la ventana del primer piso, mientras subíamos.

—Y ahora ya estarán lejos —contestó otra voz—. Vamos, en marcha. Vamos a reunimos con monseñor.

Los Pardaillán oyeron cómo se alejaban los soldados y entonces el caballero se acercó a una ventana que daba al patio. Vio cómo los soldados daban algunas explicaciones a Bemia, que se encogió de hombros, y luego se marcharon corriendo, deseosos tal vez de tomar parte en la matanza.

Bemia se quedó solo en el patio, ocupado en su fúnebre tarea. A la sazón envolvía en un trapo la cabeza del almirante.

Luego, silbando, fue a buscar agua para lavarse las manos, y, una vez que hubo terminado este tocado, volvió al patio. Restábale tan sólo tomar la cabeza y llevarla a casa de un embalsamador que ya estaba avisado y lo esperaba. Luego, con cinco o seis compañeros, montaría a caballo y se dirigiría corriendo la posta hacia Roma.

—¡Caramba! —exclamó Bemia volviendo al patio—. La puerta principal está cerrada. ¿Quién habrá sido el guasón?

Mientras se hacía estas preguntas con cierta inquietud, divisó de pronto a los Pardaillán, que se dirigían hacia él.

El caballero le dijo:

—¿Has sido tú el que echó por la ventana el cuerpo del señor de Coligny?

La voz del caballero parecía perfectamente tranquila y aun en sus ojos parecía advertirse cierto brillo de alegría. Es verdad que sus labios estaban blancos y el bigote tembloroso, pero tales detalles escaparon a la observación de Bemia, que contestó con altanería:

—Yo soy, joven hugonote. ¿Y qué?

—¿Has sido tú el asesino del almirante?

—Yo. ¿Y qué más?

—¿Y con qué lo asesinaste?

—Con esto —dijo el coloso mostrando su jabalina llena de sangre que había echado en un rincón del patio.

Y riendo, añadió:

—Tengo otra para ti, perro hereje… ¡Socorro! ¡Aquí hay un hugonote!

Al mismo tiempo Bemia quiso acercarse a la puerta del palacio para abrir y llamar a una patrulla que se oía pasar por la calle, pero no se movió del sitio, porque el viejo Pardaillán le saltó al cuello diciendo:

—No te muevas, amigo, porque hemos de arreglar una pequeña cuenta.

Bemia se debatió con violencia, pero la tenaza viviente no soltaba su presa. Por fin el coloso, viendo que sus esfuerzos eran inútiles, hizo seña de que se estaría quieto y entonces el aventurero lo soltó. El coloso respiró profundamente mirando asombrado a los dos Pardaillán.

—¿Qué queréis? —preguntó empezando a sentir miedo.

—Nada —contestó el caballero—. Sencillamente librar la tierra de un monstruo.

—¿Queréis asesinarme?

—¿Sabes batirte? —preguntó el caballero con desdeñoso acento.

Bemia saltó hacia atrás y desenvainando su espada la empuñó con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía la daga y se puso en guardia.

El caballero se desciñó la espada y la echó al suelo.

—¿Qué haces? —le preguntó su padre.

—He aquí el arma que conviene —dijo el caballero tomando la jabalina que sirviera para dar muerte a Coligny.

Bemia sonrió; su espada tenía doble largo que la jabalina. Estaba seguro de ensartar a aquel loco.

El caballero fue a su encuentro y, al ver su aspecto, Bemia palideció.

Dio dos o tres estocadas que fueron paradas con gran facilidad por la jabalina, que, de pronto, hallóse a una pulgada de su pecho. El coloso retrocedió primero lentamente y luego con mayor prisa; rugía, saltaba, multiplicaba los golpes, asombrado de ver que ninguno lograba herir a su adversario. Después de haber dirigido una estocada al caballero, veía siempre la jabalina a una pulgada de su pecho y entonces huía de aquella punta roja que parecía empujarlo a un sitio determinado.

