XLIX - SUDOR DE SANGRE

ROGAMOS AL LECTOR que se transporte con nosotros al castillo de Vincennes, residencia y prisión real a un tiempo. Estamos en una magnífica mañana de verano, en el 30 de mayo de 1574, es decir, exactamente veintiún meses y seis días después del domingo de San Bartolomé, en que el rey Carlos IX, no sólo permitió la matanza de sus huéspedes, sino que contribuyó a ella personalmente. Habían, pues, transcurrido dos años, desde la fecha en que se cometieron tan horribles crímenes.

Durante este tiempo, ¿cómo vivió el miserable loco, pues fue más loco que criminal?

La responsabilidad de sus crímenes debe caer más bien en su madre Catalina, en Enrique de Guisa y en la Inquisición Romana.

Rodeado de intrigantes que acechaban su muerte y la descontaban de antemano, Carlos vivió retirado dejando el gobierno a su madre, pues a medida que pasaba el tiempo se veía aquejado con más frecuencia de sus ataques, cuya intensidad crecía también.

Comprendía perfectamente que todos los que estaban a su alrededor, tanto su madre como sus hermanos y sus cortesanos, sentían impaciencia por su muerte, a pesar que sólo tenía veintitrés años. Multiplicábanse las conspiraciones en la corte, que estaba transformada en un miserable campo de batalla. Los partidos se combatían con saña, pero, por fin, se ponían todos de acuerdo contra el rey.

En Vincennes, bajo la sombra de los hermosos árboles del bosque, halló alguna tranquilidad, pero sus noches eran terribles. Así que se dormía, veíase rodeado de espectros, a los cuales pedía perdón. Únicamente lograba conciliar tranquilo sueño cuando su nodriza, sentada al lado de su cama, le relataba antiguas historias de caballerías, como se hace con los niños miedosos para que se duerman.

Pasaba el tiempo en terminar su libro sobre la Caza real. Por la noche escribía también poesías, algunas de las cuales son de extraordinario mérito y demuestran que tenía gran inteligencia.

Ocupábase también en la música y, muy a menudo, hacía venir músicos con los que distraía febrilmente horas y más horas. Pero, de pronto, a lo mejor de la discusión, o bien cuando estaba sentado ante su mesa de trabajo, se detenía, palidecía y empezaba a temblar. Y entonces los que, como su nodriza, podían acercarse a él, oíanle murmurar:

—¡Cuánta sangre! ¡Cuántas muertes! ¡Ah! ¿Por qué me habrán dado tan malos consejos? ¡Oh, Dios mío! Perdónalos y ten misericordia de mí.

Luego se echaba a llorar y, generalmente, sufría entonces un ataque que lo dejaba abatido y en extremo triste.

María Touchet iba a verlo varias veces por semana, y entraba en el castillo gracias a la complicidad de un servidor leal.

El 29 de mayo, Carlos IX pasó un día muy malo, seguido por una noche de delirio, durante la cual, a pesar de los cuidados de su nodriza, tuvo horrorosas visiones. Lloró, pidió perdón a los espectros y no se tranquilizó hasta el día siguiente, 30 de mayo.

Éste es el día en que introducimos al lector en la habitación del rey.

Carlos se paseaba lentamente, encorvado, con las mejillas y los ojos hundidos; aquel joven parecía un viejo agobiado por la edad. ¿Pero qué son quince o veinte años de vida, al lado de veinte meses de remordimientos? ¿Qué las enfermedades del cuerpo, al lado de aquel mal espantoso que martiriza el cerebro, roe el corazón y gangrena el alma? ¿Hay mayor suplicio que oír noche y día, en el fondo de la conciencia, voces que piden perdón?, y exclaman:

«¡Señor, señor! Éramos vuestros huéspedes y amigos».

Carlos iba a cada momento a la ventana, levantaba la cortinilla y decía:

—¡Oh! ¡Ella no viene! ¡No viene, nodriza!

