XX - Las rameras

EN AQUELLA MISMA NOCHE del lunes 18 de agosto, hacia las nueve, la vieja Laura estaba sola en la casita de la calle de la Hache, aquella casa de puerta verde en que más de una vez hemos penetrado y a la que vamos a hacer la última visita.

A las ocho, de acuerdo con la cita convenida con Alicia, Marillac llegó a la casa de la calle de la Hache.

—¿Y Alicia? —preguntó.

—La reina la ha retenido hasta las doce. Me ha encargado esperaros. ¿Qué va a pasar, Dios mío? Nunca vi a Alicia tan contenta.

Marillac sonrió.

—Me dijo que os avisara. Esperad que recuerde bien sus palabras. ¡Cuán feliz es la pobre!

—¡Veamos! —dijo el conde—. Recordad sus palabras.

—Helas aquí: «Os esperan a la primera campanada de las doce, en donde sabéis, ni un momento antes ni después».

—Perfectamente.

—¿Ya lo sabéis? —dijo Laura—. ¿Queréis decirme dónde vais?

—Ya lo sabréis mañana, os lo prometo. Ahora, adiós, señora.

—Dios os guíe, señor conde. No lo olvidéis, a las doce en punto.

El conde de Marillac dirigió tierna mirada a aquella habitación, en que tantas veces viera a su adorada, hizo un gesto de despedida y se marchó.

La vieja Laura lo acompañó hasta la puerta del jardín dirigiéndole cariñosas palabras de despedida.

Luego volvió al interior de la casa, se encerró cuidadosamente y se dispuso a esperar. Dieron las nueve y entonces murmuró:

—Creo que ya no volverá. En cuanto a ella está en buenas manos.

Se levantó y murmuró sonriendo:

«“E finita la commedia”. Empezaba ya a fastidiarme. ¡Uf, ya está, ya soy libre! Bueno, ¿y ahora qué hago? Pues es muy sencillo: buscar una posada en París en la que pueda pasar tres o cuatro días inadvertida y luego dirigirme a Italia a pequeñas jornadas. Soy rica. Veamos cuánto dinero tengo».

Subió a la habitación de Alicia y con un martillo descerrajó la puerta.

Sobre la cama Alicia había reunido por la mañana todo lo que quería llevarse, pues creía estar de vuelta a las ocho de la noche, pero ya se ha visto que la reina la retuvo en el Louvre.

Su equipaje consistía sencillamente en un saco de mano y un cofrecillo. Éste contenía las cartas recibidas de Marillac. Laura las echó tranquilamente al fuego y abrió el saco de mano. Sus ojos entonces brillaron de placer y su boca desdentada sonrió de gozo.

El saco de mano contenía todas las joyas de Alicia, es decir, su fortuna entera. Había un hermoso collar de perlas, broches de diamantes, una docena de sortijas adornadas con piedras preciosas, esmeraldas, rubíes, zafiros, luego dos collares más, uno de los cuales era de diamantes y por fin unos treinta cartuchos de escudos de oro.

«Por lo menos hay aquí trescientas mil libras en joyas y en oro», —murmuró la vieja pálida de emoción—. «Y con lo que me ha entregado la reina…».

Entonces un golpe violento resonó fuera de la casa.

Laura, de un soplo, apagó la antorcha que iluminaba la estancia y desenvainando el puñal se apostó detrás de la puerta.

«¡Qué entre!», —dijo—. «Si lo hace la mato; Ya estoy cansada. La reina me dijo que todo estaría terminado esta noche».

Esperó pegada a la pared oprimiendo nerviosamente el mango del puñal.

Renovóse entonces el ruido que tanto la asustara, y Laura respiró tranquilizada.

«¡Qué tonta soy! Es una ventana que ha batido el viento. ¡Qué mal tiempo hace! Hermoso para una boda».