De pronto se vio acorralado contra la puerta principal del patio. Su corazón latió apresuradamente, mientras sus ojos se fijaban en la punta de la jabalina teñida en sangre del almirante.

Quiso hacer una tentativa para huir a derecha o a izquierda, pero inexorablemente, la jabalina lo llevó adonde el caballero quería acorralarlo.

Bemia comprendió que estaba perdido.

—¡Voy a morir! —tartamudeó—. ¿Acaso Dios?…

Esta fue su última palabra, pues mientras levantaba su daga con desesperación, el caballero le lanzó la jabalina, que le atravesó el pecho y lo clavó en la madera de la puerta. Bemia, clavado allí como una mariposa en un cartón de naturalista, murió instantáneamente.

El caballero fue a coger su espada, se la ciñó de nuevo y tomando el brazo de su padre, que había asistido al duelo sin decir una palabra ni hacer un movimiento, salieron los dos por una puerta de servicio.

No habían transcurrido dos minutos cuando apareció Maurevert en el patio.

Había seguido a los soldados de Guisa de piso en piso y buscando con apasionado ardor y cuando se alejaron los soldados tuvo un momento de desesperación. ¿Por dónde habrían huido? No; no era posible que se hubieran escapado. Sin duda buscaron mal. Y entonces, por su cuenta, volvió a empezar las pesquisas.

—Se me han escapado. ¡Oh, malditos! Pero ya los encontraré.

Decía estas palabras al entrar en el patio y dirigiendo a su alrededor feroces miradas. De pronto se detuvo petrificado y mudo de espanto al ver a un cadáver clavado a la puerta principal. El de Bemia.

Al cabo de un instante, Maurevert se repuso de su estupor y empezó a pasear por el patio, exclamando:

—Han huido por aquí. He aquí las huellas de su paso. Son ellos. ¡Ah, ya los encontraré!

Pero pronto pudo convencerse de que en el palacio no quedaban sino cadáveres. Entonces se calmó por un esfuerzo de voluntad tratando de descubrir la pista.

Su mirada cayó entonces sobre un envoltorio de trapos y, deshaciéndolo, vio que contenía la cabeza de Coligny, que cogió por los cabellos.

—«Vale la pena de cogerla», —se dijo entre dientes—. «¿A quién la llevaré? ¿A Guisa o a la reina? ¡Bah! Guisa ha sido derrotado esta vez y, por tanto, la llevaré a Catalina».

Y se lanzó a la calle. A la derecha, a cincuenta pasos de distancia, había una multitud que bailaba alrededor de una hoguera en la cual se asaban una docena de cadáveres. Hacia la izquierda la calle estaba libre. Maurevert siguió esta última dirección, convencido de que era la que los Pardaillán habían tomado.

—Ahora es preciso que tratemos de salir de París —dijo el viejo Pardaillán en cuanto estuvo en la calle.

—Por el contrario. Ahora nos iremos al palacio de Montmorency —exclamó el aventurero.

—¿Pero no has dicho tú mismo que, en su calidad de católico, no corre ningún peligro?

—¡Quién sabe! Vamos.

—Hombre, di la verdad —exclamó el aventurero malhumorado—. Confiesa que tienes ganas de ver a Luisa.

El caballero palideció al oír la observación de su padre, y se contentó con responder:

—No importa, vayamos, padre. Si atacaban el palacio, nuestra ayuda no sería innecesaria.

Y al pensar que los asesinos pudieran amenazar la vivienda de Luisa, el caballero se estremeció y apresuró el paso.

—Pero oye. ¿No podría suceder también que el mariscal formara parte de los que matan? ¿No es buen católico?

—¡Oh! —exclamó el caballero—. Sería horrible…, pero estoy seguro de que Luisa no es hija de uno de aquéllos que matan en nombre de Dios. Vamos, vamos al palacio de Montmorency.

—Dificilillo lo veo.