—Señor, el caballero partió a las siete y apenas son las ocho y media. Nada temáis, ya vendrá.

—¿Y Entraigues? ¿Lo has mandado buscar? ¿Ha venido?

—Aquí está, señor. En la habitación contigua. ¿Queréis que lo llame?

—No, no, luego.

Francisco de Balzac de Entraigues era un joven gentilhombre muy adicto a Carlos. El rey, dos días antes de esta escena, lo había nombrado gobernador de Orleáns, y es preciso notar que esta comarca era el país natal de María Touchet.

A las nueve se abrió la puerta de la habitación y María Touchet apareció llevando en brazos a su hijo. Intensa alegría brilló en los ojos del rey. María dejó el niño a la anciana nodriza de Carlos y avanzó hacia éste. Estaba más delgada y pálida, pero continuaba siendo bella.

Al observar los progresos que el mal había hecho en el rostro de Carlos desde que le hiciera la última visita, no pudo retener sus lágrimas. Sentóse a su lado como hacía en su casa de la calle de los Listados y lo abrazó, incapaz de pronunciar una sola palabra. La nodriza acercó el niño, que Carlos tomó cariñosamente, y durante algunos minutos no se oyeron más que sollozos y besos.

A la sazón, Carlos se esforzó en consolar a María y, por un momento, pareció gozar de un poco de energía.

—María, escúchame, estoy condenado y voy a morir, tal vez hoy mismo, mañana o dentro de pocos días.

—¡Carlos, mi buen Carlos, no morirás! Los pesares te dan esas tristes ideas. ¡Malditos sean los que te han aconsejado y que la sangre vertida caiga sobre su cabeza!

—No, María, estoy perdido y lo sé. Tal vez en tu próxima visita no me encuentres. No llores, escúchame. Tú has sido el ángel de mi pobre vida y quiero que después de mi muerte seas feliz. Quiero que vivas, aun cuando sólo sea para que enseñes a mi hijo a no execrar mi memoria como lo hará todo el mundo.

—¡Carlos, me desgarras el corazón!

—Ya lo sé, querida mía, pero es necesario. Te he llamado esta mañana para darte mis últimas instrucciones: mis órdenes. Si fuera necesario, serían las órdenes de tu rey. Esta será la primera y última vez que te habré hablado así. Perdóname.

—¡Carlos, amado mío! ¡Rey mío! ¡Tu voluntad es sagrada para mí! Pero ¿por qué te inquietas?

—Para tranquilidad de mis últimos días —interrumpió el rey—. Por ti, querida María, y también por este querido niño. Vas a jurarme obedecer mi voluntad aun después de muerto.

Hablaba febrilmente, cosa que entristeció aún más a María Touchet. Y con el objeto de calmarlo, contestó sollozando:

—Te lo juro, mi buen señor.

—Muy bien —dijo el rey—. Sé que eres mujer capaz de cumplir tu palabra, aun después de saber lo que voy a pedirte. Escucha, María. Si después de mi muerte estás sola, si no se extiende sobre ti una protección fuerte y leal, serás el blanco de mis enemigos, que querrán hacerte pagar la única felicidad que he conocido en este mundo.

—¡Qué importa! —exclamó la joven alarmada por lo que adivinaba—. Prefiero sufrir, pero estar sola. Y, además, ¿quién va a perseguir a una pobre mujer que no desea más que vivir y cuidar a su hijo?

—¡Ah, María! No los conoces. Tal vez a ti te perdonarían. Pero temerán las pretensiones de este pobre niño de sangre real y querrán desembarazarse de él, y para ello lo matarán.

María Touchet dio un grito de terror y se echó a temblar.

—¡Hijo mío! —exclamó.

—Lo matarán, María —dijo el rey—, y por lejos que vayas y por bien que te ocultes, lo envenenarán o lo degollarán.

—¡Oh! ¡Calla, cállate!