Entonces, a toda prisa, metió en el saco de mano las joyas y los cartuchos de monedas que antes sacara de allí, y luego, dirigiéndose a su habitación, regresó con un taleguito.

«Cuarenta mil libras», —murmuró desdeñosamente—. «He aquí lo que me da la gran Catalina en pago de mis buenos y leales servicios. Felizmente me desquito».

Metió las cuarenta mil libras en el saco de mano y lo cerró cuidadosamente.

Luego se echó una capa sobre los hombros, salió, cerró la puerta del jardín y tiró la llave dentro de la casa por encima de la tapia. En seguida se alejó con tanta rapidez como le permitía el peso del saco de mano.

Una sombra se destacó de una puerta vecina y empezó a seguirla. Eran entonces las nueve y media de la noche. Las calles estaban negras y desiertas. Las nubes bajas pasaban corriendo sobre los techos agudos de las casas. El toque de queda había sonado y las posadas y hosterías estaban ya cerradas.

Laura no se percató de que la seguían.

La vieja tenía miedo y bajo su manto estrechaba nerviosamente su precioso saco de mano. Iba al azar porque conocía muy poco París, pues desde la fecha en que llegó casi no había salido de la calle de la Hache.

Por fin vio que se había extraviado completamente y la principal razón que tuvo para no volver a la casa de la que acababa de salir, fue que no habría sabido hallar el camino, y por otra parte no había nadie en las calles para preguntarlo.

No obstante, a veces entreveía sombras que se movían a su alrededor y oía algunos murmullos. Tal vez el hombre que la seguía hablaba con algunas gentes, porque en diversas ocasiones las sombras que habían parecido querer detenerla, desaparecieron.

Laura se estremecía de terror y apresuraba el paso recordando las historias de transeúntes atacados y desvalijados por los truhanes.

—Torpe de mí —decía—. ¿Por qué habré salido de la casa antes del día, ya que Alicia no ha de volver? Pero ¿y si la reina mintió? ¿Si volviera? No, no, he hecho bien y sus dedos se incrustaron en el asa del saco de mano.

De pronto se detuvo llena de miedo; hallábase en una calle estrecha y acababa de divisar un poco de luz filtrándose a través de las junturas de una puerta. El hombre que la seguía se detuvo a tres pasos de ella.

—¡Oh, si fuera una posada! —murmuró llena de terror y angustia.

Un largo relámpago alumbró la oscuridad inundando la calle de lívido resplandor y, a su luz, Laura entrevió una enseña que se balanceaba chirriando al ser agitada por el viento.

«Es una posada» —se dijo y corrió hacia la puerta.

En aquel momento se sintió cogida por dos brazos vigorosos y derribada al suelo mientras una mano ruda se apoyaba en su boca para impedir que gritara.

Laura era fuerte y se debatió vigorosamente.

—¡Diablo! —gruñó una voz avinada—. Quiere resistir. ¡Eh, las patas quietas! ¡Vaya una mujer rabiosa!

La vieja mordió la mano que se apoyaba en su boca y como el bandido la retirara Laura empezó a gritar.

—¡Socorro! ¡Me asesinan!

El último grito casi no salió entero de su boca, porque la mano que acababa de retirarse, al ser herida, incrustóse en el cuello de Laura y empezó a estrechar paulatinamente y cada vez con mayor fuerza.

La vieja Laura se debatió unos instantes todavía.

Sus ojos convulsos y extremadamente abiertos, trataban de ver a su agresor. Un relámpago alumbró la calle y entonces la vieja distinguió una odiosa cara de bandido inclinada sobre ella.

De pronto la vieja espía se quedó inmóvil. Estaba muerta.

El truhan la palpó murmurando entre dientes.

Cuando hubo hallado el saco de mano lo sopesó y sonrió satisfecho.

Entonces cogió el cadáver, lo colocó a lo largo de la pared y persignándose rezó un padrenuestro.

