XXIX - Asombro de Montluc. Continuación de los amores de «Pipeau» y nueva ruina de Catho
EN AQUELLA NOCHE, se desarrollaron en diversos puntos de París tres escenas muy diferentes, pero igualmente extrañas, La primera ocurrió en el Temple, la segunda en el retiro de Damville, en la calle de Fossés-Montmartre, y la tercera en la hostería «Los dos Muertos que Hablan».
Hacia las nueve dos mujeres cubiertas por amplios mantos fueron introducidas misteriosamente en la prisión del Temple y conducidas a las habitaciones del gobernador. Eran Paquita y «La Roja».
Montluc las esperaba ante una mesa cargada de manjares y vinos. Y para gozar de completa libertad en la orgía que se preparaba, había dado permiso a sus tres criados y a la camarera, los cuales, contentos con esa ganga que tenían cada vez que su amo quería divertirse, habíanse apresurado a respirar otros aires que los de la prisión.
—¡Hola pichoncitas! —exclamó Marcos de Montluc echándose a reír—. Venid, que quiero daros un abrazo.
Pero Paquita y «La Roja», en vez de obedecer, desabrocharon sus mantos y los dejaron caer.
Montluc abrió extraordinariamente los ojos y se quedó con la boca abierta. Las dos rameras ivan vestidas con un traje de satén, con el cuello hundido en grandes gorgueras y el talle adelgazado y terminado en punta por delante. Eran trajes, no de burguesas, sino de princesas. Iban cargadas de Joyas en el cuello, en las orejas, en las muñecas y en los dedos y, por fin, pintadas como grandes damas. Catho, llena de buena voluntad y muy ingenuamente creyó deber hacer las cosas en grande y había llegado casi a la magnificencia. ¿Dónde se había procurado aquellos trajes? ¿En que ropavejería de la Corte de los Milagros? Pero poco importa.
Era innegable que había convertido a las dos rameras en princesas, pero no obstante, había algunos detalles que revelaban la perfecta ignorancia de Catho en materia de trajes de corte. En efecto, si los trajes eran de seda auténtica, estaban bastante arrugados y manchados. Las joyas eran de vidrio y cobre. Las dos rameras se habían pintado, pero muy exageradamente, y el bermellón sobrado vivo de los labios el negro demasiado negro de los ojos, el encarnado brillante de las mejillas y el blanco del cuello y del seno, se descubrían a mil leguas. Sus pobres zapatos de trotacalles, llenos de remiendos, acababan de formar aquel conjunto grotesco y macabro a la vez. Hubiérase dicho que eran dos muñecas pintadas por un aprendiz.
Tal como estaban, se admiraron inocentemente y apenas hubieron caído sus mantos, cuando se contemplaron un momento deslumbradas. Luego, adelantándose hacia Montluc, hicieron las tres reverencias que Catho les había enseñado.
Montluc, ya borracho, porque mientras las esperaba habíase bebido la cuarta botella, se levantó asustado, subyugado, preguntándose si era presa de alguna pesadilla, y si en vez de las dos rameras a las que esperaba, recibía la visita de dos reinas. Los detalles que acabamos de mencionar, desaparecían a sus ojos, así es que contestó a la triple reverencia con un saludo que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Las rameras, viendo que las tomaban en serio, se quedaron petrificadas.
—¡Eh! —dijo Montluc al verlo—. ¿Qué significa esto?
—Pues que —dijo «La Roja»— nos hemos vestido para la fiesta de mañana por la mañana.
—¿Qué fiesta? —preguntó Montluc tratando de recordar.
—Sí —dijo Paquita—, los dos truhanes a quienes se va a dar tormento.
Montluc soltó una carcajada que hizo temblar los cristales y exclamó:
—¡Ah, sí! Ahora me acuerdo. ¿Y para ver el tormento os habéis vestido de princesas? Bueno ahora dejaos de cuentos. Tú —dijo a «La Roja»— lléname el vaso, y tú, Paquita, ven a sentarte en mis rodillas.
No queremos molestar al lector con el relato de la orgía, pues nuestro ánimo sólo es el de indicar la entrada de las dos rameras en el Temple. Por la noche, Montluc estaba completamente ebrio, pero no obstante, se debatía aun para, conservar la lucidez de su espíritu. A las dos rodó por el suelo estrechando en sus brazos a las dos rameras, cuyos trajes de gala estaban hechos jirones, mientras los cabellos se habían despeinado y los colores mezclados unos con otros tiñendo de extraños modos sus rostros respectivos.
Pronto no se oyeron más que los ronquidos del borracho. Entonces Paquita y «La Roja» se levantaron prestando oído. Y bajo los colores que ocultaban su semblante, estaban lívidas y llenas de espanto.
Transportémonos ahora a la casa de los Fossés-Montmartre. Son las once de la noche. El mariscal de Damville acaba de entrar. Está sombrío, pues el jefe de la conspiración le ha dado la orden de no intentar nada contra el Louvre, cosa que significa el aplazamiento de los grandes proyectos formados.
Pero al mismo tiempo alegría extraordinaria lo domina, porque le han entregado a su hermano. Está encargado de atacar el palacio de Montmorency y de dar muerte al llamado jefe de los «Políticos».
Muerto su hermano, Juana caía de nuevo en su poder y ¿quién podría entonces salvarla?
El mariscal atravesaba los vastos salones de su casa. La mayor parte de las habitaciones estaban llenas de soldados; unos afilaban sus dagas sobre piedras; otros repasaban sus pistolas o cargaban sus arcabuces. Encima de las mesas había enormes cántaros de vino que, muy a menudo, visitaban los soldados. La embriaguez hacía progresos entre ellos y a veces estallaban sonoras risotadas que, instantáneamente, reprimía un sargento dando orden de guardar silencio.