—El único medio de salvarlo, es poner a tu lado un hombre fiel, valiente y bueno, que velará sobre vosotros, porque le dará derecho a ello su título de esposo. Entre tantos traidores que me rodean, hay un gentilhombre a quien amo y que tú estimas en su justo valor. Es Entraigues. Este será tu esposo.

—¡Señor! ¡Carlos!

—Es mi deseo supremo —dijo el rey.

—¡Oh, querido Carlos! —exclamó María con quebrantada voz.

—Es mi voluntad real.

—¡Señor!

—¡Lo quiero!

—Obedeceré —contestó María resignada—. Obedeceré por tu hijo.

El rey hizo una seña a la nodriza y ésta abrió una puerta.

Entonces apareció Entraigues.

—Acércate, amigo —dijo Carlos IX—. Quiero preguntarte si estás dispuesto a cumplir el juramento que me hiciste de obedecerme cuando haya muerto.

—Lo he jurado, señor, y no soy de los que juran dos veces.

—Me prometiste casarte con la mujer que te señalara y adoptar su hijo como si fuera tuyo.

—Señor —contestó Entraigues—. En seguida comprendí que deseabais que velara sobre la vida de vuestro hijo convirtiéndome a los ojos del mundo, ya que no en realidad, en esposo de la señora María Touchet. ¿No es así, señor?

—Sí, amigo mío.

—Lo he jurado, señor, y cumpliré mi palabra. Daré mi nombre a la mujer que habéis amado; la cubriré con el blasón de mi familia; emplearé mi fuerza y mi inteligencia en protegerla contra todos, así como también el niño real que se me confía.

Entraigues hablaba con solemnidad y muy conmovido. María Touchet sollozaba amargamente.

Entonces volvióse hacia ella y añadió:

—Nada temáis, señora. Nunca querré hacer valer mi título de esposo, el cual sólo me dará un derecho: el de haceros feliz y convertirme en protector vuestro.

Carlos IX, lleno de alegría, cogió la mano de María Touchet y la puso en la de Entraigues.

—Hijos míos —dijo (y tal tratamiento no estaba fuera de lugar en boca de un moribundo)—. ¡Hijos míos, que Dios os bendiga!

Entonces tomó en brazos a su hijo, lo estrechó sobre su débil pecho, lo besó varias veces y, por último, lo devolvió a María Touchet.

—María —dijo entonces—. Siento que mis días están contados. Hija mía, te ruego que, a partir de hoy, vengas a verme todos los días.

—Así lo haré, mi buen Carlos. ¡Oh! Si yo pudiera quedarme en este castillo y cuidarte, te curaría prontamente.

El rey movió la cabeza con aíre de duda.

—Entraigues —dijo—. Acompáñala. Ya es tiempo de que se retire, porque a esta hora viene a verme mi madre.

María se echó en brazos del rey y los dos se despidieron cariñosamente.

—Hasta mañana —dijo Carlos IX.

—Hasta mañana —contestó María Touchet.

Y dando un último beso a su amante, María salió acompañada de Entraigues y, guiados por aquel servidor, que antes hemos citado, pudieron salir del castillo sin haber sido observados.

En cuanto María Touchet hubo subido a su coche cerrado y emprendió la marcha escoltada por Entraigues, vio venir a lo lejos un grupo de caballeros al galope.

El coche de María Touchet hízose a un lado para dejar paso libre y Entraigues se detuvo para ver quiénes eran aquellos caballeros que iban rodeados de una nube de polvo.

A la cabeza de todos ellos y a más de cincuenta pasos del resto de la comitiva, cabalgaba un hombre a quien Entraigues reconoció enseguida y palideció murmurando:

—¡El rey de Polonia aquí! (hecho histórico). ¡Ah! Ahora ya veo que Carlos va a morir, pues los cuervos acuden.

Entonces, trotando rápidamente, se reunió al coche de María Touchet y entró con ella en París.