—Ya estoy en paz —dijo—. Entremos ahora en «Los Dos Muertos que Hablan». ¡Ah! Lo que es ésta no hablará nunca más.

Por, acostumbrado que estuviera y aun cuando se habla puesto en paz con su conciencia, gracias al padrenuestro que acababa de rezar, el truhan no pudo substraerse al ensimismamiento especial que sobrecoge a los asesinos después de cometido el crimen.

Quedóse allí un momento colocando el cadáver contra el muro para que no se mojara con el agua que corría por el arroyo central de la calle.

«Es extraordinario», —pensaba—, «esta mañana era pobre como Job, y por la noche rico. ¡Cuántas veces he deseado serlo! ¡Por las tripas del diablo! Hay aquí dentro cuarenta mil libras y no estoy contento. Bueno, ¿pero estará realmente esta suma? Si cuento bien, ésta es la decimosexta persona que mato desde que ejerzo la digna profesión de asesino a sueldo. ¡Diez y seis cadáveres! ¡Bah! Mato, me pagan y ya está».

El bandido se estremeció. Tal vez le remordía su oscura conciencia.

Continuó su monólogo esperando un nuevo relámpago para ver por última vez a la vieja. Tal vez para satisfacer la terrible curiosidad de los criminales sencillamente para asegurarse de que estaba bien muerta.

Estaba acurrucado mirando con extraviados ojos a su víctima, mientras murmuraba:

«Esta mañana vi entrar al hombre en mi vivienda. Ocultaba su semblante, pero yo conozco a todo el mundo. En fin, el señor astrólogo no quería ser reconocido y por lo tanto me callé. Entonces me dijo:».

«¿Cuánto por una vieja?».

«Cinco escudos de seis libras y no es caro».

«He aquí los cinco escudos. Irás a la calle de la Hache, a la esquina de la de Traversine, y esperarás ante la casa que tiene una puerta verde. Hacia las ocho la mujer saldrá y la sigues, más para herirla, esperarás que esté lejos, muy lejos de la casa. ¿Has entendido?».

«Perfectamente».

«Ahora escucha bien. Si no ejecutas la cosa a entera satisfacción y si la mujer vuelve, serás ahorcado. Eres conocido y se sabrá donde hallarte».

«No tengáis cuidado, monseñor, el trabajo será hecho y bien hecho».

«Entonces, escucha; no habrás ganado cinco miserables escudos, sino que la mujer llevará encima por lo menos cuarenta mil libras que podrás guardarte».

«¡Cuarenta mil libras! —Al oírlo me caí de asombro. ¡Vaya un día! Me figuré que la noche no llegaría nunca. Pero, por fin, ya son mías las cuarenta mil libras. Ahora entremos en la taberna, porque tengo sed».

Llamó de un modo especial y la puerta se entreabrió. El truhan entró y fue a sentarse a un rincón oscuro guardando el saco sobre sus rodillas y debajo de la mesa. Consiguió entreabrirlo y hundiendo la mano palpó los cartuchos y monedas y las piedras preciosas.

«Bueno, se ve que están las cuarenta mil libras. ¡Cuernos del diablo! ¿Por qué no estoy más contento?». —¿Qué hubiera dicho el bandido al conocer la verdadera fortuna que contenía el saco de mano?

Cuando hubo vaciado algunas botellas, pagó y se marchó sin hacer ruido.

Ignoramos lo que fue de él y sobre este personaje el lector puede imaginarse el desenlace que mejor le plazca.

Pero ya que acabamos de penetrar en la taberna de «Los Dos Muertos que Hablan», echemos una ojeada.