Damville hizo seña a una docena de gentilhombres que lo esperaban y fue a encerrarse con ellos para dar a cada uno las órdenes necesarias. Pero antes de entrar, preguntó dónde estaba su favorito el vizconde de Aspremont. Y le fue contestado que Orthés estaba con sus perros. Damville fue a verlo y lo halló en un patio alumbrado por dos antorchas.
—¿Y qué? —le preguntó—. ¿No preparas tus armas?
Sin contestar, Orthés le enseñó sus dos perros de guarda y Damville sonrió.
En aquel patio estrecho que las luces de las antorchas teñían de rojo, el vizconde de Aspremont se entregaba a un trabajo singular. Iba y venía lentamente con las manos en la espalda que sostenían un látigo. A sus talones andaban gravemente con la boca entreabierta y los ojos inyectados en sangre los perros «Plutón» y «Proserpina».
Y detrás de ésta un mastín de rojo pelo hacía cabriolas. Era «Pipeau».
«Pipeau» era el comensal de «Proserpina». Orthes quiso echarlo, pero la perra le enseñó los dientes.
En cuanto a «Plutón», lo había admitido en su compañía sea por indiferencia o agradecimiento a los huesos de pollo.
«Pipeau» loco de amor por la hermosa «Proserpina»: comía muy poco. Olvidábase de comer y beber y solo pensaba en dirigir indecentes flores a su amante.
«Plutón» y «Proserpina», pues, seguían paso a paso a su amo, el cual dirigiase a un extremo del patio; allí esperaba en pie un hombre rígido e inmóvil.
Entonces Orthés se volvía repentinamente hacia los dos perros de guarda y hacía restallar el látigo. A esta seña, los dos monstruosos animales saltaban sobre el hombre inmóvil y le hundían los dientes en el cuello. Luego el vizconde de Aspremont levantaba el hombre, lo ponía en pie y arreglaba su traje y su máscara, pues no era más que un maniquí. Recomenzaba entonces su paseo y al dar nuevamente la señal, los perros repetían el ataque.
Entonces Orthés de Aspremont, se volvió hacia el mariscal, que contemplaba aquella escena y con terrible tranquilidad le dijo:
—He aquí mis armas, monseñor.
En la hostería de «Los Dos Muertos que Hablan», hacia las doce de la noche, hacía ya bastante rato que Catho despidiera a sus clientes ordinarios y por excepción única en su vida de hostelera, cerró su puerta en el momento de oír el toque de queda.
Pero después de las once entreabrió la puerta.
Muy pronto apareció una mujer miserablemente vestida. Luego siguieron dos viejas, especie de brujas que se cubrían con capuchones negros. Luego una mujer tuerta que, al entrar se quitó un parche que llevaba sobre un ojo. Más tarde una manca con cabeza de furia que, después de haberse sentado, desató algunos cordeles y halló el brazo que le faltaba.
También cinco o seis cojas que se arrastraban penosamente y que abandonaron sus muletas al entrar en la taberna. Sobre las doce, la posada estaba llena, todas las salas ocupadas y todas las mesas tomadas y allí se removía un mundo fantástico; una multitud en extremo pintoresca, compuesta de seres extraños, sórdidos, cubiertos de andrajos, rostros avejentados, semblantes terribles, pero todas mujeres, toda la población femenina de la Corte de los Milagros. Truhanas, echadoras de cartas, acróbatas, mendigas, unas hermosas bajo sus andrajos y las otras asquerosas y cubiertas de miserables trapos.
Catho servía a todas comida y bebida, ayudada por dos o tres mujeres. Lo mejor de su despensa fue consumido aquella noche; hablaba con viveza con algunas, deslizando a ésta un ducado y a aquélla un escudo de oro.
Luego, de pronto, en cuanto Catho hubo dicho algunas palabras, desaparecieron todos aquellos seres, las cojas volvieron a tomar sus muletas, las jorobadas su joroba, las tuertas sus parches y en pocos minutos se vació la hostería.
Catho fue a un armario y sacó de él tres talegos llenos de monedas de oro y plata.
—Los últimos —murmuró haciendo una mueca y esperó prestando atento oído.
Dada la una, la taberna volvió a llenarse y aquella vez también de mujeres, cuya miseria era más decente que la de las anteriores, pues iba cubierta de oropeles. Había algunas muy lindas y otras bastante feas. La mayor parte eran jóvenes y casi todas llevaban el vestido flojo adornado con cinturones bordados.
Eran las rameras que comerciaban con su cuerpo y que Catho había ganado a su causa tres días antes.
Reían, cantaban, unas con voz dulce e indolente y otras con voz ronca. Todas bebían y sus miradas eran cada vez más brillantes.
Catho empezó a distribuir sus escudos con lo que se vaciaron los tres talegos. Entonces las rameras marcháronse en pequeños grupos y la posada quedó de nuevo vacía.
Catho tomó una linterna y bajó a la bodega. Allí vio que no le quedaba ni una sola botella de vino ni de licor. Subió a la taberna, penetró en la alacena y observó que no había ni un jamón, ni un trozo de pan ni un ave. Subió a su habitación, abrió los armarios que estaban vacíos, pues había vendido todo lo que poseía para convertirlo en dinero y registrando el armario en que lo tenía, vio que no le quedaba ni un sueldo.
«¡Bah!», —se dijo—. «¡No importa!».
Entonces tomó una fuerte daga que se guardó en la cintura, cerró la puerta de la taberna devastada, echó las llaves por debajo de la puerta y se alejó a su vez.
Y como iba sin prisa hacia un punto misterioso, observó que reinaba en París extraño silencio en aquella clara y serena noche de estío.