Carlos IX se quedó solo con la nodriza. Después de la salida de María Touchet y de Entraigues, se acercó a la ventana, desde la cual se divisaban hermosos sicomoros y pareció complacerse en contemplar aquella vegetación y el hermoso cielo azul atravesado por algunas nubes blancas.

—¡Cuán agradable sería vivir! —murmuró—. ¡Oh! ¡Quién pudiera vivir en la paz de los campos, sin ser rey, sin llevar la vida miserable que ha amargado mis días! No debería temer entonces ni el puñal del asesino, ni el veneno hasta en el aire que respiro. Sería un modesto burgués o un campesino. Tendría una casita en el fondo de un jardín, cerca de un bosque, y viviría acompañado de mi hijo y de mi amada. La casa sería blanca y el jardín estaría lleno de rosas. ¡Oh, pobre de mí! ¡Cuánto me gustaría vivir aún! ¡Señor, un poco de paz, por piedad!

Dos lágrimas corrieron a lo largo de sus hundidas mejillas. Dejó caer la cortina y encorvado se dirigió nuevamente a su sillón, en el que se dejó caer.

—¿No viene mi madre? —preguntó.

No, Catalina de Médicis no iba aquella mañana. Sin duda debía de estar muy ocupada desde que el caballero entrevisto por Entraigues entrara al castillo.

—Acuéstame, nodriza —dijo Carlos al cabo de un momento.

La buena mujer obedeció y en breve el rey estuvo instalado en su gran cama. La anciana le arregló maternalmente el embozo y el joven rey cerró los ojos y pareció dormirse profundamente.

—«Está mejor», —pensó la nodriza alejándose de puntillas—. «¡Pobre rey!».

Cuando comprendió que estaba solo, Carlos IX abrió los ojos.

—¡Solo! —murmuró—. ¡Solo completamente! A mi alrededor, silencio y abandono. Ya no hay cortesanos ni guardias. Saben que voy a morir y me dejan como un perro en la calle.

La soledad era, en efecto, profunda en torno del rey. Era, realmente, el silencio del abandono. Únicamente la vieja nodriza iba, de vez en cuando, a inclinarse sobre su lecho.

No obstante, prestando atento oído, pareció a Carlos oír en el castillo inusitados ruidos, un movimiento de idas y venidas de gentes apresuradas, un rumor lejano por el lado de las habitaciones de su madre, parecido al de una multitud de cortesanos que rodearan a un monarca.

¿Cuál sería aquella Majestad así saludada, mientras él estaba solo en presencia de la muerte?

Esta fue la pregunta que se hizo Carlos, pero luego dejó de pensar en ella.

Transcurrieron lentamente las horas, y la misma nodriza ya no se acercaba a la habitación del rey. Tal vez la habían alejado con cualquier pretexto, para que no pudiera informar a Carlos acerca de la causa de aquel inusitado movimiento que turbaba su agonía.

Por la tarde, Carlos quiso levantarse. Golpeó un timbre y llamó, pero no acudió nadie.

Entonces quiso levantarse, sin ayuda ajena, pero cayó de nuevo sobre su lecho y observó con espanto que las fuerzas le habían abandonado.

Estaba débil, bañado de sudor frío y era presa de terrible angustia. Quiso gritar, pero sus labios no exhalaban más que un ronco gemido apenas inteligible.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Acaso voy a morir? ¡Dios mío! ¡Perdóname toda la sangre que se ha vertido! ¡A Ti entrego mi alma, rogándote que tengas misericordia!

Entonces se levantó rápidamente con los ojos llenos de espanto y castañeteándole los dientes. El ataque, el terrible ataque, le sobrecogía.

Las sombras del crepúsculo invadían la habitación. Carlos, sentado sobre la cama y con los pies colgando, rechazaba con la mano derecha los espectros que poco a poco llenaban la habitación, mientras con la mano izquierda trataba de subir la sábana como para ocultarse.