Había numerosa reunión compuesta principalmente de mujeres en lo que Catho llamaba la gran sala que, en realidad, era bastante estrecha y contenía cinco mesas. En cada una había de tres a cuatro bebedores, truhanes y rameras, de rostros feroces o envilecidos, gentes que vivían del crimen y que componían la clientela nocturna de la taberna. En efecto, la posada de «Los Dos Muertos que Hablan», que, de día, era frecuentada por burgueses y soldados, convertíase, de noche, en una madriguera. Catho no se había sentido nunca con valor para rehusar asilo a sus antiguas amistades. Resultaba de ello, que durante el día, el establecimiento tenía honrado aspecto y por la noche la apariencia de una verdadera taberna en donde se refugiaban las gentes perseguidas por la ronda, y las rameras que esperaban la buena fortuna.

Aquella noche había mayor concurrencia de mujeres a causa de la tormenta. Ésta era propicia para los asesinos y atracadores, pero, en cambio, era desfavorable a las rameras.

Dos mozos hercúleos servían las consumiciones a aquella clientela que profesaba mal disimulado respeto por sus enormes puños. Durante el día, los dos colosos, verdaderos perros de guarda, eran reemplazados por jóvenes y hermosas sirvientas, lo que demuestra que Catho conocía maravillosamente su doble clientela. Para los burgueses apacibles, camareras complacientes, y, en cambio, para las rameras y los truhanes, hércules que más tenían de guardias que de mozos.

A aquella hora avanzada Catho no se había acostado aún. Estaba en un estrecho gabinete contiguo a la sala pública, hablando con dos mujeres jóvenes. Estas entraron en la taberna hacia las diez de la noche, y como esta visita se relaciona estrechamente con los incidentes de la historia que relatamos, es interesante conocer desde el principio la conversación que sostuvieron con Catho. Cuando entraron en la sala, la hostelera avanzó a su encuentro, diciéndoles:

—¡Dichosos ojos que pueden veros! Hace más de un mes que no habíais venido. Seguramente queréis pedirme algo.

—Es verdad, Catho. Venimos a pedirte una cosa —dijo una de las jóvenes.

—Y muy seria —dijo la otra.

—Bueno, bueno, entrad aquí —dijo Catho señalando el gabinete—. Siempre venís a pedirme y nunca devolvéis nada. Tú, «Roja», tienes todavía mi collar de cuentas azules que te presté para conquistar a aquel capitán. Y tú, Paquita, me debes no se ya cuántos escudos. Sois dos cestos sin fondo.

—Pero te queremos mucho —exclamaron las dos rameras.

—¡Ah, juventud, juventud! —exclamó Catho.

No queréis ahorrar y no pensáis en que podríais perder vuestra belleza como yo.

—¡Bah, Catho! Tu continuas siendo, hermosa.

La sonrisa de la hostelera les probó que no era insensible a su lisonja. Entraron en el gabinete, mientras el ama de la posada servía a unos parroquianos.

Por fin, Catho fue a reunirse con sus amigas, haciéndoles relatar sus aventuras, que le recordaban los tiempos pasados. Quería a «La Roja» y a Paquita precisamente a causa de los defectos que les reprochaba.

—Veamos —dijo—, confesaos ahora.

«La Roja», que era la más atrevida de las dos, empezó diciendo:

—Pues Paquita y yo hemos sido invitadas a una fiesta.

—¿Para cuándo? —dijo Catho sonriendo.

—Para el domingo, ya ves que tenemos tiempo de prepararnos, sobre todo si tú nos ayudas.

—¿Y en qué puedo ayudarlas, bribonas? ¿Necesitáis algún collar? ¿Algún cinturón?

—Nada de eso, Catho. Es preciso que tengamos vestidos decentes. Vestidos de burguesa.

—¿Qué? —exclamó Catho estupefacta.

—¡Caramba! Asistirán a la fiesta jueces y sacerdotes y, ya comprendes, Paquita y yo hemos pasado el día examinando nuestros trajes. Son buenos para el oficio… corpiños abiertos… cinturones chillones… pero no es posible ir vestidas así a la fiesta de que se trata. Escucha, Catho, sería preciso que de aquí al domingo nos proporcionaras trajes.

Catho levantó los brazos al cielo.

—¿Pero qué fiesta es ésa a la que deben concurrir jueces y sacerdotes y a la que no podéis asistir con vuestros trajes que os sientan tan bien?

—¡Ah, sí lo supieras, Catho!

—¿Se trata de un casamiento?

—No, Catho, estamos invitadas a presenciar la tortura.

Catho se quedó estupefacta y sus interlocutoras, figurándose que no lo creía, le aseguraron que era verdad.

—¿Y esto os divierte? —exclamó la pobre hostelera—. ¿Ver sufrir horrorosamente a un pobre diablo? Yo vi enrodar una vez y me estremezco cuando pienso en ello.

—Yo no quería —dijo «La Roja»— pero Paquita se ha empeñado. Además, hay que tener en cuenta una circunstancia. Si no vamos, el señor de Montluc, que es muy generoso, pero también muy bruto, se disgustaría con nosotras.

—¡Ah! ¿Es el señor de Montluc quien os ha invitado?

—El mismo.

—¿El gobernador del Temple?

—Sí, Catho, ya ves que el personaje es de importancia.

—¿Y dónde tendrá lugar el tormento?

—En el mismo Temple. Estaremos ocultas en un gabinete cercano a la cámara de la tortura, porque es necesario que no nos vean; pero, en fin, si llegaban a descubrimos, pasaríamos por parientas del paciente.

—¡Ya!, pero yo en vuestro lugar no iría.

—¿Quieres darnos un disgusto, buena Catho? —preguntó Paquita.

—¿Y hacernos perder la clientela del señor de Montluc? —añadió «La Roja».

—¿Y atraernos su cólera?, dijeron a coro.

—Pues bien, como queráis —dijo Catho vencida, os proporcionaré lo que os hace falta.

—¿Para el sábado?

—Sí, para el sábado por la noche: Convenido.

Las dos rameras besaron a su arruga como pudieran hacerla unas niñas después de haber obtenido de su madre algunas golosinas.

—¿Y quién es el desgraciado que van a torturar?

—Son dos —contestó Paquita.

—¿Dos? —exclamó Catho—. ¿Cómo es posible que dos lindas muchachas como vosotras puedan complacerse en el horrible espectáculo de ver torturar a dos desgraciados?

«La Roja» y Paquita miraron a su amiga llenas de asombro, no comprendiendo lo que quería decirles.

—¿Cómo se llaman esos pobres diablos? —continuó Catho.

—Pardaillán —contestó tranquilamente Paquita—. Padre e hijo.

—Así —añadió «La Roja»— será más terrible y divertido.

Catho no decía nada. Había palidecido. Sus manos temblorosas trataron de llenar una copa de vino.

Hizo un gran esfuerzo para no llorar y se quedó aturdida y asombrada por el dolor que experimentaba.

Tenía por aquellos dos hombres rudo afecto. En su mocedad había amado al viejo Pardaillán durante quince días o un mes, no lo recordaba exactamente, pero nunca hubiera creído sentir tal angustia ante la idea de que aquel hombre iba a morir.

Nunca había tenido grandes disgustos, pues Catho siempre tuvo por norma apartarse de todo aquello que pudiera hacerla sentir. No sabía si era buena o mala. Raras veces había llorado. Su único disgusto serio había sido el verse desfigurada y afeada después de su enfermedad y aún se consolaba pensando que la viruela mataba muy a menudo a sus víctimas y ella había tenido la suerte de salvarse.

En cuanto al caballero de Pardaillán, siempre le había inspirado admiración profunda, pues nunca había visto ningún hidalgo que se le pareciera. A menudo, Catho, pensando en él, suspiraba mirándose al espejo, pero nunca se le ocurrió pensar que amaba al caballero. Únicamente se complacía en decirse que era amiga suya y que en caso necesario lo serviría y se sacrificaría por él hasta la muerte. Y a la sazón iban a morir torturados. Catho era tan desgraciada, que sintió deseos de morir también.