—¡Sangre! —exclamó—. ¿Quién ha vertido tanta sangre? ¡Perdón! ¿Quiénes sois? ¿Eres tú, Coligny? ¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué queréis? ¿Por qué entráis aquí? ¡Oh! ¡La habitación está llena! ¡Y el castillo también! ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Me queréis matar? ¡Oh! ¿Por qué me pedís perdón? ¡Callaos! Estas voces me desgarran el corazón. ¡No gritéis así! ¡Ahora las mujeres! ¿Por qué lloráis? ¡No lloréis más! ¡Prefiero que me matéis! ¡Cómo! ¿También niños? ¡Pobrecitos! Todos están ensangrentados. ¡Oh! ¡No me toquéis! Pero ¡cómo gritan todos! ¡Calla! ¿Qué es esto? ¡Oh! ¡Las campanas! ¡Oh! ¡Qué se callen! ¡Basta ya! ¡Perdón!

Carlos se calló de pronto y su voz, que poco a poco había crecido, terminó sollozando.

Las lágrimas se deslizaban ardientes por sus mejillas lívidas y murmuró:

—¡Dios mío, perdonadme!

De pronto tendió sus brazos hacia la multitud de fantasmas que le rodeaban.

—¡Perdón! ¡Oh, perdón! ¡Tened piedad! ¡Oh! ¡No me maldigáis!

Y cayó sobre la cama loco y lleno de espanto y de terror.

Envolvióse en el cobertor tratando de ocultar su cabeza y castañeteándole los dientes.

La habitación quedó silenciosa. A la sazón era ya de noche en el exterior, pero de pronto se encendieron algunos candelabros en la estancia. Luego algunas personas se acercaron hacia aquella cama en que agonizaba el rey. Eran el duque de Anjou, Catalina de Médicis y algunos cortesanos.

La reina se inclinó sobre la cama y murmuró:

—¡Hijo mío!

Y con su helada mano, tocó al rey en la frente.

Carlos dio un grito de espanto, tratando de rechazar aquella mano. Se incorporó en su cama mirando a su alrededor, loco de miedo y remordimientos. Entonces miró fijamente a las ropas de la cama y, con expresión de angustia, exclamó:

—¡Sangre!

Y entonces no era ninguna ilusión, porque, realmente, había sangre en la cama. Las sábanas tenían numerosas manchitas rojas y era sangre. Extraño y terrible sudor cubría el cuerpo del rey. Carlos IX sudaba sangre (hecho histórico). Su pecho estaba desnudo. Con sus uñas habla desgarrado la camisa.

Todos los que estaban allí, se miraron con expresión de espanto al observar que el pecho y los brazos del rey estaban rojos de sangre.

Catalina retrocedió cerrando los ojos.

—¡Sangre, sangre! —exclamó Carlos IX—. ¡Sangre por todas partes! ¡Cada vez sube más! ¡Ya me cubre! ¡Sangre! ¡Nada más que sangre!

Y se calló. AI cabo de algunos segundos de absoluto silencio, con voz más ronca, Carlos repitió:

—¡Sangre!

Oyóse durante un minuto su respiración breve, y sus ojos, fuera de las órbitas, miraron a su alrededor, expresando terror extraordinario. Por tercera vez oyósele exclamar:

—¡Sangre!

De pronto su boca se crispó, se echó a reír siniestramente y luego cayó sobre la almohada.

Estaba muerto.

La reina se inclinó y puso su mano sobre el pecho de Carlos tiñéndosela de rojo.

Luego se incorporó lentamente, volvióse hacia el duque de Anjou, que estaba lívido, y le estrechó la mano llena de la sangre de Carlos.

Y mientras, impresionados por aquella muerte, los cortesanos retrocedían llenos de espanto, Catalina de Médicis, mostrando a su hijo Enrique, exclamó con aire de triunfo:

—Señores: ¡viva el rey!