—Parece que te has disgustado —dijo «La Roja»—. ¿Conoces acaso a esos hombres?

—¿Yo? No —contestó Catho.

—Entonces quedamos en que nos proporcionarás los vestidos para el domingo, ¿verdad?

—Sí —contestó Catho maquinalmente—. Los tendréis. Ahora, marchaos. ¿Y decís que la cosa es para el domingo?

—El domingo por la mañana, pero nosotras debemos ir al Temple el sábado por la noche.

—¿Por qué?

—Es claro, mujer. El señor de Montluc nos espera a cenar el sábado por la noche a las ocho, ¿comprendes?

—Sí, sí, —contestó Catho—. Ahora, idos.

Las dos rameras besaron a su buena amiga y se retiraron.

Catho, entonces, se apoyó de codos sobre la mesa y con la cabeza entre las manos murmuró:

«¡El domingo por la mañana!». —Y empezó a sollozar.

Creemos conveniente recordar que la tortura ordinaria y extraordinaria, era no para el domingo, como creían Paquita y «La Roja»: sino para el sábado por la mañana. No se habrá olvidado, sin duda, que el gobernador del Temple, Marcos de Montluc, después de haber invitado a las dos rameras para que asistieran a la terrible escena, se detuvo a tiempo para no comprometerse; pero como quería que las dos muchachas lo visitaran, les afirmó que tendría lugar el domingo y cuando llegara el momento de cumplir su promesa, después de la buena noche que se prometía pasar, saldría del paso diciendo que el tormento se había adelantado inesperadamente.

Ahora volvamos con Catho.

Como ya se ha podido ver, era una mujer enérgica. Ayudó sin pestañear a defender en sitio de «El Martillo que Golpea» y contempló resignada el Incendio de su propiedad, pues estaba acostumbrada a escenas mucho peores cuando vivía en la Corte de los Milagros.

La explosión de su dolor fue, pues, rápida, pero tras de los primeros sollozos dio un puñetazo sobre la mesa diciendo con un tono que indicaba su resolución inquebrantable.

«Será necesario que en la noche del sábado al domingo entre en el Temple».

¿Cómo lo haría? No lo sabía. Quedábanle cinco días disponibles para pensar.

En el momento en que tomó la resolución, resonaron fuertes gritos en la sala.

Catho se secó los ojos y penetró en la estancia vecina, exclamando:

—¿Qué pasa? Veamos, ¿queréis que venga la ronda?

—¡Un asesinato! ¡Acaban de matar a una pobre vieja!

—Han sido «La Roja» y Paquita.

Tres o cuatro rameras acababan de lanzar esta afirmación. Eran enemigas encarnizadas de las dos mujeres, pues estaban celosas de su belleza y de sus éxitos y les hubiera gustado mucho complicarlas en un asesinato.

Por esta razón promovían grandes gritos a propósito del asesinato que, en otras circunstancias, las hubiera dejado perfectamente tranquilas.

—¡Pobre vieja! —decía una—. ¡Es horroroso!

—Siempre me había parecido que Paquita tenía mala mirada —gritaba otra.

—Es necesario denunciarlas al prebostazgo —gritaba una tercera.

«La Roja» y Paquita lloraban, proclamando al mismo tiempo su inocencia.

—Silencio todos —mandó Catho.

El silencio se restableció instantáneamente. Y entonces se cerró la puerta con gran cuidado.

—¿Dónde está la vieja muerta? —preguntó Catho.

—En la calle, frente a la puerta. ¡Ah, pobre vieja! ¡Da lástima!

La que acababa de hablar así era una gruesa muchacha de cara amarillenta y ojos hinchados, que dirigía terribles miradas a las dos pobres mujeres, que estaban aterradas por la impensada y terrible acusación que pesaba sobre ellas.

—A ver, Juana, cuenta lo que sabes.

La interrogada se puso en jarras y empezó a decir:

—Pues hace cinco minutos que salíamos yo y Jaime el Manco, con la rubia Fifina y Leonarda. Apenas estuvimos fuera, Jaime el Manco empezó a gritar diciendo:

«¡Caramba! ¿Qué hay allí?».

«Vamos a verlo», —dijo Fifina.

«Vamos», dije yo.

—El Manco se adelantó y todas lo seguimos. Entonces vimos a «La Roja» y a Paquita acurrucadas sobre la vieja a la que acababan de estrangular. ¿No es verdad? Decid.

—Es verdad —contestaron Leonarda, la Rubia y Fifina.

—Es mentira —dijo «La Roja»—. La vieja estaba ya muerta.

—¡Pero si nosotras vimos cómo aún se movía!

Paquita y «La Roja» juraron entonces que habían tropezado en la oscuridad con aquel cadáver y que se habían agachado solamente para ver si hallaban algo digno de ser cogido.

—No es verdad —afirmó Juana—, pero, en fin, voy a avisar al prebostazgo. Ven, Manco.

Catho cogió a la mujer por el brazo.

—¡Cuántas historias por una mujer que ha muerto en mi puerta! ¿Acaso es la primera vez? Ve a buscar a la ronda, hija, y yo le diré lo que fue de aquel sargento a quien no se ha encontrado nunca más, y en cuanto a ti, Manco, ya sabes que conozco alguna historia que te concierne, ya vosotras —añadió dirigiéndose a las restantes— os digo lo mismo.

Hubo un estremecimiento de terror entre todos los clientes de la casa.

—¡Por Dios! —dijo Catho—. Ésta es la primera vez que se habla de ir a buscar al prebostazgo. ¡Qué venga y le explicaré cosas bonitas!

—Catho tiene razón —exclamaron algunos—. La enredona es Juana.

Ésta, al ver que la acusaban como causante del alboroto, se excusó diciendo que todo había sido una broma, y entonces la paz se restableció. Dos truhanes se encargaron de llevar el cadáver a cierta distancia a fin de alejar las sospechas sobre la hostería de «Los Dos Muertos que Hablan» y luego los concurrentes se dispersaron.

En el momento en que Paquita y «La Roja» iban a marcharse, Catho las retuvo.

—Quedaos, quiero hablar con vosotras.

La posada fue cerrada entonces, y Catho condujo a sus dos amigas a una habitación y allí añadió:

—¿Habéis dado muerte a la vieja?

—Catho, parece imposible que sospeches de nosotras.

—Pues bien, estoy convencida de que sois vosotras. No lloréis ni gritéis, porque es inútil. Creo que sois vosotras, y aun cuando no lo fuerais todo os acusa. Hay testigos para probar que habéis matado a la vieja. ¿Habéis oído a Juana? Así, pues, silencio; no quiero lloriqueos. Escuchadme.

Las dos pobres mujeres temblaban de terror.

—Escuchadme —repitió Catho—. Si me obedecéis no diré nada, pero si os resistís a mis órdenes, os denuncio.

—Manda —dijeron castañeteándoles los dientes.

—Os pido cinco días de obediencia. Ni una hora más, es cosa fácil.

—¿Qué hay que hacer?

—Os lo diré en el momento oportuno. Entre tanto, dormiréis aquí y en cinco días no saldréis de mi casa. No tengáis miedo, pues ya sabéis que se duerme bien y se come mejor. Es un capricho que tengo.

—Te obedeceremos, Catho. Seremos juiciosas.

—Es lo que hace falta, pero pensadlo bien, porque si salís antes del sábado, corro a denunciarlas enseguida.

—¿Y el sábado por la noche qué pasará?

—Pues bien, el sábado por la noche os devolveré la libertad. Os vestiré como si fuerais hijas de burgueses y podréis marcharos al Temple.